CAPÍTULO II

Boulder Beach College estaba en un extremo del centro turístico que le daba su nombre, en un cinturón verde entre las zonas construidas y el mar indómito.[1] Era una de esas instituciones educacionales que surgían repentinamente en toda California para hacerse cargo de los productos de la explosión demográfica de la última guerra. Sus edificios eran de piedra y cristal, tan geométricos y flamantes que todavía no habían comenzado a integrarse con el paisaje. Las palmeras y otras plantaciones que los rodeaban parecían artificiales; aleteaban como abanicos de señoras en la fresca brisa del mar.

Ni siquiera los jóvenes sentados en el césped o los que pasaban con sus libros de uno a otro edificio me parecían auténticos. Más bien se los tomaría por extras cinematográficos reunidos en un decorado para filmar una comedia musical sobre la vida estudiantil, con trasfondo campesino.

Un muchacho muy joven parecido a Robinson Crusoe nos condujo al edificio de la administración. Dejé a Homer Wycherly en la escalinata, mirando a su alrededor con ojos desorbitados y expresión perdida.

Hubiera apostado a que se perdía en cualquier situación. Mientras viajábamos me había contado algo sobre sí mismo y su familia. Él y su hermana Helen eran la tercera generación de la antigua familia del valle que había fundado Meadow Farms; la ciudad se levantaba en los predios que habían sido de su abuelo. La energía pionera de aquel viejo se había modificado en sus descendientes, aunque Wycherly no me contó las cosas de esa manera. Su abuelo había hecho una granja en un semidesierto; su padre había encontrado petróleo y fundado una corporación; Homer era el jefe nominal de esa corporación, pero la mayor parte de los negocios se llevaban a cabo en el estudio de San Francisco, dirigido por Carl Trevor, el marido de Helen. Cuando detuve el coche frente al apartamento de Phoebe, anoté el nombre y la dirección de Trevor como referencia para el futuro. Vivía en la península, en Woodside.

La Avenida Océano podía ser el sueño de un subastador o la pesadilla de un urbanista. Los edificios de pisos se apilaban como cajones en la pendiente; en los solares vacíos se estaban construyendo otros nuevos. La calle presentaba una mezcla de progreso y arrabal.

El número 221 tenía una discreta señal pintada sobre una madera. Era un edificio de estuco de tres plantas bordeadas con balcones que pertenecían a los distintos apartamentos. Llamé a la puerta del número uno.

Se abrió apenas. Una mujer de cabello gris me miró como si hubiera estado esperando a un cobrador.

—¿Usted es la casera, señora?

—Soy la gerente de estos pisos —dijo, como corrigiéndome—. No tenemos habitación para el semestre de primavera.

—No vengo a buscar habitación. Me envía el señor Wycherly.

Después de una pausa, dijo:

—¿El padre de la señorita?

—Sí. Quisiéramos saber si puede decirnos algo más sobre ella. ¿Puedo entrar?

Me miró de arriba a abajo con ojos que lo habían visto todo y a todo le habían encontrado defectos.

—Rara vez tengo problemas con mis chicas. Le diría que prácticamente nunca. ¿Usted es de la policía?

—Soy investigador privado. Mi nombre es Archer. Espero que no tendrá reparo en decirme lo que sabe sobre Phoebe Wycherly.

—Apenas la conozco. Tengo la conciencia tranquila. —Pero su vasto cuerpo bloqueaba la puerta—. Creo que debería dirigirse a las autoridades del colegio. Cuando una joven desaparece así es problema de ellos, no mío. Vagando Dios sabe donde; Dios sabe con quién. Quién… Sólo vivió aquí menos de dos meses.

—¿Era buena inquilina?

—Igual que cualquiera, supongo. No creo que deba hablar con usted. ¿Por qué no va a hablar con la gente del colegio?

—Eso está haciendo el señor Wycherly. Sería bueno que él pudiera decirles que usted ha colaborado con nuestra investigación.

Consideró la propuesta mordiéndose el labio superior y recordando en seguida que no debía hacer eso. Un penacho de pelitos negros que tenía en el mentón le temblaron como antenas mal colocadas.

