Pasando por el desfiladero se domina todo el valle. En mañanas despejadas, ese valle amplío y colorido, con las montañas distantes al fondo y a los lados, parece la tierra prometida.
Tal vez lo sea, para algunos. Pero por cada casa de campo con aire acondicionado, piscina y pista de aterrizaje privada, hay docenas de casuchas con paredes de lata, y caravanas semiderruidas donde viven las tribus perdidas de los obreros migratorios. Cuando se dejan atrás las áreas irrigadas aparece el desierto gris, sin ninguna clase de habitantes. Lo único que crece allí son las torres de petróleo, un bosque abstracto cuyos árboles no dan sombra. Las bombas colocadas en sus bases mueven sus cabezas como animales mecánicos.
Meadow Farms se encuentra en el borde de este desierto rico y feo. Vista desde la distancia es una típica ciudad perdida en un valle, extendida sin orden ni concierto al pie de las montañas áridas, envueltas en un leve polvo salino.
Cuando pasé la eufórica señal que indica la entrada a la ciudad, «la ciudad de más rápido crecimiento en el valle», percibí algunas diferencias. La calle principal estaba limpia y recientemente pavimentada; algunos de los edificios importantes eran nueves, y había otros en construcción; la gente que andaba por la calle tenía aire activo y próspero.
Me detuve en una manzana céntrica para poner gasolina y pedir información. Una vez que el empleado de cara curtida terminó de llenar el depósito, le pregunté cómo llegar a la casa de Homer Wycherly. Señaló hacia el final de la calle principal, donde los tanques de petróleo brillaban al sol como pilas de láminas de plata.
—Recto, atravesando la ciudad. No puede equivocarse. Es la casa grande, de piedra, al lado de la montaña. He oído que el señor Wycherly regresó precisamente anoche.
—¿De dónde?
—Hizo uno de esos cruceros de lujo a Australia y a los mares del Sur. Estuvo afuera más de dos meses. Yo tuve mi buena ración de los mares del Sur cuando estuve con los marines. ¿Es amigo suyo?
—Nunca lo he visto.
—Lo conozco bien, incluso conocí a su padre. —Me echó un vistazo, y también a mi coche. No era modelo nuevo, ni yo lo era—. Si quiere vender, no pierda el tiempo en ver al señor Wycherly. Es difícil venderle algo.
—Tal vez yo le compre algo a él.
El hombre se sonrió.
—Acaba de comprarle algo. Soy uno de los expendedores de la gasolina Wycherly. Son cuatro con cuarenta.
Le pagué y salí de la ciudad, pasando junto a los tanques de plata y por una estación crepitante cuyas torres estilo Disney daban un ligero olor a huevo podrido. La casa estaba en un lugar mucho más alto que el camino, al final de un ondulante sendero privado. Su fachada de piedra no invitaba a acercarse; era como un castillo construido para reinar sobre toda la zona. Desde la anticuada galería se dominaban la ciudad y el valle.
Un hombre alto de cabellos castaños y ondeados y abdomen prominente me abrió la puerta. El color de su cabello era demasiado uniformemente castaño para un hombre de su edad; de su boca no podía decirse lo uno ni lo otro. Llevaba una americana de tweed importado abrochada sobre el estómago. Su expresión de congoja parecía natural en él.
—Soy Homer Wycherly. ¿El señor Archer?
Contesté afirmativamente. Su expresión no cambió mucho; se le formaron algunos pliegues alrededor de la boca y los ojos. Era la sonrisa de un hombre que deseaba gustar a la gente y no siempre lo conseguía.
—Llegó rápido desde Los Ángeles. No lo esperaba tan pronto.
—Salí antes del amanecer. Cuando hablamos por teléfono me dijo que se trataba de un asunto urgente.
—Muy urgente, por cierto. Pero, pase. —Me condujo por un pasillo oscuro con viejas cabezas de ciervos en las paredes, hasta una habitación, sin dejar de hablar, un poco como disculpándose—. Lamento no poder atenderlo mejor. Acabo de reabrir la casa, y estoy sin servicio. En realidad no pensaba volver aquí para nada. Lo hice por la remota posibilidad de que Phoebe volviera. —Se sonó la nariz—. Pero no ha vuelto.
La habitación tenía el mohoso olor a encierro de una antesala victoriana. Parte del mobiliario estaba enfundado; los pesados cortinados impedían entrar la luz de la mañana. Wycherly encendió una lámpara colgante, miró a su alrededor con cara de desaprobación y fue hacia las ventanas. Me chocó la forma violenta en que tiró de los cordones. Pensé en un hombre ahorcando a un gato.
