Dejé a Gallorini de mal humor junto al volante y crucé la calle. Un cartel verde grisáceo junto a la entrada decía: «El Conquistador». Colgado de él con unos alambres había un pequeño aviso de cartón arrugado. Decía: «Se alquila apartamento».
La pared junto a la entrada estaba llena de buzones de bronce. La mayoría tenía el nombre del dueño: nadie que yo conociera. La tarjeta del primero estaba escrita con tinta verde: «Alec Girston, Gerente». Toqué el timbre que había arriba.
Se abrió la puerta del frente. A mi izquierda estaba la puerta del Apartamento 1. Después había una escalera que llevaba a la segunda planta. En el pasillo el aire era frío y opresivo.
A través de una puerta, una voz de mujer dijo:
—¿Qué desea?
—¿Aquí se alquila un apartamento?
Se abrió la puerta. Una mujer de pelo enredado y ojos grandes me miró desde la oscuridad interna.
—El señor Girston no está. ¿Puede volver en otro momento?
—Sería difícil. Tendré que seguir viaje. Vi el cartel y quise ver lo que tenían.
—Pero no estoy vestida. —Se miró la bata de dormir rosada descuidadamente recogida sobre su pecho. Se tapó con la mano la carne blanca del escote—. No he estado muy bien este invierno.
Parecía haber estado muy enferma. Tenía los ojos nublados como cuando uno no está muy seguro de que el cuerpo lo va a sostener. Tenía las sienes y las ojeras cavadas como sombras en la nieve. Aunque no era vieja, empezaban a aparecerle arrugas junto a la boca.
—Lo lamento.
Ese escaso consuelo pareció reanimar su espíritu.
—No importa. Me pondré algo encima y le mostraré el apartamento. Creo que podré subir las escaleras.
—¿El apartamento vacío está arriba?
—Sí, señor. Es el mejor que tenemos, si se considera el amueblamiento. Está incluido en el alquiler.
—¿Cuánto es el alquiler?
—Pedimos ciento setenta y cinco con contrato por un año. La inquilina anterior tenía contrato por un año, se terminó justo en diciembre. Dejó todos sus buenos muebles, por eso es una ganga.
—¿Por qué se fue? ¿No podía pagar el alquiler?
—Por cierto que podía pagar el alquiler.
—Bromeaba. Creo que conozco a su familia, fíjese usted. —En las últimas veinticuatro horas habíamos vivido una vida juntos.
—¿Conoce a la familia de la señora Smith?
—Creo que se trata de la misma muchacha.
—Yo no diría que es una muchacha. Debe de tener mi misma edad. —La mujer se tocó el cabello desteñido y se miró ansiosamente en el espejo de mis ojos Lo que vio allí la indujo a insistir—. Le juro que tiene mi misma edad, aunque ella se esfuerza por taparla con pinturas y cabello teñido.
La enfermedad le provocaba reacciones melancólicas y centradas en ella misma. Corrí el ligero riesgo de mostrarle la foto de Phoebe.
—Ésta no es la señora Smith. Es su hija. El pasado otoño usó el apartamento durante un tiempo.
—Creo que eso dije.
Me clavó una mirada confusa. Luego pareció preocupada, pero no por sí misma.
—¿Qué la preocupa?
—No sé. Nunca vi una joven tan triste y melancólica. Yo habría tratado de hacer algo por ella, pero fue la época en que me enfermé.
—¿Más o menos cuándo fue eso?
—A principios de noviembre. ¿Está bien ahora, verdad?
—No la he visto últimamente. ¿Cuándo se fue de aquí?
—Sólo estuvo una o dos semanas… no sé exactamente cuánto.
—¿Dejó su nuevo domicilio?
—Que yo sepa, no. Tal vez lo tenga mi marido. Yo estaba ingresada cuando se mudó. El apartamento ha estado vacío desde entonces.
—¿Puedo verlo?
—Sí, señor. Me pondré algo encima. —Metió la mano distraídamente entre las puntillas de la bata de dormir que le cubrían el busto—. No tiene perros ni chavales, ¿no? No dimitimos perros ni chavales.
—Vivo solo —dije—. Mire, ¿por qué no me da la llave y subo solo?
—Creo que no hay inconveniente.
