Quedaba a unos siete kilómetros hacia adentro, partiendo de la Universidad de Stanford. De pronto encontré el buzón de Carl Trevor en el camino hacia la costa. Su casa tenía nombre: «Leafy Acres». Un caballo resopló mientras subía por el sendero. No le respondí.
Giré por una curva y vi la casa baja, de madera y piedra, llena de ventanas y de luz. Una criada con uniforme blanco y negro atendió la puerta. Encendió luces externas antes de abrir.
—¿La señora Trevor está en casa?
—Todavía no ha vuelto de Palo Alto.
—¿Y el señor?
—Si no está la señora tampoco está el señor —me dijo como dándome una lección—. Fue a la estación a esperar el tren del señor. Tienen que llegar en cualquier momento; tardan más de lo habitual.
—Los esperaré.
Me miró de arriba abajo, como si estuviera tratando de decidir si yo pertenecía a la parte de adelante de la casa o a la cocina. Adopté mi expresión más respetable y me condujo a la biblioteca, como ella la llamaba. Era una hermosa habitación llena de estantes con verdaderos libros. A los Trevor les interesaba mucho la historia, en particular la del Oeste norteamericano.
Hojeé un ejemplar de La herencia norteamericana hasta que oí el motor de un coche en el sendero. Fui hacia la ventana y los vi bajar de un Cadillac convertible. Ella salió del lado del volante. Era una mujer delgada de unos cincuenta años con cara como una hacha de plata. Él, un hombre de espaldas anchas, cubierto con sombrero y el inevitable portafolios; parecía sentirse mal.
Ella le ofreció el brazo y comenzaron a subir la escalinata. Él la apartó de sí, sin tocarla, con un gesto que combinaba irritación y orgullo. Subió los escalones de a dos por vez. Ella lo miró con evidente temor.
Todavía había miedo en su mirada cuando entró en la biblioteca unos minutos después. Llevaba un collar de perlas y un simple vestido oscuro que seguramente costaba una fortuna Una fortuna desperdiciada. Acentuaba la tensa regularidad de su cuerpo y dejaba al descubierto los huesitos de los hombros.
—¿Qué desea?
—Mi nombre es Archer. Soy detective privado. Su hermano Homer Wycherly me contrató para buscar a su sobrina Phoebe No sé si se ha comunicado con él…
—Sí. Mi hermano me habló por teléfono esta tarde. No sé qué pensar. —Se retorció las manos de manera que las hizo crujir—. ¿Usted qué piensa? ¿Se habrá escapado?
—No tengo ninguna teoría, señora Trevor. Todavía no. Vengo de Atherton, donde me enteré de que Phoebe no es la única ausente. La casa de su madre está en venta, y aparentemente vacía. Tenía esperanzas de que usted me dijera dónde está la señora Wycherly.
—¿Catherine? —Se sentó de golpe, y me ofreció asiento—. ¿Qué tiene que ver Catherine con todo esto?
—Phoebe fue vista por última vez, en compañía de su madre. Bajaron juntas del barco el día que su hermano partió. Parece que poco después la señora Wycherly se mudó de casa. ¿Sabe algo sobre esa mudanza, o adónde se ha ido?
—No controlo las idas y venidas de Catherine. Por propia elección, ya no pertenece a la familia —y de buena nos hemos librado, era la implicación callada—. Como le habrá dicho Homer, ella pidió el divorcio en mayo. En Reno.
—¿Fue entonces que se mudó a Atherton?
Hizo una señal afirmativa con su airada cabecita canosa.
—¡Por qué se le habrá ocurrido venir aquí y ser prácticamente vecina nuestra…! Pero yo sé por qué. Quería aprovechar nuestra posición en la comunidad. Pero mi marido y yo no la acompañamos en sus planes. Ella se hizo la cama, que se acueste en ella. —Su boca era fina y cruel—. No me sorprende que se haya ido de Atherton.
—¿Tiene idea de adónde se mudó?
—Ya le dije que no. En cualquier caso creo que usted sigue una pista equivocada. Es inconcebible que Phoebe esté con ella. No se llevaban bien.
—Puede ser. Sin embargo tengo que hablarle.
