CAPÍTULO III

Detrás del edificio el terreno iba en declive, de modo que la entrada del sótano estaba a nivel del suelo. Había algunos coches aparcados en el patio posterior. Adentro se oían como gemidos y gritos de angustia, que llegaban desde una habitación al fondo del sótano. Me abrí paso entre cajones y elementos de limpieza, y me asomé a un taller sin ventana iluminado por una lamparita en el techo.

Bajo la lamparita un muchacho de espaldas anchas cepillaba un pedazo de madera fijado a un banco de carpintero. Sus cabellos rojizos, muy cortos, estaban llenos de polvo de aserrín. La viruta crujía bajo sus pies. Lo observé, mientras daba unas cuantas pasadas a la madera. Estaba de espaldas a mí, y sus músculos se movían pesada y rítmicamente bajo el polo.

Sólo se enteró de que yo estaba allí cuando le dije:

—¡Bobby!

Me miró atentamente. Sus ojos eran verdes y brillantes. Su boca y su mentón pesados y ligeramente estúpidos me recordaron a su madre. Por lo demás era un muchacho majo. Tenía bigote rojizo.

—¿Qué desea, señor?

Le dije quién era yo y por qué estaba allí. Retrocedió hacia la pared donde colgaban numerosas herramientas y miró su cubículo como si yo lo hubiera atrapado deliberadamente allí. Esgrimió el cepillo como si fuera un arma.

—Espero que no crea que tuve nada que ver con eso.

Trató de acompañar lo que decía con una sonrisa, pero la sonrisa le salió rígida y asustada. No se podía saber si reaccionaba así ante los detectives y las desapariciones o si ese miedo era crónico en él, y sólo hacía falta una oportunidad adecuada para despertarlo.

—¿Que no haya tenido nada que ver con qué?

—Con el hecho de que Phoebe no haya regresado.

—Si tuvo algo que ver con eso, este es el momento de decirlo.

Sus ojos verdes se ensombrecieron. Me miró como confundido. Hizo lo posible por transformar esa confusión en enojo:

—¡Dios mío! —Pero no era convincente. Fingía enojo, como para ponerse a buen recaudo—. ¿De dónde sacó la idea de que yo hice algo?

—El tema lo sacó usted.

Trató de tocarse los bigotes con el labio inferior. Tenía los amaneramientos de la madre; mi impresión era que él mismo aún no había decidido si era el nene de papá o de mamá.

—No hagamos juegos de palabras, Bobby. Usted era íntimo de Phoebe. Es natural que yo quiera interrogarlo.

—¿Con quién estuvo hablando?

—Eso no tiene importancia. Usted era íntimo de ella, ¿verdad?

Se dio cuenta de que conservaba el cepillo en la mano y lo dejó sobre el banco. Aún sin mirarme a los ojos, dijo:

—Estaba loco por ella. ¿Eso es un crimen?

—Este tipo de cosas puede inducir al crimen.

Lentamente levantó la cabeza.

—¿Por qué no me deja tranquilo? Yo estaba loco por ella, ya le dije. Todavía lo estoy. Fue muy duro esperar alguna noticia estos últimos dos meses.

—¿Todo lo que hizo fue sentarse a esperar?

—No sé qué quiere decir. —Extendió las manos, vio que estaban sucias, se las limpió en el polo sucio—. ¿Qué me quiere decir?

—Podría haber recurrido a las autoridades.

—Yo quería. —Hizo el efecto de trampa para cazar ratones con la boca.

—Pero su mamá no lo dejó.

—No he dicho eso.

—Lo digo yo.

—¿Quién le ha estado contando mentiras? ¿Con quién estuvo hablando?

—Con su madre, y con una de las inquilinas.

—No tiene derecho a venir a molestar a mi madre. Ella hizo lo que le pareció correcto. Creía que Phoebe se había ido de viaje con su padre. Los dos creíamos eso —agregó, después de pensarlo un poco—. Todo el tiempo esperábamos tener noticias de ella. No es culpa nuestra que ella no haya escrito. Pensábamos que por lo menos mandaría una tarjeta, para decirnos qué hacer con sus cosas.

—¿Por qué cree que no lo hizo?

Se ponía penosamente a la defensiva. Tal vez estuviera demasiado asustado como para colaborar. Sentí que lo había tratado con poco tacto, y cambié la dirección del interrogatorio. Me interesan las cosas que dejó aquí. ¿Puede indicarme dónde están?

—Sí. Están en el depósito. Venga conmigo.

Parecía contento de tener una oportunidad de moverse. Me hizo pasar junto a una gran caldera de gas, agachándose bajo los caños, y abrió una puerta al fondo del sótano. Por una ventana alta en la pared de cemento entraba un rayo oblicuo de sol cargado de polvo. Bobby encendió una lamparita colgante. Detrás de un gran arcón había una montaña de media docena de maletas y cajas de sombreros. El baúl estaba cubierto de etiquetas de hoteles norteamericanos y extranjeros.

