CAPÍTULO XII

La cabeza de Ben Merriman colgaba como un planeta destrozado en la oscuridad. Me aparté de ella y me desperté arañando la puerta de la habitación. El cuarto estaba vacío. Según mi reloj pulsera eran más de las tres. Veía doble. El reloj estaba detenido. Mi revólver seguía en su funda. Me toqué un costado de la cabeza. Estaba húmedo e insensible. Me quedó sangre en los dedos, oscura como grasa de eje. Traté de ponerme de pie, y pude.

La habitación estaba vacía. La mujer y su protector, si es que eso era, sólo habían dejado la botella vacía y mi vaso a medio llenar. Lo terminé.

Me lavé la cabeza herida en el lavamanos del cuarto de baño e improvisé una venda con una toalla limpia. En el espejo vi a un santo indio que había perdido la santidad y todo lo demás.

—¿Qué le pasó? —me preguntó el empleado nocturno cuando llegué a la recepción del Hacienda.

—Tuve un pequeño encuentro con un amigo de la señorita Smith.

—Ajá. —En su expresión había una mezcla de comprensión y con la alegría a los problemas que tienen los empleados de hotel—. ¿Con quién fue que se peleó?

—Con el amigo de la señorita Smith. ¿Se ha ido?

—La señorita Smith se ha ido —dijo con toda claridad, como si pensara que yo tenía dificultades para entenderlo—. No había nadie con ella cuando se retiró. También estaba so a cuando ingresó al hotel.

—¿Quién le sacó el equipaje?

—Yo.

—¿Cómo se fue?

—En coche.

—¿Qué coche?

—No me fijé.

Entonces supe que mentía.

—¿Cuánto le dieron?

Enrojeció hasta los ojos, como si su alegría a los problemas le hubiera provocado una súbita erupción.

—Escuche, amigo, no me gustan sus insinuaciones. Le estoy contestando cortésmente. Ahora mándese mudar o llamo a la oficina del sheriff.

Me sentía débil. Me fui, usando piernas que parecían de goma. Olvidó reclamarme la toalla.

Me dirigí a mi coche y manejé cuidadosamente hasta la ciudad. Las torres de la capital se alzaban en el cielo casi atardecido. Guiado por algún perverso instinto de volver al hogar, me encontré yendo en dirección equivocada por la calle de una sola mano que llevaba al parking del Champion Hotel. Entré allí.

La siguiente cosa que vi fue la cara de Jerry Dingman saliendo de una niebla amarilla. Estábamos en la callecita, bajo la luz con el repelente de insectos. Todos los insectos del mundo me zumbaban en los oídos. Por encima de ellos me llegó la voz del viejo:

—Tome un sorbo de agua, señor Wycherly. Le va a hacer bien.

Me puso un vaso de papel en la boca. Con la otra mano me sostenía la cabeza. Tragué parte del agua y derramé un poco. El zumbido empezó a alejarse. La niebla amarilla se convirtió en una aureola alrededor de la cabeza del viejo. El Buen Evangelista.

—¿Qué pasó, señor Wycherly?

—Un accidente.

—¿De tránsito o de gente?

—De gente.

—¿Quiere que llame a la policía?

—No. Ya estoy bien. —Me senté.

—No está tan bien como cree. Tiene una fea herida en la sien. Lo llevaré a su habitación para que se acueste. Después mejor que llamemos a un médico, necesitará puntos. Conozco uno que viene de noche, y no cobra mucho.

El doctor Broch llegó pocos minutos después, como si estuviera toda la noche levantado esperando urgencias. Su aliento olía a chicle, y las manos le temblaban constantemente mientras abría su gastada valija negra. Detrás de las gafas con armazón de carey se veía su cara lavada y sin forma, como si la hubiera tenido en remojo. Empecé a pensar que por el río Sacramento corría alcohol en vez de agua.

El doctor hablaba con un leve acento de Europa central.

—El señor Wycherly, ¿eh? Hay, o hubo, una señora Wycherly huésped en este hotel. ¿Familiar suyo, quizás?

—Mi esposa. Nos hemos divorciado. ¿La conoce?

—No puedo decir que la conozco, no. El gerente, el señor Fillmore, me llamó para que la atendiera un día, la semana pasada. Le preocupaba su estado.

—¿Qué le pasaba?

Se encogió de hombros, metiendo las manos en la valija.

