CAPÍTULO XI

El dinero corría por la capital del Estado como un río aluvional, y la hostería Hacienda era uno de los lugares donde se depositaba el sedimento de oro. Quedaba retirada de la ruta, al norte de la ciudad, ubicada en los campos de golf como una ciudad aparte. Una villa Potemkin, tal vez, o del tipo que los reyes franceses construían en Versalles para poder jugar a ser campesinos en las tardes soleadas.

En esta tardía hora de la noche, con la luna declinante, algunos de los clientes de la hostería estaban todavía levantados. Salían luces y risas de los bungalows y del gran edificio central: una casa de campo estilo español con delirios de grandeza. Encontré lugar para estacionar junto al edificio, y entré.

El joven elegante y frívolo de la recepción me dijo que la señora Wycherly no figuraba entre los huéspedes.

—A lo mejor firmó con nombre de soltera. —Seguí hablando antes de que me preguntara qué nombre era—. Es una rubia grandota, platinada, de anteojos oscuros, y tiene que haber llegado en estas dos últimas horas.

—¿Será la señorita Smith?

—Eso es. Su nombre de soltera es Smith. Le traigo un importante mensaje de su familia.

—Ya es muy tarde para llamar a su bungalow —dijo, vacilando.

—Ella preferirá que la llamen. Es urgente.

—¿Cómo dijo usted que se llamaba?

—Archer. Soy el representante de la familia.

Hizo el llamado. No hubo respuesta.

—Estoy seguro de que está en el hotel. —Miró el reloj eléctrico en la pared: eran casi la una y media—. Tal vez la encuentre en el bar. Cuando firmó el registro me preguntó dónde quedaba, el bar estaba en el otro extremo de un gran patio de mosaicos. Unos veinte noctámbulos estaban sentados a la barra o inclinados sobre ella: una antigua monstruosidad de madera tallada con barandilla dorada que probablemente había sido recogida en una ciudad fantasma. Detrás del mostrador un filipino de chaqueta blanca se movía con rapidez y destreza.

Sus clientes eran un grupo mezclado. Un trío de gordos con sombreros de vaqueros y chaquetas con flecos; dos hombres que parecían un legislador y un gestor sentados a ambos lados de una pelirroja que parecía soborno; un grupo ruidoso de hombres de negocios con sus esposas, una pareja en luna de miel mirándose con venturosas ojeras… Y algo más lejos, en un extremo de la barra, una rubia de anteojos oscuros sentada sola junto a una banqueta vacía.

Me deslicé en aquella banqueta. No pareció advertirlo. Tenía los ojos clavados en el vaso que tenía en la mano, como los de una adivina en la bola de cristal. Hacía girar el vaso entre los dedos: hebras de oro centelleaban en el líquido incoloro.

Busqué el reflejo de su imagen en el espejo. Estaba muy maquillada. Bajo los cosméticos se veía su carne hinchada y golpeada, no sólo por la violencia, sino por los golpes solapados del dolor y la vergüenza. Aun así, se veía que había sido atractiva. Su cabello, aclarado hasta el color del estaño, estaba enrulado como si lo hubiera estado retorciendo con los dedos. Su vestido rojo oscuro no iba bien con ese cabello. No era delgada, pero el vestido le colgaba como si hubiera adelgazado.

El barman filipino interrumpió mis reflexiones.

—¿Qué va a tomar, señor?

—Lo que toma la señora parece interesante. Con eso dorado adentro.

—¿Agua de oro? Siempre que le gusten las bebidas dulces. ¿Verdad, señora?

Ella emitió un gruñido impersonal. Le dije:

—Nunca probé el agua de oro. ¿Qué gusto tiene?

Volvió hacia mí sus ojos enmascarados.

—Asqueroso. Pero, pruébelo. A mí todo me parece asqueroso. —Su voz revelaba cierta cultura, pero tenía matices feos y desesperados.

Uno de los sombreros vaqueros golpeó en el mostrador con una moneda.

—¿Señor? —dijo el barman con impaciencia—, ¿quiere el agua de oro?

