A Jenessa le encantan las cenas en familia. A estas alturas, parece que ya le ha cogido el tranquillo al momento de la comida, y ya no se atiborra ni se pone a comer a dos carrillos, como si le fuera la vida en ello. Utiliza los cubiertos de forma civilizada, no come con las manos salvo para cosas como las patatas fritas o las hamburguesas y los sándwiches, y está impaciente por poner la mesa y ayudar a Melissa en la cocina, tanto antes como después.
Todos hemos pillado a Nessa en la despensa más de una vez, leyendo en silencio las etiquetas con el dedo en el aire, contando las latas, sólo que esta vez es distinto. Sólo hace falta mirarla a la cara para ver que está encandilada con tanta abundancia.
La señora Haskell dijo que no nos preocupáramos, que la fascinación de Nessa por la comida se le iría pasando con el tiempo. A mí me alivia no tener que preocuparme ya por conseguir comida para nosotras. Me queda un montón de tiempo libre ahora que no tengo que cazarla o prepararla. Melissa dice que ése es su trabajo, menos por lo de cazar.
Sus reservas de comida enlatada, que llenan una repisa tras otra de la despensa —un cuarto enorme que hace palidecer a su lado hasta mi inmenso vestidor— se componen de algo más que de judías. Hay latas de aceitunas, menestra de verduras, remolacha, maíz, judías verdes, espárragos, champiñones, salsa de tomate, tallarines, etc. Aunque Melissa prefiere, siempre que sea posible, productos frescos y luego congelados. Dice que le gusta tener las latas de comida para el invierno, cuando la granja está cubierta de nieve y anda corta de abastecimiento.
Esa es una descripción bastante acertada del presente (salvo por lo de andar corta de abastecimiento). Incluso Delaney se ha quedado en casa esta última semana de noviembre, porque el instituto ha tenido que cerrar a causa de la nieve.
Al llegar a casa, ayudo a Ness a quitarse el abrigo y las botas, y me ruge el estómago al percibir los aromas que emanan de la cena de celebración de Melissa: espaguetis con albóndigas, con pan de ajo recién horneado y cortado en pedazos recubiertos de una gruesa capa de mantequilla.
Una vez sentada a la mesa, tomo la mano de Delaney en la mía y la de Jenessa en la otra y agacho la cabeza.
—Señor, te damos gracias por los alimentos que vamos a recibir —dice mi padre, mirándonos a mí y a Nessa.
A Delaney le falta tiempo para soltarme la mano.
—¡Basta ya de suspense! ¡Cuéntanos cómo ha ido!
Mi padre sonríe a Melissa y una corriente eléctrica fluye entre ambos. «Amor». Es la misma que fluye entre Ness y yo, mejor que un millón de dólares, y llena más que una despensa entera de latas de comida.
—No tenemos nada.
Lanza el brazo hacia atrás y lo suelta, arrojándolo por los aires.
—¡Jenessa Blackburn! ¡Recoge eso inmediatamente!
Patalea para protestar y me levanto, recojo el libro de Winnie the Pooh yo misma y limpio la tierra suelta y negra que mancha las páginas interiores.
—¿Qué quieres decir con eso de que no tienes nada? Tienes estos libros, para empezar. Los libros son como mundos nuevos, todos para ti —digo, en un tono reverente.
—¿Y qué?
—Pues que eso significa que tienes el mundo en tus manos, y será mejor que lo cuides —digo, devolviéndole el libro.
—Quiero una Barbie —reclama, gimoteando. Se abraza el libro contra el pecho a modo de disculpa.
—Ya tienes una Barbie.
—Esa no, quiero una Barbie de verdad. De la tienda. Con ropa y zapatos pequeñitos y el pelo bonito y la cara limpia.
—Díselo a san José.
—Ya lo he hecho. Y no me da ninguna. Nunca me da nada.
—Eso no es verdad. Tienes amor. Mi amor. Eso es mejor que una Barbie mil veces, porque nunca se pierde ni se vuelve viejo ni se ensucia.
—¡De eso ni hablar!
Una salpicadura de comida se escapa volando de la boca de Delaney y aterriza en el costado de la cesta del pan.
«Vaya, eso sí que da asco». Vuelvo al presente e intento seguir la conversación.
—¡No me da la gana de que vaya a mi clase! ¡Ni hablar! Tiene catorce años, ¿recuerdas? ¡Yo tengo quince! Eso la convierte en una novata de primero. ¡No puede ir a segundo! ¿Es que no sabéis matemáticas?
