Un hombre bajo y corpulento con chaqueta de piel y gorra con visera estaba junto al despachante en la acera frente al lintel. Tenía una cicatriz que agregaba un pliegue a su mandíbula.
—¿Usted es el hombre que quiere hablar conmigo?
—¿Usted es Garibaldi?
—Así me llaman desde la escuela primaria. Giuseppe Garibaldi, es mi héroe personal. —Rio, hizo un gesto alegre que definió a su personalidad—. Mi verdadero nombre es Gallorini. Nick Gallorini.
—Yo me llamo Lew Archer.
—Encantado de conocerlo, señor Archer —dijo cálidamente, se sacó el guante de conducir para darme la mano. Tenía nariz grande, orejas salientes, ojos oscuros vivaces y a la vez suaves como los de algunos animales y pájaros—. ¿Tiene algún problema?
—Una joven desaparecida.
—Qué broma. ¿Quiere sentarse en el taxi y contarme?
Su taxi era el último de la cola. Nos sentamos en el asiento trasero y encendimos cigarrillos.
—¿Su hija, quizás? —dijo—. ¿O una amiga?
—La hija de un amigo. Usted llevó a ambos hasta el puerto hace unos dos meses. El padre se iba en el President Jackson. Ella subió al barco con él, y le pidió a usted que esperara. —Saqué la fotografía de Phoebe y se la mostré.
—La recuerdo. —Lo dijo con voz sombría.
—Me alegro. ¿Qué pasó después?
—No pasó nada, al menos ese día. Yo esperé como ella me dijo, creo que alrededor de una hora. Finalmente ella salió del barco con uno de los oficiales y con su madre. Resultó que era su madre, ella la llamó mamá.
—¿Cómo estaban entre ellas?
—Bien. —Inclinó la cabeza con circunspección—. Tuvieron una pequeña discusión durante el viaje, pero nada importante. La chica tenía un coche metido en alguna parte, y la madre quería que la llevara a su casa en la península. Entendí, porque vivo por ese lado; tengo un lindo apartamento de tres dormitorios en Sharpe Park, lo compré cuando North Beach se puso fea. La patrona dijo: «Nos mudamos», bueno, pues nos mudamos. —Sonrió con aire de triunfo, hizo un movimiento con el pulgar hacia abajo a un tractor que pasaba.
—¿Qué dijo la joven?
—Le dijo a la madre que no podía llevarla a su casa porque tenía una cita con un hombre. La madre quiso saber con qué hombre. La joven no quería decirle. Ése fue el lío.
—¿La madre hizo un lío?
—Sí, parecía estar medio borracha. Dijo que sus seres queridos la abandonaban. La joven dijo que no era cierto. Que ella la quería. Por la forma en que hablaba parecía una buena chavala, llena de buenos sentimientos. —Su voz se ensombrecía cada vez más, y se le humedecían los ojos—. Yo tengo una hija casi de su misma edad, por eso tuvimos que mudarnos de North Beach.
Lo estimulé a seguir.
—¿Adónde las llevó?
—Dejé a la joven justo frente al Saint Francis. A la madre la llevé a la estación.
—¿La joven entró en el hotel?
—Supongo. No me fijé.
—¿Dijo algo sobre el hombre con quien iba a encontrarse?
—No. Ni una palabra sobre él. Eso fue lo que no le gustó a la madre. No se calmó hasta que la joven prometió ir a verla más tarde.
—¿Dijo cuándo iría?
—Creo que dijo que esa misma noche. —Gallorini me miró de costado a través del humo—. Oiga, yo tengo buena memoria pero no tengo cerebro electrónico. ¿Por qué no intenta con la vieja?
—No quiere hablar.
—¿No quiere ayudar a encontrar a su propia hija? Madre Santísima. Ya me parecía que había problemas, que pasaba más de lo que decían. Por eso recuerdo tan bien la conversación.
—¿Por qué otras razones la recuerda?
Gallorini tardó en contestar. Apagó el cigarrillo y metió la colilla en el bolsillo delantero de su chaqueta. De pronto apoyó su mano en mi rodilla.
