—Tienes que estarte quieta si quieres que te haga una trenza como la mía.
Jenessa está muy ilusionada porque va a ir a la ciudad, y no para de moverse entre mis manos. Shorty está tumbado junto a ella en mi cama, y le empuja la mano con el hocico húmedo cada vez que ella deja de rascarle el lomo.
—¿Estáis casi a punto, chicas?
Mi padre se asoma por el resquicio de la puerta y nos sonríe a las dos.
—Sí, señor —digo, acelerando el ritmo del trenzado. Mis dedos se atascan en un giro y me dejo esa parte, volviendo a trenzar los mechones sueltos para que no queden bultos.
Abajo, sentada en el sofá, siento como se me acelera el corazón al pensar en los resultados de esas pruebas. «¿Y si hemos suspendido? ¿Y si resulta que somos tontas de remate y ya no nos quieren?».
—¿Va a estar en alguna de mis clases? —Delaney se para a hablar con mi padre de camino al salón—. ¿No, verdad? Porque ella irá… a ver, a primero, ¿no? Y yo iré a segundo. Mejor aún: si la hacen repetir un curso, las dos iremos a escuelas distintas, yo iré al instituto y ella se quedará en el colegio —añade, con una expresión de súbita alegría al pensar en esa posibilidad.
—La señora Haskell nos lo dirá. Todavía no he visto los resultados de las pruebas.
Mi padre está recién afeitado y muy chic. Chic: esa palabra es suya. Lo miro de reojo, disimuladamente, y él me guiña un ojo.
—A veces, a las de catorce años las ponen en Lengua de segundo —dice Delaney, poniéndose nerviosa—. Si la matriculan en Lengua de segundo, ¿puede hacer la asignatura a otra hora distinta, por favor?
Todavía no lo conozco lo suficiente, pero intuyo que Delaney está acabando con la paciencia de mi padre.
—Es tu hermana, Delaney. Lo normal sería que cualquier chica quisiera ayudar a su hermana, ¿no crees? —dice mi padre.
Delaney lo fulmina con la mirada.
—¡No es mi hermana! Ni siquiera es mi media hermana, en realidad. Si mamá me hubiese dejado conservar el apellido de mi padre biológico, nadie en el instituto sabría siquiera…
—Las dos están matriculadas con el apellido de soltera de su madre, así que tu secreto está a salvo. Ve a ordenar tu cuarto, Del. Tu madre ha dicho que está hecho un caos.
Es una voz que espero que nunca tenga razones para utilizar conmigo.
—Ashley nos ha invitado a todas a su casa para estudiar. Voy todos los jueves por la tarde y me quedo a cenar. Ya lo sabes.
—Puedes hacer los deberes aquí, esta noche, en tu habitación.
—Pero ¡no es justo! ¡Mamá!
Veo a Melissa a través del cristal de la ventana, rastrillando las hojas.
—La vida no es justa. Y ahora, ¡andando!
Nessa se encoge a mi lado cuando Delaney se va de la sala hecha una furia, con las aletas de la nariz hinchadas como si fuera el diablo en persona. Le devuelvo la misma mirada furiosa. He visto cosas más terroríficas en el bosque. Y Ness también.
Pienso en las palabras de mi padre, diciendo que somos hermanas. No había dedicado mucho tiempo a pensar en eso, ni tampoco me lo había planteado así en mi cabeza.
Pero tiene razón. Sólo que somos hermanastras, como dijo Melissa. No llevamos la misma sangre en las venas.
—Vamos, Ness. No quiero que lleguemos tarde.
Nessa me sigue afuera, y Shorty cubre la retaguardia. Melissa sujeta al animal por el collar, y éste estira, trata de zafarse y protesta con un aullido alegre.
—Hoy no, amiguito. Podrás acompañarme mañana —dice mi padre, con las palabras impregnadas de afecto.
El trayecto en coche a la oficina de la señora Haskell es rápido, ahora que ya sabemos el camino. Sentadas en la sala de espera, Nessa hojea un libro ilustrado, El manual de las hadas, que ha sacado del estante de la pared. Me pregunto si no echará de menos a las hadas del bosque, las únicas amigas que ha tenido en su vida, aparte de mí.
—Hola, familia. Pasad.
Jenessa corre a reclamar su abrazo. La señora Haskell se toma de un sorbo el resto del café y va directa al grano.