Delaney se vuelve a Melissa, con los ojos rabiosos. Mi padre sostiene en el aire una rebanada de pan, a punto de llevársela a la boca. Por la posición de su mandíbula, adivino que está a punto de montar en cólera, y casi espero ver cómo le empieza a salir humo de las orejas, como a uno de los personajes de los tebeos de Jenessa.
Lo observamos mojar el pan en la salsa y masticarlo luego metódicamente. Entonces, dice:
—Más vale que tengas cuidado con lo que dices, Delaney. No volveré a repetírtelo.
—¡Mamá!
—Delly, cielo, después de tantos años estudiando de forma autodidacta en casa, Carey y Jenessa están un curso por encima de las niñas de su edad. No es el fin del mundo. Tu padre y yo ya lo hemos hablado y estamos de acuerdo en que adelantarlas al menos un curso es lo mejor.
Se me encienden las mejillas cuando Delaney se burla de las palabras de Melissa: «de forma autodidacta». A mi padre se le hinchan las venas de la frente, sin apartar la mirada de Melissa. Se queda quieto y en silencio, incluso cuando Delaney hace chirriar la silla contra el suelo y deja marcas de arañazos en la superficie.
Espero. «¿Ahora le pegará?». Estoy lista para coger a Jenessa y salir corriendo.
Delaney tira su servilleta en el plato y, para mi sorpresa, los ojos se le llenan de lágrimas.
—Aquí yo ahora ya no pinto nada, ¿verdad? No desde que llegó su «verdadera» hija.
—¡Delaney!
Melissa parece horrorizada, y es como si mi padre acabara de recibir un puñetazo en el estómago.
Jenessa contempla la escena boquiabierta, con la boca llena de comida a medio masticar. La cocina se queda en silencio mientras oímos a Delaney atravesar airadamente el salón y subir las escaleras a todo correr.
—Vaya por Dios… Estas adolescentes. —Melissa ensaya una sonrisa temblorosa, mirándonos y apartando luego la mirada, recolocándose un mechón rebelde por detrás de la oreja—. Bueno, pues sí que ha ido bien la cena…
—Mel, te juro por Dios…
El gesto de Melissa se vuelve feroz, como una leona protegiendo a su cachorro.
—Es un gran cambio al que tienen que acostumbrarse, Charlie. «Todas» nuestras niñas.
Me conmueve el esfuerzo que hace Melissa por morderse la lengua, su decisión de no decir nada más delante de nosotras dos. Ella sí es una mujer bien educada, no como nuestra madre. El resto de las palabras fluye entre los ojos de uno y otra, hasta que mi padre se apacigua visiblemente.
No hay ninguna vara. Ni ojos morados ni verdugones.
Agacho la cabeza y sigo el leve movimiento de piernas mientras el pie de mi padre localiza el de Melissa debajo de la mesa.
—Subiré a hablar con ella después de cenar —le dice.
Veo en los ojos de ella cuánto ama a mi padre.
—Gracias, Charlie.
Supongo que sí tiene que ser un gran cambio, que aparezcan en tu vida unas hermanas así, de repente, pero no soy la más indicada para opinar. Yo siempre he tenido a Jenessa. No me imagino la vida sin ella.
Con ella como público cautivo, recitaba poemas o historias, y Jenessa, arropada con su trajecito de bebé para la nieve durante los inviernos en la caravana, se ponía a bailar en su sillita para el coche una vez que yo la metía dentro de la caravana y la colocaba en una esquina. Interpretaba mi propia versión personalizada de las canciones infantiles más famosas, como hacía Papá Ingalls cuando cantaba para Laura y Mary, Carrie y Grace en su propia pradera. Nessa daba zarpazos en el aire con sus manitas regordetas mientras hacía gorgoritos al son de la música.
Todavía veo ecos de aquel bebé en sus ojos, esos ojos capaces de tragarse a una persona entera y escupirla luego ebria de amor.
Mientras mi padre lee el periódico después de cenar y Melissa carga el lavavajillas, yo me escabullo a mi habitación, cierro bien la puerta y saco mi violín. Aprendí a tocar viendo a mamá, imitando sus notas y la posición de sus dedos, unas veces bien, otras con correcciones. Ella tenía más paciencia por aquel entonces.
—Eso es, Carey. Sujeta la cuerda por aquí y mantén el arco recto.
—¿Así?
Hasta yo me sorprendo de las notas tan perfectas que le arranco al aire y la madera.
—¡Así! ¡Muy bien! Así se toca. Tienes un don, pequeña. Lo único que tienes que hacer es conseguir que te salgan callos y podrás tocar todas las canciones del mundo.