—No sé decirle. No me permitió entrar en su cuarto para examinarla. Tal vez fuera una enfermedad psíquica, una enfermedad de la psiquis. Una melancolía, tal vez.

—La melancolía es una forma de la depresión, ¿verdad?

—Sí. Creo que estaba deprimida. Había pasado varios días sin levantarse de la cama. Ni siquiera dejaba entrar a la sirvienta a hacer la limpieza. Por eso el gerente se preocupó. Pero no pude ayudarla Lo único que me dejó ver fue su cuerpo bajo las sábanas. —Su mano describió temblorosas sinuosidades en el aire.

—¿Cómo sabe usted que no estaba herida, o físicamente enferma?

—Se alimentaba bien, muy bien, por cierto. El señor Fillmore me dijo que comía mucho… que comía por dos. Todo el tiempo estaba encargando comida del restaurante, y también de noche: carne, pasteles, tortas, helados y bebidas.

—¿Bebía mucho?

—Algo, sí. Pero los alcohólicos no comen tanto, ¿sabe? —Sonrió oscuramente, como si tuviera fuentes particulares de información—. A lo mejor su problema es de alimentación. Se lo sugiero por si puede ayudarla.

—Tal vez pueda —dije—. ¿No habrá habido otro con ella, en la habitación?

Levantó las cejas.

—En eso no había pensado. Eso explicaría que no me dejara entrar, ni a mí ni a nadie, ¿verdad?

Dejé la pregunta colgando. A pesar de su temblor alcohólico, sus manos trabajaron rápida y eficientemente en mi herida, lavando y suturando. Una vez que hubo guardado sus elementos de trabajo me dijo que evidentemente había sufrido una conmoción y que debía quedarme en cama unos días. Le dije que lo haría, le pagué los doce dólares que me pidió, y le sugerí que no hiciera denuncia policial. No discutió.

Por lo menos me quedé en cama unas cuantas horas. La cruda luz de la mañana me despertó de las duras pesadillas de la noche. Llamé a la recepción y después de varios intentos conseguí que Jerry Dingman atendiera el teléfono.

—En este momento termina mi horario, señor Wycherly.

—Quédese unos minutos más, por favor. ¿El restaurante de al lado está abierto?

—Creo que sí.

—Tráigame tres huevos, jamón, panqueques, un litro de café negro y un cepillo para la ropa.

Dijo que lo haría. Me di una larga ducha. Jerry golpeó mientras me secaba. Me até una toalla a la cintura y lo hice pasar. Se sentó en la cama y me cepilló las ropas mientras yo comía.

Sobre el borde de la taza de café veía suavizarse la fuerte luz de la ventana. La pesadilla arrolladora se había transformado en una música medio olvidada que repetía el nombre de Phoebe. No recordaba qué había soñado sobre ella.

—¿Se siente mejor? —dijo Jerry cuando terminé de comer.

—Me siento muy bien. —Era una exageración. Puse un dólar en la bandeja. Luego agregué otro.

—Esos días en que la señora Wycherly pedía comida constantemente, ¿quién la traía además de usted?

—Sam Todd, que es uno de los que hacen turno de día. Sam estaba espantado de todo lo que engullía la señora. Yo también, le diré. Varias noches seguidas encargó un bisté grande a medianoche. Y a veces dos.

—¿Se los comía ella?

—Siempre dejaba la bandeja limpia —dijo—, sin rastros de las dobles porciones de patatas fritas y demás cosas.

—¿Había alguien en la habitación que la ayudaba a comer todo eso?

—Yo nunca vi a nadie, ya se lo dije. Pensaba que tenía un gran apetito, o que estaba incubando un constipado, vaya a saber.

—¿Es posible que hubiera otro en la habitación?

—¿Un hombre?

—U otra mujer.

Lo pensó.

—Podría ser. Cuando estaba así, tan rara, no me dejaba entrar. Me hacía dejar la bandeja junto a la puerta, y la entraba una vez que yo me había retirado. Ni siquiera la veía durante cuatro o cinco días seguidos. Encargaba las cosas por teléfono a la recepción.

Tomé mi chaqueta de la cama y saqué una vez más la fotografía de Phoebe.

—¿Nunca vio a esta… a mi hija en la habitación?

Puso la foto en colores contra la ventana, y sacudió la cabeza.