—Le complacerá saber, señor Benskin, que las dos niñas han superado de sobra las pruebas para su grupo de edad. Jenessa, por tu edad, deberías ir a primero de la escuela primaria, pero tus resultados se ajustan más a un primer trimestre de tercero de primaria.
Dedico una sonrisa radiante a Ness, que sonríe con inocencia, sin comprender qué significa todo aquello exactamente pero sabiendo que es como para sentirse orgullosa. Mi padre se da una palmada en la rodilla y sonríe también.
—¡Caramba! Eso sí que no me lo esperaba.
—Has hecho un trabajo fabuloso con la educación de ambas, Carey. Y tú, querida mía, obtuviste un resultado que te sitúa también dos cursos por encima de los alumnos de tu misma edad.
Ahora mi padre me sonríe a mí, y a mí me sale una sonrisa forzada e incómoda, sobre todo cuando me acuerdo de Delaney.
—¿Qué significa eso? —pregunto con escepticismo.
—No, si no es nada por lo que tengas que preocuparte. Yo recomendaría asignaros a cada una un curso por encima del que os correspondería por edad. De ese modo, no estaréis muy lejos de vuestros respectivos grupos de edad. Si el material es demasiado fácil para vosotras, ya volveremos a evaluar la situación más adelante, pero ahora lo más importante es vuestra adaptación social. —Se dirige a mi padre—. Aunque creo que las niñas podrían tener un buen rendimiento académico si las matriculáramos dos cursos por delante, también necesitan encajar socialmente. Teniendo en cuenta su situación personal y el problema de habla de Jenessa, considero que asignarlas a un curso por delante es un buen compromiso. Ésa va a ser mi recomendación para el tribunal.
Mi padre asiente al oír sus palabras. Todas lo observamos restregarse el mentón mientras sigue sonriendo.
Para mi sorpresa, se vuelve hacia mí.
—¿Tú qué opinas, Carey? ¿Te parece bien?
No sé lo que me parece. Todavía no he terminado de darle las gracias a san José por no habernos quedado tontas como dos sacos de judías después de todos esos años en el bosque.
—No lo sé. —Y entonces nos sorprendo a los dos—. ¿Qué crees tú que deberíamos hacer?
Todas las miradas se concentran en mi pierna, que tiembla furiosa.
—Yo creo que a Jenessa le irá bien empezar en segundo de primaria. Está lo bastante avanzada. Y creo que tú estarás perfectamente en segundo de secundaria. Creo que el bosque te ha hecho más madura, comparada con las chicas que reciben una educación más contemporánea —dice.
Doy un bote cuando se agacha y entrelaza su mano con la mía. Me aprieta la mano y, luego, igual de bruscamente, me la suelta.
—No tengo ninguna duda de que puedes saltarte un curso de instituto e irte derechita a segundo. Hay clases de nivel más avanzado si necesitas más estímulo, y siempre podemos hacer que te saltes otro curso el año que viene —dice la señora Haskell. Yo asiento con la cabeza, sin estar muy segura todavía—. El instituto es una experiencia social —añade—. Te dará tiempo para adaptarte antes de tener que empezar a pensar en la universidad.
¿La universidad? Eso siempre me había parecido algo tan inalcanzable como ir a la luna.
—Decidido, entonces —anuncio, al más puro estilo del bosque. Tal vez el bosque sí nos había hecho más maduras, realmente. Sólo que yo nunca lo había considerado algo bueno—. Lo haré lo mejor posible, señora.
Sonrío a Nessa con toda la seguridad que soy capaz de reunir.
—¿Estás absolutamente segura? —dice la señora Haskell, escrutando mi rostro.
—Sí, señora. Ni Nessa ni yo teníamos mucho que hacer más que estudiar, la verdad. A las dos nos gusta aprender, y Nessa es muy cabezona. Hable o no hable, no se rinde así como así.
—Lo que nos lleva al siguiente punto en nuestro orden del día: el habla de Jenessa o, mejor dicho, su mutismo. Carey, me dijiste que le habían dado un diagnóstico, ¿verdad?
Nessa mira por la ventana, evadiéndose. Traiciono a mi hermana dejando que parezca lo que parece: que Ness se aburre con la conversación de los mayores. Se me acelera el corazón y luego se apacigua. Ness nunca revelaría mi secreto.