Seguí con el asunto.

—No sé. —Le dije a la mujer—: ¿El oro no se le queda pegado en la garganta?

—Es una lámina de oro muy fina. Ni se nota.

—Bueno, probaré —dije, como si ella me hubiera convencido—. Con tal de que funcione.

El barman me sirvió de una botella cuya etiqueta decía: «Danziger Goldwasser».

—Eso pensaba yo antes —dijo la mujer.

—Perdón, no entendí.

Se inclinó hacia mí, en parte voluntariamente y en parte por la fuerza de gravedad que se impone al final de una larga noche. Logré ver sus ojos a través de los cristales. En sus profundidades se veía un espíritu perdido que se debatía pidiendo ayuda sin palabras.

—Todo con tal de que funcione —dijo—. Ésa era mi filosofía de la vida. Pero no funciona como uno espera. El funcionamiento incluye desperfectos.

—¿Eso le sucedió a usted?

—Algo así. Funcionó mal. Funcionó de otra manera. —Su pesada boca roja se contorsionó sin alegría.

Se enderezó y se mantuvo erguida. No estaba borracha, o si lo estaba lo toleraba muy bien. Lo que le pasaba calaba más profundo que el alcohol. Parecía defenderse del vértigo; atraía mi simpatía como un remolino.

Tuve el impulso de salir del bar y alejarme del Hacienda y de ella. Daba la impresión de ser un problema en busca de alguien. Levanté mi copa y dije con falsa alegría:

—Por los bebedores de oro.

Bebió el suyo.

—No dijo si les deseaba buena o mala suerte. No es que importe, los deseos no se cumplen. Uno puede ahogarse en ellos. Pero más vale que no siga, siempre me estoy compadeciendo, y eso es neurótico.

Haciendo un visible esfuerzo, fijó su atención en mí:

—Hablando de suerte, usted no parece haber tenido mucha suerte en la vida. Estoy segura de que a veces la cosa le funcionó mal.

—Así fue.

—Lo sabía. Las caras me dicen mucho… las caras de la gente. Siempre me pasó eso, desde niña. En especial las caras de los hombres.

—Ahora no es tan vieja —dije. Deseaba entablar una relación personal con la señora Wycherly, el tipo de relación en que uno habla libremente sin saber que está siendo interrogado—. ¿Qué edad tiene usted?

—Nunca digo mi edad, porque tengo cien años. Como lord Byron cuando tenía treinta y cinco años y le preguntaron la edad al dar sus datos en un hotel, creo que en Italia. Dijo que tenía cien. Yo lo qué sentía. Murió al año siguiente en Missolonghi. Qué linda historia, ¿no? con final feliz y todo. ¿Le gusta mi historia?

—Es comiquísima.

—Sé montones así. Historias morbosas para niños, por la Vieja Dama del Mar. —Torció la boca—. Soy macabra, ¿no?

Le dije que no, gentilmente, pero eso era, precisamente. Me tomé el resto de mi agua de oro. Era dulce y fuerte.

—Es como beber dinero —dijo—. ¿Le gusta?

—Me gusta el sabor del dinero. Pero la bebida es excesivamente dulce para mí. Voy a cambiar por whisky.

Paseó la mirada por el mostrador. La pareja en luna de miel se había retirado.

—Entonces mejor que se dé prisa. Van a cerrar de un momento a otro. Cuando pida el suyo, pídame otro a mí también. —Añadió súbitamente—. Yo pago.

Pedí para los dos, e insistí en pagar.

—Puedo permitirme pagarle una copa. Mi nombre es Lew Archer.

—Mucho gusto, Lew.

Esta vez chocamos los vasos.

—Yo me llamo señorita Smith.

—¿No es casada?

—No. ¿Y usted?

—Una vez me casé. No funcionó.

—Conozco el problema —dijo ella—. He vivido con él. Si eso se llama vivir. ¿De qué trabaja usted?

—Se puede decir que vivo de arriba.