—Oiga, ¿usted es polizonte?
—Lo fui. Ahora trabajo privadamente.
—¿Usted está a cargo de la búsqueda o algo así?
—Espero que todo se trate de buscarla y encontrarla. Su padre me contrató para que se la devuelva viva o muerta. La última vez que la vieron fue el día que partió el barco.
—En eso se equivoca. —Una emoción incomprensible para mí agregaba tonos femeninos a las terminaciones de sus palabras—. Yo mismo vi a la pequeña, una semana o diez días después. Más bien unos diez días.
Me enderecé en el asiento.
—¿Dónde?
—En la ruta, de noche… esa semana yo hacía horario de noche. Hice un viaje al aeropuerto para alcanzar el avión de las once, y regresaba vacío. La vi de pie en el puente de Broadway. Llovía torrencialmente, y ella estaba de pie en la lluvia junto al parapeto. Le iluminé la cara con los faros, y me pareció reconocerla; de otro modo hubiera seguido viaje. Se me pasó por la cabeza la idea de que estaba por arrojarse desde el puente.
El portero del Saint Francis hizo señas a un taxi. La cola avanzó. Gallorini hizo un movimiento para salir del coche y pasar al asiento delantero.
—Espere un momento —le dije—. Yo soy su cliente. Esto es importante, si está seguro de que se trata de la misma joven. —Le mostré nuevamente la foto de Phoebe—. Esta joven.
Apenas miró la foto.
—Estoy seguro. Hablé con ella. Subió al taxi. —Hizo un gesto con las manos como para alejar sospechas—. No en el sentido que podría pensarse. Pensé que era alguien que conocía, tal vez una compañera de colegio de mi hija. Así que giré en redondo y volví. Todavía estaba de pie allí, sin impermeable, con el vestido todo mojado y el pelo colgándole en la cara. No supe quién era hasta que habló. Tengo buen oído para las voces de la gente. —Se señaló el oído con un dedo sucio.
—¿Qué dijo?
—Dijo que no quería taxi, que no tenía dinero. Entonces le dije que la llevaba gratis, si quería. No es legal, pero qué demonios, no podía dejarla en la lluvia, en ese estado.
—¿Qué estado?
—No hacía calor, que digamos —dijo con voz compungida—. Ella no parecía estar muy bien, y pensé qué sucedería si llegaban unos gamberros y la cogían. Aunque no se arrojara desde el puente.
—¿Qué quiere decir con eso de que no estaba muy bien?
—Por la forma en que hablaba, y actuaba. Finalmente conseguí que aceptara subir al auto, y prácticamente tuve que empujarla. —Dramatizó la escena pasando el brazo alrededor de hombros imaginarios—. Le pregunté dónde quería ir, y dijo que quería irse de este mundo. Con esas palabras. Irse de este mundo.
Gallorini sacudió la cabeza con enojo.
—Le dije que mi coche no era un cohete espacial. No le pareció gracioso. Le dije que tendría que estar en su casa, en la cama, y no vagando en la lluvia. Eso le pareció gracioso. «¿Cuál es mi casa?», dijo, y largó una carcajada. No me gustó la forma en que se rió. Finalmente conseguí que me dijera que tenía familiares en Woodside. Un tirón largo, pero le dije que la llevaría. Me ofreció su reloj pulsera… tenía puesto un pequeño reloj de oro, y me lo ofreció para pagarme el viaje. Le dije: «Al demonio con eso, no quiero ningún reloj». Entonces me dijo que tampoco quería ir a Woodside. No podía enfrentarse con su tía, algo así como que la odiaba.
—¿La tía la odiaba?
—Eso dijo. Traté de averiguar el nombre de la tía, pero no quiso decírmelo. Ni siquiera quiso decirme su propio nombre. Traté de preguntarle, y sobre la madre. Ahí fue cuando se puso a llorar. Dijo que la llevara de vuelta al apartamento. Así que la llevé donde dijo. Era cerca, a unos tres kilómetros. —Sonrió torcidamente—. No les compré zapatos a los chicos, pero me quedé contento de lo que había hecho.