—Bueno, entre.

Su sala olía levemente a incienso y a viudez. Un hombre de cara cuadrada con bigotes oblicuos sonreía desde un marco negro apoyado sobre la tapa de un piano vertical, cerrado. En las paredes había refranes; uno de ellos decía: «El humo asciende con tanta ligereza desde la chimenea de una casita como desde un altivo palacio». Desde el piso superior se oía sonar una radio que insinuaba una moderada amenaza de modernismo.

—Soy la señora Doncaster —dijo la mujer—. Siéntese, si es que encuentra algún lugar.

No había nada en ninguna de las sillas, nada fuera de lugar en la pequeña habitación con olor a cerrado. Excepto yo. Elegí una mecedora que crujía cuando me movía, de manera que me quedé rígidamente quieto. La señora Doncaster se sentó a dos metros y medio de distancia.

—Para mí fue un golpe perder a una joven así. Prácticamente nunca tuve problemas con mis chavalas. Si tienen alguna dificultad —no me refiero a dificultades serias: eso nunca sucede— vienen a mí para que las ayude. Les doy buenos consejos, por lo menos trato de hacerlo. El señor Doncaster era pastor de la Iglesia de Cristo.

Señaló con la cabeza la fotografía sobre el piano. El movimiento pareció remover sus estancados sentimientos.

—Pobre Phoebe. ¿Qué le habrá pasado?

—¿Qué cree que le pasó?

—No le gustaba este lugar, eso es lo que pienso. Estaba acostumbrada a un estilo de vida completamente diferente. Así que simplemente decidió irse y se fue, a algún lugar que le gustara más. Tenía el dinero y la libertad necesarios para hacerlo. Los padres le daban demasiada libertad, en mi opinión. Y no sé cómo se le ocurrió al señor Wycherly irse a dar la vuelta al mundo y dejar que su hija se las arreglara sola. No es natural hacer eso.

—¿Phoebe se llevó sus cosas cuando se fue?

—No, pero tenía muchas cosas, y siempre podía comprarse otras. Se llevó el coche.

—¿Puede decirme de qué marca y modelo era el coche?

—Era un auto pequeño, verde, de esos importados, alemanes, ¿Volkswagen? De todos modos lo compró aquí, en la ciudad, de manera que va a poder averiguar lo que quiera sobre eso. La mayoría de mis chavalas no tienen coche propio, y es mejor así.

—Me da la impresión de que usted desaprobaba a Phoebe Wycherly.

—No he dicho eso. —Me miró duramente y a la defensiva, como si la hubiera acusado de desear que la joven estuviese muerta—. Nunca llegué realmente a conocerla. Siempre andaba de aquí para allá en ese cochecito verde. Tenía mejores cosas que hacer que hablar conmigo.

—¿Cómo le iba en los estudios?

—No sé. Eso se lo podrán decir en el colegio. Nunca la vi abrir un libro, pero a lo mejor era tan brillante que no lo necesitaba.

—¿Era… es brillante?

—Las otras chicas parecían creer que lo era. Sobre eso, y otras cosas, puede hablar con Dolly Lang, su compañera de habitación. Dolly es una buena chavala, puede contar con que le va a decir la verdad, según su propio criterio.

—¿Está ahora en el edificio?

—Creo que sí. ¿Quiere que la llame? —Hizo ademán de levantarse.

—Dentro de un minuto, gracias. ¿Qué dice Dolly de Phoebe?

La señora Doncaster vaciló.

—Creo que es preferible que se lo diga Dolly. No estamos totalmente de acuerdo.

—¿En qué punto disienten?

Dolly dice que tenía intención de volver. Yo no lo creo. Si pensaba volver, ¿por qué no volvió? Porque no quería, eso es lo que yo pienso. Este lugar no era suficientemente bueno para la señorita Wycherly. Siempre se quejaba de los servicios, y protestaba por el reglamento, que es perfectamente razonable. Quería algo más moderno y más libre.

—¿Decía eso?

