Regresé al colegio y fui a buscar a Homer Wycherly. Estaba enojado y frustrado. La mayor parte de la gente del colegio estaba afuera, almorzando; la única persona a quien había podido ver y que apenas conocía a Phoebe de nombre era una asistente de la oficina del Decanato de Mujeres. No conocía ninguna razón particular por la que Phoebe pudiera haber dejado el colegio, ni le interesaba mayormente el caso. Era un hecho común que los estudiantes dejaran de asistir sin dar aviso.
Wycherly tenía una cita con el decano unas horas más tarde. Me pidió que lo llevara a la hostería de Boulder Beach, y cuando llegamos me invitó a almorzar con él. Acepté con gusto porque no había comido nada desde el desayuno, o sea desde las tres de la mañana.
Era un antiguo hotel de playa, del estilo de las misiones españolas, en medio de amplios jardines que daban al mar, en un extremo de la ciudad. El amueblamiento del bungalow de Wycherly era como su vida: pesado, costoso e incómodo. El barman que tomó nuestros pedidos tenía acento suizo-alemán; el menú estaba en francés.
—No me ha dicho qué descubrió usted —dijo Wycherly cuando el barman se retiró—. Supongo que descubrió algo.
Le di una idea general de lo que habían informado mis tres testigos, sin mencionar las dudas que tenía sobre Bobby Doncaster. No tenía sentido lanzar un padre furioso contra él. Prefería tener a Bobby de mi lado.
—Todo indica —concluí— que su hija pensaba regresar aquí después de ese fin de semana en San Francisco. Algo sucedió que la hizo cambiar de idea.
Estábamos sentados junto a una ventana, uno frente al otro. Wycherly se inclinó hacia adelante y apoyó una mano en mi rodilla, haciéndome sentir todo su peso. Su mano era gruesa, con pelos aclarados por el sol que surgían como paja del dorso. Su cuerpo inclinado daba la impresión de una gran fuerza ciega que contrastaba extrañamente con la ansiedad de su rostro:
—Usted huele algo sucio, ¿verdad? Dígamelo honestamente.
—No puedo descartarlo. A Phoebe la vieron por última vez en una zona de San Francisco donde ha habido casos de asesinato por sacarle a la víctima una pequeña suma de dinero. Ella llevaba mucho, y en efectivo. Creo que tiene que ponerse directamente en contacto con la policía de San Francisco.
—No puedo. Sencillamente no puedo tolerar más publicidad. Usted no se imagina lo que nos hicieron los diarios cuando Catherine y yo nos divorciamos la primavera pasada. Además, no puedo creer que la hayan matado. —Sacó la mano de mi rodilla y la puso sobre su pecho—. Siento aquí dentro que mi hija está viva. No sé dónde está, ni qué está haciendo, pero sé que está viva.
—Yo me inclino a creer lo mismo. Sin embargo, es mejor pensar y actuar como si estuviera muerta.
—¿Quiere que abandone toda esperanza?
—No he dicho eso, señor Wycherly. No he hecho más que comenzar el caso. Si desea que lo continúe por mi cuenta, estoy dispuesto a ello.
—Eso es lo que deseo. Sin ninguna duda.
El barman llamó discretamente a la puerta de la habitación. Venía con un carrito cargado y tendió la mesa para nosotros. Wycherly se lanzó sobre la comida como si hubiera pasado una semana sin comer. Traspiraba mientras comía.
Yo miraba por la ventana, masticando mi bisté. El terreno del hotel, verde como un oasis, bajaba hasta un murallón donde golpeaban las olas. Un par de hombres rana con trajes negros se aventuraban en el mar de enero, sacudiendo sus aletas como focas en celo. Un poco más lejos se veían algunas velas inclinadas por el viento.
Traté de imaginarme el viaje de Wycherly a las islas y los países que había detrás de la curva del horizonte. El Pacífico Sur que yo recordaba olía a explosivos y a lanzallamas, y era difícil imaginar algo sobre Wycherly. Exponía libremente sus sentimientos, pero mantenía lo esencial de su yo escondido… un escondido como lo estaba su hija en la curva del tiempo.
—Me enteré de algo más —dije— mientras hablaba con Dolly Lang, la compañera de habitación. Su hija le habló de ciertas cartas que llegaron a su casa la primavera pasada. La perturbaron mucho, según Dolly.
Me miró con prevención.
—¿Qué dijo la chica?
—No podría reproducirlo exactamente. Hablaba con velocidad de rayo y no tomé notas. Creo que esas cartas atacaban a su mujer.
—Sí. Hacían ciertas acusaciones desagradables.
—¿Incluían amenazas?
—Diría que sí, de una manera indirecta.
—¿Eran amenazas a la señora Wycherly?
—A todos nosotros. Las cartas iban dirigidas a toda la familia, y así fue como Phoebe vio la primera.
—¿Cuántas llegaron?
—Sólo dos, con un día de diferencia.
—¿Por qué no habló antes de ellas?
—No creí que importaran para la situación actual. —Pero el recuerdo de esas cartas lo hacía traspirar aún más. Se secó el sudor con la servilleta—. No creía que a Phoebe la hubieran afectado tanto.
—La afectaron. Su compañera de habitación dijo que de alguna manera se sentía culpable de ellas.