Bobby Doncaster tenía la llave del baúl en su llavero. Lo abrió. El contenido tenía un ligero olor a lavanda y a joven.

Había montones de vestidos, faldas, jerséis y blusas, y un costoso abrigo de castor. Bobby me miró palpar el castor con ojos algo envidiosos.

—¿Las maletas son de ella?

—Sí.

—¿Qué hay en ellas?

—Toda clase de cosas. Ropa, zapatos, sombreros, libros, joyas y chucherías. Cosméticos.

—¿Cómo lo sabe?

—Yo mismo las hice. Todo el tiempo esperaba tener noticias de Phoebe, para poder enviárselas.

—¿Por qué no las envió a su casa?

—Creo que porque no quise. Eso me parecía como… como terminar. Además ella me contó que su padre había cerrado… iba a cerrar la casa. Pensé que sus cosas estarían más seguras aquí. Las guardé bajo llave.

—Dejó un montón de cosas aquí. ¿Qué se llevó con ella?

—Solamente un bolso de fin de semana, creo.

—¿Y usted creía que se había ido de viaje por dos meses con un bolso de fin de semana?

—Yo no sabía qué creer. Si usted piensa que sé dónde está, se equivoca totalmente. —Agregó con un tono más suave—. Espero que la encuentre.

—Usted puede ayudarme a encontrarla.

Se estremeció. Se estremecía fácilmente.

—¿Cómo?

—Diciéndome lo que sabe de ella. Primero veamos el contenido de las maletas.

Las revisé rápidamente y no encontré nada que pareciera significativo. Ni cartas, ni fotografías, ni diario íntimo, ni agenda de direcciones. Se me ocurrió que Bobby podía haberse quedado con todo eso.

—¿Esto es todo lo que hay?

—Creo que sí. Guardé todas las cosas de Phoebe que encontré. Dolly Lang me ayudó. Es… era la compañera de habitación de Phoebe.

—¿Usted no se guardó nada, como recuerdo, quizás?

—No. —Parecía algo perturbado—. No suelo hacer esas cosas.

—¿Tiene alguna fotografía de ella?

—No. Lo lamento. Nunca intercambiamos fotografías.

—Usted habló de algunos libros de Phoebe. ¿Dónde están?

Sacó una pesada caja de cartón que había detrás del baúl. Contenía principalmente libros de texto y de consulta: una gramática francesa y un diccionario Larouse con las puntas dobladas por el uso, una antología de poetas románticos ingleses, una edición de Shakespeare completa, algunas novelas, incluso una traducción de Dostoievski, una serie de libros en rústica sobre psicología y filosofía existencial. El nombre anotado en la solapa, «Phoebe Wycherly», estaba escrito con letra pequeña y clara; el tipo de caligrafía que suele indicar inteligencia y sensibilidad.

—¿Cómo es Phoebe, Bobby?

—Phoebe es una persona maravillosa. —Como si yo le hubiera preguntado eso.

—¿Puede describirla?

—Trataré. Es bastante alta para una muchacha, más de un metro setenta, pero delgada. Usa ropa talla cuarenta y cuatro. Tiene muy buena figura, lindo cabello, cortado más bien corto.

—¿Qué color de cabello?

—Castaño claro, casi rubio. No todos dirían que es maja, pero yo sí. En realidad era hermosa cuando se sentía bien… quiero decir, cuando estaba contenta. Tiene ojos oscuros, profundos. Ojos azules. Y una hermosa sonrisa.

—Por lo que me dice, no siempre estaba contenta.

—No. Tenía sus problemas.

—¿Habló de ellos con usted?

—Realmente no. Yo sabía que los tenía. Sus padres se habían divorciado, como usted sabe. Pero no le gustaba hablar de eso.

—¿Alguna vez le habló de ciertas cartas que les llegaron en la primavera?

—¿Cartas?

—Que atacaban a su madre.

Movió la cabeza negativamente.

Nunca me habló de eso. En realidad jamás me habló de su madre. Era uno de sus temas prohibidos.

—¿Tenía muchos temas prohibidos?

—Bastantes. No le gustaba hablar del pasado, ni de sí misma. Tuvo una infancia difícil. Sus padres tenían constantes peleas vinculadas con ella, y eso dejó huellas en Phoebe.

—¿Qué clase de huellas?

—Bueno, por un lado, no sabía si quería tener hijos. No estaba segura de poder ser buena madre.

—¿Hablaron de tener hijos?

—Por supuesto. Íbamos a casarnos.

—¿Cuándo?