El sol invadió la habitación, llegando a iluminar un pequeño cuadro en la pared sobre el mármol de la chimenea. El cuadro estaba compuesto de burbujas y salpicaduras de color puro; era la clase de pintura que podía clasificarse como muy avanzada o muy primitiva. Nunca supe cuál es la diferencia. Wycherly miró el cuadro como si se tratara del test de Rorschach y a él le hubiera dado un mal diagnóstico.
—Obra de mi mujer. —Agregó como hablando consigo mismo—. Lo voy a hacer sacar.
—¿Es su esposa la que ha desaparecido?
—Por Dios, no. Es Phoebe. Mi única hija. Siéntese, señor Archer, déjeme explicarle la situación, si es que puedo. —Se hundió en una silla y me señaló otra—. Ayer, cuando regresé al país —estuve afuera, en un crucero— me enteré de que Phoebe no había vuelto al colegio desde noviembre. Parece que nadie la ha visto desde entonces. Por supuesto que estoy enfermo de angustia.
—¿Qué colegio?
—Boulder Beach. Tiene que traérmela de regreso, señor Archer. Una chavala tan joven, criada con tantos cuidados…
—¿Qué edad tiene?
—Veintiún años, pero es una perfecta inocente.
—¿Alguna otra vez había hecho esto, irse sin decir dónde iba?
—Nunca. Phoebe siempre se ha comportado bien. Ha tenido sus problemas, por supuesto, pero nunca los hubo entre ella y yo. Siempre confió en mí. Nos llevamos maravillosamente bien.
—¿Con quién tenía problemas?
—Con la madre. —Miró la lámina Rorschach sobre la repisa de la chimenea. La cara se le puso más pesada y gris—. Pero no quiero hablar de eso.
—Me gustaría hablar con la madre de Phoebe, si es posible.
—No es posible —dijo redondamente—, no sé dónde está Catherine y sinceramente le digo que no me importa. Decidimos seguir cada cual por su lado la primavera pasada. No tiene sentido revolver detalles morbosos. Nuestro divorcio nada tuvo que ver con la desaparición de Phoebe.
—¿No es posible que ella esté con su madre?
—No. Después del espectáculo que dio Catherine…
Apretó los labios, tragándose el resto de lo que iba a decir. Esperé, pero no terminó la frase.
—¿Cuánto hace exactamente que se ha ido Phoebe? Hoy es ocho de enero. Usted dice que dejó el colegio en noviembre. ¿En qué época de noviembre?
—A principios. No pude precisarlo con exactitud. Ésa es tarea suya. Anoche conseguí hablar por teléfono con la compañera de habitación de Phoebe… su ex-compañera de habitación. Pero es una cabeza hueca.
—Dos meses es mucho tiempo —dije—. ¿Éste es su primer intento de hacer buscar a su hija?
—No es culpa mía. No soy responsable.
Se levantó de un salto, parecía chocar contra límites magnéticos invisibles que atravesaban la habitación y lo mantenían acorralado. Empezó a pasearse de aquí para allá como un animal enjaulado que recuerda la selva.
—Entiéndame, he estado fuera del país. Ni siquiera me enteré de esto hasta ayer. Hacía un crucero por el Pacífico mientras sabe Dios qué sucedía a mis espaldas.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—El día en que partí. Vino a San Francisco a despedirse de mí. Si es cierto lo que dice su compañera de habitación, nunca volvió a Boulder Beach. —Dejó de dar zancadas y me miró con ojos sombríos—. Tengo un miedo horrible de que le haya sucedido algo. Y yo tengo la culpa —agregó—. Realmente tengo la culpa. Sólo pensaba en mí cuando me embarqué en ese crucero. Quería dejar atrás todos los malditos problemas de familia. Abandoné a Phoebe cuando me necesitaba.
Cada vez que mencionaba el nombre de su bija, le salía húmedo de emoción. Traté de deshidratarlo un poco:
—¿No se está poniendo un poco melodramático? Cuando las chavalas desaparecen, suelen tener algún buen motivo. Todos los años miles de mujeres jóvenes dejan sus familias, sus colegios, o cualquier cosa que estén haciendo…
—¿Sin hablar a nadie de sus planes?
—Así es. De todos modos, usted ha estado fuera del país. Si ella hubiera tratado de ponerse en contacto con usted, no habría enterado.
—Siempre podía comunicarse conmigo en una emergencia.
—Pero tal vez para su hija no se trataba de una emergencia.