—No creo que pueda ayudarlo. —Enderezó la cabeza como si le hubiera empezado a funcionar un audífono moral y tuviera que escuchar la dureza de sus admoniciones.— Usted creerá que no tengo sentimientos cristianos, señor Archer. En lo que se refiere a mi ex-cuñada, «nos la dio», como dicen los jóvenes. Realmente yo hice por ella lo mejor que pude en estos años. La traje a mi propia casa antes de que se casara con mi hermano, y traté de enseñarle las cosas que debe saber una dama. Parece que el adoctrinamiento no prendió. Precisamente, la última vez que la vi… —comprimió los labios de una manera que me recordó a su hermano.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Ese mismo día. El famoso día en que Homer se embarcó en su viaje de exploración. O de evasión. Catherine se debe de haber enterado por el diario, y vio la oportunidad de clavarle las garras una vez más. No entiendo cómo la dejaron subir al barco. La había visto borracha antes, pero nunca tan grosera y violenta como esa tarde.
—¿Qué andaba buscando?
—Dinero. Por lo menos eso decía. Allí estaba Homer con sus millones, partiendo hacia los mares del Sur, y la pobre Catherine desposeída y pasando hambre con la magra asignación que él le pasaba. Yo tenía ganas de decirle que un régimen de no comer le hubiera venido bien a su silueta. Por supuesto, su versión de los hechos era una burda exageración, como de costumbre. Casualmente estoy enterada de que Homer llegó con ella a un arreglo por cien mil dólares, y que además le paga tres mil dólares por mes de alimentos. Y ella se gasta hasta el último céntimo.
—¿En qué?
—No me pregunte en qué. Siempre tuvo gustos caros, sin duda por eso se casó con mi hermano. He oído decir que pagó setenta y cinco mil dólares por la casa de Mandeville… un desembolso absurdo para una mujer en su posición.
—¿La casa de Mandeville?
—La de Atherton… la que usted me dice que tiene en venta. La compró a un capitán Mandeville.
—Ajá. Volviendo a la escena en el barco, ¿usted prestó atención a la reacción de su sobrina?
—No especialmente. Estaba espantada, se lo aseguro. Todos lo estábamos. Mi marido es enfermo del corazón, y el médico le indicó evitar toda clase de tensiones. Si lo que Catherine se proponía era arruinarnos la despedida, créame que lo consiguió.
—¿Usted no la vio bajar del barco con Phoebe?
—No, nosotros ya nos habíamos ido. ¿Está seguro de que esa información es correcta? Me parece improbable.
—Me la dio uno de los oficiales del barco. Dejaron el muelle juntas, en un taxi. No sé qué sucedió después.
Apretó las manos contra su pecho.
—Es una situación desesperante. Mi marido está casi postrado con esto. Debía haber esperado a que descansara para contárselo… siempre vuelve tan agotado del centro. Pero no pude contenerme y se lo largué en cuanto bajó del tren.
—Su hermano me dijo que la quiere mucho a Phoebe.
—Muchísimo. Ha sido como una hija para nosotros, especialmente para Carl. Espero de todo corazón que la encuentre. Por todos nosotros, pero especialmente por él. —Se había llevado las manos a la garganta y tironeaba de las perlas—. Estoy muy preocupada por la forma en que este golpe puede afectar la salud de mi marido. Pocas veces lo he visto tan perturbado. Y me echa la culpa de lo que ha sucedido.
—¿A usted?
—Cuando Phoebe no contestó nuestra invitación a pasar la Navidad con nosotros, quiso ir a Boulder Beach para asegurarse de que estaba bien. Lo persuadí de que no lo hiciera… no le permiten conducir. Además yo pensaba que Phoebe tenía derecho a elegir estar sola. Naturalmente pensaba que ella lo prefería, que por una vez en la vida quería estar libre de la familia. Tal vez también me enojé un poco cuando no contestó mi carta. La cosa es que no fuimos. Y deberíamos haber ido. O por lo menos hablarle por teléfono.
Sus dedos se movían activamente en su garganta. El collar se rompió, las perlas rodaron por su cuerpo y por el suelo en todas direcciones.
—¡Caramba! —gritó—, hoy pasa de todo.
Apartando con el pie las perlas que encontraba por el suelo, fue hacia la puerta y apretó un timbre. La sirvienta vino corriendo, se puso de rodillas y empezó a recoger las perlas.
Un hombre de mediana edad, con americana a cuadros, apoyado en el vano de la puerta, miraba la escena conteniendo la risa. Su cabeza medio calva, demasiado grande para su cuerpo, descansaba sobre los hombros como una gran bala de cañón, sin mucha intervención del cuerpo. Su voz era profunda, y él mismo parecía disfrutar de esa profundidad.
—¿Qué pasa, Helen?
—Se me rompió el collar. —Lo miró como para hacerlo sentir responsable.
—No es el fin del mundo.
