El nombre de Ben Merriman estaba escrito en neón rojo en la cornisa de un angosto edificio de estuco rojo en un sector donde se alternaban solares vacíos con casas ruinosas y tiendas pujantes. Cerca de la oficina de Merriman había un hospital para perros. En diagonal, al otro lado de la calle, un autocine lleno de coches arruinados y sus dueños.
Cerré con llave la puerta de mi coche. Llevaba un magnetofón de setenta y cinco dólares en la guantera. Los perros ladraban. Se olía a insecticida.
Al fondo de la oficina de Merriman había una puerta que dejaba ver una línea de luz. La puerta del frente estaba cerrada. Golpeé en el vidrio con las llaves del auto, y se abrió la puerta del tabique. A contraluz sólo veía la silueta de una mujer que avanzaba hacia mí. Buscó la cerradura a tientas y abrió la puerta.
—¿Está el señor Merriman?
—No, no está —respondió con voz monótona.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—Ojalá lo supiera. Hace una hora y media que lo estoy esperando. —Tenía la voz alterada por el enojo. Trató de disimularlo—. ¿Usted es cliente del señor Merriman?
—Futuro cliente, tal vez. Tengo interés en cierta propiedad que tiene en venta.
—Ah, muy bien.
Abrió bien la puerta, encendió todas las luces y me hizo pasar. Era una rubia de unos treinta años y llevaba un abrigo imitación visón que ya no estaba en sus mejores días. Tampoco lo estaba ella. Era una de esas rubias que maduran temprano, como la fruta en California, permanecen en una adolescencia adulta durante algunos dulces meses o años, y luego caen en manos del primero que se acerca. El recuerdo de la época dulce se les queda adentro y fermenta.
Mientras cerraba la puerta me rozó por detrás con un movimiento que no sé si era erótico o alcohólico. No olía a perfume sino a gin, lo cual sugería la segunda posibilidad. Pero se desprendió el abrigo de visón sin visones y me sonrió en forma arrebatadora. La sonrisa decía: «Te desafío, pero no te atrevas». Era de las que nunca han superado la necesidad de ver extenderse hacia ellas las manos que violaron por primera vez su descuidado narcisismo.
—No trabajo más con mi marido, pero como él no está en este momento creo que podré ayudarlo. Tenemos muchas buenas propiedades en venta.
Moviendo su abrigo y su cuerpo en una interesante serie de ritmos cruzados, corrió una silla que estaba junto al escritorio y me la ofreció. Me senté. Sobre la tapa de formica del escritorio había una capa de polvo. El calendario movible marcaba una fecha del año anterior.
Frente al calendario había un anotador con las hojas decoradas con una reproducción fotográfica: la del hombre de nariz de payaso con corbata de moñito y sonrisa carnívora. Llevaba una leyenda que decía: «Ben Merriman el subastador… el primerísimo en lo mejorísimo. Un trato honesto en todas las ocasiones».
—Muy bien —dijo su mujer. Se sentó con un aire comercial desmentido por un cuerpo nada comercial—. ¿De qué dimensiones sería la propiedad que le interesa, señor…?
Saqué la billetera y le mostré una tarjeta que un agente de seguros de vida de Santa Mónica me había ofrecido antes de enterarse de la forma en que me ganaba la vida. La tarjeta decía: «William C. Wheeling, h.». Se la di.
—Wheeling —dije—. Quisiera una casa grande… grande y de aspecto tradicional como esa blanca, colonial, que vi hoy en Atherton. Tiene el cartel de su marido.
—Usted me está hablando de la casa de Mandeville en Whiteoaks. ¿Una rodeada por una gran pared de piedra?
—Sí, ésa.
—Lo lamento. —De veras lo lamentaba—. Está vendida. Qué lástima. Podría haber hecho una compra muy buena. La propietaria rebajó miles de dólares el precio de venta.
—¿Quién era la propietaria?
—Una tal señora Wycherly, muy linda mujer, con mucho dinero. Le dijo a Ben que pensaba viajar.
—¿Adónde?
—No tengo la menor idea. —Abrió muy grandes los ojos con una dudosa inocencia: eran color púrpura oscuro, como ciruelas maduras—. Si piensa ponerse en contacto con ella para hacerle una oferta, pierde el tiempo. Creo que ya no es negociable. Los nuevos propietarios se van a trasladar allí desde Oakland Heights en cualquier momento. Gente encantadora. Bill dice que pagaron todo al contado. Pero tenemos otras espléndidas oportunidades.