—¿Cómo podía serlo?
—Eso es lo que yo le pregunto a usted.
—No sé qué habrá querido decir. Por supuesto se perturbó cuando leyó la primera. Estaba en casa por las vacaciones de Pascua, y esa mañana había ido a buscar la correspondencia. La carta estaba dirigida a la Familia Wycherly, y por supuesto la abrió. Luego me la mostró. Traté de que no la viera Catherine, pero mi hermana Helen la vio y la mencionó mientras tomábamos el desayuno…
Interrumpí sus ansiosas explicaciones.
—¿Qué decían las cartas, exactamente?
—Las dos decían más o menos lo mismo. Me da náuseas repetirlo.
—¿Acusaban a su mujer de tener un asunto con otro hombre?
Wycherly tomó el cuchillo y el tenedor y los blandió sobre su plato vacío.
—Sí.
—¿Usted tomó en serio esa acusación?
—No sabía qué pensar. Las cartas estaban escritas en un tono salvaje. Pensé que eran el producto de la mente de un psicópata. Pero tenía que tomarlas en serio.
—¿Por qué?
—Fueron como la última gota de agua en mi matrimonio. Catherine me acusó de no hacer nada al respecto. Siempre me acusaba del pecado de omisión. Cuando en realidad yo hice todo lo posible por descubrir quién las había enviado y concluir con el asunto. Hasta llegué a contratar… —Apretó los labios.
—¿Un detective?
—Sí —admitió, a pesar suyo—. Un hombre llamado William Mackey, de San Francisco.
—Lo conozco algo. ¿Cuáles fueron sus conclusiones?
—No llegó a ninguna. El sheriff Hooper pensaba que se trataría de algún empleado o ex-empleado descontento. No esclarecieron mayormente el asunto. Tenemos empleados en todo el valle, y el movimiento de gente es grande.
—¿Había extorsión implicada?
—No. En ningún momento se mencionó el dinero. Por lo que pude ver, se trataba de pura maldad.
—¿Se hablaba de Phoebe en alguna de ellas?
—No creo. No, no. Si no hubiera ido al correo esa mañana ni se hubiera enterado de la existencia de las cartas. Estoy seguro de que nada tuvieron que ver con su desaparición.
—Yo no estoy tan seguro. ¿Las cartas provenían del correo local?
—Sí. El sello era de Meadow Farms. Ésa fue una de las… bueno, una de las cosas alarmantes. Fueron escritas por alguien que conocíamos… tal vez por alguien que veíamos todos los días. Había en ellas un matiz de maldad personal, y eso hizo pensar al sheriff que provenían de algún ex-empleado.
—¿Tiene alguna idea sobre su identidad?
—Ni la más remota.
—¿Quiénes son sus enemigos?
—No creo tener ninguno.
Me ofreció su pálida sonrisa, con su intento de gustar sin conseguirlo. Perdí las esperanzas de obtener de él versiones realistas. Era un hombre débil y triste, lleno de ataduras, que se ocupaba de vestir su yo con cualquier harapo de vanidad que le quedara.
—¿Quién era el hombre de que hablaban las cartas?
Su mano se contrajo lentamente sobre el mantel, como una estrella de mar que cae en la arena.
—No tengo idea. No lo nombraban. Seguramente era un invento. Catherine y yo teníamos nuestros conflictos, pero… —dejó morir la frase, como si no le importara demasiado.
—¿Quién firmaba las cartas?
—«¿Un Amigo de la Familia?», con un signo de interrogación también al principio.
—Así es la puntuación española.
—Mi hermana Helen dijo lo mismo.
—¿Estaban escritas a mano?
—No. A máquina, incluida la firma. Este tipo Mackey dijo que tal vez pudiera descubrir la máquina de escribir si yo estaba dispuesto a dedicarle a eso mucho tiempo y dinero. Su tiempo, mi dinero. Pero no llegaron más cartas, y no me gustaba que anduviera metiéndose en mi vida privada, de modo que suspendí la investigación.
—Tengo mucho interés en ver esas cartas. ¿Dónde están?
—Cuando Mackey me las devolvió las destrocé. Comprenderá mis sentimientos.
Se disponía a explicármelos, pero yo no quería comprender sus sentimientos. Podía terminar haciéndole de niñera a Wycherly en lugar de realizar el trabajo para el cual me había contratado. Me levanté.
—¿A dónde va?
—A San Francisco, por supuesto.
—¿Qué va a hacer allí?
—Lo sabré cuando llegue. —Miré mi reloj: eran casi las dos—. Creo que podré llegar antes de que oscurezca. Una cosa más, señor Wycherly. Ahora que hemos hablado de las cartas, ¿no quiere pensar mejor si no le convendría darme la dirección de su ex-mujer?
—No la tengo —saltó—. De todos modos, no quiero que hable con ella bajo ningún concepto. Deme su palabra de que no lo hará.
Le di mi palabra, con cierta reserva mental.
En la puerta me crucé con el barman que llevaba una bandeja con pastelería francesa. Wycherly la miró con los ojos voraces y tristes.
En la ciudad me detuve en Imported Motors y averigüé el número de matrícula del coche de Phoebe. Era GL3741.