—No, pero es exasperante. Todo pasa al mismo tiempo.
La sirvienta, siempre de rodillas, la miró rápidamente, de costado y luego hacia arriba. No dijo nada. La señora Trevor se volvió hacia su marido con una actitud furiosamente maternal.
—Tienes que estar acostado. Hoy no debe suceder nada más. —Parecía un complejo juego verbal que nadie ganaba.
—No va a suceder nada —dijo—, me siento mucho mejor. —Me miró inquisitivamente. Tenía ojos azules e inteligentes.
—Quisiera hablar con usted, señor Trevor.
Empecé a decirle quién era yo, pero Helen Trevor intervino:
—No, señor Archer, por favor. No quiero molestar a mi marido con estos asuntos. Yo estoy dispuesta a contestarle todas las preguntas que quiera…
—No seas tonta, Helen, déjame hablar con él. Me siento perfectamente bien ahora. Venga conmigo, señor… ¿Archer es su nombre?
—Archer.
Trevor volvió la espalda a las protestas de su mujer y me condujo a un pequeño estudio al lado de la biblioteca. Cerró la puerta con un ligero gesto de alivio.
—¡Mujeres! —murmuró—. Permítame ofrecerle algo, señor Archer. ¿Scotch o Bourbon?
—Nada gracias. Tengo que conducir, y Bayshore es un desastre.
—Cierto, ¿no? Yo prefiero ir por Southern Pacific. Ahora siéntese y cuénteme todo esto de Phoebe. La versión que tengo me llegó por mi esposa, y seguramente está alterada.
Me señaló un sillón de cuero frente a él y escuchó lo que le conté. Cuando terminé hubo un silencio. Trevor estaba inmóvil. Daba la impresión de estar soportando estoicamente un dolor físico o mental.
—Yo tengo la culpa —dijo finalmente—. Debí haberla buscado, ya que Homer no lo hacía. No sé por qué tuvo que elegir este invierno para abandonar sus responsabilidades y convertirse en una sombra lejana en los mares del Sur… —Acompañó la frase inconclusa con golpes de puño en la rodilla—. Pero lo que importa es, ¿qué vamos a hacer con respecto a esto?
—Encontrarla.
—Si está viva.
—Suelen estar vivas —dije, con más seguridad de la que sentía—. Aparecen trabajando de cajeras en Las Vegas, o de camareras en un restaurante, o de caseras en algún agujero barato, o tratando de convertirse en modelos en Hollywood…
Las gruesas cejas de Trevor se juntaron y se enredaron como ciempiés hostiles.
—¿Por qué iba a hacer esas cosas una chica bien criada como Phoebe?
—Los motivos corrientes son la bebida, las drogas o un hombre. Todas representan la misma idea: rebelión. Es la cuarta «R» que aprenden ahora en la escuela.[3] O en alguna otra parte.
—Pero Phoebe no era especialmente rebelde. Aunque Dios sabe que tenía sobrados motivos para serlo.
—Me interesan esos motivos. No fue mucho lo que pude sacarle a Wycherly. En lo que respecta a su hija, Wycherly parece vivir en un sueño. Del que no quiere despertar.
—Es natural. Él es uno de los motivos.
Esperé que prosiguiera. No lo hizo. Intenté por otro lado.
—Supe que su sobrina fue a ver a un psiquiatra la primavera pasada. ¿Sabe algo de eso?
Levantó las cejas.
—No. Pero no me sorprende. Se sentía desdichada cuando volvió de Stanford después de Pascua. Sé que le iba cada vez peor en los estudios.
—¿Por qué era desdichada?
—No se confiaba en mí. Mi mujer me contó que hubo un gran escándalo familiar en Meadow Farms en esas vacaciones. Vinculado con unas cartas difamantes.
—¿Usted vio alguna vez esas cartas?
—Yo no, pero Helen sí. Parece que eran bastante viles. Produjeron la última de una larga serie de crisis familiares. —Se inclinó hacia mí con interés—. Odio los chismes, pero puedo decirle esto: el matrimonio de los Wycherly no era feliz. Debieron divorciarse hace veinte años, o más bien no haberse casado nunca. Yo pasaba mucho tiempo en su casa, cuando Helen y yo todavía vivíamos en Meadow Farms, y puedo decirle que no era buen lugar para criar a una niña. Se peleaban continuamente.
—¿Por qué motivos?