—No señor, nunca la vi por el hotel. Me acordaría de una chica tan bonita. Creo que en otra época la señora Wycherly ha de haber sido tan linda como ella. ¿Antes de empezar a comer tanto? —Me miró intensamente—. No quise ofenderlo.

—No es nada.

—¿Logró verla, anoche?

—No quiero hablar de eso, Jerry.

—Sólo me preguntaba quién se la dio.

—Yo también me lo pregunto. ¿Las mujeres de la limpieza ya están trabajando?

—Tienen que estar.

Se retiró, un poco decepcionado por mi falta de confianza en él. Me vestí y bajé hasta la tercera planta. En el pasillo, frente al número 323, había un carrito con ropa de cama. Dentro del cuarto se oía el ruido de una aspiradora.

La mujer morena que la manejaba dio un salto cuando le hablé, y se volvió hacia mí con una mano en su cabello color asfalto.

—¿Sí, señor?

—Mi esposa estuvo en este cuarto estas dos últimas semanas. ¿Usted es la que limpia aquí todos los días?

—Todos los días que me dejan. —Apagó la aspiradora y me miró sombríamente, como si la acusara de un crimen—. ¿Se le perdió algo?

—Nada de eso. Jerry, el botones, dice que no la dejó entrar en el cuarto durante cuatro o cinco días, la semana pasada.

Inclinó la cabeza.

—Me acuerdo. Estaba preocupada por ella.

—¿Por qué?

—Creo que le habían echado una maldición —dijo la mujer con convicción—. Mi hermana Consuelo tuvo una maldición cuando vivíamos en Salinas. Puso la cama contra la puerta del dormitorio. No quería hablar ni mostrar la cara. Durante una semana tuve que dormir en la cocina. Entonces encontré un curandero[4] y lo llevé a ver a Consuelo. Le curó la maldición, y fue mi hermana otra vez.

Traté de disimular mi impaciencia.

—¿Había alguien con ella en la habitación?

—Ningún ser viviente. —Hizo la señal de la cruz discretamente.

—¿Qué quiere decir con eso?

Me equivoqué de tono, y no me respondió. Le dije, en tono más suave:

—¿Vio a alguien en la habitación, o algo fuera de lo común?

—No. No vi… no vi nada.

—¿Oyó algo?

—Lloraba. La oí llorar. Quise entrar a consolarla, pero tuve miedo.

—¿Oyó otras voces?

—No. Sólo la suya.

—Me dicen que encargaba grandes cantidades de comida… suficiente para dos personas.

—Sí. Yo retiraba los platos sucios. Los ponía en el pasillo todas las mañanas.

—¿Qué hacía con toda esa comida?

—Alimentarlos a ellos —dijo la mujer. Los ojos le ardían como velas bajo el nicho de la frente—. Tienen hambre cuando vuelven.

—¿De quién habla, señora…?

—Tonia. Me llaman Tonia. Sé que usted piensa que soy una estúpida, pero he tenido tratos con las ánimas de los muertos. A Consuelo no la dejaron dormir, ni comer, ni hablar durante siete días, hasta que les di de comer. El curandero me recordó que los alimentara, y ella volvió a ser mi hermana.

Hablaba en voz bajísima para que los espíritus no la oyeran. Echó una mirada furtiva hacia la ventana. El nombre de Phoebe todavía estaba allí, escrito en grandes letras sobre el vidrio sucio. A pesar de la brillante mañana, casi estaba por creer en las teorías de Tonia.

—¿Usted cree que ella estaba alimentando a los espíritus de los muertos?

—Lo sé.

—¿Cómo lo sabe, Tonia?

Dio un tironcito de la argolla de oro en su oreja.

—Tengo oídos. La oí llorar por los muertos. Yo no escucho detrás de las puertas, pero la oí desde el pasillo, llorando.

—¿Qué decía?

—Llamaba a la asesinada para que volviera con ella.

—¿La asesinada? ¿Usó esas palabras?

—Sí. Habló de asesinato, de muertes, sangre y asesinato y otras cosas. No entendí.

—Trate de recordar.

—No recuerdo. No oí mucho. Tenía miedo. Cuando los muertos vuelven se aferran a cualquiera. Corrí y me encerré en el depósito de ropa.

—¿Cuándo sucedió esto?

—Hace seis o siete días. —Contó por los dedos—. Seis. Fue el día anterior al de los Reyes Magos… mal momento para invocar a los muertos.

—¿Dijo quién estaba muerto?

