Encontré la dirección del capitán Theodore Mandeville en la guía de teléfonos en la estación de Atherton. Vivía en un hotel residencial grande en la calle principal de Palo Alto. El hotel tenía un pomposo pórtico con columnas y un pequeño recibidor con sillones tapizados en cretona donde los perfumes de lavanda y cigarros sostenían una tranquila batalla de los sexos.
La mujer sentada detrás del escritorio, probablemente fuente de los efluvios de lavanda, me dijo que el capitán Mandeville estaba en el hotel. Lo llamó por un teléfono interno y él la autorizó a enviarme a su habitación.
Me estaba esperando cuando salí del ascensor; era un hombre viejo, con cabello y bigote blanco y cejas que parecían pequeños bigotes auxiliares. Llevaba una bata de cama de franela gris sobre una camisa impersonal y corbata negra. Sus ojos eran negro azabache.
—Soy el capitán Mandeville. ¿En qué puedo servirlo, señor?
Le dije que era un detective privado y que buscaba a una joven.
—Tal vez usted pueda darme información sobre su familia. El nombre de la joven es Phoebe Wycherly.
—¿La hija de Catherine Wycherly?
—Sí. Sé que usted ha hecho algún negocio con la señora Wycherly.
—Así es, y lo lamento. Pero no la conozco personalmente, y nunca he visto a la hija. ¿Qué quiere decir con eso de que ha desaparecido?
—Abandonó el colegio hace unos dos meses. Lo última que sé de ella es que la tarde del dos de noviembre la vieron alejándose del puerto de San Francisco. Tomó un taxi allí, con la madre. Cualquier información que usted pudiera darme sobre la madre…
Me interrumpió:
—¿No estará sugiriendo que secuestró a su propia hija?
—No creo. Pero tal vez sepa dónde está la joven.
—Al menos sé dónde está la madre. ¿Eso puede serle útil?
—Muchísimo.
—Está en un hotel en Sacramento… un lugar bastante pobre para una mujer de su posición. No puedo acordarme del nombre del lugar en este momento. Creo que lo tengo anotado en alguna parte. Pase, voy a buscarlo.
Me condujo a su apartamento y me dejó en la sala de estar. Las estrechas paredes estaban llenas de fotografías. En una de ellas, una hermosa mujer sonreía soñadoramente bajo una nube de cabello negro. La mayoría de las demás eran fotos de barcos. Había desde un destructor de la primera guerra hasta un crucero de la segunda. El crucero había sido fotografiado desde el aire y parecía una oscura punta de lanza en un ondulante mar de metal.
El capitán volvió mientras yo miraba el barco.
—El último buque que comandé —dijo—. Mi hijo, el teniente Mandeville, tomó la foto pocos días antes de que lo mataran en Okinawa. Una fotografía bastante buena, ¿no?
—Muy buena. Yo estuve en Okinawa, en tierra.
—Ah, ¿sí? Qué interesante. —No siguió con el tema. Me entregó una hoja arrancada de un anotador que decía «Champion Hotel»—. No encuentro la dirección, pero usted lo ubicará fácilmente. Yo no tuve dificultades para encontrarlo, y no soy detective.
—¿Ha visto a la señora Wycherly recientemente?
—No. Lo intenté, pero no quiso recibirme. Es una mujer terca, y creo que además es tonta. —Le tembló la boca. Los ojos le brillaron como carbones bajo las cejas blancas.
—Por favor, hábleme un poco más de eso. Ni quiero entrometerme, pero no sé en qué ha andado la señora Wycherly. O qué sucedió en relación con la venta de su propiedad.
—Es una historia larga, y también algo sórdida. Yo mismo no la entiendo muy bien, y por eso recurrí a un abogado. Debí haberlo hecho hace seis meses.
—¿Cuándo la señora Wycherly le compró la casa?
—No me la compró a mí. Ése es el problema. El hecho de que no me la haya comprado a mí me costó veinticinco mil dólares. Que yo no estaba en condiciones de pagar, permítame que le diga. Un subastador de nombre Merriman me estafó en veinticinco mil dólares.
—¿La señora Wycherly tuvo que ver con eso?
—No, no acuso a la señora de eso. Creo que fue una víctima igual que yo. Por otra parte, no colaboró mucho. Me tomé el trabajo de obtener su dirección en la inmobiliaria, e hice un viaje especial a Sacramento para tratar de obtener su ayuda. Se negó rotundamente, como le dije. —Le tembló la voz con rabia controlada—. Pero, mire. A usted esto no le interesa. Ni yo tengo ganas de hablar del asunto, por cierto. Pasé por imbécil, y a mi edad eso es doloroso.
—¿En qué forma lo estafaron, capitán?
—No sé si podré explicárselo. Tal vez mi abogado podría. Pero el caso se está tratando en la Comisión de Bienes Inmuebles, y no creo que él quiera comentarlo con usted. De todos modos no tiene nada que ver con la joven desaparecida.
—No estoy tan seguro.
—Bueno, si insiste… Siéntese, por favor.
Recogió una revista de navegación que había abierta sobre una silla, me indicó que me sentara y se ubicó frente a mí.