—Por cualquier cosa. Catherine odiaba el lugar, Homer no quería dejarlo. Simplemente no estaban hechos para vivir juntos. Cuando se casaron él tenía como treinta y cinco años y ella era adolescente. Sus edades no se correspondían. Eran como el día y la noche, y Phoebe siempre estaba en el medio de los problemas, hasta que finalmente se fue al colegio. No quiero decir que Homer no sea un buen tío, pero tiene generaciones de riqueza detrás de él. —Sonrió ligeramente—. Lo sé bien. Fue mi jefe durante veinticinco años.
—¿Cómo era Catherine? Tengo algunos informes bastante terribles.
—Sin duda. —Su media sonrisa se convirtió casi en una mueca—. Quedó destrozada después del divorcio, como les pasa a muchas mujeres. Antes era una mujer enérgica, y bastante atractiva, para quienes gustan del tipo de rubia grandota y algo vulgar. Yo me llevaba bastante bien con Catherine. En cierta medida nos entendíamos. Es una persona que pasó por circunstancias difíciles, lo mismo que yo. Aunque al casarse con un hombre rico a los dieciocho años se le allanó el camino.
—¿Qué hacía antes de casarse?
—Realmente no lo sé. Homer la conoció en el sur y la trajo a Meadow Farms para casarse con ella. Estuvo un tiempo en casa antes de la boda. No sabía dirigir una casa, y en eso Helen es una experta. Creo que al principio era una especie de secretaria.
—¿Qué edad tiene ahora?
—Debe de tener cerca de cuarenta años. —Trevor se interrumpió, y me miró con atención—. Usted parece interesarse mucho en Catherine. ¿Por qué?
—Phoebe fue vista por última vez en su compañía.
—Ah, ¿sí? ¿Cuándo?
—El día en que Wycherly partió de viaje. Bajaron juntas del barco y se fueron en un taxi. Estoy tratando de ubicar al taxi.
—¿No sería más fácil hablar con Catherine?
—Me gustaría, pero no sé dónde está. Ésa es una de las razones que me trajeron aquí.
—No la he visto desde el dos de noviembre. Ese día, en el barco, hizo una escena que preferiría olvidar. Supongo que estará en la casa que compró en Atherton.
—No está allí, y no creo que haya estado allí desde hace dos meses. La casa está en venta.
—No lo sabía. ¿Está seguro?
—Estuve allí hace cosa de una hora. Un tipo desagradable me encontró tratando de trepar por la pared y me apuntó con un arma. —Describí al hombre de la corbata de moñito—. ¿Lo conoce? Dijo que era el cuidador de la propiedad.
Trevor movió la cabeza negativamente.
—Creo que no sé quién es. Y no tengo la menor idea de dónde puede estar Catherine.
—¿Conoce a gente que la conozca a ella?
—No en la península. Le seré franco, señor Archer. No nos hemos movido, ni antes ni ahora, en los mismos círculos de Catherine. Por nuestra parte se trató de una elección.
—¿En qué círculos se mueve Catherine?
—En una espiral descendente. Pero no quiero hacerme eco de chismes.
—Yo le pediría que lo hiciera.
—No. Tengo cierta deuda con Catherine. O conmigo mismo. —Sus anchas mejillas enrojecieron levemente, y se intensificó el brillo de sus ojos. Con absoluta firmeza, dijo:
—Creo que nos estamos apartando mucho del tema de mi sobrina, y el tiempo pasa. Dígame qué puedo hacer para colaborar.
—Puede hablar con la policía local. Si yo me dirijo a ellos no conseguiré nada. Además está el peligro de la publicidad. Wycherly está totalmente contra la publicidad. Pero tal vez usted pueda hacer una averiguación confidencial, y hacer que actúen discretamente.
—Cómo no. Mañana por la mañana.
—Mejor esta misma noche.
—De acuerdo. —Enfermo o no, Trevor mostraba esa capacidad de prestar servicios del hombre poderoso que no necesita probarse nada—. ¿Exactamente qué forma debe asumir esta averiguación?
—Eso decídalo usted. Las autoridades de todo San Francisco deben ponerse a la búsqueda. También deben controlar los cadáveres no identificados a partir de los primeros días de noviembre.
La cara de Trevor cambió de color.
—Usted dijo que suelen aparecer vivas.
—En general, sí. Pero tenemos que eliminar las otras posibilidades. ¿Tiene fotos de Phoebe?
—Le tomé algunas el verano pasado cuando estuvo con nosotros. Voy a buscarlas.
Se puso de pie vigorosamente. El movimiento no demostraba esfuerzo si uno no miraba sus ojos. Por un instante se les apagó el brillo como en las lámparas a petróleo.
