Regresé a San Francisco. Era una clara mañana de enero, uno de esos días de invierno sin niebla en que los dioses de Mount Diablo dejan ver la ciudad al sol, entre amplias extensiones de agua azul. Dejé la Skyway y seguí por Market hacia Powell.
Aparqué cerca de Unión Square y compré un sombrero para ocultar el vendaje. Conversé un momento con el viejo despachante de la gorra amarilla. El taxista a quien llamaban Garibaldi aún no había aparecido en la línea. Prometió que si lo veía lo detendría para que yo pudiera encontrarme con él. Le di un billete de cinco dólares para que cumpliera con lo prometido.
La recepción del Saint Francis estaba casi desierta. El empleado de turno tuvo tiempo de mirar en el registro correspondiente al dos de noviembre. Homer Wycherly había tomado una habitación el primero de noviembre, y había pagado un día más por adelantado cuando se retiró el día dos. Su hija podía haber usado la habitación la noche del dos de noviembre.
El empleado no me aseguraba que lo había hecho.
Volví a las cabinas telefónicas e hice un par de llamadas. Willy Mackey estaría ocupado con un cliente durante una hora, pero arreglamos encontrarnos para almorzar temprano. Carl Trevor podía recibirme inmediatamente.
Las oficinas de la Compañía Wycherly de Tierras y Desarrollo estaban en la décima planta de un edificio con fachada de piedra al sur de Market Street. Una joven que no había servido, por poco, para azafata de avión me llevó en el ascensor directo y me dejó en una recepción decorada con escenas de caza.
Pasé por varias categorías de secretarias y finalmente me hicieron entrar en la oficina privada de Trevor. Allí había muebles de cuero, una mesa para reuniones con una docena de sillas, un croquis del Central Valley con banderitas rojas clavadas como en una cancha de golf, un escritorio de tales proporciones que convertía en enano al que se sentaba a él. El auricular de un teléfono estaba enganchado en el cuello de Trevor como un pájaro negro. Entre comentarios sobre algo consolidado y algo recíproco, Trevor me indicó que me sentara.
Me senté y lo miré atentamente, pensando hasta qué punto mi cliente y yo podíamos confiar en él. Bastante, decidí, Wycherly obviamente confiaba en él. Parecía querer realmente a Phoebe, tal vez demasiado para su tranquilidad. Tenía ojeras azules y otras señales de haber pasado una mala noche.
Colgó el auricular.
—Discúlpeme por hacerlo esperar, señor Archer. El mercado se ha movido como un yo-yo últimamente. —Me dirigió una mirada ansiosa que le tensionó la cara—. Por su aspecto usted ha tenido una mala noche.
—Eso mismo pensaba yo de usted.
—No fue muy divertida, si he de serle franco. En parte la dediqué a estudiar las fotos de mujeres y jóvenes no identificadas. Algunas habían muerto meses atrás. —Hizo una mueca—. No le envidio el oficio.
—Tiene sus compensaciones, cuando aparecen vivas.
Se inclinó ansiosamente hacia adelante.
—¿Ha encontrado rastros de mi sobrina?
—Sólo esto. —Saqué la copia que había hecho de su nombre escrito en la ventana del hotel, y le expliqué—: No es una copia perfecta, pero traté de imitar las características lo mejor que pude. ¿Se parece a la letra de Phoebe?
Frunció el ceño, mirando el papel.
—No podría asegurarlo. No recuerdo bien su firma.
—¿Podría encontrar alguna firma de Phoebe?
—No aquí. Tal vez en casa. ¿Cree que Phoebe estuvo en esa habitación de hotel con la madre?
—Posiblemente. También puede ser que la madre haya escrito su nombre. ¿Ésa podría ser la letra de Catherine Wycherly?
—Podría ser. No he visto cosas escritas por ella. —Me devolvió la hoja. Aún tenía las cejas fruncidas y sus ojos, con las ojeras azules, estaban desconcertados—. ¿Qué hacía Catherine en un hotelucho en Sacramento?
—Comer, beber y llorar.
—Siempre comió y bebió mucho —dijo—, por lo menos estos últimos años. Pero lo del llanto no me suena a Catherine. Tiene más bien el tipo de la divorciada alegre.
—Usted no la vio anoche.
—¿Me quiere decir que usted sí? —dijo, levantando la cabeza.
—Tuve una larga conversación con ella en la hostería Hacienda, que terminó en forma algo súbita. Un matón que viajaba con ella me pegó con un hierro. —Me toqué la venda.
—¿Con qué clase de gente anda?
—No con gente buena.
