El barco se alzaba como un acantilado sobre el muelle. Las gaviotas volaban en círculos sobre él, resplandecientes en el sol del atardecer. Subí por la escalera delantera sin que nadie me interceptara el paso. La cubierta principal estaba prácticamente desierta.
Un hombre con mono blanco limpiaba con un cepillo de mango largo el fondo de una piscina de natación vacía. Por sobre el ruido de las máquinas me gritó que la mayoría de los oficiales estaba en tierra, pero que tal vez el comisario de a bordo estuviese todavía en el barco. Me llevó a su oficina.
Era un cubículo detrás de las cubiertas, iluminado con luz artificial, ocupado por un hombre calvo de cara redonda que llevaba camisa blanca y pantalones azules de uniforme. Se acordaba muy bien del señor Wycherly, que había estado en una de las mejores habitaciones en ese viaje. Le dije que representaba al señor Wycherly.
—¿En calidad de qué?
—Soy detective privado.
Me miró cuidadosamente.
—Espero que el señor Wycherly haya quedado satisfecho con sus comodidades. Me dio la mano y me agradeció cuando nos despedimos, ayer.
—No hay quejas sobre el barco —dije—. Esto tiene que ver con la hija del señor Wycherly, Phoebe. Subió a bordo a despedirse de su padre el día en que ustedes zarparon. No se la ha vuelto a ver desde entonces.
Se puso la mano en la calva como si yo le hubiera dado frío allí.
—¿No estará insinuando que viajó como polizonte o algo así? ¿O que nosotros somos responsables de alguna manera?
—No parece muy posible. Estoy tratando de encontrarla, y este es el lugar obvio para comenzar. Necesito su ayuda.
—Por supuesto, lo ayudaremos con mucho gusto en todo lo que podamos. —Se levantó y me dio la mano, agregando en un tono más personal—: Tengo una hija. Mi nombre es Clement.
—Archer —dije, y saqué mi anotador—. Bien. ¿En qué fecha zarparon?
—El dos de noviembre. Mejor dicho, el dos de noviembre era la fecha señalada para zarpar, pero tuvimos un pequeño desperfecto mecánico y no salimos hasta las primeras horas de la mañana siguiente. Pero el señor Wycherly se embarcó en la tarde del dos de noviembre. Como usted dice, su hija estaba con él.
—¿Está absolutamente seguro de eso?
—Recuerdo perfectamente esos momentos —dijo Clement—. Tengo motivos para ello.
¿Cómo es eso?
—Bueno, hubo un gran escándalo en la habitación del señor Wycherly. Esa mujer… aparentemente era la ex-mujer del señor Wycherly, hizo un escándalo tremendo en presencia de algunos otros pasajeros. El camarero no pudo calmarla, y me mandó llamar. Yo tampoco pude manejarla. Era una de esas rubias furiosas, ¿me explico? Rubia teñida —agregó con desprecio—, y bastante borracha. Finalmente tuve que hacer que nuestro encargado de seguridad la convenciera de que bajara del barco. ¡Cómo hablaba esa mujer! —Levantó los brazos.
—¿Qué decía?
—No recuerdo las palabras exactas. De todos modos no eran repetibles. Se imaginará cómo me sentía yo. Queremos que nuestros viajes sean acontecimientos alegres, y allí estaba ella, en medio de los festejos, gritando obscenidades. Se había sacado un zapato y golpeaba con el tacón en la puerta del señor Wycherly. Dejó marcas en la pintura.
—Algo recordará de lo que dijo.
—Bueno, que entrar, por supuesto. No la dejaban. Dijo que la traicionaban, que le volvían la espalda y la dejaban en la calle. Amenazó con volver.
—¿A quién amenazaba?
—A los que estaban en la habitación… el señor Wycherly y a su hija, y creo que a un par de otros familiares que habían ido a despedirlo. Dijo que los llevaría a la ruina si no la dejaban entrar y hablar con ellos.
—¿Quiénes eran los otros familiares?
—No le podría decir. Frente al camarote se estaba reuniendo mucha gente. Cuando me enfrenté con la mujer, me amenazó con el tacón del zapato. Me miró como un basilisco, créame. Por más que me disgustara hacerlo, tuve que llamar al oficial. Él consiguió sacarla del barco, con ayuda de la hija.
—¿Phoebe bajó del barco con su madre?