—No con esas palabras, tal vez. Pero conozco su tipo. Lo primero que hizo cuando llegó fue arrancar mis buenos cortinados y colocar unos de ella, sin siquiera pedir permiso.

—Eso daría la impresión de que pensaba quedarse, y regresar.

—A mí no me da esa impresión. Yo sólo creo que era una desconsiderada, ¡una niña rica y mimada a quien no le importaba nadie!

La desagradable frase quedó colgando en la habitación. Una expresión ligeramente temerosa invadió el rostro de la señora Doncaster, cambiando su boca dura y transformando sus ojos. Los fijó en la fotografía sobre el piano con algo que se parecía a la vergüenza, o incluso al miedo. Dijo, no dirigiéndose a mí, sino a los sonrientes bigotes oblicuos:

—Lo siento. Estoy nerviosa, no estoy en condiciones de hablar con ningún ser viviente. —Se levantó y fue hacia la puerta—. Le diré a Dolly que baje.

—Prefiero subir. Quiero ver el apartamento, de todas maneras. ¿Qué número es?

—Siete, segunda planta.

La encaré en el angosto vano de la puerta.

—¿Hay algo importante que no me ha dicho sobre Phoebe? ¿Sobre sus relaciones con hombres, por ejemplo?

—Apenas conocía a la joven. Nunca se confió a mí.

Cerró la boca como si fuera una trampa para cazar ratones. No era de las que ganan la confianza de la gente.

Subí por las escaleras externas a la segunda planta. Detrás de la puerta del número siete se oía el tecleo de una máquina de escribir. Llamé, y la voz de una joven contestó cansadamente:

—Adelante.

Estaba sentada ante un escritorio junto a la ventana, con los pesados cortinados corridos y una lámpara encendida. Era pequeña, con formas de conejo, vestida con un amplio jersey sintético blanco y pantalones azules. Tenía los ojos velados por algo que podía ser pensamiento, y las piernas enlazadas en las patas de la silla. No se tomó la molestia de enderezarlas.

—¿La señorita Lang? Quisiera hablar con usted. ¿Está ocupada?

—Estoy terriblemente ocupada. —Se tiró del flequillo corto y oscuro, tratando de demostrar una gran desesperación, y luego me ofreció una pálida sonrisa—. Tengo que entregar este trabajo de «socio» a las tres de la tarde; mi calificación del semestre depende de él, y no puedo concentrar la, comillas, mente, cerrar comillas. ¿Sabe algo sobre las causas de la delincuencia juvenil?

—Lo suficiente como para escribir un libro, creo.

Se le iluminó la cara.

—¿En serio? ¿Es sociólogo?

—Una especie de sociólogo pobre. Soy detective.

—¡Qué fabuloso! Tal vez usted pueda decírmelo. ¿Los responsables de la d. j. son los padres o los hijos? Mi, comillas, mente, cerrar comillas, es incapaz de llegar a una conclusión.

—Me gustaría que dejara de decir eso de «comillas, mente, cerrar comillas».

—¿Lo aburro? Disculpe. ¿Usted le echaría la culpa a los padres o a los hijos?

—Yo no le echo la culpa a nadie, honestamente. Creo que la culpa es algo de lo que tenemos que liberarnos. Cuando los hijos culpan a los padres por lo que les sucedió, o los padres culpan a los hijos por cosas que han hecho, eso ya es parte del problema, y lo agrava. La gente tiene que observarse cuidadosamente a sí misma. Culpar a otros es hacer lo contrario.

—¡Muy bien! —dijo entusiastamente—. Si sólo pudiera decirlo en el lenguaje adecuado… —Torció la boca—. «Las actitudes punitivas del grupo familiar…» ¿Qué tal va eso?

—Horrible. Odio la jerga sociológica. Pero no he venido aquí a hablar de eso, señorita Lang. El señor Wycherly me pidió que la viera.

Su boca se convirtió en una O redonda, y luego la emitió como sonido. Palideció hasta ponerse gris. Ahora parecía mucho mayor.

