CAPÍTULO XIV

Me esperaba en el salón inglés de la planta baja del Saint Francis. Una recepcionista morena, de grandes pechos, que estaba sentado ante una mesa, me lo señaló. Parecía una guía turística señalando una estatua de algún santo conocido en una catedral.

Willie era un hombre de cara chata, de cerca de cincuenta años, con ojos negros que no conocían la sorpresa. Tenía un fino bigote negro, un clavel blanco en la solapa de su traje de Brooks Brothers: parecía un maître. Las mujeres lo adoraban, y es que se podía creer en su Decamerón personal.

A mí también me gustaba mucho. Willie no era un santo, pero era honrado según sus propias luces, aunque fueran luces de neón. Me dio un largo apretón de manos.

—Es un gusto verte, Lew. Creí que la jungla de Los Ángeles te había tragado para siempre.

—Me gusta visitar las provincias de vez en cuando.

Me miró socarronamente. Willy creía que había un paraíso terrenal, y que estaba en San Francisco. Pedimos bebidas y bistés a una camarera solícita. Llamaba a Willy por su nombre y parecía que tenía ganas de oler su clavel. Él la miró como si tuviera una pistola de agua escondida en el clavel. Una vez que la camarera se alejó, dije:

—Estoy aquí por un caso, como sabes.

—Sí. —Apoyó sus codos puntiagudos en el mantel y acercó la cara hacia mí—. Por teléfono mencionaste el mágico nombre de Wycherly. ¿Qué pasa con los Wycherly ahora?

Le conté.

—La hija se fugó, ¿eh?

—Se fugó o la fugaron.

—¿Secuestro, te parece?

—No creo. No tardan dos meses en hacer un contacto.

—¿Hace dos meses que no está?

Asentí.

—Wycherly estaba fuera del país, en un crucero. La joven estudiaba en Boulder Beach, viviendo en forma más o menos independiente. Vino aquí a despedirse de su padre; la vieron por última vez en el muelle, tomando un taxi con su madre, la ex-mujer de Wycherly.

—Sí, leí en los diarios que había obtenido el divorcio. ¿Qué hace ahora?

—En estos precisos momentos anda vagando por ahí, seriamente afectada de una neurosis posmarital, charlando sobre muerte y asesinato. Wycherly está destrozado, también… acabo de hablar con él por teléfono. Y yo tengo que poner todo en orden y arreglarlo todo.

—Ya lo veía venir la primavera pasada. La familia estaba a punto de volar en pedazos. ¿Conoces esos huevos de chocolate suizos que se parten en pedazos cuando los golpeas?

—La cosa es quién golpeó a Phoebe.

—Sí. La última vez que la vieron estaba con la madre, ¿verdad? ¿Qué dice la madre?

—Nada útil. En mi opinión está como para ingresarla.

—Creía que te habías sacado el título de médico. ¿Hiciste algún intento de encontrar el taxi?

—En eso estoy. Podrías ayudarme.

Me dirigió una mirada impermeable. Llegaron nuestras bebidas y las bebimos, observándonos uno al otro. Willie puso su vaso sobre la mesa.

—¿Crees que la chavala está muerta?

—No me gusta admitirlo, pero lo siento en la médula.

—¿Homicidio o suicidio?

—Jamás pensé en un suicidio.

—A lo mejor tendrías que pensarlo —dijo Willie reflexivamente—. Es una joven revoltosa. Lo es o lo era. Sólo la vi una vez durante cinco minutos, pero me puso nervioso. No sabía si se iba a tirar un ligue conmigo o iba a salir gritando de la habitación. Era incoherente… no sé si me entiendes.

—¿Cómo es eso?

—Cargaba un montón de sexualidad y no sabía qué hacer con ella. Un montón de sexualidad y un montón de problemas. Por lo que vi de la familia, no la ayudaron mucho a madurar. La madre era incapaz: es del mismo tipo, sensual e histérica, jamás se sabe qué pueden llegar a hacer esas mujeres.

—O qué les pueden llegar a hacer los demás.

—Piensas en un asesinato —dijo Willie.

—Al principio, no. Ahora sí.

—¿Qué te hizo cambiar de idea?

—Otro asesinato. Ocurrió ayer, en la península.

—¿Un tipo llamado Merriman, subastador?

—Qué rápido relacionas las cosas.