—No pesco. ¿Qué hace, realmente? No, espere, déjeme adivinar. Soy buena para adivinar las ocupaciones de la gente.

—Parecía un muchacho aburrido que quería inventar algún juego.

—Bueno, adivine.

Su mirada bajó de mis ojos a mis hombros, como si buscara un lugar donde apoyar la cabeza y llorar. Con exactitud investigadora, extendió la mano y me palpó el bíceps. Tenía lindas manos, excepto que se comía las uñas.

—¿Es atleta profesional? Parece estar en buen estado, para un hombre de edad mediana.

Era un cumplido a medias.

—Mal. Le otorgo otras dos oportunidades.

—¿Y qué gano si acierto?

—Una placa grabada.

—Ah, muy bien. La necesitaré para mi sepultura.

Su mirada pesada me abandonó nuevamente. La sentía como una presión material. Me estremecí. Se me abrió un poco la chaqueta. Ella dijo en un susurro.

—Lleva un arma. ¿Es de la policía?

—Tiene una oportunidad más.

—¿Por qué lleva un arma?

—Ésa es una pregunta, no una adivinanza.

—Podría darme una clave. Usted dijo que vivía de arriba. ¿Vive fuera de la ley?

La cosa ofrecía posibilidades.

—Hable en voz baja —le dije, y miré a lo largo de la barra con ese movimiento repentino y violento que había visto hacer a otros hombres en otras barras cuando iba a ponerles la mano encima.

La pelirroja y sus escoltas estaban saliendo. Los sombreros vaqueros hablaban en grave tono religioso sobre toros Aberdeen Angus. Los hombres de negocios se persuadían uno al otro de tomar una para el camino. Como si el camino la necesitara, parecía decir la expresión de las caras de sus mujeres.

La mujer me tocó un hombro. Sentí su aliento en el oído.

—¿Por qué lleva un arma?

—No vamos a hablar de eso.

—Es que yo quiero hablar de eso —dijo con tono zalamero—. Me interesa. ¿Usted es un gangster…, un pistolero?

—Terminemos con las adivinanzas. No le gustarían las respuestas.

—Sí que me gustarían. Tal vez me gustarían.

Por primera vez parecía complemente viva, pero no con el tipo de vida que yo deseaba combatir. Se pasó la lengua por los labios:

—¿Para qué quiere un arma en este lugar?

—No podemos hablar de eso aquí. ¿Quiere que me detengan?

Murmuró:

—Podemos hablar en mi habitación. Tengo una botella en el bungalow. De todos modos ya van a cerrar el bar.

Recogió su cartera de piel de cocodrilo. Salí con ella al patio; caminamos por un sendero del jardín donde se agazapaban las sombras y los rayos de la luna saltaban en el viento que venía de la bahía de San Francisco.

Buscó la llave en la cartera, a tientas buscó la cerradura. Entró, se quedó de pie en la oscuridad y me dejó ir hacia ella. Su cuerpo tembló junto al mío. Era más blando y más cálido de lo que había imaginado.

Su mente era más dura y más fría.

—¿Alguna vez mató a alguien? No hablo de la guerra. En la vida real.

—¿Ésta es la vida real?

—No haga chistes. Quiero saber. Tengo razones.

—Yo tengo mejores razones para callarme.

—Vamos —se puso zalamera—. Cuéntale a mamá.

Se apretó contra mí. Los dos sentíamos la dureza del arma entre nosotros. Sentí que me ofrecían un enorme y peligroso regalo que no deseaba. Sus pechos agudos eran como bombas contra mi cuerpo.

—Me gustas —dijo, como si no lo sintiera.

Actuaba en forma cruda y desmañada, ingenua para una mujer con su presumible experiencia. Sin duda tenía los tornillos flojos. Empecé a pensar que estaba perturbada. Había insinuaciones y exageraciones en todo lo que decía, como si sobre el tono de su voz se oyeran gritos y gemidos apagados.

—No te gusto, ¿verdad?

—No he tenido oportunidad de conocerte.