No es extraño que no pueda concentrarme —dijo—. Cuando pienso en esa tonta que se fue por su cuenta. No he pensado en otra cosa, realmente, en estos dos meses. Me despierto durante la noche bañada en sudor frío, imaginándome qué habrá pasado.

¿Qué se imagina que pasó?

—Cosas terribles. Las cosas que se piensan en mitad de la noche. Como en esa obra de Eliot sobre Sweeney Agonistes. —Hizo un gesto—. Tuve que leerla para Inglés 31. «Todos tienen que liquidar a una chica.»

Me miró como si yo fuera el propio Sweeney, a punto de liquidarla. Desenganchó las piernas de las patas de la silla y se puso a trotar por la habitación, como una manchita blanca y azul. Finalmente se arrojó en un sofá, donde quedó inmóvil, apoyada contra la pared, con las rodillas levantadas y el mentón sobre las rodillas, observándome por encima de ellas. A la luz del velador sus ojos brillaban como dos monedas nuevas.

Di vuelta mi silla y me senté de espaldas a la lámpara.

—¿Tiene algún motivo para pensar que la liquidaron?

—No —contestó con voz temblorosa—. Simplemente tengo miedo. La señora Doncaster y todos los demás creen que Phoebe se fue deliberadamente. Yo también creí eso durante algún tiempo. Pero ahora creo que pensaba volver. Estoy casi segura.

—¿Por qué está segura?

—Por muchas cosas. Sólo se llevó el bolso pequeño, con ropa suficiente para el fin de semana.

—¿Pensaba pasar el fin de semana en San Francisco?

—Creo que sí. De todos modos me dijo «hasta el lunes».

Tenía una clase a las nueve, el lunes, y pensaba asistir. Habló de eso.

—¿Phoebe confiaba en usted, señorita Lang?

Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. El movimiento fue interrumpido por sus rodillas. El color de sus ojos cambió de plateado a negro por los distintos reflejos de la lámpara, y luego nuevamente a plateado.

—No hacía mucho tiempo que la conocía —dijo—, sólo desde que se instaló aquí en septiembre. Pero intimamos en seguida. Era… es inteligente, y me ayudó con algunas de mis materias. Estaba en el último curso… —se le escapaba el tiempo pasado— y yo estoy en uno de los primeros. Además, hemos tenido experiencias parecidas.

—¿Qué experiencias?

—Problemas con los padres. No voy a hablarle de los míos… eso es cosa mía y de ellos… pero Phoebe tenía un ambiente familiar espantoso. El padre y la madre no se llevaban bien, y finalmente se divorciaron. Creo que fue el verano pasado. A Phoebe le causó mucha amargura el divorcio. Sentía que cuando llegaba el momento de irse a su casa no tenía casa donde ir, ¿comprende?

—¿Qué partido tomó, con el divorcio?

—Apoyó a su padre. Aparentemente la madre se casó con él por su dinero. Pero Phoebe los acusaba a los dos, por portarse como niños. —Se interrumpió de golpe—. Otra vez ese asunto de la culpa… tal vez usted acertó, señor… Creo que no me ha dicho su nombre.

Se lo dije.

—¿Hablaba mucho de su madre?

—No, casi nunca la mencionaba.

—¿Recibía noticias de ella?

—No, que yo sepa. Lo dudo.

—¿Sabía dónde vive la madre en estos momentos?

—Si lo sabía nunca me lo dijo.

—¿De modo que no hay indicios de que pueda estar con la madre?

—No me parece probable. Tenía verdadero resentimiento contra ella. Y con buenas razones.

—¿Alguna vez habló con usted de esas razones?

—No en forma directa. —Dolly frunció la boca nuevamente, como si buscara las palabras adecuadas—. Hizo algunas insinuaciones al respecto. Recuerdo una noche, estábamos hablando en la oscuridad y me contó que habían llegado ciertas cartas a su casa. Unas cartas chifladas. Llegaron el año pasado, antes del divorcio, cuando Phoebe estaba en su casa pasando las vacaciones de Pascua. Ella misma abrió la puerta. Decía cosas horribles sobre la madre.