—Me interesa ésa. Todavía tiene el cartel «En venta».
—Eso no quiere decir nada. Hace rato que Ben tendría que haberlo quitado. Si se ocupara más de sus negocios…
Se abrió la puerta del frente, y me llegó un aire frío a la nuca. Creí que era Merriman y me levanté para enfrentarlo. Era un hombre más joven con un suéter de cuello alto azul eléctrico, el mismo color de sus ojos. Era un rubio muy majo, pero usaba una barbita que aleteaba en su mentón y daba la impresión de que tenía un pedazo de cara sin terminar.
—¿Dónde está Ben? —preguntó a la mujer—. En serio, nena.
—No sé dónde está. Me plantó aquí hace dos horas, dijo que tenía que encontrarse con alguien.
—¿Con Jessie?
La mujer se llevó la mano a la boca. Se le marcaron las venas en el dorso, como una fina hiedra azul. Se mordió la punta de un dedo, sin hacer ningún gesto.
—¿Jessie? —dijo, sin sacarse el dedo de la boca—. ¿Qué tiene que ver Jessie con esto?
—Hoy quiso ligar con ella mientras yo estaba haciendo compras. Eso no me gusta.
Ella se sacó el dedo de la boca.
—Yo lo mato. ¿Estás seguro de que no es un invento de Jessie?
—No, carajo, no es un invento.
Levantó el puño e hizo señal de jurar. Tenía marcas en los nudillos, que parecían de dientes. Sus ojos azules eran malvados. Se pasó el puño por la barbita.
—No es la primera vez que intenta un ligue con ella. No te lo dije antes. Te lo digo ahora. Si no puedes detenerlo, yo lo haré. Con lo que sé de él…
—Deja tranquilo a Ben.
—Entonces ocúpate de que él deje tranquila a Jessie. ¿Qué pasa? ¿Ustedes se llevan mal?
—No, qué esperanza —dijo ella con amarga ironía—. Todo va a las mil maravillas. Ahora, ¿te vas? Estoy con un cliente.
—¿Desde cuándo trabajas de noche para Ben?
—Ya te dije que me dejó aquí, esperándolo. Íbamos a salir, cosa que nunca hacemos.
—¿A qué hora supones que volverá?
—Ahora ya no sé. Supongo que pensó que se iba a divertir más estando solo.
—Mm. Bueno, mejor que le saque las manos de encima a mi lechoncita.
—¿Por qué no le dices a ella que deje de menearle el trasero?
Se sonrieron como viejos amigos. Él salió dando un portazo. Ella se sentó frente a mí con aire ausente, con los ojos fijos en algo invisible que flotaba entre los dos.
—¡Qué hijo de puta! —dijo entre dientes—. A eso se juega entre dos. —Entonces se acordó de mí, y dijo con voz más humana:
—No se preocupe por mí. Esto se me pasa en un minuto. Deme un minuto, ¿quiere?
Era lo menos que podía darle. Fue hacia la habitación del fondo y cerró la delgada puerta. Oí el choque de un vaso contra una botella, el nítido ruido del líquido que los bebedores solitarios creen que nadie oye.
Volvió con rouge recién puesto sobre una confusa sonrisa de gin.
—He estado mirando las cifras de la casa de Mandeville. Si realmente le interesa, tal vez podamos arreglar algo con los nuevos propietarios. Hicieron una compra tan buena, que todavía podrían ganar vendiéndosela y a pesar de todo usted luiría negocio. Aun a sesenta mil dólares es regalada. Originalmente estaba tasada en ochenta, y con los costos actuales de la propiedad podría llegar a ciento veinte.
—Considerando que no trabaja aquí, se maneja bastante bien.
—Gracias, señor. Yo era vendedora de Ben. —Se inclinó sobre el escritorio, ofreciéndome su escote abierto como una especie de obsequio de la casa—. ¿Usted está seriamente interesado en la propiedad?
—Muy interesado. ¿Por qué no me la muestra, y después hablamos de negocios?
—¿Esta noche?
—¿Por qué no?
Miró por encima mío el tránsito de la calle.
—Es mejor que no me vaya; él podría volver. A veces suceden milagros. Si usted no puede esperar hasta mañana, le daré las llaves. Creo que hay luz en la casa.
Fue nuevamente a la habitación del fondo y regresó con aire confundido.
—Ben debe de haberse llevado las llaves. Lo lamento.
—No importa. Volveré mañana por la mañana.