Con los labios sobre mi cuello, tarareó algunas notas de una canción que hablaba de conocer a la gente. Se colgó de mi cuello. Sentí su lengua en mis labios, como un caracol caliente. Me desligué de su abrazo de masajista.

—Me prometiste una copa.

—¿No te gustan las mujeres? —Viniendo de ella, la pregunta sonaba extraña. Se apoyó en mí como si se deslizara por una pared—. Ya sé que he dejado de ser maja.

—Yo también, y he tenido un día muy agitado.

—¿Trabajando con el revólver?

—No todo el día. Hago todos los asesinatos antes del desayuno. Me gusta echar un poco de sangre humana en el café con leche.

—Eres terrible. Somos dos seres terribles.

Buscó la llave de la luz, tarareando otra canción. Su voz sonaba sorprendentemente liviana y juvenil. Tuve una leve aunque aguda pena de no haberla conocido antes. Mucho antes, en otro lugar y otro momento, y en circunstancias diferentes.

Apareció la habitación ante nosotros, colorida y extraña. Hacía poco que Catherine la ocupaba, pero había ropas en la cama y en el suelo, como si hubiera vaciado el armario buscando algo adecuado. Las alfombritas indias junto a la cama estaban arrugadas como si las hubiera pateado. Sobre la cómoda de roble había una botella de whisky y un vaso usado. Dejó su cartera junto a la botella, echó una considerable cantidad en mi vaso y me lo entregó chorreando por los bordes. Ella tomó de la botella tragando como una aficionada o como una alcohólica avanzada. Era una linda fiesta. Se puso más linda todavía.

Se arrojó en la cama sin preocuparse por la ropa, abrazando la botella como si fuera un bebé sin cabeza. Se le subió la falda más arriba de las rodillas. Tenía piernas notablemente buenas, pero no para mí. Yo la miraba como se mira una película vieja que uno ya ha visto.

—Siéntate. —Dio unos golpecitos en la cama, a su lado—. Siéntate y háblame de ti. Lew. Ése es tu nombre, ¿verdad? ¿Lew?

—Lew. —Me senté a su lado, dejando espacio entre los dos—. Prefiero que me hables de ti. ¿Vives sola?

—Me he… —Miró hacia una puerta interna que llevaba a otra parte del bungalow.

—¿Divorciado?

—Divorciado de la realidad. —Hizo una mueca—. Verdadero título de la confesión: «Mamá fue a Reno a divorciarse de la realidad».

—¿Tienes familia?

—No hablaremos de eso. Ni de nada que tenga que ver conmigo. No hace falta hablar de mí. Vivo en el infierno.

Las palabras eran melodramáticas, pero había un latido de horror en su voz. Levantó su cara estragada.

Detrás de las gafas oscuras, bajo la carne inerte e hinchada, se veía su fina estructura ósea. Alguna vez había sido una muchacha atractiva, tan atractiva como Phoebe. Pareció leer mis pensamientos, y la pena que había en ellos, mezclada con desprecio:

—¿Es necesario que esa luz esté encendida? Me mata.

Encendí el velador junto a la cama y apagué la luz de arriba. Cuando volví junto a ella había invertido otra vez la botella y la tenía como un astrónomo loco que se pone el telescopio en la boca. Su blanca garganta subía y bajaba mientras tragaba el whisky.

—¿Por qué no bebes? Me estás dejando beber sola, y eso no vale.

—Tengo que conducir. Vas a reventar si sigues bebiendo así.

—¿De veras? —Se enderezó y mantuvo la botella recta entre sus rodillas—. No es tan fácil como crees. Reventar. Si lo logras, igual te despiertas en la mitad de la noche con el baile. El baile es divertido.

—Te diviertes mucho.

—En el pasado me dedicaba a divertirme. Termina tu copa, y te preguntaré algo.

Tomé un trago.

—¿Sobre matar gente?

—De eso ya volveremos a hablar. Quiero saber si tienes relaciones con el hampa.

—¿Crees que te lo diría si las tuviera?