—Así creo. Una vez que las cosas estuvieron más o menos controladas, la joven salió del camarote y habló con la mujer. Aparentemente lo que le dijo fue eficaz. Bajaron por la escalerilla tomadas por la cintura.
—¿La joven volvió a subir al barco?
—Realmente no me di cuenta. Siempre tengo tantas cosas en la cabeza el día de la partida. El señor McEachern puede decírselo. Es nuestro encargado de seguridad y vigiló más de cerca que yo al grupo.
—¿McEachern está en el barco, ahora?
—Debe estar. Está de guardia. —Clement levantó el auricular de un teléfono interno.
Hablé con McEachern en la cubierta superior. Estaba apoyado sobre la barandilla; era un tipo delgado con uniforme de suboficial. Su aspecto era una mezcla de algo náutico con detective de hotel.
—Por supuesto que la recuerdo —dijo—. La señora estaba en copas, le diré. No quiero decir que no pudiera tenerse en pie. Probablemente podía caminar erguida y manejarse físicamente. Pero tenía ese aire a whisky que tiene la gente que ha bebido mucho, que tal vez ha pasado dos noches bebiendo. A algunos les da alucinaciones, también.
—¿A usted le pareció que le pasaba eso?
Escupió en el agua aceitosa, doce metros más abajo.
—Lo que decía no tenía mucho sentido. Me largó todos los insultos del diccionario. Tiene un vocabulario sensacional.
—¿Amenazó con dañar físicamente a alguien?
—¿Se refiere al señor Wycherly?
—Al marido o a la hija. A cualquiera.
—No he oído nada así. El comisario dijo que profirió varias amenazas antes de que yo llegara. Dijo que iba a castrar a todos los machos que viera. Uno nunca sabe si tomar esas cosas en serio… yo veo montones de borrachos histéricos en mi trabajo, hombres y mujeres. Se calmó cuando la joven salió y habló con ella.
—¿Qué dijo la joven?
—Dijo que lo lamentaba. Las dos dijeron que lo lamentaban —McEachern sonrió, y se le formaron arrugas alrededor de los ojos—. No dijeron qué era lo que lamentaban.
—¿Pero eso era una especie de reconciliación?
—Eso es. Bajaron del barco juntas. Yo las seguí, simplemente para comprobar que todo andaba bien. Había un taxi esperando a la joven en el muelle. Las ayudé a subir…
—¿A las dos?
—Ajá. Y las dos partieron como si nada hubiera sucedido. Así que puede ser —agregó esperanzadamente—, que después de todo no hubiera una ruptura tan grave en la familia. A mí mismo no me gustaría que me juzguen por lo que hago y digo cuando estoy en copas. A propósito, ¿quiere un traguito? Tengo un buen scotch que me conseguí en Hong Kong.
—Gracias. No tengo tiempo. Me gustaría saber adónde habrán ido las dos.
—A ver… —Se echó la gorra hacia atrás y se golpeó la frente, escuchando los repetidos golpecitos con cierta satisfacción—. Creo que la chica le dijo al conductor que volviera a San Francisco.
—¿Cómo era el taxi?
—Amarillo.
—¿Podría describir al taxista?
—Trataré. Un tipo fornido, de cerca de cuarenta años, cabello negro y ojos oscuros, nariz grande, barba negra, dura, del tipo que hay que afeitar dos veces por día si uno quiere estar prolijo —se pasó la mano por el mentón—. Podría ser italiano, o tal vez armenio… no lo oí hablar. Ah, sí. Tenía una cicatriz triangular de este lado de la mandíbula, como la punta de una flecha.
—¿De qué lado de la mandíbula? —le pregunté con una sonrisa.
Se tocó el lado derecho de la cara, y luego señaló la mía.
—A mi derecha, o sea a su izquierda. Del lado izquierdo de la mandíbula, justo en el ángulo de la boca. Y tenía los dientes cariados.
—¿Cuál era el nombre de soltera de la madre? ¡Qué talento tiene usted para recordar caras!
—Las caras son mi oficio, compañero. Mi principal trabajo es mantener a los pasajeros en sus respectivas clases. Lo cual quiere decir que me aprendo unas doscientas o trescientas caras cada dos meses.
—Hablando de pasajeros, ¿qué opinión tiene de Homer Wycherly?
—Casi no lo he visto. Se quedó en su cabina la mayor parte del viaje… tomó casi todas sus comidas allí. Parece que no le gusta la gente. ¿Qué pasa con él y con su familia?
—Eso es lo que estoy tratando de descubrir. Hablando de otra cosa: el comisario me dice que el barco no salió a horario.