—Esperemos que así haya sido. —Se sentó pesadamente, como si su arranque de emoción lo hubiera dejado exhausto—. Pero, ¿qué buena razón podría haber tenido para irse? ¿Con las oportunidades que se le brindaban?
—La oportunidad está donde uno la encuentra. —Recorrí con la mirada esa habitación mortuoria, y miré por la ventana la pequeña ciudad y el amplio valle vacío—. ¿Phoebe era feliz en su casa?
Contestó poniéndose a la defensiva:
—Estuvo muy poco tiempo aquí estos últimos años. Siempre pasábamos los veranos en Tahoe, y, por supuesto, el resto del año lo pasaba en el colegio.
—¿Cómo le iba en el colegio?
—Satisfactoriamente, por lo que sé. Tuvo un pequeño problema en sus estudios el año pasado, pero se solucionó.
—¿Qué pasó?
—Tuvo que dejar Stanford. No es que la suspendieran, exactamente, pero le sugirieron que se sentiría más cómoda en una atmósfera menos competitiva. Por eso el pasado otoño pasó a Boulder Beach. No me hizo muy feliz la cosa, porque Stanford es mi alma mater.
—¿Y ella cómo tomó la cosa?
—A Phoebe pareció gustarle el cambio. Creo que encontró un novio en el nuevo colegio.
—¿Cómo se llama el novio?
—Creo que ella lo llamaba Bobby. La psicología femenina no es mi fuerte, pero parece que tenía pasión por ese muchacho.
—¿Era un compañero de estudios?
—Sí. No sé nada de él, pero no me disgustó la idea. Antes de eso no se interesaba mucho por los muchachos.
Pensé que cuando las chavalas se enamoran por primera vez a los veintiún años, ese enamoramiento es muy intenso.
—¿Es atractiva?
—Yo diría que sí. Pero, claro, soy el padre.
Sacó una billetera de piel de cocodrilo y la abrió. Phoebe me miró a través de un plástico transparente. Era atractiva, pero nada común. Los cabellos color castaño claro se le arremolinaban alrededor de la cabeza. Sus ojos eran un par de lámparas azules. Su boca era grande y recta, apasionada, de aire introvertido. Tenía la cara de una de esas jóvenes sensibles que podían llegar a ser una belleza o adquirir dureza de solterona. Eso si efectivamente crecían.
—¿Puede darme esa fotografía?
—No —contestó firmemente su padre—. Es la mejor que tengo. Puedo darle algunas otras, si quiere.
—Es probable que las necesite.
—Mejor las busco ahora, así no lo olvidamos.
Salió bruscamente de la habitación. Lo vi subir los escalones de dos en dos, luego dar portazos en la planta superior. Algo se estrelló contra el suelo, allá arriba, e hizo vibrar el techo en la habitación donde yo estaba.
Wycherly me hartaba. Era un caballero de la vieja escuela, como se estilaba en la década del sesenta, pero había en él una violencia que no podía contener. Bajó las escaleras como una tromba y abrió la puerta con un golpe que la hizo resonar contra la pared. Tenía la cara color púrpura.
—Qué mujer maldita, se ha llevado todas mis fotos. No me ha dejado una sola fotografía de Phoebe.
—¿Quién?
—Mi mujer. Mi ex-mujer.
—Al fin y al cabo debe querer a la chavala.
—Qué le va a querer. Catherine nunca fue lo que se llama una buena madre. Se llevó las fotografías porque sabía que para mí eran valiosas.
—¿Cuándo se las llevó?
—Supongo que cuando se fue a Reno. En abril. No la he vuelto a ver desde entonces. Jamás volvió a poner los pies en Meadow Farms…
—¿Todavía está en Reno?
—No. Sólo fue allá para su hermoso divorcio. Creo que vive en algún lugar en la zona de la bahía, no sé dónde.
—Alguna idea tendrá. ¿No la mantiene?
—Eso lo manejan los abogados.
—Bueno, deme el nombre de algún abogado que sepa su dirección.
—No. —Resoplaba como un buey, o por lo menos como un buen novillo gordo—. No quiero que haga ningún intento de ponerse en contacto con mi ex-mujer. Ella sólo contribuiría a confundirlo todo; le daría una falsa imagen de Phoebe. De Phoebe y de mí también. Catherine tiene lengua de víbora. —Sus labios elásticos se hincharon con un montón de palabras. A juzgar por su expresión, eran palabras amargas—. Dijo las cosas más terribles…
—¿Cuándo?
—Subió al barco el día que yo partía… se metió por la fuerza en mi camarote y me atacó. Tuve que hacerla echar.
—¿Lo atacó?