—No, pero había un dolor muy grande en su voz. ¿Tal vez alguien de su familia? ¿Un hijo, una hija? —Su actitud demostraba comprensión y curiosidad.

Le mostré la foto de Phoebe.

—Ésta es su hija. Nuestra hija. —Por algún motivo me costaba mentir.

—Es hermosa —dijo Tonia, sonriendo—. Yo tengo una hija de ojos azules que es casi tan hermosa como ella. El padre, con quien yo estaba casada en esa época, también tenía ojos azules.

Volví al tema.

—¿Ha visto a esta muchacha?

Estudió la fotografía durante un buen rato.

—Creo que sí. No estoy segura. Creo que he visto antes esta cara. ¿Dónde la habré visto?

—¿En esta habitación, tal vez?

—No —dijo con firmeza—. No había nadie en la habitación con su mujer. Dormía sola, eso lo sé por la ropa de cama. Yo observo las sábanas, fíjese usted. Cuando tratan de utilizar una habitación de uno para dos, se lo digo al señor Fillmore.

—A lo mejor la vio en la calle.

—Puede ser. —Me devolvió la foto—. Lo lamento, pero no me acuerdo. Sólo sé que la he visto.

—¿Hace poco?

—Creo que sí. —Arrugó el ceño, concentrándose—. Lo siento, no sé dónde. Veo tantas. Pero es hermosa.

Le di las gracias y salí de la habitación, mientras arrancaba una hoja de mi anotador. El papel era demasiado opaco para hacer un calco. De modo que hice una copia, tratando de reproducir lo mejor posible las letras inclinadas.

—¡Caray![5] —murmuró Tonia a mis espaldas—. ¿Qué es eso?

—Un nombre.

—¿Un nombre maldito?

—Un nombre bueno.

—No sé leer —dijo—. Me espanta.

—Es el nombre de mi hija, Tonia. No hay por qué asustarse.

Pero cuando la dejé se estaba persignando.

El señor Fillmore, el gerente, estaba en la oficina, sentado ante el escritorio principal. Era uno de esos hombres maduros algo distraídos que necesitan que se les recuerde que deben mandar limpiar el traje o cortarse el pelo. Me presenté como Homer Wycherly. Mientras permaneciera en el Champion Hotel estaba condenado a ese nombre y a ese papel tragicómico.

A Fillmore pareció impresionarle el nombre. Salió de su sopor mañanero, me dio la mano y me ofreció una silla.

—Encantado de conocerlo, señor. ¿En qué puedo servirlo?

—Estoy preocupado por mi esposa Catherine. Ocupaba la habitación 323 hasta que se retiró anoche. No sé dónde está ahora.

—Qué barbaridad. —Puso una expresión dolorosa de circunstancias—. Lamento decirlo, pero creo que tiene razón en estar preocupado. Su esposa es una mujer triste, señor Wycherly. He visto muchas mujeres tristes, pero nunca tanto como ella.

—¿Habló con ella?

—Sí. Yo estaba en recepción cuando ingresó al hotel. Un día o dos antes de Navidad. Me acuerdo muy bien porque me pareció raro que una señora como ella se hospedara en el Champion.

—¿Por qué?

Se inclinó sobre el escritorio; estaba tan cerca de mí que le veía los poros. Tenía muchísimos.

—Por favor, no me interprete mal. Estoy orgulloso de mi hotelito, tal como es, pero he trabajado en lugares mejores, le aseguro. Y me doy cuenta cuando una mujer es una dama. Por la ropa, la manera de hablar. Y las señoras como la señora Wycherly no suelen hospedarse en Champion.

—A lo mejor andaba escasa de dinero.

—Lo dudo mucho. Estaba bien provista, como usted sabe.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Me mostró uno de los talones que usted le pasa por pensión. —Se asustó de su propia franqueza, y siguió en un tono más apagado—. Bueno, no quiero meterme en sus asuntos privados, pero era un talón por tres mil dólares. Dijo que recibía uno todos los meses.

—Me alegro de que sintiera que podía confiar en usted —dije, con un tono algo incisivo.

—No, no se trataba de eso. Quería cambiarlo por efectivo, y trataba de asegurarme de que era auténtico. Estoy seguro de que lo era —agregó apresuradamente—, pero tuve que decirle que no podía cambiárselo. Era el día de Año Nuevo, los bancos estaban cerrados, yo no tenía forma de juntar los tres mil dólares. Le ofrecí ir a cobrárselo cuando fuera posible, pero la señora Wycherly dijo que no podía esperar.