—Fue el único asesinato ayer, en la península. Tuvieron un día bueno. —Se sonrió—. A propósito, un amigo en la Corte de Justicia de San Mateo me dijo que tenía interés en conocer de Catherine Wycherly. Si tú sabes…

—No lo conozco. Ése es uno de mis problemas. Hablé con ella anoche, en Sacramento. Un amigo de ella me golpeó con un hierro, y después se me marcharon con rumbo desconocido.

—Me preguntaba por qué tenías ese vendaje.

—Nada importante. Pero tenemos que coger a Catherine Wycherly.

—¿Nosotros?

Necesito que me ayudes con este caso. Tienes los elementos para llevar a cabo una pesquisa. Yo no.

Puso cara triste.

—Lo lamento, Lew, pero tengo otras ollas en el fuego.

—¿Qué pasó entre tú y Wycherly el año pasado?

Se encogió de hombros, y vació su copa.

—No te gusta Wycherly, ¿no?

—Me encanta. Me encanta su tipo. Tiene dinero en la cabeza en lugar de cerebro. Y es un tramposo, como todos esos babosos malcriados. Me sacó el trabajo de las manos. —Willie empezaba a mostrar señales de excitación: los ojos se le ponían más negros y la nariz más blanca—. El baboso me mandó un polizonte para que me sacara los datos. Ese sheriff llamado Hooper.

—¿Qué datos?

—Las cartas para cuya investigación nos había contratado. Yo manejé personalmente el caso, pasé tres o cuatro días duros trabajando en eso, entre San Francisco y Meadow Farms. Justo cuando estaba apareciendo algo me las sacó.

—¿Por qué?

—Pregúntaselo a él. Es tu niño.

—Alguna idea tendrás.

—Seguro. Me estaba acercando demasiado a la meta. Había indicios de que esas cartas eran un asunto interno. Indicios no diablos. Pruebas. Cometí el error de tomarme en serio a Wycherly y hablarle de eso. Debí haberme dirigido a los inspectores de correos. Y hubiera salido adelante con todo.

—No te sigo.

—No hace falta. La cosa es que no quiero nada con Wycherly ni con sus asuntos.

Llegaron los bistés. Postergué la discusión hasta después de comer. Pero aun con la tripa llena Willie era implacable.

—No, señor. Estoy lleno de trabajo. Y aunque estuviera en la calle no volvería a trabajar para Wycherly. Te diré lo que voy a hacer, sin embargo, nada más que como un favor a un amigo. Encargaré a mis investigadores que busquen a la chavala. Viva o muerta.

—Eso ya es algo.

—¿Quieres alguna otra cosa?

—Copias de esas cartas, si las tienes.

—No sería ético. —Me estaba atormentando—. Bueno, Wycherly tampoco lo es. Ven a mi oficina, buscaremos en los ficheros.

Fuimos a su oficina, una serie de cuatro o cinco habitaciones en la segunda planta de un viejo edificio de Geary Street. Su santuario interno era una gran habitación al frente con alfombra persa, antiguos muebles de caoba, un sofá. En las paredes había carteles de «Buscado» y fotos de delincuentes pegados con cinta adhesiva. Entre un surtidor de agua helada y una serie de muebles para ficheros había una vitrina que contenía armas de mano, cuchillos, zapas y nudillos metálicos. El conjunto ocupaba toda una pared.

Abrió el fichero marcado con W, buscó dentro de él y me trajo una carpeta llena de papeles que esparció en el escritorio. Aquí está la primera carta que me envió Wycherly.

La leí. Estaba limpiamente escrita a máquina en hoja con membrete de la Compañía de Tierras y Desarrollo de Wycherly, Meadow Farms, y era clara y concisa:

Estimado Sr. Mackey:

Usted me ha sido recomendado por un representante de mi compañía en San Francisco, quien me dice que goza de muy buena reputación local por su capacidad y discreción como investigador. Es lo que necesito en estos momentos. La semana pasada mi familia ha recibido dos cartas alarmantes de una persona desconocida, que evidentemente es un loco y probablemente peligroso. Deseo identificarlo.

Si usted puede hacerse cargo del caso, por favor póngase en contacto conmigo telefónicamente y haré lo necesario para que pueda venir a mi casa en avión. Por supuesto nada de esto debe ser divulgado a las autoridades, la prensa, o a ninguna otra persona.

Lo saluda atentamente,

Homer Wycherly

Presidente.

La firma era barroca, medio confundida entre espirales y serpentinas.

—Me dio las cartas cuando fui a su casa —dijo Willie—. Las fotocopié. Espero que no le digas a Wycherly que conservo las copias.

