La ruta atravesaba el valle, como una pradera bajo la luna, junto al río Sacramento. En la extraña luz pálida, el puente empinado que atravesaba el río parecía el acceso a una fortaleza antigua. Los arrabales al otro lado del río no deshacían mayormente la ilusión. Las muchachas nocturnas deambulando por las calles, los hombres furtivos en las puertas de las casas, parecían hundidos y perdidos en el tiempo.
El Champion Hotel estaba en el límite del arrabal. Aún no formaba parte de él, pero parecía deslizarse gradualmente en esa dirección. Era un edificio estrecho, de seis pisos, con una fachada oscura de piedra, levantada a fin de siglo. En esa época probablemente era un buen hotel familiar. Ahora tenía el aspecto de un lugar donde se puede conseguir alojamiento barato cuando uno no tiene para lujos. Un lugar para pasar una noche y tal vez la última.
En la puerta de un bar junto al hotel había un grupo de gente cantando una canción de camaradería. Un viejo con uniforme marrón desteñido y barbita cuidaba la puerta del Champion. Cruzó la acera con andar dificultoso. Se había recortado la puntera de los zapatos para que no le molestaran los juanetes, y la voz que surgió de su cuerpo marchito parecía venir directamente de esos pies doloridos.
No se puede estacionar aquí señor. Hay que dejar libre el bordillo. Si viene al hotel puede dejar el coche en el parking a la vuelta de la esquina. ¿Busca habitación?
—Bueno…, sí.
Bueno, vaya hasta la esquina y gire a la izquierda. A la derecha de todos modos no puede doblar, porque hace como cinco o seis años que esta calle es de una sola mano. —Parecía que ese hecho le disgustaba—. Mejor póngale llave al coche, y vuelva aquí por el pasaje. Es el camino más corto. Voy a encender la luz en la puerta del costado. ¿Quiere que le lleve el equipaje?
—Gracias, puedo llevarlo solo.
El parking era un cuadrado oscuro rodeado por las paredes de edificios de oficinas cerradas, y fui por el pasaje hasta la puerta lateral donde me esperaba el viejo botones. La lamparita amarilla con repelente de insectos difundió una especie de ictericia por su cara. Tomó mi portafolios como si realmente no esperara propina.
Había una mujer con ojos y mentón de enferma de bocio sentada detrás del mostrador en la recepción desierta. Me ofreció una habitación con baño por dos con cincuenta, o una sin baño por dos dólares. En realidad yo no quería quedarme allí. Los años habían pasado y habían dejado sus residuos en el lugar.
El capitán se había equivocado, pensé, y tal vez fuera un error intencional. No me parecía probable que la señora Wycherly hubiera vivido jamás en el Champion. Decidí averiguarlo, antes de sumergirme en una noche depresiva.
Los ojos tiroideos de la mujer me recorrían, sin poder determinar si yo era totalmente solvente o todo lo contrario.
—Bueno. ¿Quiere la de dos dólares y medio con baño, o la de dos dólares? Tengo que cobrarle por adelantado —agregó, echando un vistazo al arruinado portafolios que llevaba el botones.
—No hay problema. Pero estoy pensando que a lo mejor mi señora tomó una habitación con dos camas.
—¿Su esposa se hospeda aquí?
—Creo que sí.
—¿Cómo es su nombre?
—Wycherly —dije.
La gorda y el viejo cambiaron una mirada cuyo significado no entendí. La mujer dijo con tono protector, casi de conmiseración:
—Su esposa estuvo aquí bastante tiempo. Pero se fue esta noche, hace poco más de una hora.
—¿Adónde se fue?
—Lo lamento, pero no dejó su nueva dirección.
—¿Se iba de la ciudad?
—No tenemos forma de saberlo. Lo siento mucho, señor. —Parecía sincera—. ¿De todos modos quiere? ¿O no?
—Tomaré la habitación con baño. Hace tiempo que no me baño.
—Muy bien, señor —dijo la mujer, imperturbable—. Le daré la 516. ¿Quiere llenar el registro, por favor?
Firmé H. Wycherly. Después de todo, Homer pagaba la habitación. Le di a la mujer un billete de cincuenta dólares y ella contó trabajosamente el cambio. El botones observaba la transacción con gran interés.
Una vez que estuvimos solos en mi habitación del quinto piso, en el delicado intervalo entre abrir la ventana y esperar la probable propina, dijo:
—Yo podría ayudarlo a pescar a la señora.
—¿Sabe dónde está?
—No he dicho eso. Dije que podría. Yo oigo cosas. Veo cosas. —Se tocó el ángulo de un ojo legañoso con un dedo, e hizo una guiñada.