Dudó, miró hacia la luz. Sus ojos quedaron fijos allí:

—Este año, después de graduarnos. Yo iba a continuar mis estudios. También pensaba trabajar. —Retiró sus ojos de la lamparita hipnotizadora—. No sé qué voy a hacer ahora.

—Es raro que su madre no me haya hablado de esto ¿Estaba al tanto de sus planes de casamiento?

—Ya lo creo que sí. Discutimos bastante sobre eso. Ella opinaba que yo era demasiado joven para pensar en casarme Y no comprendía a Phoebe, ni le gustaba.

—¿Por qué?

Se sonrió torcidamente, lo que le afeó la boca.

—Probablemente mamá habría pensado lo mismo sobre cualquier joven en quien yo me interesara. Y, en general, siempre ha odiado a la gente de dinero.

—Pero usted no.

—Para mí eso no hace diferencias. Yo puedo arreglármelas solo, soy un estudiante sobresaliente. Por lo menos lo era hasta este semestre, y todavía me quedan un par de semanas para repuntar.

—¿Qué pasó este semestre?

—Ya sabe lo que pasó. —Miró las cosas abandonadas de Phoebe, entrecerrando los ojos verdes y adelantando el labio inferior. Hizo unos movimientos rígidos con la cabeza—. Salgamos de aquí.

—Aquí se puede hablar igual que en cualquier otra parte.

—No quiero seguir habíanlo. Me hacen sentir mal sus insinuaciones. Todo el tiempo me insinúa que estoy mintiendo.

—Creo que se cuida de mí, Bobby… que suprime algunos de los hechos. Quiero conocerlos todos.

—No podemos quedarnos aquí de pie todo el día.

—Pues siéntese.

No se movió.

—¿Qué más quiere saber?

Elegí un tema bastante neutro.

—¿Cómo le iba en el colegio?

—Bastante bien. En las evaluaciones de mitad de curso sacó calificaciones buenas. Se estaba especializando en francés; tiene facilidad para aprender idiomas. Me dijo que le iba mucho mejor que el año pasado en Stanford… no tenía tantos problemas emocionales.

Otra vez apareció en su boca la fea sonrisa torcida. La corrigió pero me dejó la impresión de que se burlaba de sí mismo.

—¿Cómo es eso de sus problemas emocionales? —Era algo que me intrigaba.

Se encogió incómodamente de hombros.

—No soy psiquiatra. Pero cualquiera podía darse cuenta de que tenía sus malos momentos. Un día estaba bien y al día siguiente mal. Creo que tenía que ir a un psiquiatra. Me dijo que lo había intentado.

—¿Cuándo?

—La primavera pasada en Palo Alto. No fue muy constante, sin embargo. Sólo vio al médico un par de veces.

—¿Cómo se llamaba el médico?

—No sé. Eso tal vez pueda decírselo su tía, la señora Trevor Vive en la península, cerca de Palo Alto.

—¿Conoce a los Trevor?

—No.

—¿Y al resto de la familia?

—Tampoco.

—¿Cuánto hace que conoce a Phoebe?

Pensó antes de responder.

—Exactamente desde que vino aquí, en septiembre. Unos meses en total. Menos de dos meses.

—¿En menos de dos meses decidieron casarse?

Yo lo decidí de inmediato. Algo se movió en mí desde el primer momento en que la vi.

—¿Cuándo fue eso?

—En septiembre. Vino a ver el apartamento. Yo estaba pintando la cocinita.

—Entendí que la había conocido antes.

—Entendió mal.

—¿No la conoció en la playa, el verano pasado, y la convenció de que se inscribiera aquí?

Se puso a pensar profundamente, con la cara inerte y los ojos entrecerrados. Por un instante creí que este caso iba a ser corto, exitoso y amargo: la chavala muerta, asesinada por el muchacho, que estaba a punto de estallar.

—Sí —dijo penosamente—. En realidad así fue.

—¿Por qué me mintió sobre eso?

—No quería que mi madre lo supiera.

—Yo no soy su mamá.

—No, pero ha estado hablando con ella. Probablemente volverá a hacerlo.

—¿Por qué es tan importante que ella no se entere?

—Creo que en realidad no es tan importante. Simplemente no se lo dije. No le hubiera gustado la idea de que Phoebe alquilara uno de nuestros apartamentos. Es muy suspicaz.

—Yo también. ¿Usted y Phoebe tenían una aventura?

—No. No la teníamos. Y si la hubiéramos tenido habría sido cosa nuestra. Los dos somos adultos.

—Legalmente, sí. ¿Tenían relaciones?

—Ya le dije que no. No se hacen esas cosas con la joven con quien uno va a casarse. Yo no las hago.

Casi le creí.

—¿Dónde la conoció?