—Me atacó verbalmente. Y muy injustamente. Me acusó de dejarla en la calle. En realidad fui muy generoso con ella. Hicimos un arreglo por cien mil dólares, y una gruesa suma por alimentos.
—¿Y el divorcio fue en abril?
—Fue concedido a fines de mayo.
—¿Phoebe vio a su madre después del divorcio?
—Para nada. Pensaba que Catherine nos había hecho un gran mal.
—¿Entonces fue Catherine quien quiso divorciarse?
—La idea fue totalmente suya. Me odiaba. Odiaba Meadow Farms. Ni siquiera le importaba su propia hija. Estoy seguro de que una vez que Catherine se fue de aquí no volvieron a verse, excepto durante ese mal momento en mi camarote.
—¿Phoebe estuvo en el barco junto con su madre?
—Lamentablemente, sí.
—¿Por qué «lamentablemente»?
—Es natural, Phoebe quedó nerviosa y horrorizada por las cosas que dijo su madre. Por supuesto hizo lo posible por calmarla. Pensé que era muy buena con ella. Más de lo que Catherine se merecía —agregó apresuradamente.
—¿Bajaron juntas del barco?
—Por cierto que no. No las vi irse… francamente me sentía horriblemente mal después del ataque de Catherine, y no me animé a volver a salir del camarote. Pero es inimaginable que Phoebe se haya ido con su madre. Completamente inimaginable.
—¿Phoebe tenía fondos propios? ¿Pudo haber tomado un tren, o un avión?
—Sí. Precisamente le di una gran suma de dinero ese día. —Continuó en un tono de autojustificación—. Sus gastos en el colegio habían sido más elevados de lo que ella esperaba. Había tenido que comprarse un coche, y eso la dejó con muy poco dinero. Le di mil dólares extra para compensar.
—¿En efectivo o cheque?
—En efectivo. Casualmente llevaba una buena cantidad en efectivo.
—¿Dónde pensaba ir ella cuando dejó el barco?
—Pensaba volver al hotel. Tenía una habitación en el Saint Francis. Le dejé pagada una noche por adelantado.
—¿Iba en su propio coche?
—No. Su coche estaba en el parking de Union Square. Quería llevarme al puerto, pero yo temí caer en un embotellamiento de tránsito. Insistí en que tomáramos un taxi.
—¿Volvió al hotel en el mismo taxi?
—Supongo que sí. Le había pedido al conductor que la esperara. No sé si la esperó o no.
—¿Podría describirme al taxista?
—Era un tipo moreno. Eso es todo lo que recuerdo. Un tipo pequeño y moreno.
—¿Negro?
—No. Más bien de tipo mediterráneo.
—¿Qué clase de taxi era?
Wycherly descruzó y volvió a cruzar sus muslos enfundados en un grueso tweed.
—Lo lamento, pero no lo recuerdo. No soy muy observador.
—¿Puede describirme el coche de Phoebe, o darme el número de la matrícula?
—Nunca lo he visto. Creo que es un coche pequeño, importado. Lo compró de segunda mano en Boulder Beach.
—Averiguaré allí mismo. ¿Qué ropa llevaba puesta Phoebe?
Wycherly miró por encima de mi cabeza, fijando la vista en la cornisa de yeso junto al alto techo.
—Falda y un jersey, ambos marrones. Chaqueta beige, una especie de abrigo corto. Zapatos marrones de tacón alto. Cartera de piel marrón. Phoebe siempre se viste con sencillez. Sin sombrero.
Saqué mi bolígrafo y un pequeño anotador de piel negra, lo abrí en la primera página en blanco, escribí «Phoebe Wycherly» en la parte superior de la hoja y, bajo el nombre, «madre: Catherine», y «novio: Bobby», con un signo de interrogación. Hice una lista de sus ropas.
—¿Qué escribe? —Wycherly se inclinó hacia mí con expresión suspicaz—. ¿Por qué escribió el nombre de Catherine?
—Estoy practicando caligrafía.
Se me escapó. Empezaba a irritarme.
—¿Qué me quiere decir con eso?
—Nada en especial.
—¿Cómo se atreve a hablarme así?
—Perdón, pero usted me obliga a ello, señor Wycherly. Me resulta difícil hacerme cargo de un caso en que zonas enteras de investigación me están vedadas por un capricho de mi empleador. Necesito tener la libertad de seguir los hechos hacia donde ellos me conduzcan.
—Pero usted trabaja para mí.
—Todavía no me ha pagado nada.
—Tome. —Buscó en su chaqueta, sonriéndome con ferocidad, como si sintiera un puntazo de dolor. Sacudió su billetera contra la otra mano—. ¿Cuánto?