—Esto se complica, Archer. Se complica y se pone feo. Mientras estaba anoche en la oficina del sheriff hubo un llamado telefónico de Atherton. Habían encontrado un cadáver en la casa vacía de Catherine. Era el subastador con quien ella había tratado… un tipo de nombre Merriman.
—Ya lo sé. Yo encontré el cadáver.
—¿Usted lo encontró?
—Hice una llamada anónima porque no quería pasarme la noche contestando preguntas. Le pediría que no lo comente con sus amigos de Redwood City. A propósito, ¿qué teorías tiene usted sobre la muerte de Merriman?
—Creen que fue un hecho vandálico. Se han dado muchos casos de gamberrismo en casas desocupadas en la península. Como usted sabe, Archer, en esta civilización hay estratos enteros que se desprenden y son ganados por el salvajismo… si es que se puede hablar de civilización. Es la «rebelión de las masas» de Ortega.
—¿Así habla la policía? Deben de tener una policía sumamente educada.
—La tenemos. No sólo se dedican a apresar a los chacales. Sé que quieren hablar con Catherine.
—Creo que es una buena idea. Sus tratos con Merriman fueron más allá de la venta de la casa. Anteanoche él le dio una paliza en su habitación. Puede haber sido una pelea de amantes, pero no lo creo. Más bien debe de haber sido desentendimiento entre ladrones.
—No entiendo. ¿Acusa a mi cuñada de ser una ladrona?
—Por lo menos ha estado con ladrones, o peor que eso. Dígame, señor Trevor, suponiendo que Phoebe esté muerta…
—Es una suposición un poco dura, ¿no?
—No modifica los hechos, cualesquiera que sean. Suponiendo que está muerta, ¿quién se beneficia con su muerte?
—Nadie —dijo con furor—. Sería una tragedia y una pérdida sin compensaciones.
—¿Seguro? Hay dinero en la familia.
Arrugó la frente. Sus ojos cambiaron de color, como el agua azul que se convierte en hielo azul.
—Ya veo adónde quiere ir. Pero va por un camino equivocado. Phoebe no tiene dinero propio.
—¿Ningún fondo que pueda revertirse a un familiar?
—No, estoy seguro de que no hay nada de eso. Si no, mi mujer y yo lo sabríamos.
—¿Tiene seguro de vida?
Trevor pareció dubitar.
—Homer sacó una póliza cuando… cuando Phoebe nació.
—¿Qué suma?
—Cien mil o algo así.
—¿Quién es el beneficiario?
—Sus padres. Es lo habitual. —Se sacudió, irritado—. Usted hace suposiciones bastante delicadas.
—Es mi oficio.
—Aclaremos esto. Usted no puede sugerir que Catherine mató a su hija para cobrar el seguro. Eso es cosa de locos.
—Creo que Catherine está loca. Como no soy psiquíatra, no puedo hacer un diagnóstico. Anoche estaba delirante y sin defensas.
Trevor sacó un cigarro verde de un tubo de vidrio y lo encendió. Entre bocanadas de humo azul, dijo:
—No me sorprende, hace rato que estaba al borde. Eso no indica que sea capaz de asesinar.
—Es capaz de desear que se cometa un asesinato.
—¿Ésa es otra de sus suposiciones?
—Es algo que ella dijo.
—Explíqueme eso.
—Primero permítame hacerle una pregunta… una pregunta personal. ¿Usted era muy amigo de los Wycherly?
—Trato de serlo —dijo con sinceridad—. Le debo mucho a Homer y le debía aún más a su padre. Y, como usted sabe, mi casamiento me hizo miembro de la familia. ¿Por qué me pregunta todo esto?
Respiré hondo, y me zambullí en su integridad.
—Catherine Wycherly intentó contratarme para matar a Ben Merriman, anoche.
—¿En serio?
—Ella hablaba en serio. Yo no. La dejé hablar no más.
—¿A qué hora tuvieron esa conversación?
—A eso de las dos de la mañana.
—A esa hora Merriman ya estaba muerto. La policía cree que murió alrededor de las siete.
—Ella no lo sabía, o lo había olvidado.
—¿Qué me quiere decir?
—Ella puede haberlo matado, o haberle pagado a alguien para que lo hiciera, y luego haber tenido una laguna mental al respecto. Había estado tomando mucho.
—Es increíble —dijo Trevor—. ¿Usted dice que ella concretamente le ofreció dinero para matar a ese tipo?
—Fui yo quien se acercó a ella en el bar de la Hacienda. Ella observó que yo llevaba un arma. Eso sacó a relucir sus peores cosas, y le aseguro que no son chiste.