—No. Se descompuso una de las máquinas. Teníamos que salir a las cuatro de la tarde, pero sólo dejamos el puerto a la mañana siguiente.
—¿Todos los pasajeros permanecieron a bordo durante la demora?
—Les pedimos que así lo hicieran. No sabíamos cuánto tiempo insumirían las reparaciones. Algunos fueron a los bares del puerto.
—¿Wycherly fue?
—No podría decírselo.
—¿Habrá alguien que lo sepa?
—Tal vez su camarero. A ver… en el último viaje Sammy Green estuvo a cargo de esa habitación. Pero Sammy no está a bordo ahora.
—¿Dónde está?
—Probablemente en su casa. Veré si puedo encontrar su dirección.
McEachern desapareció en el interior del barco. Caminé por la cubierta imaginándome que estaba haciendo un largo viaje por mar por razones de salud. La presencia de la ciudad interfería en mis fantasías. Olía el tránsito en el embarcadero. Más atrás se levantaban las pobladas colinas. Coint Tower brillaba en el atardecer. Le volví la espalda y miré el agua, pero Alcatraz flotaba allí como un desprotegido pedazo de ciudad recortado al azar.
McEachern volvió con un pedazo de papel en la mano.
—Sammy Green vive en Palo Alto, por si quiere encontrarlo —me entregó el papel—. No me doy cuenta de qué está buscando usted.
—A la joven —dije.
—Hace mucho que desapareció, ¿no?
—Demasiado.
—Puede ir a la central de taxis del Saint Francis. Algunos de los taxistas hacen el mismo trayecto durante bastante tiempo.
Era una buena sugerencia. El despachador del Saint Francis, un viejo con abrigo y gorra con la inscripción «Agente», reconoció al taxista por mi descripción.
—No sé cómo se llama. Los muchachos lo llaman Garibaldi, pero no es su nombre.
—¿Dónde está Garibaldi ahora?
—No sé. No viene regularmente, lo veo cada dos o tres días. Todos los taxis de la ciudad, excepto los que tienen radio, pueden ponerse en la cola aquí en cualquier momento…
Interrumpí esta oleada de información.
—¿Sabe dónde vive?
—Creo que alguna vez me lo dijo —se echó hacia atrás la gorra y se rascó la frente—. En algún lugar de la península, tal vez al sur de San Francisco, o en Daly City. Es probable que haya salido a comer. Puede intentar encontrarlo aquí mañana.
Dije que lo haría, le dejé mi nombre y un dólar.
Bajé mi coche por la rampa al garaje del subsuelo. Pregunté al cajero si tenían registro del auto de Phoebe. Por lo que él sabía, no había aparecido ningún Volkswagen verde abandonado por allí en el mes de noviembre.
Crucé la calle, esquivando un tranvía, y subí al Saint Francis El salón estaba lleno de miembros de una convención con tarjetas de identificación enganchadas en la solapa. Un hombre llamado Herman Grupps, que olía a Martini, me tendió la mano, pero la retiró al ver que yo no tenía tarjeta. Por trozos de conversación que oí sobre columna vertebral y terapia supersónica supe que se trataba de un congreso de especialistas en tratamientos para la columna vertebral.
Tuve que ponerme en la cola frente al mostrador de mármol negro. Uno de los atareadísimos empleados me dijo que no tenían lugar. Era imposible interrogarlo sobre Phoebe Wycherly.
Nuevamente tuve que hacer cola frente a las cabinas telefónicas. En la oficina de Willie Mackey no contestaban. La persona encargada de tomar mensajes me dijo que Willie estaba en Marin trabajando en un caso. No había dejado ningún número telefónico para llamarlo y el de su casa no figuraba en guía, y no podía hacer nada a pesar de que le dije que era íntimo amigo de Willie. No era exactamente así, pero habíamos trabajado juntos dos o tres veces.
Salí de la cabina frustrado y traspirando. Uno de los quiroprácticos me empujó al pasar. Su nombre era doctor Ambrose Sylvan.
Nada más que por hacer algo, busqué el número de la señora Wycherly en las guías telefónicas locales. Lo encontré en la segunda que abrí: señora Catherine Wycherly, Whiteoaks Drive 507, Atherton; con una característica de Davenport.
Cuando el doctor Ambrose Sylvan salió de la cabina llamé al número de Davenport. Un contestador automático me respondió amablemente que el teléfono había sido desconectado.