Se alejó arrastrando suavemente las zapatillas. Miré por la puerta abierta. Su sala, si eso era una sala, olía a perfumes, medicamentos y bombones. La luz externa entraba intensamente por las aberturas de las celosías. Rayos oblicuos cargados de polvo caían entre las sábanas destendidas de un diván. Junto a la cama había una mesa cargada de medicamentos.
La mujer volvió a la habitación con una llave en la mano.
—Número 14, el último de la derecha.
Subí las escaleras y recorrí el largo pasillo hasta el final. Mientras trataba de meter la llave en la cerradura una máquina de escribir en el apartamento de al lado golpeteó un inescrutable mensaje y se detuvo. La puerta se abrió directamente a una habitación a oscuras. La llave que había junto a la puerta no encendió la luz. Fui hasta la ventana y corrí los pesados cortinados.
Por el balcón de hierro forjado vi a Gallorini al volante de su taxi. Tenía la cabeza alzada hacia mí como si esperara a un francotirador. Me vio, y metió la cara en el coche. Detrás de mí, del otro lado de la pared, empezó a oírse nuevamente la máquina de escribir.
La habitación estaba mal y costosamente amueblada en un pesado estilo «moderno» que había estado de moda dos o tres años antes y ya resultaba anticuado. Había sillones cuadrados y voluminosos y un diván tapizado en bouclé alrededor de una mesa baja de forma indefinida. Me recordaba las habitaciones de tres paredes que suelen verse en las vidrieras de las mueblerías.
En el dormitorio había una cama doble con un colchón desnudo que recordaba las presiones de los cuerpos. Estaba decorado en tono rosa, con cortinas y pantallas vaporosas y alfombra de pared a pared como arena movediza de color rosado. La habitación era tan arrolladoramente femenina que me hizo sentirme dentro de un útero.
Levanté la celosía y entró más luz. Un cuadro colgado en la pared sobre la cama saltó a mis ojos como un pedazo de caos.
Se parecía mucho a la lámina Rorschach sobre la chimenea de Wycherly en Meadow Farms. La saqué de la pared para examinarla. Burbujas, remolinos y relámpagos aserrados de pintura al óleo, en un marco pintado, firmado C. W.
La levanté para volver a colgarla. Cinco o seis centímetros debajo del clavo había un agujero en la pintura rosa, burdamente tapado con yeso blanco. El agujero tenía el diámetro de la punta de mi dedo meñique, o de una bala calibre 45. Saqué mi navaja para extraer el tapón de yeso, y luego lo pensé mejor cuando del otro lado de la pared la máquina empezó a tabletear como un lánguido pájaro carpintero.
Me acometió un intenso deseo de saber si el agujero había sido hecho con una bala y atravesaba la pared de lado a lado. Hice una estimación aproximada de su altura del suelo: aproximadamente un metro ochenta, volví a colgar el cuadro de Catherine Wycherly y fui a llamar a la puerta número 12.
Una muchacha sorprendente abrió la puerta. Llevaba un jersey color naranja fuerte sobre pantalones negros, y estaba descalza. Su brillante cabello pelirrojo estaba atado en lo alto de la cabeza en forma de rodete mantenido en su lugar por una banda elástica. En el rodete llevaba clavado un lápiz. El color de sus ojos era parecido al de la miel.
—Creí que era Stanley —murmuró, pero no parecía muy desilusionada. Derramó sobre mí la miel de su mirada. Se colocó de manera que la luz que venía de atrás le resultara sentadora.
—Me llamo Lew. Pienso mudarme al apartamento de al lado.
—Ah. Muy bien.
—La oí escribir a máquina. Era usted, ¿no?
—Sí —murmuró—. Estoy escribiendo la historia de mi vida. El título será: En lo profundo del corazón de la oscuridad. ¿Le gusta?
—Me gusta mucho.
—Me alegro. Aparte de Stanley, usted es la primera persona a quien se lo, digo. Creí que usted era Stanley. Pero él rara vez sale del negocio antes de las seis.
—¿Stanley es su marido?
—No exactamente —ajustando su posición unos centímetros acá y allá—. Me deja vivir con él hasta que termine mi… cómo se le puede llamar… mi autobiografía. —Era una de esas chicas que dicen enormidades con un murmullo.
—Va a escribir su autobiografía.
—Soy mayor de lo que parezco —dijo—. Tengo veinticuatro. He vivido muchas cosas, y la gente siempre me va diciendo que tengo que escribirlas. O sea, así como triunfaron Jack Kerouac y Allen Grinsberg, escribiendo sobre sus experiencias juveniles. He tenido muchas y variadas experiencias.