—Lo sé. Hizo un rollo terrible el día que partió Homer. ¿Por qué podría desear la muerte de Merriman?
—Él hizo lo suyo. Le dio una paliza la otra noche. Y posiblemente le hizo algo más que eso.
El cigarro de Trevor se había apagado. Se lo sacó de la boca y lo miró con disgusto.
—¿Qué piensa usted?
—Chantaje. No es más que un presentimiento, pero parece factible. Es una mujer llena de sufrimiento y culpa. Ha tenido un montón de dinero entre manos, sin que se sepa qué hizo con él. Viera usted el hotel donde estuvo viviendo. El Champion está a un paso de la miseria.
Trevor sacudió la cabeza.
—No me parece propio de Catherine. ¿Qué le habrá pasado?
—Se me ocurren preguntas mejores. ¿Qué le pasó a Phoebe, y qué tenía Ben Merriman con la madre de Phoebe?
—Suposiciones otra vez, ¿no?
—Tengo que hacerlas. No conozco los hechos.
—Tampoco yo, pero tengo la certidumbre moral de que está equivocado. Los padres no matan a sus propios hijos, la tragedia griega aparte.
—¿No? Lea los diarios. Es cierto que en general no esperan a que crezcan.
Trevor me miró con odio.
—¿Usted sabe lo que está diciendo?
—Lo sé. No es bonito. El asesinato nunca es bello.
—¿Acusa seriamente a Catherine de haber matado a su hija?
—Lo supongo como una posibilidad que debe ser considerada.
—¿Por qué me la trae a mí?
—Porque puede ayudarme. Catherine Wycherly anda suelta por el país con ideas de asesino en la cabeza. Creo que tenemos que detenerla antes de que sucedan otras cosas, o antes de que la detenga la policía. Pero no puedo dejar mis otras huellas para dedicarme a ella, como he venido haciendo. Me han contratado para buscar a Phoebe.
—Pero usted cree que está muerta.
—No tenemos prueba de ello. Entretanto me dedico a buscarla.
—¿Qué quiere que haga?
—Use su influencia con Homer Wycherly. Necesitamos a alguien que vigile a su ex-mujer. Conozco una buena agencia de detectives en San Francisco con asociados en todas las grandes ciudades. Voy a hablar con el director de la agencia no bien salga de aquí —es un hombre llamado Willy Mackey— pero no puedo meterlo en el caso sin la aprobación de Wycherly. Eso es lo que usted puede obtener.
—¿Yo?
—No ha de ser difícil. Wycherly ya conoce a Mackey. ¿Quiere llamarlo? Lo dejé en el hotel de Boulder Beach. Si ya se ha ido, sabrán adónde fue.
—¿Por qué no lo llama usted mismo?
—No es fácil hablar con él. Usted tiene más práctica.
—¡Si la habré tenido! —Apretó el botón del intercomunicador y pidió a su secretaria que hiciera el llamado de larga distancia. Me dijo:
—Si no tiene inconveniente, le hablaré en privado.
Esperé en la antesala hasta que Trevor me llamó.
—Homer quiere hablar con usted. —Me pasó el teléfono encogiéndose de hombros.
—Habla Archer —dije.
Se oyó la voz de Wycherly, atiplada por la distancia y la tensión.
—Me dicen que ha contrariado mis expresas órdenes. Le dije claramente que no quería que hablara con mi ex-mujer. Se lo vuelvo a decir, no se acerque a ella.
No me gustó su tono.
—¿Por qué? ¿Ella sabe dónde está enterrado el cadáver?
—¿El cadáver? —La voz se le puso pastosa—, ¿Phoebe está muerta? ¿Es ese el hecho que está tratando de ocultarme?
—No estoy tratando de ocultarle nada, señor Wycherly. No tengo la evidencia de que su hija está muerta, pero sigue totalmente desaparecida. También ha desaparecido su ex-mujer. Y creo que la señora Wycherly puede saber más de lo que me dijo. Si no me permite buscarla va en contra de sus propios objetivos.
—¿Que la busque William Mackey? ¿Es eso lo que me propone?
—Es un hombre competente, y tiene relaciones. Este caso adquiere proporciones mayores que las que pensábamos. Me vendría bien alguna ayuda, privada y pública. Quiero su autorización para trabajar con Mackey y con la policía local.
—¡No! No confío en Mackey, y no quiero que la policía se meta en mis asuntos privados. ¿Está claro?
—Está claro. No sé si yo he sido claro. Una desaparición, un posible asesinato, no son asuntos privados. De todas maneras la policía ya ha intervenido. ¿No le dijo Trevor que mataron a Ben Merriman?