—Mi esposa falleció la primavera pasada, y poco tiempo después se me fue la sirvienta: parece que no pudo aguantar mi genio sin la influencia suavizante de mi mujer. Decidí vender la casa de Atherton y mudarme a un ambiente más acogedor. Este tipo Merriman se enteró de mis intenciones, no sé cómo, y vino a verme. Me ofreció ocuparse de vender mi casa y dijo que reduciría su comisión a la mitad. No sé nada de negocios, y no me di cuenta de que la propuesta misma era ilegal. Merriman me la presentó como un favor de un veterano de la marina a otro: había estado en la reserva durante la segunda guerra. No sé cómo logró engancharme. Es un sinvergüenza. Cosa que yo no sabía en ese momento, por supuesto. Después me enteré, por un amigo de la oficina de personal, que en 1945 le pidieron que renunciara a su cargo. Era oficial de reserva del Distrito 11 en esa época, y aprovechaba su posición para vender terrenos en San Diego a los marineros. Además tenía deudas de juego… es un jugador perdido. Desgraciadamente para mí, yo ignoraba todo esto cuando le di la casa en venta. Lo invité a que viniera a verla. Fingió no estar muy impresionado. Más bien insistió en los inconvenientes: las cañerías viejas, la necesidad de pintar y decorar, etcétera. Dijo que con la escasez actual de dinero yo podría considerarme afortunado si lograba venderla en cincuenta mil dólares. Me ofreció una cifra razonable. Cuando la hice construir, hace unos treinta años, no me costó más de veinticinco mil, incluido el terreno. No sé nada de valores de inmuebles, y una ganancia de un cien por ciento me pareció apreciable. Además —agregó— tenía apuro por irme de allí. Había construido la casa para mi esposa, y cuando ella se fue eso era un museo de recuerdos. La vendí al primero que me hizo una oferta. Me ofreció los cincuenta mil, y me sentí muy agradecido.
—¿Quién era el comprador?
—No recuerdo su nombre. Dijo que era un ejecutivo de la radio y que lo transferían a Los Ángeles. Eso es verdad —dijo agriamente—. Después me enteré de que es uno de esos que llaman disc-jockeys, de una estación radial de poca importancia, en el sur. Lo echaron por aceptar sobornos de las compañías de discos. Estuvo un tiempo en la península, buscando trabajo, y se lo veía a menudo en compañía de Merriman.
—¿Cómo sabe todo esto?
—Tengo amigos —dijo—. Les pedí, ya tarde, que hicieran algunas averiguaciones. Se enteraron de que pocos días después de comprar mi casa por cincuenta mil, este tipo la revendió a la señora Wycherly por setenta y cinco. Merriman tuvo a su cargo ambas transacciones, por supuesto. Dos en una.
—¿Su primer comprador actuaba como testaferro de Merriman?
—Tengo grandes sospechas de que sí. Mi abogado y yo ordenamos una investigación a la Comisión de Bienes Inmuebles. Nunca me gustaron los pleitos, pero cuando uno sufre una defraudación de casi un tercio de su capital… —La furia le impidió terminar la frase.
—¿Quién es su abogado, capitán?
—Un muchacho que se llama John Burns, de absoluta confianza. Hace años que lo conozco, del club de yates. Dice que no es la primera vez que se sospecha que Merriman hace negocios sucios. Yo me ocuparé de que éste sea el último.
—¿Qué posibilidades tiene, según Burns, de recuperar su dinero?
—Él cree que bastante buenas, si los ladrones todavía lo conservan. Es difícil echarles la mano encima a estos tramposos, pero pensamos usar todas las armas legales contra Merriman. Si ni me devuelve la diferencia, perderá su registro. Puede perderlo de todas maneras.
—¿Merriman lo sabía?
—Seguramente. Se lo dije a su mujer. Fui a su casa la semana pasada y traté de hablar con él, pero se escapó por el fondo. La mujer intentó decirme que la capacidad de vendedor de su esposo justificaba la diferencia de precio, que la casa realmente no valía más de cincuenta mil dólares. Pero yo sé que la semana pasada la tenía nuevamente en venta… ¡a ochenta! —Se golpeó la rodilla con el puño—. ¡Mal rayo los parta, no son más que buscavidas! ¡Buscavidas, vendedores, estafadores a sueldo que invaden todo el país!
La cara se le había puesto color bermellón.
—No tendría que hablar de esto. Me hace mal a las coronarias. Que la ley se haga cargo de Merriman y sus secuaces.
—¿Alguna vez se le ocurrió hacerse cargo de él usted mismo?
Sus ojos ardientes se congelaron.
—No entiendo, señor.
—Supe que amenazó a Merriman con un arma.
—No lo niego. Pensé que si lo asustaba lo obligaría a actuar honestamente. Pero ni siquiera me habló cara a cara. Se escondió detrás de las faldas de su mujer…
—¿Lo ha visto hoy, capitán Mandeville?
—No. Hace tiempo que no lo veo. No me da ningún placer, y mi abogado me aconsejó que no lo enfrentara.
—¿Lo hizo?
—Por cierto que no. ¿Adónde quiere ir, señor mío?
—Merriman fue asesinado a golpes en estas últimas tres horas, en su antigua casa de Whiteoaks Avenue.
Se le llenó la cara de parches pálidos.
—¿Asesinado a golpes? Es terrible decir que uno no lamenta la muerte de alguien, pero debo decirle que no lo lamento.
—¿Fue usted quien lo hizo, capitán, o quien lo mandó hacer?
—Yo no fui. La acusación es ultrajante y ridícula.
—La viuda de Merriman la hace. Es probable que tenga una visita de la policía en poco tiempo. ¿Puede dar cuenta de cómo pasó las últimas tres horas?
—No tolero esa pregunta.
—No importa. Tengo que hacérsela.
—Pero yo no estoy obligado a contestarla.
—No.
Se puso de pie, temblando.
—Le ruego que se retire. Daré explicaciones a las autoridades competentes.
Deseé que pudiera hacerlo.