—¿Qué es lo que vio y oyó?
—Me cuesta decírselo directamente, siendo usted el marido. No quiero crearle más dificultades a ella. Bastantes tiene. Pero usted debe saberlo: es su mujer.
—La cosa no funciona entre nosotros.
—Menos mal. Porque si funcionara le resultaría poco provechoso. Eso usted ya lo sabe, ¿verdad?
—Dejemos lo que yo sé. ¿Qué es lo que sabe usted?
—No quiero crearle problemas a nadie. —Sus ojos viejos y ligeramente inciertos se pasearon de mí a mi portafolios, que había dejado en un portaequipajes de mimbre junto a la pared—. ¿No llevará un arma en esa maletita? Me pareció que había un arma ahí dentro. Y no quiero tener nada que ver con tiros.
—No va a haber tiros. Lo único que quiero es encontrar a la señora Wycherly y hablar con ella.
Me estaba arrepintiendo de pasar por Wycherly. Me había parecido una forma rápida de enterarme de cosas, pero también me complicaba en demasiadas cosas.
—Para eso no necesita un arma —dijo el viejo, dirigiéndose hacia la puerta—. Jerry Dingman no quiere líos.
—Vea, llevo el arma porque llevo también mucho dinero.
—Ah, ¿sí?
—Estoy dispuesto a pagarle por la información, Jerry. —Se miró los pies, que abultaban como patatas en sus zapatos recortados.— Tengo una cuenta de quince dólares con el doctor Broch por mis pies. Nunca me alcanza para pagarle.
—Yo pagaré la cuenta de su médico.
—Muy amable de su parte —dijo, con tono sentimental—. ¿Se puede ver ese dinero?
—Después de que yo oiga su información. Usted sabe que tengo el dinero. ¿Adónde fue ella, Jerry?
—Por algo que dijo mientras ponía el equipaje en el coche, creo que fue a la hostería Hacienda. Por lo menos le preguntó al muchacho si la Hacienda era un lindo lugar. Él le dijo que no tenía nada que ver con esto, y es verdad. El Hacienda es un buen hotel de veraneo, fuera de la ciudad.
—¿Fue allá con un hombre?
—No pensaba decírselo. Ni iba a abrir la boca al respecto.
—Descríbamelo.
—No lo vi bien, ninguna de las dos veces. Él no quería que lo viera, ni yo ni nadie. Antes, cuando subió a la habitación de ella, no tomó el ascensor. Entró por la puerta lateral y subió por la escalera del fondo. Me pareció que no era huésped del hotel, así que lo seguí para ver qué hacía. Golpeó a la puerta de la señora; ella lo hizo pasar y lo oí decir el nombre de la señora. De modo que pensé que no había problemas. En realidad, pensé que él era el marido.
—¿Oyó algo que lo hizo pensar eso?
—Sólo lo que le dije. La llamó Catherine cuando entró en la habitación… parecía realmente contento de encontrarse con ella. Después cerraron la puerta y eso fue todo lo que oí. Unos veinte minutos después, ella pagó su cuenta mientras él la esperaba en el coche.
—¿Qué coche era?
—Creo que era un Chevy nuevo.
—¿Ella se fue con él voluntariamente?
—Seguro. Realmente fue la primera vez que la vi más o menos contenta. La mayor parte del tiempo se arrastraba, como si se estuviera muriendo. Es la mujer más melancólica que he visto en mi vida.
—¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
—Algo más de dos semanas. En primer lugar me pareció raro que se hospedara aquí. Éste es un lugar bastante decente pero no para una dama. Y con buena ropa, buen equipaje. Usted lo sabe.
—¿Qué cree que hacía aquí?
—Supongo que esconderse de usted —dijo, con una sonrisa estúpida—. Disculpe, no quise ofenderlo.
—No me ha ofendido. Volviendo al hombre del coche, ¿podría hacerme una descripción general?
—Sí. Era un hombre bastante grande, no tanto como usted, pero mucho más que yo. Usaba ropa buena, traje oscuro y sombrero. Llevaba el sombrero sobre los ojos, y no daba la cara, como le dije, de modo que nunca se la vi bien.
—¿Su aspecto era así? Escuche: —y le describí a Homer Wycherly.
—Podría ser. No estoy seguro.
—¿Qué edad tendría?
—Bastante mayor. Mayor que usted. Pero no tan viejo como el tipo que vino a verla la semana pasada. De ése sí puedo hacerle una buena descripción.
—¿Un hombre delgado de bigote blanco?