A veces tocábamos juntas, la suya una interpretación perfecta, la mía llena de estridencias. Sin embargo, poco a poco fui mejorando, y nuestra música fluía con la suavidad de la seda.
Una vez se fue a la ciudad con su violín y volvió sin él. Aunque no lo dijo, yo supuse que lo habría vendido a cambio de comida; y en efecto, así había sido, pero eso no era todo.
—Esto es para ti.
—¿Para mí?
Mamá me da un montón de libritos delgados, todos llenos de líneas paralelas y marcas extrañas.
—Esto son partituras musicales. Y eso de ahí son notas. Si aprendes a tocar con estas hojas, podrás tocar cualquier cosa en el mundo.
—Igualito que tú, mamá.
—Sí, bueno. Tú ten cuidao con no comerte las «D» de las palabras y con aplicarte en los libros. Así, sabrás mucho de violines y del mundo en general.
Con los años, me aprendí todas las piezas desde la primera a la última página, tocando para ella y para Ness las noches que se quedaba en la caravana, cosa que no volvió a suceder después de la noche cuajada de estrellas. Al final, ya ni siquiera necesitaba las partituras. Ella lo llamaba, «tocar de memoria».
Aunque tocar el violín me recuerda a mamá, me siento peor cuando no lo toco. Es como si mi alma anduviera perdida vagando fuera del cuerpo, aullando de pena para volver a entrar. Estas últimas semanas, con mi violín olvidado en el rincón solitario del vestidor, estoy segura de que me ha echado de menos tanto como yo a él. Sólo que ojalá no fuese tan enmarañado y complicado.
Esta noche, mi público cautivo es Nessa, que está encima de la cama hecha un ovillo junto a Shorty. Sé que estoy tocando con sentimiento cuando veo al perro señalar con el hocico hacia el techo y emitir un aullido desconsolado como triste acompañamiento.
Enseguida advierto la sombra bajo la rendija de la puerta, que permanece allí inmóvil mientras sigo tocando, y me acuerdo de lo que dijo Melissa sobre el «gran cambio», y me pregunto qué debe de sentirse teniendo una hermana mayor, o incluso una amiga más o menos de mi edad.
Espié a Delaney por la ventana de la cocina mientras hacía como que lavaba un plato o enjuagaba una taza. Tirarse con los trineos parecía divertido, y también las chicas que se reían y se empujaban unas a otras en la nieve.
Melissa asoma por la puerta, con las mejillas coloradas por el frío.
—¿Por qué no sales afuera con Del y sus amigas? ¿A que parece divertido?
—Gracias, señora —le contesto, pero mis pies se niegan a moverse.
Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho chicas, cuento, con Delaney la reina de todas.
Sonrío a Melissa con timidez, pero por dentro soy un hervidero de emociones. Yo nunca seré como esas chicas.
—Ya harás amigas cuando empieces el instituto, ya lo verás —me asegura.
Pero yo no estoy tan convencida. Pienso en el bosque y todavía me siento como esa chica: sucia, desaliñada, palurda… yo no doy la talla. No sé qué canciones están de moda, ni cómo habla la gente joven como yo, no conozco las referencias, ni sé qué es lo que «mola».
No sé cómo ser como ellas, cómo pensar como ellas.
Espero que para Nessa sea más fácil, siendo más pequeña. Pero ¿puede alguien hacer amigos nuevos si no habla? ¿Y si los otros niños se ríen de ella? ¿Y si la hacen llorar o echa de menos el bosque tanto como lo añoro yo?
Me pregunto dónde estará mamá y lo que estará haciendo, si tendrá amigos. Yo quiero seguir enfadada con ella, pero últimamente, lo único que siento por ella es lástima. Sigue en el mundo viejo, un mundo frío y gris con toda la energía que una persona puede reunir invertida en la supervivencia pura y dura.
En cuanto termina la Mazurka-Oberek, Jenessa se incorpora de golpe en la cama y empieza a aplaudir, riéndose cuando Shorty entierra la cabeza en su regazo, mirándonos del revés.
Inclino la cabeza para saludar como una intérprete profesional y me imagino al público lanzando rosas al escenario, como hacían con mamá.
Al mirar a la rendija de la puerta, la sombra vacila y luego desaparece.
—La música es un puente —dice mamá, arrojando bocanadas de humo de metanfetamina por entre las ráfagas de melancolía que mi violín deja suspendidas en el aire, las notas decorando el bosque como los adornos de un árbol de Navidad—. Conecta a las personas a un nivel más profundo, diciendo lo que las palabras no pueden expresar.
A lo mejor también dice lo que Delaney no puede expresar con palabras.