—¿Qué cosas?

La joven se puso solemne:

—Que había cometido adulterio. Por la forma en que hablaba Phee, parecía que creía lo que decían las cartas. Dijo algo más que no entendí. Que las cartas eran culpa de ella, y que habían destruido el matrimonio de sus padres.

—¿No habrá querido decir que las había escrito ella?

—No es posible que haya querido decir eso. No sé qué quiso decir. Traté de hacerla hablar de eso nuevamente, pero le dio como un ataque. Al día siguiente volví a mencionar el tema, y quiso hacerme creer que no había dicho nada. —Una extraña expresión le cruzó la cara—. No sé si debo contarle todo esto.

—Si no me lo cuenta usted, Dolly, ¿quién me lo va a contar? ¿Cuándo tuvieron esa conversación?

—La semana antes de que se fuera. Recuerdo que esa misma noche habló del viaje de su padre.

—¿Cómo se sentía con respecto a ese viaje?

—Estaba resentida. Quería ir, pero no con él.

—No entiendo.

—Es muy simple. Quería tomarse un barco hasta la Cochinchina, ella solita. Pero no lo hizo.

—¿Cómo sabe que no lo hizo?

—Porque pensaba volver y terminar su último año. Para ella era muy importante graduarse, conseguir trabajo, mantenerse sola y no tener que recibir dinero de nadie.

—¿De nadie que fuera como su padre, quiere decir?

—Sí. Además, una chica no se va de viaje sin llevarse sus mejores ropas… sus vestidos de noche, sus jerséis italianos y esas montañas de zapatos, carteras y abrigos. Hasta dejó el abrigo de castor, que vale una fortuna.

—¿Dónde está?

—Con el resto de sus cosas, en el trastero. Yo no quería que las pusieran allí, pero la señora Doncaster dijo que allí estarían bien. —Dolly se revolvió, incómoda, luchando con sus rodillas—. Parece tan despiadado, trasladar sus cosas. Pero, ¿qué iba a hacer yo? Una vez que se acabó el plazo de alquiler pagado por Phoebe, no podía seguir pagando todo sola. Tuve que buscarme otra compañera de habitación. Y durante un tiempo la señora Doncaster me tuvo convencida de que Phoebe simplemente había apretado el acelerador y se había ido con su padre. En realidad, hasta ayer creí eso.

—¿De dónde sacó esa idea la señora Doncaster?

La joven vaciló.

—Creo que simplemente se le ocurrió.

—Por algo habrá ocurrido.

Volvió a vacilar y dijo:

—Debe de haber sido una expresión de deseos. En realidad no quería que Phoebe… No. —Dolly se interrumpió—. No quise decir eso.

—¿No quiso decir que la señora Doncaster no quería que Phoebe volviese?

—No. Quise decir que ella no quería que le sucediera nada. Pero igualmente le satisfizo que ella no regresara. Prefería pensar que Phoebe se había ido para siempre. Bueno, siempre me decía que uno de estos días tendríamos noticias de Phoebe. Que iba a mandar a buscar sus cosas, desde Nueva Zelanda u Hong Kong o quién sabe dónde, y que eso era todo lo que habría pasado. Pero no fue así, ¿verdad?

—No comprendo las razones de la señora Doncaster. ¿No le gusta su compañera de habitación?

—La odia. No se trata de algo personal. Nada que tuviera que ver con eso.

—¿Con «eso»?

—Con lo que sea que le haya pasado a Phoebe. ¿No está muerta, no?

—No lo sé. Todavía no hemos aclarado lo de la señora Doncaster.

—Es muy simple. —Para Dolly todo era muy simple o muy complicado—. No quería meter el nombre de Bobby en todo esto… es un buen muchacho… pero Bobby Doncaster estaba loco por Phoebe. Andaba detrás de ella, jadeando. A la señora Doncaster la idea no le gustaba nada.

—¿Los dos estaban muy enamorados?

—Creo que sí. Phee no hacía tanto aspaviento con eso como Bobby, pero en realidad… —Se detuvo bruscamente, entrecerrando las moneditas de sus ojos.