Me entregó dos hojas amarillentas en las que se habían reproducido las cartas anónimas. No tenían fecha ni encabezamiento. Me senté ante su escritorio y leí una:

Cuidado. Sus pecados serán castigados. Recuerden Sodoma. ¿Creen que pueden copular como perros en la vía pública? ¿Los lazos del matrimonio no significan nada para ustedes? Recuerden que los pecados son castigados hasta la tercera o cuarta generación. Recuerden que tienen una hija.

Si no lo recuerdan, yo se los recordaré. Antes que verlos hundirse en su propio fango, los abatiré en el lugar y el momento que yo elija. Entonces será el gemir y el crujir de dientes. Cuidado.

¿UN AMIGO DE LA FAMILIA?

Luego la otra:

Ya les ha llegado la primera advertencia. Ésta es la última. La casa de ustedes está plagada de pecados. La esposa y madre es una puta. El marido y padre es un cornudo complaciente. Si ustedes no expurgan el mal, el mal será expurgado. Hablo en nombre de un Dios celoso e iracundo. Él y yo los estamos mirando.

¿UN AMIGO DE LA FAMILIA?

—Qué belleza —dije—. ¿Qué dijo Wycherly sobre eso de ser cornudo?

—No le pregunté. No me animó a que le hiciera preguntas personales. Sólo quería que ubicara al autor de las cartas y que lo detuviera. Así dijo. Pero cuando empecé a meterme en el asunto, él me detuvo a mí.

—¿En qué empezaste a meterte?

—No me acuerdo.

—Mentira, nunca te olvidas de nada. Dijiste algo sobre un asunto interno.

—¿Eso dije? —Se sentó en el borde del escritorio y me apuntó sádicamente con la punta del zapato—. No quiero meterte en líos.

—Cuenta —dije.

—Bueno, tú lo has querido. Vuelve a mirar las cartas, la de Wycherly y las otras. Primero examina el contenido. Después compara las características físicas.

Comparé los tres documentos. La carta de Wycherly a Mackey, estaba prolijamente dactilografiada, con espacios y párrafos tales como se enseñan en la escuela comercial. Las cartas firmadas por «¿Un amigo de la familia?» estaban descuidadamente hechas por dedos de aficionados. Pero las tres parecían salidas de la misma máquina de escribir.

—Idénticas características de la máquina —dije—. El mismo tipo, el mismo grado de desgaste, las mismas idiosincrasias. La «e» queda fuera de línea, por ejemplo. Me gustaría conocer la opinión de un experto en máquinas de escribir.

—Ya lo averigüé, Lew. La carta que me envió Wycherly y los anónimos fueron escritos en la misma máquina… una Royal de antes de la guerra.

—¿De quién?

—Eso estaba tratando de averiguar cuando el tarado me paró. Evidentemente se trata de una máquina a la que tiene acceso. Le pedí permiso para examinar todas sus máquinas de escribir, en su casa y en la oficina. No me dejó. Sus razones tendría.

—¿Crees que él mismo escribió las cartas?

—No excluiría esa posibilidad. La carta que me envió pudo haber sido escrita por su secretaria —es un trabajo profesional— y las cartas a la familia Wycherly por él mismo. Fíjate que están dirigidas a la «Familia Wycherly», y no a alguno de sus miembros en particular. Puede que haya querido crear malestar en su propia familia, obligar a su esposa a una confesión. He visto hacer cosas aún más locas, por razones aún más locas.

—¿Tomas en serio las acusaciones?

—No sé. Catherine Wycherly está bastante en forma para una mujer de su edad. Y quienquiera que haya intentado crear el desbarajuste, lo logró. Ella se divorció de él.

Volví a mirar las cartas.

—Tú no te las tomas en serio como amenazas. Yo sí. Me preocupa esa mezcla de paranoia con virtud. La he visto en maníacos homicidas.

—Yo también. Y también en predicadores del Evangelio —agregó Willie sardónicamente.

—En cualquier caso, no coincide con lo que sé de Wycherly.

—De acuerdo. Pero puede haber tratado de hacer creer que estaba chiflado. Creo que cualquiera que las haya escrito fingía. Son muy exageradas.

—Wycherly no es tan listo.

—Tal vez no. No te precipites, Lew.

Me levanté para retirarme.

—¿Puedo llevarme la carta y las copias?

—Cómo no. Yo no las necesito. Te regalo a Wycherly y a toda su banda.

Caminé cuesta arriba volviendo a Union Square, espantando palomas y tomándome un descansito, si es que puede llamárselo así.