—Sí. Parece que lo conoce. No quiso ni abrirle la puerta. Él se puso furioso. Me dio una buena propina, sin embargo —agregó Jerry con aire nostálgico—. Hablando de propinas, me prometió quince dólares.
—En seguida. ¿La señora Wycherly tuvo otras visitas?
—Sí, pero escuche, don. No puedo pasarme la noche charlando. Tengo que hacer acto de presencia en la recepción. Esa señora Silvado, la que está detrás del mostrador, me vigila como el gato al ratón.
—¿Quiénes fueron los otros visitantes?
—Sólo uno recuerdo. Le contaré sobre él, pero ahora tengo que bajar para que la señora Silvado vea que estoy trabajando. Volveré a subir en cuanto pueda. Pero deme mi dinero antes.
Le di un billete de veinte dólares. Su mano nudosa se cerró sobre él, lo metió bajo su saco desteñido.
—Muy amable. Cuando vuelva a subir le traeré el vuelto.
—Puede guardarse los otros cinco. Quiero pedirle algo más. ¿Qué habitación ocupó mi esposa?
—La del final del corredor en el tercer piso. Número 323.
—¿Está ocupada ahora?
—No. Es una de las que alquilamos por semanas. Ni siquiera la hemos limpiado todavía.
—¿Me deja entrar allí?
—De ninguna manera, señor. Perdería el trabajo. Hace casi cuarenta años que trabajo aquí, desde que era un chaval. Están esperando la oportunidad de jubilarme.
—Vamos, Jerry. Nadie tiene por qué enterarse.
Sacudió la cabeza hasta enredarse el pelo.
—No, señor. Sólo abro puertas a los verdaderos ocupantes.
—Puede olvidarse el llavero. Dejarlo ahí, sobre la cómoda.
—No, señor. Eso no es legal.
Pero lo dejó. Cuarenta años de trabajar como botones vacían a un tipo hasta convertirlo en una alcancía de propinas. Veinte años de trabajar como detective también provocan cambios en un hombre.
Bajé por la escalera de incendio hasta el tercer piso y entré en la 323. Era una habitación con baño muy parecida a la mía, con la misma cama y la misma cómoda, el escritorio, el portaequipajes de caña y la lámpara de pie. Y esa sensación de horas pesadas, de tiempo encajonado y estático que se niega a pasar.
Los cajones de la cómoda estaban todos abiertos y vacíos, excepto una media de nylon corrida, unas cuantas perchas de alambre torcidas y polvo de polillas en los rincones. En el cuarto de baño encontré polvo derramado y un tubo verde con una única aspirina en el fondo. Las toallas estaban húmedas.
El canasto de los papeles estaba detrás de la cama. Contenía diarios arrugados y toallas de papel manchadas con lápiz labial. En el suelo junto al canasto había una botella con un centímetro de whisky.
Saqué los diarios para mirarlos: eran números de Sacrauto Bees de esa misma semana. En el más reciente, de dos días atrás, encontré un aviso correspondiente a la parte de navegación subrayado con lápiz. Decía que el President Jackson llegaba a San Francisco el día siguiente. Aparentemente Catherine Wycherly le seguía los pasos a su ex-marido.
Y por lo visto también pensaba en su hija. Cuando me enderecé, la ventana quedó iluminada y vi algo escrito en el vidrio. Crucé la habitación. La ventana daba a una calle estrecha y enfrente se veía una desnuda pared de ladrillos. En letras grandes, sobre el polvo que cubría el vidrio, se leía «Phoebe». Contra la oscura pared resaltaba como una inscripción en una lapida mortuoria.
Algo extraño entró en la habitación. Algo que venía de la noche y penetraba en mí; oía los latidos de mi corazón en mis sienes. Mis latidos se mezclaron con el ruido del ascensor que golpeaba como una embolia en las entrañas del edificio.
Cerré la puerta de la ex-esposa de Wycherly y subí corriendo la escalera de incendio, ganándole al ruido del ascensor, que era antiguo y lento, como el que subía en él. Regresé a mi habitación antes que Jerry Dingman.
Tenía una botella de cerveza en la mano.
—¿Cómo andan las cosas en la recepción?
—Lentas. Le dije a la señora Silvado que usted quería cerveza para poder volver a subir. Tuve que ir a buscarla al lado; son cincuenta céntimos. —Me miró ansiosamente, como si todo nuestro trato pudiera desbaratarse por ese motivo.
—Está bien —dije.
Suspiró.
—Bueno, diablos, la incluimos en el trato. Entra en los veinte dólares. —Se sentó en la cómoda y disimuladamente tomó sus llaves.— Espero que le guste la cerveza.