—Estoy seguro de que sí.
—A lo mejor oyó hablar de mí: Jezebel Drake.
—El nombre me suena.
—Es mi seudónimo, mi verdadero nombre es Jessie. ¿A quién le gusta llamarse Jessie? Así que decidí llamarme Jezebel como la canción, y Drake como el hotel. Una vez estuve en el Drake, cuando tenía dinero. Cosa que voy a volver a tener. Tengo buena presencia. Tengo talento.
Hablaba más para sí misma que para mí. Había conocido otras como ella. Creían que el sueño en que vivían era de su propiedad porque habían asignado roles dentro del sueño. De pronto se acordó de mí:
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Podría hacer varias cosas. En este momento estoy tratando de observar algo en la construcción de este edificio.
—¿En la construcción?
—En la construcción. Yo trabajo de noche y duermo de día. Quiero estar seguro de que las paredes están bastante bien aisladas.
—¿Qué tipo de trabajo hace?
—Trabajo confidencial.
Volvió a mirarme lentamente, considerándome como material para la autobiografía.
—Material científico secreto, ¿no?
—Si se lo dijera ya no sería secreto, ¿verdad? ¿Le molesta si examino las paredes de su lado? Ya he visto las del mío.
—¿Usa algún aparato?
—Las palpo, naturalmente.
—Puede hacerlo, ya que vamos a ser vecinos. Bueno, así lo espero.
La habitación tenía unos pocos muebles baratos, de hierro. Había un aparato estéreo y otros aparatos auditivos sin mueble, incluido un grabador, esparcidos por la habitación. Contra la pared que me interesaba había una mesa de póquer con una máquina de escribir portátil y un velador encendido que iluminaba una hoja de papel amarillo.
Fingí que palpaba la pared. No había señales de agujero por este lado. Eso no significaba mucho. Una bala podía haber quedado entre las capas de yeso, o en la estructura interna de la pared.
—¿Cómo suena?
—Bien, creo.
—No va a tener problemas en dormir de día. Yo misma duermo mucho de día. Este lugar está verdaderamente muerto durante el día. Todos trabajan menos yo. —Movió una cadera como subrayando el comentario. Volvió a colocarla en su lugar empujándola con la mano.
—Siempre me quedo levantada hasta tarde por Stanley.
No me animé a preguntarle por qué. Pero ella contestó, de todos modos:
—Con el equipo. Uno pensaría que durante el día tiene suficiente con él, pero a veces también me revienta los oídos durante la noche. Antes era D. J.
—¿Delincuente juvenil?
—Disc-jockey. Ahora vende discos.
Algo me llamó la atención en el zócalo de madera. Era un agujero en la madera del tamaño y la forma de un agujero de bala, pero no había sido hecho por una bala. Obviamente había sido perforado, y luego rellenado con pasta que al secarse había tomado un color diferente del de la madera.
—¿Qué es esto? —dije—. ¿Termitas?
Llamémoslo termitas. El agujero detrás del cuadro, el agujero en el zócalo, el grabador, todo eso en conjunto, sugería una cosa. La habitación de al lado estaba conectada en sonido con ésta, y el trabajo se había hecho desde esta misma habitación.
—Podría ser. ¿Hace mucho que vive aquí, señorita Drake?
—Desde principios de año. Estuve trabajando hasta Navidad, pero allanaron el lugar. ¿Qué hacen las termitas?
—Invaden el subsuelo y penetran por las paredes.
—¿Eso quiere decir que se podría derrumbar la casa? —Dramatizó la escena de la casa derrumbándose con movimientos de los hombros y las manos, y doblando las rodillas.
—Podría suceder. No es probable, pero me gustaría hablar con su amigo. —Su amigo la termita—. ¿Dónde trabaja?
—No trabaja, exactamente. Mejor dicho, tiene su propia tienda de discos. Está en el nuevo centro comercial de este lado de San Carlos.
—Me parece que conozco a Stanley. ¿Cuál es su apellido?
—Quillan.
—¿Un rubio corpulento?
—Ése es mi novio —dijo, con orgullo de propietaria—. Si lo ve, ¿me hace un favor? No le diga que lo dejé entrar en el apartamento. Es terriblemente celoso. —Hizo un movimiento de cadera, subrayando lo que decía.