—Te pregunto en serio. Parece que el alcohol no me sienta muy bien. Creo que tengo que probar con drogas. Dicen que es la mejor solución.

—¿Solución para qué?

—Para salir del infierno —dijo con tono superficial—. Me vendría bien dejar de pensar un poco. Y tengo algo de dinero, si eso es lo que te preocupa. Lo que necesito es relacionarme ton quien corresponda.

—No podrás hacerlo a través de mí. Sigue con el whisky.

—Pero es que no me gusta beber. De veras no me gusta. Sólo lo uso para no pensar de noche.

—¿Para no pensar en qué?

—Eso es algo que yo sé y que tú puedes descubrir. —Miró su cuerpo, vio que tenía las rodillas descubiertas, se las tapó con la falda—. Estoy tan fea desde que engordé. ¿Verdad que estoy fea?

No le contesté.

—Es la fealdad de mi alma que asoma a mi cara. Vivo fuera de la ley, igual que tú. Seguro que tu alma también es fea.

—Sin duda.

—¿Por eso llevas un arma?

—La llevo para protegerme.

—¿Para protegerte de quién? ¿De quiénes? —Le costaba pronunciar las palabras.

—De gente como tú —le dije, con la mejor sonrisa que pude producir.

No se inmutó en lo más mínimo. Asintió solemnemente, como si hubiéramos llegado a un acuerdo. Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¿Realmente alguna vez mataste a alguien, Lew?

—Sí, —dije, con la esperanza de que abriera su archivo—. Hace once o doce años maté a un hombre llamado Puddler que trataba de matarme a mí.

Se inclinó hacia mí confidencialmente. Su cabeza se inclinó sobre mi hombro. La levantó, y se agarró a la botella como si fuera su único apoyo en el espacio.

—A mí también me están matando.

—¿En qué forma?

—De a poco, un pedazo por vez. Primero arruinó mi cuerpo, después mi cara. —Dejó la botella en la mesa de luz y se quitó los lentes—. Mira lo que me hizo en la cara.

Tenía los dos ojos en compota. Había tratado sin éxito de tapar los moretones con maquillaje líquido. Volvió a ponerse los lentes.

—¿Quién te hizo eso?

Su cabeza se apoyó en mi hombro como un pájaro enfermo que vuelve al nido. Me recorrió el pecho con la mano y tocó el revólver. Sus dedos lo acariciaron a través de mi chaqueta.

—Quiero que lo mates —dijo soñadoramente—. No puedo seguir así. Terminará conmigo.

—¿Quién es?

—Te lo diré si me prometes matarlo. Te pagaré bien.

—Muéstrame el dinero.

Se levantó con dificultad y fue hacia la cómoda. Se detuvo en mitad de camino, dio media vuelta y fue bamboleándose hacia el lavabo. Dejó la puerta abierta, y la oí vomitar.

Traté de abrir la otra puerta interna. Estaba con llave. Fui a la cómoda y abrí su cartera de lagarto. Tenía un montón de productos de maquillaje: lápiz labial, sombra, maquillaje líquido, toallitas de papel, un frasco con un medicamento para dormir, y una billetera de mujer de piel roja, repujada, cargada de billetes. También tenía un carné de conducir a nombre de señora Wycherly, Rural Route 2, Meadow Farms; y una serie de tarjetas comerciales. Una de ellas era de Ben Merriman.

Volví a poner todo en la cartera y la cerré antes de que ella regresara del lavabo. Se tambaleaba, y se agarraba el estómago. Bajo el maquillaje su cara mostraba un tinte verdoso.

—Creo que no sé tomar —dijo, y se desplomó en la cama.

Me incliné sobre su cabeza ciega y sorda.

—¿Quién es?

—¿Quién es quién?

—El hombre que quieres que mate.

Movió la cabeza a uno y otro lado entre las ropas arrugadas.

—Qué gracioso. No recuerdo su nombre. Vende propiedades en la península. Me arruinó… arruinó todo. Tuve que dar todo.

—¿Ben Merriman?