Le di cinco de los dólares de Wycherly.
—Para pagar ese viaje.
En su cara luchaban el placer y la turbación. Ganó la turbación.
—Bueno, no buscaba que me pagara. Sólo hice lo que haría cualquiera.
—Guárdelo. Todavía no hemos terminado.
No debí decirle eso; me miró con temor.
—Usted piensa que yo le hice algo a la chica.
—No. Quiero decir que deseo oír el resto de la historia, toda la historia.
Todavía con mucho miedo en los ojos, dijo:
—Eso es todo. La llevé hasta la puerta y entró. Volvió a ofrecerme el reloj, pero yo no podía aceptarlo. —Agregó, con una especie de candor compulsivo—: Además, era uno de esos asuntos en los que puede intervenir la policía. Vea, ella andaba en líos. Me disgusta decir eso de una chavala joven, pero estaba muy diferente de la primera vez que la vi. Había ido cuesta abajo.
—¿En una semana o diez días?
—Puede suceder en una noche.
—¿En qué clase de lugar se hospedaba?
—Nada especial en ningún sentido. En una de esas viejas casas de apartamentos en Camino, yendo hacia San Mateo.
—Lléveme allí.
Era un edificio de estuco de dos plantas con azulejos decorativos cerca del techo, como un baño rojo sobre un pastel algo viejo. La fachada que alguna vez había sido blanca estaba roñosa, con líneas de herrumbre desde los balcones de hierro de la segunda planta, que daban al lugar un aspecto cerrado, poco acogedor.
Gallorini había parado frente al edificio. Yo estacioné detrás de él y me asomé por la ventanilla.
—¿Está seguro de que es aquí?
—Ajá. Lo observé especialmente. —Lo miraba como si su abandono lo fascinara.
—¿Por qué? ¿Pensaba volver?
—Quizás. Para cobrar el viaje, ¿sabe?
—¿En efectivo o en especies?
—No lo entiendo. —Se retrajo. Su cara quedó donde estaba, cerca de la mía, pero vacía—. ¿Está tratando de meterme en líos? Yo no le hice nada. ¿Le parece que lo iba a traer hasta aquí para poner la cabeza en un cepo?
Era una pregunta interesante. Algunos asesinos y psicópatas sexuales hacen precisamente eso. Sus cuellos ansiaban la soga; se esforzaban por ahorcarse solos. Le ofrecí un pedazo de soga a Gallorini.
—¿En qué apartamento está?
—En el extremo de la planta al… —Apretó los dientes en la mitad de la frase.
—¿Entró con ella?
Sacudió la cabeza de tal manera que le temblaron las mejillas.
—¿Cómo sabe que su apartamento queda en un extremo de la planta alta?
Tenía los ojos empequeñecidos y preocupados, fijos en la base de la nariz, como si buscaran protección allí.
—Bueno, sí, subí con ella. Ella me lo pidió. Dijo que tenía miedo de subir sola.
—¿De qué tenía miedo?
—No lo dijo. Estaba empapada y temblando de frío. No podía dejarla en esa forma. La ayudé a sacarse la ropa mojada, y prácticamente se me desmayó en los brazos.
—¿Bebió?
—No conmigo, no. Tal vez tomó una pastilla. De todas maneras, estaba medio desvanecida. La ayudé a ir al dormitorio y acostarse.
—¿Hace eso con todos sus clientes?
—Me ha sucedido antes. No sé por qué me trata tan mal. No hice nada incorrecto. —Se mordió el pulgar y me miró por encima del puño—. Vea, yo tengo una hija. De todos modos no tuve oportunidad de hacer nada aunque lo hubiera querido, y no quería. Entró ese tipo, ¿vio?
—¿Quién era?
—Un rubiecito. En ese momento pensé que tal vez vivía con ella. Procedió como si la joven le perteneciera.
—¿Qué hizo?
—Me dijo de todo, y me echó.
—¿Puede describirlo?
—Sí, un rubiecito, más o menos de mi tamaño. Tenía barbita, y ojos azules algo saltones. Era un grosero, pero, ¿qué podía hacer yo? Me fui al diablo.