Whiteoaks Avenue estaba a menos de un kilómetro y medio de Camino Real. Encontré las puertas de hierro forjado abiertas, el candado colgando en la cadena. Recogí el resto de los diarios y miré las fechas. El último era del diecisiete de noviembre. El más antiguo, del tres de noviembre, fecha de la desaparición de Phoebe.
El cielo gris sobre los árboles estaba cargado de luna. La casa parecía ir creciendo ante mí a medida que avanzaba por el sendero. Su fachada brilló a la luz de mi linterna como un blanco sepulcro vacío.
La elaborada puerta del frente estaba cerrada pero sin llave. Entré y encontré una llave de luz junto a la puerta. El piso de parqué del vestíbulo tenía huellas de barro seco y estaba cubierto de tarjetas de subastadores. Al fondo del vestíbulo una escalera con pasamanos blanco describía una graciosa curva hacia la oscuridad.
Entré en la habitación principal, hacia la derecha, y prendí la luz. Una araña de cristales amarillenta se encendió en forma incompleta. La mayor parte del moblaje era del estilo de la araña: viejos divanes ingleses con tapizado a rayas contra paredes opuestas de la habitación, una chimenea de mármol blanco que contenía una estufa a gas, y sobre la repisa de la chimenea un mal retrato del padre de alguien, vestido con ropa antigua.
La señora Wycherly, o alguna otra modernista, había agregado toques propios. Los cortinados chillones, multicolores, chocaban fuertemente con el resto de la habitación. Junto a la chimenea había una consola de alta fidelidad de madera clara. Estaba abierta, y el disco puesto en ella era Slow Boat to China. En la parte interior de la puerta habían colgado un blanco de corcho para dardos, que estaba rodeado por las cicatrices de los dardos en la madera blanca.
Cerré la puerta, arranqué uno de los dardos clavados en el corcho, retrocedí hasta la chimenea y lo arrojé al blanco. Acerté. Anduve por la otra habitación de la planta baja tarareando Slow Boat to China, y pensando en un cuento que recordaba de la escuela secundaria. Se llamaba La visión de Mirza.
Mirza tuvo la visión de un puente que mucha gente cruzaba a pie: toda la gente viva del mundo. Cada tanto uno de ellos pisaba una especie de puerta-trampa y desaparecía de la vista. Los otros peatones apenas se percataban de ello. Todos seguían caminando por el puente hasta que daban con su propia puerta-trampa y caían en ella.
Yo di con la mía, o con algo parecido, en lo alto de la elegante escalera. No era exactamente una puerta-trampa, y no era precisamente la mía. Era un cuerpo humano, e hizo un ruido cuando tropecé con él, como si hubiera atravesado todo el puente y hubiera sobrevivido.
Iluminé el rostro con la linterna. Mejor que no lo hubiera hecho: una máscara de sangre sin rastros de vida. La corbata de moñito salpicada y el traje chillón tenían un aspecto ridículo y patético en un hombre tan deshecho y muerto.
Los bolsillos de la chaqueta estaban vacíos. Tuve que moverlo para revisar los de atrás. Era pesado, tan pesado como una cruz de carne. En su billetera encontré cuatro billetes de un dólar y un carné de conducir a nombre de Ben Merriman. No encontré su pequeña arma.
Le puse la billetera en el bolsillo delantero de la chaqueta para no tener que moverlo otra vez. Luego la saqué, la limpié con mi pañuelo y la volví a guardar. La linterna que había dejado junto a la puerta me miraba como un ojo amarillo y suspicaz. La levanté y salí de allí.
De regreso a la oficina de Merriman pasé por la estación de Southern Pacific. Estaba cerrada a esas horas, pero encontré un teléfono público en la plataforma externa. Llamé a la policía.
La señora Merriman continuaba sentada en la oficina. Me miró con su sincera sonrisa cuando entré.
—Lo lamento, Ben no ha regresado todavía. Estoy cuidando la fortaleza en la mayor soledad. ¿Me acompaña? —Entonces advirtió mi expresión, y la imitó—. ¿Qué sucede?
—Quiero la dirección de la señora Wycherly.
—No la tengo.
—Debe de tenerla, puesto que vendió su casa.
—Ben se ocupó de eso. Ya le dije que no trabajo para él, por lo menos no en forma regular. Él hace la mayoría de los negocios por su cuenta.
—Déjeme ver el fichero.
—¿Para qué? ¿Quiero hacer negocios a nuestras espaldas?
—Nada de eso. Quiero saber dónde está la señora Wycherly.