—Eso. ¿Ya te había dicho su nombre?

—¿Qué le dio señora Wycherly?

—¿Quiere saberlo?

Cerró los ojos. Tenía la boca reseca por el whisky, y apenas se la oía respirar. Sentí más fuerte que nunca esa mezcla de lástima y vergüenza que me mantenía trabajando entre las almas perdidas que vivían en el infierno, como ella.

No pude reanimarla por los medios comunes hablándole o sacudiéndola. Llevé la botella de whisky al lavabo, la vacié en la pila y la llené de agua helada; le rocié un poco de esa agua en la cara. Se despertó y se incorporó como Lázaro, mirándome con los ojos de ultratumba. Le chorreaba agua del mentón.

—¿Qué es esto? —dijo claramente.

—Se desvaneció. Me preocupó, y decidí volverla en sí.

—No tiene derecho. Todo el día he estado tratando de dormir. Y anoche, toda la noche.

Se secó la cara con el borde del cubrecama. Se le había corrido la sombra como la pintura en la cara de los payasos tristes. Le traje una toalla del lavabo. Me la arrancó de la mano, la usó para secarse la cara y el cuello. Casi sin maquillaje parecía más desnuda y más joven. Se le notaban más los moretones alrededor de los ojos.

Me miró, parpadeando.

—¿Qué estaba diciendo? ¿Qué dije antes?

—Me contrató para matar a un hombre.

—¿A quién? —preguntó, como un niño que está escuchando un cuento.

—¿No se acuerda?

—Estaba terriblemente borracha.

Todavía lo estaba, a pesar de la ducha fría. Pronto volverían los efectos del whisky.

—¿Ben Merriman? —dijo—. ¿Ése?

Me dirigió una velada mirada astuta.

—Ése. ¿Por qué quiere matarlo, señora Wycherly?

—Sabe mi nombre.

—Hace algún tiempo que lo sé. ¿Por qué quiere matar a Ben Merriman?

—No quiero. Cambié de idea. Olvídese de eso. —Movió su cabeza desordenada hacia uno y otro lado—. Olvídese de todo el asunto.

—No será fácil. Merriman ya está muerto. Lo mataron a golpes en su casa de Atherton.

—No lo creo. —Pero el horror que en ella era como una enfermedad crónica se filtró por sus ojos.

—Sí, me cree.

Sacudió un poco más la cabeza; le colgaba flojamente del cuello.

—¿Por qué iba a creerlo? Usted también miente. ¿Por qué iba a confiar en la palabra de un gamberro barato?

—Lo leerá en los diarios, si es que la dejan leer los diarios en su celda.

Se levantó tambaleante, mirándome con temor y odio.

—Nadie me va a encarcelar. Salga de aquí.

—Usted me invitó a entrar.

—Fue el error de la semana. Salga de aquí.

Empujó las manos contra mi pecho. La tomé de las muñecas y la contuve.

—¿Tuvo algo que ver con la muerte de Merriman?

—No sabía que estuviera muerto. Suélteme.

—En seguida. Antes dígame dónde está Phoebe.

—¿Phoebe? ¿Qué es esto de Phoebe?

—Su marido me contrató para buscarla. Hace dos meses que ha desaparecido. Probablemente usted sabe todo esto. Por las dudas se lo digo.

—¿Quién es usted?

—Un detective privado. Por ello llevo un arma.

Le solté las muñecas. Se dejó caer en la cama, metiendo los dedos en los cabellos como para mantener firmes sus pensamientos.

—¿Por qué me persigue? Nunca veo a Phoebe. No la he visto desde el divorcio.

—Mentira. ¿No le importa lo que pueda pasarle?

—Ni siquiera me importa lo que me ha pasado a mí.

—Sí que le importa. Escribió su nombre en la ventana de su habitación.

Me miró, con oscura sorpresa.

—¿Qué habitación?

—La del hotel Champion.

—¿Hice eso? Debo haber estado loca.

—Creo que extrañaba a su hija. ¿Dónde está, señora Wycherly? ¿Está muerta?