—Seguro. Tomamos mitad cada uno.
—No puedo hacer eso.
—¿Por qué no? Espere, voy a buscar un vaso.
Se acercó nerviosamente a la cama y se sentó en el borde, con un suspiro. Eché la mitad de la cerveza en un vaso que traje del baño y tomé mi parte de la botella.
El viejo sorbió la espuma de sus bigotes.
—Usted quiere más información. No me acuerdo sobre qué.
—Hagámoslo rápido. Quiero llegar a la hostería Hacienda antes de que levanten el puente.
—Allí no hay puente, señor Wycherly. No es cerca del río. Hay campos de golf alrededor de la hostería. Tiene su propio campo. Tiene de todo propio. ¡Buena cerveza! —Chasqueó los labios, medio borracho con el sólo olor de la cerveza.
—Usted me iba a hablar de los otros visitantes de la señora Wycherly.
—Visitante —me corrigió—. Sólo hubo uno más, que yo sepa. Antes ya había venido a verla un par de veces.
—¿Antes de cuándo?
—Antes de anoche, que fue cuando tuvieron la pelea. Me pareció que le daba algunas cachetadas. Pensé en llamar a la policía, pero la señora Silvano dijo que no. Dijo que si cada vez que un huésped tenía una pelea privada íbamos a llamar a la policía, luego nunca podríamos sacárnosla de encima. De todas maneras no duró mucho tiempo.
—¿Quién era ese hombre?
—No sé cómo se llama. —Se rascó la cabeza—. Era un hombre grandote, bien vestido. Se sonreía todo el tiempo. Pero no me gustaba su mirada.
—¿Qué es lo que no le gustaba de su mirada?
—No sé. Me miraba como si yo fuese un perro, o algo así… un perro atorrante… y él fuera Jesucristo en persona. Tenía la nariz vuelta hacia arriba como si estuviese oliendo algo. —Jerry se levantó la nariz con un dedo.
Le mostré la octavilla con la foto de Merriman.
—¿Era este hombre?
Puso la octavilla a la luz.
—Es él, sí. Siempre sonriendo. —Descifró laboriosamente el mensaje—. ¿Qué quiere decir «El primerísimo con lo mejorísimo»?
—Es un juego de palabras. —Un juego que se había terminado—. ¿A qué hora estuvo aquí anoche?
—A eso de las nueve o nueve y media. Estuvo media hora. Cuando bajó seguía sonriendo. Esta noche observé que ella llevaba anteojos negros. Creo que le ha de haber hinchado un ojo.
—¿Vigila de ese modo a todos los huéspedes?
—Sólo a los que me gustan. Me preocupaba la señora. Todavía me preocupa. Mejor que vaya a la hostería y se reúna con ella, señor Wycherly. Creo que usted es la clase de hombre que necesita.
—¿Le habló alguna vez de mí?
—No, nunca me hablaba de nadie, ni hablaba con nadie. Pasaba todo el tiempo en su habitación, nunca salía.
—¿Qué hacía todo el tiempo?
—En general comía, y bebía. Tomó bastante esta última semana. Yo sé porque le llevaba las botellas.
Me jugué mi última carta, la fotografía de Phoebe vestida de amarillo.
—¿Esta chica vino alguna vez a visitarla? No se apure a contestarme. Mírela bien y piense.
Puso la fotografía a distancia y la miró.
—¿Es la hija de la señora Wycherly?
—Sí. ¿La ha visto, Jerry?
—No creo. Claro que yo no trabajo las veinticuatro horas. Si le agrega veinte años y diez kilos… es su propia madre. Tengo ojo para los parecidos. —El cuarto litro de cerveza lo había puesto locuaz. Sus ojos, como los de un perro viejo, buscaron los míos—. ¿Su hija también se le escapó? Casi no tiene líos de familia, usted.
—Los tengo… ya lo creo. —Me alegré de no ser Wycherly. Pero estaba empezando a sentir su carga de dolor, como si hubiera asumido mágicamente su nombre—. ¿Está seguro de que nunca vio a la chica?
—Estoy seguro. Las únicas personas que vinieron a ver a su señora son esos dos hombres… el viejo a quien no dejó entrar, y el Primerísimo con lo Mejorísimo.
—¿Y el que se fue con ella esta noche?
—Sí. Él. —Se levantó moviendo la cabeza—. No use ese revólver con él, don. Siga el consejo de Jerry Dingman.
—Gracias por el consejo. Y gracias por la cerveza.
Una vez que se fue saqué el revólver, que estaba en su funda, y me lo calcé.