—En un lugar llamado Medicine Stone, al norte de Carmel. Fui allí por una semana en agosto. Tienen una buena escollera para practicar surf… mejor que cualquiera de las de aquí. Phoebe estaba allí con los Trevor y yo la conocí en la playa.

—¿Se la ligó?

—Eso es tergiversar lo que digo. Ella quería hacer surf, y yo la dejé. Estaba buscando una escuela para cambiar, y yo le hablé de ésta. Ya lo había estado pensando, de todas maneras.

—¿Y entretanto usted le alquiló un apartamento?

—Ella me pidió que le buscara uno —dijo, sonrojándose.

—Así que durante dos meses lo pasaron muy bien.

Apretó los puños; los músculos de sus brazos parecían de madera oscura. Pensé que me iba a golpear, y casi lo deseé. Me habría dado la oportunidad de arrancarle la verdad que me escondía.

Pero se mantuvo rígidamente controlado.

—Hágase el gracioso si quiere. Tuvimos dos buenos meses. Y después yo tuve los dos peores meses de mi vida.

—¿Cuándo la vio por última vez?

Parecía estar listo para responder esa pregunta.

—La mañana del dos de noviembre… era viernes… por la mañana temprano. Iba en su coche a San Francisco a despedirse de su padre. Me pidió que le controlara las gomas y el aceite. Lo hice. Mi propio coche estaba descompuesto, y en camino a la ruta me dejó en la manzana del colegio. Ésa fue la última vez que la vi. —Lo dijo sin emoción.

—¿Qué auto tenía?

—Un Volkswagen verde 1957 de dos puertas.

—¿Sabe el número de la matrícula?

—No, pero eso se lo podrá decir el que se lo vendió. Lo compró usado en Imported Motors, aquí en la ciudad. Yo la ayudé a elegirlo.

—¿Cuánto tiempo antes de que se fuera?

—Más o menos un mes. Se dio cuenta de que necesitaba coche para moverse por aquí. El servicio de autobús a la ciudad es muy irregular.

—¿Estaba de buen ánimo cuando se fue?

—Creo que sí. Con Phoebe nunca se sabía. Ya le dije que siempre estaba cambiando de humor.

—¿Le dijo qué pensaba hacer ese fin de semana?

—No.

—¿Ni cuándo volvería?

—No me lo dijo.

—¿Por qué no?

—Creo que no se lo pregunté. Di por supuesto que regresaría el domingo a la noche o el lunes a la mañana.

—¿Mencionó a alguien que fuera a ver, además de su padre?

—No.

—¿Y usted no le preguntó qué iba a hacer durante todo el fin de semana?

—No.

—¿Qué piensa que hizo, después de despedirse de su padre y bajar del barco?

—No tengo la menor idea. —Pero tenía ideas. Titilaban oscuramente en el fondo de sus ojos verdes como peces en aguas demasiado profundas para poder ser identificados.

Repentinamente pareció sentirse mal. Bajó la cabeza. El verde de sus ojos había invadido sus mejillas.

—¿Por casualidad no fue a San Francisco con ella?

Movió negativamente la cabeza gacha.

—¿Dónde pasó ese fin de semana, Bobby?

Miró sus manos como si lo fascinaran.

—En ninguna parte.

—¿En ninguna parte?

—Quiero decir que lo pasé aquí, en casa.

Detrás de mí, la señora Doncaster dijo:

—Bobby estaba donde debía estar: aquí, con su madre. Ese viernes estaba constipado. Lo tuve en cama todo el fin de semana.

Me moví hacia un costado, y paseé mis ojos del hijo a la madre, que tenía cara agria. Los ojos del muchacho estaban fijos en ella. Asintió con la cabeza, casi imperceptiblemente. En ese momento era el nene de mamá.

—¿Es verdad, Bobby? —le pregunté.

—Sí, por supuesto.

—¿Me está diciendo que miento? —dijo la mujer—. Porque si es así voy a recurrir a la justicia. Mi hijo y yo somos ciudadanos respetables. No toleraremos nada que venga de gente como usted.

—¿Alguna vez ha tenido problemas, Bobby?

Miró a su madre en búsqueda de respuesta. Ella hervía por responder:

—Mi hijo es un muchacho decente. Nunca ha tenido problemas, y no va a empezar a tenerlos ahora. No lo van a arrastrar a algo como esto, sólo porque tuvo la desgracia de salir unas cuantas veces con esa estúpida. Vaya a vender su basura a otra parte. Y le advierto: si llega a manchar nuestro buen nombre, le demandaremos.

Se acercó a él con una especie de furia posesiva y le rodeó la cintura con un brazo. Los dejé mirándose uno al otro.

Afuera empezaba a levantarse el viento de la playa. Al fondo de la calle, el mar picado reflejaba luces entrecortadas.