—¿Cómo quiere que lo sepa? No nos hemos visto desde el divorcio.

—Sí, se han visto. El dos de noviembre, el día en que su marido se fue de viaje, usted bajó del barco con Phoebe…

—No lo llame mi marido. No es… no es mi marido.

—Bueno, su ex-marido. El día en que él partió, usted salió del puerto en un taxi con su hija. ¿Dónde fueron?

Tardó largo rato en contestar. Le cambió la cara como si estuviera pensando en la pregunta. Su boca se movía, ensayando palabras.

—Dígame la verdad —dije—. Si alguna vez quiso a su hija, si la quiere ahora, dígame la verdad.

—Fui a la estación. Tomé el tren para ir a casa.

—¿A Atherton?

Asintió con la cabeza.

—¿Phoebe fue con usted?

—No. La dejé en el Saint Francis en camino a la estación. Jamás estuvo ni siquiera cerca de la casa de Atherton.

—¿Por qué vendió la casa y se escondió aquí, en Sacramento?

—Eso es asunto mío.

—¿Asunto con Ben Merriman?

Mantenía la cabeza baja y los ojos ocultos.

—Eso me lo reservo. —Más que el agua fría, el esfuerzo de la conversación le estaba curando la borrachera.

—¿Por culpa?

—Como usted quiera.

—No es así como lo quiero. Quiero a Phoebe.

—No puedo dársela. No sé dónde está. No he vuelto a verla desde ese día en Union Square. —No podía despojar a su voz de sentimiento, de una sensación de pérdida.

—Sé que proyectaba ir a alguna parte. En el taxi me dijo que no quería volver a Boulder Beach. Tenía un novio allí, y quería separarse de él. Y de otras cosas —concluyó vagamente.

—¿Qué otras cosas?

—No me acuerdo. No estaba contenta en el colegio. Quería irse a otra parte y vivir sola por sus propios medios. —Hablaba en un tono monótono, como el de un sonámbulo o un farsante; sin embargo parecía haber algo de verdad en lo que decía, la verdad del sentimiento—. Eso es lo que dijo Phoebe.

—¿Y usted qué dijo?

—Adelante, le dije. Cada uno tiene derecho a vivir su propia vida. —Levantó los ojos y me miró—. Así que, ¿por qué no se va y me deja tranquila?

—Ya me voy.

—Ya lo dijo antes. Ese «ya» es muy largo, y me duele la cabeza.

—¿Adónde dijo que iba, Phoebe?

—No lo dijo. Tal vez no lo sabía.

—Le habrá dado alguna indicación.

—No. Me dijo que se iba lejos, eso es todo lo que sé. —Parecía estar hablando de su propia carrera de descenso. El dolor le tiraba hacia abajo las comisuras de los labios.

—¿Lejos, hasta llegar al otro mundo?

Se estremeció.

—No diga eso.

—Tengo que decirlo. Hace mucho que se fue, y hay gente que muere.

—¿Realmente cree que Phoebe ha muerto?

—Es posible. También es posible que usted sepa quién la mató. Creo que si es así, usted lo sabe.

—Piense, piense chavalito. Usted solo se pone en órbita, en una órbita excéntrica. ¿Por qué no se va, ahora, y se transforma en el primer hombre en el espacio?

Su entrecortado ingenio, sus rápidos cambios de humor y de actitud, me perturbaban y me ponían furioso. Le dije:

—Usted es una madre rara, señora Wycherly. Le importa un rábano si su hija está viva o muerta.

Se me rió en la cara. Casi le pego. Me invadía su horror. Giré y me dirigí a la puerta, seguido por su risa infantil.

Un hombre me esperaba del otro lado de la puerta. Su cara era como una brillosa salchicha, redonda y extraña bajo la media que disfrazaba sus facciones. Blandía un pedazo de hierro, que alcanzó el costado de mi cabeza antes de que mis dedos llegaran a la culata del revólver. Caí hacia atrás en la habitación y en la oscuridad.