—¿Hace mucho que lo conoce?
—Sólo desde principios de año. Por eso es tan celoso…, me lo ligué… quiero decir, lo conocí en una fiesta de fin de año en la casa de su hermana. Fue una fiesta un poco violenta, y en medio del ruido rompí con el muchacho que estaba conmigo. Una escena fea. Pero Stanley se hizo cargo de las cosas. —Sonrió, apasionada—. Es el tipo de cosas que siempre me sucede. Pero siempre caigo de pie, como los gatos. —Dio un salto y cayó de pie como un gato—. Hablando de gatos, a la hermana de Stanley no le gustó que me liara con él. Desde que se casó cree que es de alta alcurnia. Pero yo conozco a Sally Quillan desde que andaba por el «Tenderloin» haciendo travesuras para conseguir bebidas gratis. Y sé que Stanley cayó preso el año pasado por extorsión. ¡Bueno! Estoy hablando demasiado. Siempre hablo de más cuando encuentro a alguien que me gusta.
Se tapó la boca con las dos manos y me miró entre dos líneas de pesada sombra para párpados.
—Si se encuentra con Stanley no se lo contará, ¿no?
—Ni soñarlo.
—Podría dejarme una huella —me dijo, sonriendo—. Ni mencione esta conversación. Todo queda entre nosotros, ¿eh?
Estuve de acuerdo. Antes de irme, le mostré la foto de Phoebe. Nunca había visto a la chica, ni las había oído a ella ni a la señora Smith en el apartamento de al lado.
—Hasta luego, vecino —me dijo desde la puerta.
Bajé, y me detuve junto a la puerta del apartamento del encargado para componer mi cara. Tenía la sensación interna de que estaba medio torcida. Al oír mi llamado, la mujer del encargado gritó desde adentro:
—La puerta está sin traba.
Estaba recostada en el diván, entre almohadones.
—Disculpe que no me levante. La conversación que tuvimos me cansó. ¡Cuánto tiempo le llevó mirar el apartamento! —Espió mi cara desde la penumbra—. ¿Pasa algo con el apartamento?
Otra vez traté de recomponer mi cara. Cuando uno siente que tiene la cara pegada como una máscara a la parte anterior del cráneo, es preferible ir a darse una vuelta por la playa. Produje una especie de sonrisa:
—Me gusta mucho el apartamento.
Eso la alegró.
—No va a encontrar ningún apartamento mejor que ése, con dormitorio separado, a ciento setenta y cinco y en buen barrio. Con esos muebles. ¿Le gustaron los muebles?
—Muy lindos. Pero hay algo que no entiendo. ¿No dijo usted que son de la inquilina anterior, de la señora Smith?
Asintió.
—Es por eso que son tan buenos. La señora Smith tenía dinero; supongo que usted lo sabe. Cuando se mudó sacó todo lo que pertenecía al apartamento y puso cosas nuevas. Están prácticamente sin uso, como habrá visto. Casi nunca usó el apartamento. No pasaba en él más de una noche por semana.
—¿Para qué lo usaba?
—Decía que tenía el hobby de la pintura, y necesitaba un lugar donde pudiera encerrarse a pintar. —Me clavó los ojos—. Parece muy interesado en la señora Smith. ¿La conocía mucho?
—Sólo superficialmente. Pero no quiero tener conflictos con ella. ¿No querrá que le devuelva sus muebles?
—No, los dejó. Creo que le dijo a Alec que no podía tomarse el trabajo de llevárselos. Hable con Alec, él le explicará.
—¿Usted y su marido son los dueños del Conquistador?
—No, nosotros no. Ojalá lo fuéramos. El dueño vive en Sausalito. Casi nunca lo vemos.
—¿Cuánto hace que se fue la señora Smith?
—Unos meses. Hace meses que no la veo. Después su hija usó el apartamento durante algún tiempo. Está vacío desde noviembre. Si la señora Smith quería sus muebles, tuvo tiempo de sobra para reclamarlos. Pero hable con Alec, es el único que trató con ella.
—¿Cuándo vuelve su marido?
—Siempre vuelve a la hora de la cena. Si quiere verlo esta noche, le diré que usted estará aquí a cierta hora. —Se incorporó—. Creo que no me ha dicho su nombre.
Se lo dije, y también que volvería alrededor de la hora de la cena.