—¿Qué iba a decir?

—Nada.

—Algo quería decir.

—Es que no me gustan los chismes. Créame que no soy cuentera.

—Yo sí. Éste es un asunto serio, Dolly. Usted lo sabe. Cuantas más cosas pueda decirme sobre la vida de Phoebe, más probabilidades tendré de encontrarla. Entonces ¿qué iba a decir?

Cruzó las piernas, las descruzó, y terminó sentándose sobre ellas como en una posición yoga.

—Creo que fue por Bobby que Phoebe vino a este colegio. Nunca lo admitió. Pero se le escapó una vez, cuando estábamos Hablando de él. Se conocieron el verano pasado en no sé qué playa en el norte, y él le propuso que se anotara aquí.

—¿Y que le alquilara un apartamento a su madre?

—Eso la señora Doncaster no lo sabe. Y yo tampoco estoy muy segura. —Dolly me miró con aire preocupado—. No vaya a creer que pasaba algo. Phoebe no es esa clase de chavala. Ni Bobby es esa clase de muchacho. Quería casarse con ella.

—Me gustaría hablar con él.

—No creo que haya inconveniente. Cuando volví de clase lo oí abajo, en el sótano. Está haciendo una tabla de surf.

—¿Qué edad tiene Bobby?

—Veintiuno. Igual que Phoebe. Pero no va a poder decirle mucho sobre ella. Phoebe era… es profunda.

—¿Qué quiere decir eso, exactamente?

Profunda. Nunca dejaba ver qué estaba pensando realmente. Podía poner buena cara, charlar sobre cualquier cosa con todos nosotros, pero su mente estaba en otra parte. Vaya a saber dónde, no sé. Quizá con otra gente.

—¿Tenía otros amigos además de usted?

—Nadie que fuera muy amigo. Sólo estuvo aquí algo más de siete semanas. Yo me acerqué a ella en la oficina de alquileres. Las dos buscábamos compañera de habitación, y yo tenía que encontrar a alguien del curso superior para poder vivir fuera de los límites de la universidad. Además me gustaba Phoebe, me gustaba mucho. Era un pájaro raro, y yo también lo soy. Enganchamos bien, enseguida.

—¿En qué sentido Phoebe era un pájaro raro?

—Es difícil de explicar. La psicología no es mi fuerte. Phoebe tiene dos o tres personalidades, y una de ellas es una venenosidad[2] A veces se ponía siniestra, y yo tampoco soy muy equilibrada. Así que de alguna manera nos llevábamos bien.

—¿Phoebe se deprimía?

—A veces. Se deprimía hasta el punto de arrastrarse. Y otras veces era la más chispeante del grupo.

—¿Qué cosas la deprimían?

—La vida —contestó Dolly Lang con pasión.

—¿Alguna vez hubo ideas de suicidio en danza?

—Por supuesto, hablamos de eso. Formas y medios y todo lo demás. Recuerdo que una vez hablamos del suicidio como expresión de la personalidad. Yo pertenezco al tipo del Golden Gate Bridge: el salto al vacío, muy dramático.

—¿Y Phoebe?

—Dijo que se pegaría un tiro en la cabeza. La forma más rápida.

—¿Tenía algún arma?

—Que yo sepa, no. Su padre sí, tenía muchísimas, allá en la casa de Meadow Farms. A Phee le parecía espantoso tener la casa llena de armas. En realidad nunca llegaría a pegarse un tiro. Era pura charla. La verdad era que las armas le daban miedo. Muy neurótica, como toda la gente agradable.

Nunca hay que discutir con los testigos.

Me levanté y giré la silla en dirección a la máquina de escribir. En la máquina había una hoja a medio llenar, bajo el título de «Orígenes psíquicos de la delincuencia juvenil», por Dorothea S. Lang, cuyas últimas palabras decían: «Muchos autores opinan que en los orígenes de la conducta antisocial prevalecen los factores socioeconómicos, pero otros creen que la falta de amor…».

La letra «e» estaba mal alineada. Tal vez eso fuera una clave.