Regresó cinco minutos después con varias fotos en colores. Se sentó y me las fue pasando de a una por vez. Phoebe sonreía alegremente entre camelias, con un vestido blanco de verano. Empuñaba una raqueta de tenis, con un vestido de lino amarillo. Se la veía sentada, de pie y recostada en la arena oscura junto a un mar violeta. En algunas de las fotos aparecían al fondo los acantilados.
La joven era casi hermosa a pesar de su aire un poco agrio. No lo suficientemente hermosa, sin embargo; nunca lo son. En particular en las fotos de la playa su sonrisa mostraba turbación. Hacía resaltar sus pequeños pechos ante el ojo indiscreto de la cámara, en un esfuerzo agónico por ser realmente hermosa.
Cuando levanté la vista vi que Trevor estudiaba mi cara.
—Es una chavala valiosa —dijo—. Una chavala profunda que ha tenido una infancia difícil. Se merecía mejores padres de los que tuvo.
—Parece ser personalmente valiosa para usted.
—La quiero como a una hija. No tenemos hijos propios, y yo debí haber mantenido un contacto más estrecho con ella. Pero ahora es tarde para pensarlo.
—¿Estas fotos son del verano pasado?
—Sí. Tengo algunas anteriores, por supuesto, que abarcan toda su infancia. Traté de elegir las que la muestran más como es ahora. Phoebe se estilizó desde el final de su adolescencia.
—¿Pasó el verano con ustedes?
—Solamente unos días, en realidad, algunos días en el mes de agosto. Tenemos una mansión en la playa cerca de Medicine Stone, y ella se iba a quedar más tiempo. Pero estaba medio enojada con mi mujer, por no sé qué razón. Se fue por acuerdo tácito. En el que yo no participaba.
—¿Recuerda a un muchacho que conoció en Medicine Stone? ¿Un muchacho majo, de la universidad, de cabello rojizo?
—Creo que lo vi a la distancia. Haciendo surf. Yo tengo prohibido hacerlo. Phoebe y él jugaban en la playa con otros muchachos. —Había un dejo de amarga tristeza en su voz.
—¿Pero nunca se lo presentó?
—No quiso. Creo que ese fue uno de los motivos de fricción con Helen. Mientras estuvo con nosotros, Phoebe salió mucho con ese muchacho.
—¿Sabe algo de él?
—No. Parecía un animal robusto. Phoebe estaba contenta y halagada con sus atenciones. Pero, como le dije, nunca tuve el honor de conocerlo. Y usted, ¿sabe algo de él?
—Hablé con él esta mañana en Boulder Beach. Es alumno de allí.
—¿Y todavía están… todavía está interesado en Phoebe?
—Lo estaba, hasta que ella desapareció.
—¿Sospecha que tiene algo que ver con todo esto?
—No.
Me clavó una mirada penetrante.
—Me parece que sí.
—Bueno, sí. Sospecho de todo el mundo. Es una deformación profesional. Pero el muchacho no tiene motivos, y sí una coartada.
—Usted es un detallista. ¿Cómo se llama el muchacho? Bobby no sé qué, ¿verdad?
—Bobby Doncaster. —Cambié de tema—. ¿En cuál de estas fotos se la ve más como verdaderamente es?
Las barajó con la destreza de un jugador de póquer, y separó la del vestido blanco. Dijo que la de tenis era igualmente buena. Se la pedí, y me la dio.
—Bueno. ¿Hay algo más que pueda hacer, por usted o por Phoebe?
—Puede sacar algunas copias de la foto. Cincuenta, o cien, por si Wycherly se decide a hacer algo importante.
—¿A qué llama usted «algo importante»?
—Usar una agencia nacional de detectives, publicidad masiva, una red policial completa, si es posible con la colaboración del FBI. Wycherly es un hombre rico, podría hacer algo de verdadero peso.
Trevor juntó las manos con un golpe.
—Si él no lo hace, puedo hacerlo yo. ¿Usted lo recomienda, Archer?
—Esperaremos hasta mañana. Si puedo pescar a Catherine Wycherly, ella podría proporcionar algunas respuestas. ¿Conoce a un subastador llamado Ben Merriman?
—No…, no. —Juntó las cejas, concentrándose—. Tal vez haya visto carteles con su nombre en Camino Real. ¿Por qué?
—Tiene en venta la casa de la señora Wycherly. Quizá pueda darme su nuevo domicilio. Entretanto, ¿hablará esta noche con la policía local?
—No bien usted se vaya.
Era una invitación a que me fuera. Al pasar por la biblioteca, pisé una perla.