—¿Qué hizo con el talón?

—Creo que lo cobró en el banco. Sea como fuere, pagó su cuenta al día siguiente.

—¿De dónde venía el talón? ¿Se acuerda?

—No. Dijo que era del banco de su ciudad. —Me miró con cierta duda en sus ojos saltones—. Usted debe de saberlo.

—Sí, pero me preguntaba cómo le había llegado, el día de Año Nuevo.

—Vino por correo especial. Me pidió que le avisara cuando llegara. —La duda en sus ojos se volvió más intensa—. Por favor, no me interprete mal… ¿era un talón falsificado?

—El talón tenía fondos —dije con petulancia.

—Por supuesto. Yo sé que sí. —Pensar en mi imaginaria cuenta de banco lo conmovía—. Distingo a una señora de alguien que no lo es, y estoy seguro de que no lo tomará a mal si le doy un consejo. Cuide a su esposa, señor Wycherly. Ésta puede ser una ciudad peligrosa para una mujer que anda sola, con la cartera llena de dinero, o no. Especialmente con dinero. Hay mucho delincuente suelto en esta ciudad. —Fillmore se permitió mirar directamente la venda en mi cabeza—. Tal vez ya lo ha descubierto solo. La señora Silvado me dijo que estaba herido.

—Me caí y me golpeé la cabeza contra el bordillo.

—¿En nuestro parking? Espero que no.

—En la calle —dije—, en nuestra familia tenemos tendencia a las caídas.

—¡Qué problema!

Se llevó la mano a la cabeza en un gesto nervioso. Descubrió que tenía una cola de cabello en la nuca que requería peluquería, y se la peinó mecánicamente, sin conseguir ningún resultado. Guardó el peine en el bolsillo superior de la chaqueta.

—Ya que habla de problemas —dije—, le agradezco mucho que se haya ocupado de mi esposa cuando ella los tenía.

—Lo intenté. Hacemos lo mejor que podemos. Pero se negó a ver al médico. —Continuó, como disculpándose—: Por supuesto, el doctor Broch no es el mejor médico del mundo, pero tiene el consultorio cerca y es el que solemos llamar.

—Hablé con el médico anoche. Me dijo que mi mujer tiene una depresión.

—Eso mismo me dijo a mí. Concuerda con mis propias observaciones.

—¿Ella habló de alguna razón para estar deprimida?

—Para nada. ¿No sería simplemente soledad? —había un matiz en su voz, como si él hubiera sufrido de lo mismo—. En todo caso se encerró en su habitación y no quiso salir de allí durante cuatro o cinco días.

—¿Exactamente cuándo sucedió eso?

—A principios de mes. Comenzó el día en que pagó su primera cuenta semanal, el dos de enero. Continuó durante casi una semana. En mitad de semana llamé al médico, pero ella no aceptó el tratamiento. Finalmente salió por su propia cuenta, pero cuando la vi me di cuenta de que le había sucedido algo. Había pasado por algo terrible. Parecía diez años más vieja, señor Wycherly. Era como si la hubieran torturado.

—¿Torturas físicas o mentales?

—Físicas o mentales… qué sé yo. No conozco los misterios del corazón humano, y menos del femenino. —Nuevamente su mano descubrió la cola de cabello despeinado y le dio una buena alisada—. Yo también soy divorciado, usted y yo tenemos algo en común.

—¿Hay alguna posibilidad de que hubiera alguien con ella en la habitación?

—¿Alguien?

—Cuando no dejaba entrar a las sirvientas. ¿Es posible que hubiera otra persona con ella?

—No veo cómo. No permitimos que dos personas ocupen una habitación para una. Es una cuestión económica y moral a la vez.

—No pensaba necesariamente en un hombre. —Saqué la foto de Phoebe—. ¿Ha visto a esta joven en el hotel?

—No, nunca. Es su hija, ¿no? Tiene un aire de familia.

—Sí, es mi hija.

Una mentira repetida puede hacerle cosas extrañas a la mente. Si se repite algo con suficiente frecuencia termina por convertirse en una verdad provisoria. Descubrí que creía a medias que Phoebe era mi hija. Si estaba muerta, compartiría la pérdida de Wycherly. Ya compartía sus sentimientos sobre su esposa.