—Depende de la cantidad de trabajo que quiera. Habitualmente actúo solo, pero puedo llamar a otra gente… hombres y organizaciones en todo el país.
—No. Veremos luego si conviene recurrir a ellos.
—Usted paga. Y se trata de su hija. ¿Consideró la posibilidad de recurrir a la policía?
—Hablé sobre esto anoche con nuestro sheriff. Hooper es mi amigo personal; trabajaba para papá. Opina que no conseguiremos mucha ayuda con sólo denunciar la desaparición. Parece que hace falta un crimen para que esos animales se muevan. —Hablaba con voz helada, y con el mismo tono prosiguió:
—El sheriff Hooper lo recomendó a usted.
—Muy amable de su parte.
—Dijo que se lo tenía por un hombre discreto. Espero que sea cierto. No quiero que se publicite este asunto, y ya he tenido malas experiencias con esos que se llaman detectives privados.
—¿Qué le sucedió?
—No quiero hablar de eso. No tiene nada que ver con el asunto actual. —Sostenía la billetera contra su abdomen como si fuera una cataplasma—. ¿Cuánto quiere para empezar?
—Quinientos —dije, duplicando la cantidad habitual.
Sin discutir, me puso en la mano diez billetes de cincuenta.
—Con eso no me compra, ya sabe. Me considero libre de seguir los hechos.
Logró una sonrisa torcida.
—Dentro de los límites de la discreción, por supuesto. Lo único que quiero es que Catherine no ande por ahí desparramando mentiras venenosas sobre… bueno, sobre mí y sobre Phoebe.
—¿Qué clase de mentiras cuenta?
—Por favor. —Levantó una mano—. Ya hemos hablado bastante de Catherine. La que me interesa es Phoebe, después de todo.
—Muy bien. Usted me dijo que ella fue al barco a despedirlo y que esa fue la última vez que usted supo dónde estaba. ¿En qué fecha sucedió eso?
—El President Jackson zarpó el 2 de noviembre. Ayer me trajo de regreso a San Francisco. Traté de comunicarme por teléfono con Phoebe no bien llegamos a puerto. Me preocupó no haber recibido correspondencia de ella, aunque no demasiado. Nunca le gustó escribir cartas. Se imagina el golpe que recibí cuando su compañera de habitación me dijo que hacía dos meses que no estaba allí.
—¿La compañera de habitación no estaba alarmada?
—Creo que sí. Pero de alguna manera se había convencido, por lo menos hasta ese momento, de que Phoebe estaba conmigo. Creía, o dijo que creía, que a último momento Phoebe había decidido acompañarme en el crucero.
—¿Usted y Phoebe habían hablado de esa posibilidad?
—Sí. Yo quería que ella viniera conmigo. Pero Phoebe acababa de comenzar el último curso en el nuevo colegio, y deseaba continuarlo. Es una chica muy seria.
—Y además estaba el novio.
—Sí. Estoy seguro de que tuvo que ver con su decisión.
—¿Qué decía Phoebe de él?
—No mucho. Creo que no hacía ni dos meses que lo conocía. La cosa empezó en Boulder Beach, en septiembre.
—Creo que la compañera de habitación podrá decirme quién es el muchacho. ¿Cómo se llama esa chica?
—Dolly Lang. Hablé por teléfono con ella y con la dueña del pensionado. Son un par de típicas mujeres huecas, incapaces de ver la realidad…
—¿El nombre de la señora?
—Nunca lo supe. Sin duda la encontrará en el lugar. La dirección de Boulder Beach es Avenida Océano 221. Creo que queda cerca del colegio. Cuando usted vaya, supongo que querrá hablar con alguna gente del establecimiento que conoció a Phoebe, sus profesores y asistentes. ¿Va a ir hoy, verdad? Hay un buen camino por la montaña…
Siguió hablando con un ritmo algo enloquecido. Esperé a que aflojara. Era el tipo de persona que resulta más apta para indicar a los demás lo que deben hacer que para hacerlo ella misma.
Lo dejé terminar, y dije:
—¿Por qué no habla usted mismo con la gente del colegio? Es posible que avance más que yo con ellos.
—Es que no pensaba ir hoy por allí.
—¿Por qué no?
—No conduzco. Odio conducir. No me tengo confianza.
—Yo no confío en nadie más que yo.
Hubo un silencio entre nosotros, con una especie de intimidad sofocante. Sentí oscuramente que en ese momento podríamos habernos comunicado nuestros respectivos conceptos sobre la vida.
—Si quiere, venga conmigo —le dije.