—No la encontrará en el fichero. Mire, fíjese.
Se levantó dificultosamente. La seguí a la piecita del fondo. Sobre una pila de papeles en el escritorio había una botella de Gordon’s Gin. Rebuscó entre los papeles y vino con una hoja mimeografiada. Estaba tratando de leerla con sus ojos algo empañados cuando sonó el teléfono.
Levantó el receptor, dijo «hola» y escuchó. La cara se le puso color de perla. Se le dilataron los ojos. Dijo «gracias» y cortó.
—Ben está muerto. Alguien lo mató, y yo pensando que me engañaba.
Comenzó a caminar como una mujer en trance. Chocó violentamente con el marco de la puerta, se apoyó en el tabique. Conservaba en la mano la hoja mimeografiada arrugada. La dejó caer y buscó la botella.
Levanté el papel del suelo. La casa de Whiteoaks Avenue había sido tasada en ochenta mil dólares. Esa cifra estaba tachada y en su lugar decía sesenta mil. Había otras anotaciones, en lápiz y a medias borradas, que no pude descifrar. Figuraba el domicilio de la señora Wycherly: Whiteoaks Avenue 507.
La mujer dejó la botella con tres octavos de su contenido. Inclinándose sobre el escritorio, logró sentarse sobre la silla giratoria. Se enredó el cabello con los dedos. Las raíces eran oscuras, como si la oscuridad que había en su mente hubiera llegado a sus cabellos.
—Ese loco de mierda —dijo—. Seguro que fue él quien lo hizo. Vino a casa la semana pasada y dijo que lo haría. A menos que Ben le pagara.
—¿Quién?
—Mandeville. El capitán Mandeville. Se presentó en la puerta de casa con una cuarenta y cinco en la mano. Ben tuvo que escaparse por el patio y yo lo enfrenté. El viejo es más chiflado que una cabra.
—¿Qué quería Mandeville?
—¡Lo que quiere todo el mundo! Dinero. —Me miró de igual a igual. El rápido proceso de dolor y gin le había devuelto la sobriedad— Dijo que Ben lo había estafado con su podrida casa.
—¿Es cierto eso?
—¿Cómo puedo saberlo? He vivido cinco años con Ben, siempre de aquí para allá. Nunca supe qué le pasaba por la cabeza, ni en qué gastaba el dinero. Ni siquiera tuve mi propia casa, a pesar de que él era subastador. Digamos que era subastador.
—¿Qué era realmente?
—Yo ya he renunciado a saber qué era. Se esforzaba más por conseguir dinero de arriba… —Volvió a mirarme, con la boca entreabierta. Tenía lápiz labial en los clientes—. ¿Por qué se interesa tanto por Ben? Ni siquiera lo conoce.
—No. Me gustaría haberlo conocido.
—¿Qué es esto? ¿Qué cuento quiere hacerme?
—Ninguno, señora Merriman. Lamento lo sucedido. A propósito, ¿quién era el rubio de la barbita?
El último gin ya aparecía en sus ojos; tenía la mirada estrábica y confundida. Lo usó como una especie de máscara, que velaba completamente sus ojos.
—No sé a quién se refiere.
—Usted sabe a quién me refiero. El que vino aquí a buscar a su marido.
—Ah, ése —dijo con pretendida astucia—. Es la primera vez en mi vida que lo veo.
—Eso es mentira.
—No. Y en todo caso, ¿por qué me llama mentirosa? Usted me dijo que era un posible cliente. No es cierto.
—Lo soy. ¿Quién era ese hombre, señora Merriman?
—No sé. Algún imbécil que anda con Ben… que andaba, quiero decir. —Los dos tiempos de verbo que le surgieron juntos la partieron en dos. Lágrimas o gotas de gin aparecieron en sus párpados—. Váyase y déjeme. Usted era simpático, antes. Ya no lo es. —Agregó como si completara un silogismo—. Seguro que es un polizonte asqueroso.
—No.
Por un momento deseé serlo. Los polizontes, los polizontes asquerosos llegarían en cualquier momento. Yo estaba lejos de mi medio y fácilmente podía caer enredado en el asunto. Le dije buenas noches y salí de la oficina. En la calle levanté una octavilla con la fotografía de Merriman. Un auto policial tocando la sirena en curva descendente ocupó mi lugar junto al cordón apenas arranqué. Algunas caras jóvenes del autocine se volvieron a mirarlo, calculando si no vendría por ellos. Algunos de los perros de la perrera vecina empezaron a aullar.