Trevor se levantó a medias de su asiento, negando con la cabeza.
—¿Ben qué?
—Merriman. Es un subastador de la península que tuvo tratos comerciales con su esposa. Lo encontraron asesinado en la casa de Atherton.
—Eso no tiene nada que ver conmigo. Ni con Phoebe.
—De eso no estamos seguros.
—Yo lo estoy. —Su voz estaba llena de incertidumbre.
—Me gustaría que viniera aquí. Tendría una idea más clara de lo que está pasando.
—No puedo. Tengo que ver al rector de la universidad esta tarde. Y por la noche tengo una cita con toda la comisión directiva.
—¿Qué pueden hacer por usted?
—Van a admitir su responsabilidad —dijo agriamente Wycherly—. Voy a obligarlos a que admitan oficialmente su negligencia. Dicen que me mandaron un cable poco después de advertir la ausencia de Phoebe, y que también hicieron la denuncia en «Personas Desaparecidas». Yo nunca recibí ese cable. ¡En Stanford nunca hubiera pasado algo así!
—Eso es secundario, ¿no?
—Eso piensa usted. Yo no. Van a saber con quién tratan antes de que abandone este asunto.
Sospeché que ya lo sabían: un hombre tonto lleno de pasiones que no sabía manejar.
—Si no va a venir aquí —dije—, por favor autorice a pedir la colaboración de Mackey. Usted puede afrontarlo.
—No es cuestión de dinero. Es cuestión de principios. No quiero recurrir a Mackey. Si usted no puede encontrar a mi hija sin todo este despliegue… por Dios, buscaré a alguien que lo haga.
Cortó la comunicación de golpe, y del otro lado del receptor no quedó más que un iracundo silencio. Le pasé el teléfono a Trevor.
—Me cortó. ¿Son todos locos en la familia?
—Naturalmente Homer está perturbado. La quiere mucho a Phoebe, y nunca fue muy bueno para manejar situaciones. Es mejor que no esté aquí.
—Puede ser. ¿Pero para qué demonios convoca reuniones de la comisión directiva de la universidad?
—Creo que hace lo que considera mejor. Siempre le gustaron las reuniones oficiales. —El tono de Trevor era levemente satírico—. Y le diré que usted estuvo un poco bruto con el. No me gustó eso que le dijo de dónde estaría enterrado el cadáver.
—Soy detective —dije—, y no nodriza. Lo que quería era hacerle un favor. No sabe de dónde le llegan los golpes. Es mejor que se entere.
—¿Usted lo sabe, Archer? —Había un matiz satírico en su voz.
—Tengo una sensación. Nada agradable.
Se sentó pesadamente.
—Creo que se equivoca totalmente en lo que se refiere a Catherine y Phoebe. Y también en cuanto a Catherine y Merriman. No va con lo que sé de Catherine. Realmente no es mala mujer, a pesar de lo que aparenta.
—Cuando las cosas aprietan, la gente cambia. Algo la ha estado presionando.
—Sin duda. Yo mismo estoy empezando a sentir la presión. —Sacó un frasquito marrón del cajón y tomó una cápsula.
—Digital —me dijo—. Disculpe.
La boca se le había puesto gris. Se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza en el escritorio. Quedó allí como un gran huevo color beige, a medias cubierto de pelos. Gimió, y dijo a la lustrada madera:
—Pobre Phoebe.
—Usted la quiere, ¿no es cierto?
Levantó su pesada cabeza y me miró de costado, como un hombre que espía por un agujero. Tenía arrugas de amargura alrededor de la boca.
—Ésa es una pregunta idiota. No me meto con mujeres jóvenes.
—Puede quererlas sin meterse con ellas.
—Sí, ya sé. —Se le ablandó la boca, y le volvió el color a los labios—. Sí, la quiero.
—Si usted quisiera podría darle la autorización a Mackey. No es indispensable que se la dé Wycherly.
—¿Quiere que pierda mi trabajo?
—No creo que haya ningún peligro de que lo pierda.
—No, ¿eh? —echó una mirada a su elegante oficina—. Homer está de un humor impredecible, y nunca me quiso, realmente. Los familiares políticos nunca se quieren. Le diré la verdad: está buscando una excusa para echarme del negocio. A pesar de que es incapaz de manejarlo solo.
—Usted puede conseguir otro trabajo. Phoebe no es reemplazable por otra.
Trevor mostró los dientes, pero no a mí. Luchaba con la decisión que debía tomar. Por fin dijo:
—Use a Mackey. Yo le pagaré, si Homer no quiere. Y si hay protestas, yo me haré cargo de ellas.