—Sí, señora. Nunca ha sido muy parlanchina, pero dejó de hablar hace poco más de un año.
—Y tu madre estaba preocupada, ¿no?
«Enfadada» era la palabra adecuada, más bien.
—Como no había manera de que volviera a hablar, mamá quiso llevarla a una logopeda de la ciudad.
—Bueno, ¿quiénes sois?
Mamá espera, con la mirada dura como el mármol.
—Ness es Robin, como Christopher Robin, y yo soy Margaret, del poema de la arboleda que se desviste.
—Vosotras y vuestras tonterías con los libros. Está bien. Robin y Margaret. ¿Y vuestro padre?
—Muerto.
—¿Dirección?
—Tú responderás a eso. Ness y yo hablamos lo menos posible.
—Buena chica —dice mamá, sonriendo de oreja a oreja—. Eso es. Seré yo quien hable.
La señora Haskell garabatea algo en su bloc de notas.
—¿Te acuerdas del nombre de la doctora?
—No, pero me acuerdo del edificio; era gris, y había un psicólogo infantil en la consulta de al lado. Me acuerdo porque entramos en ésa primero, por error.
La señora Haskell se dirige a mi padre.
—Lo más probable es que no consigamos ningún registro de esa visita, pero no me preocupa. Aunque creo que un logopeda sí es una buena idea. Yo recomendaría una sesión una vez a la semana. Como Jenessa tiene un hogar estable, con un padre y una madre, creo que con una vez por semana bastará.
Mi padre se vuelve hacia Jenessa, atrayéndola con la voz para que regrese de la ventana y nos mire a nosotros con unas palabras suaves como un abrazo.
—¿Qué te parece, pequeña? ¿Te gustaría visitar a una señora muy simpática para que te ayude con las palabras?
Ness mueve la cabeza afirmativamente, rehuyendo mi mirada, y yo trago saliva. Sin embargo, sonrío débilmente en su dirección, y ella sonríe como disculpándose en la mía, todo sin mirarme.
No puedo culparla por querer ser normal. Por querer soltar el lastre del pasado.
«San José, por favor, haz que Ness recupere las palabras despacio para que yo tenga tiempo de decidir qué hacer antes de que lo cuente todo».
La señora Haskell me mira dándome a entender que ella sabe que hay algo más, pero el momento ha pasado ya. Ness ha vuelto a mirar embobada los pájaros que hay en el alféizar, y en mis ojos no hay restos de los secretos que anda buscando.
—¿Habla con frases completas cuando llega a hablar?
Aparto los ojos de mi hermana y me vuelvo hacia la señora Haskell, sintiéndome como si tuviera doscientos años, al menos.
—Sí, señora. Frases y párrafos, como todo el mundo. Sólo que nada más que habla en murmullos. No quiere que nadie la oiga cuando habla.
La señora Haskell se dirige ahora a mi padre.
—Estoy de acuerdo, en mi opinión como profesional, con el diagnóstico de mutismo selectivo. Es evidente que su cabeza funciona perfectamente; sólo que, por alguna razón, prefiere no usar su voz.
Los dos me miran a mí, aguardando a que añada algo a la conversación, pero no lo hago. No puedo hacerlo.
—Así que ésas van a ser mis recomendaciones para el tribunal: que Carey vaya a segundo curso de secundaria y Jenessa a segundo de primaria, además de sesiones semanales con un logopeda. ¿Alguna pregunta?
Contesto que no con la cabeza y miro a mi padre.
—Gracias, señora Haskell. ¿Tenemos que asistir a la siguiente vista en el tribunal?
—Pueden hacerlo si quieren, pero no es necesario. Yo presentaré los puntos de los que hemos hablado, leeré un informe de seguimiento y todo acabará en pocos minutos. Entonces prepararé y enviaré la documentación.
—Pues lo dejaremos todo en sus eficientes manos. —Mi padre se levanta y nos hace señas para que hagamos lo propio—. Vamos, chicas. Melissa está preparando una cena especial para vosotras dos. Para celebrarlo.
Jenessa se levanta y abraza a la señora Haskell para despedirse, pero sin su brío habitual.
—Es que está cansada —digo.
Sin embargo, los ojos de la mujer perforan los míos, ahondando muy adentro, hasta las mismísimas raíces de los nogales del Bosque de los Cien Acres, si no más hondo aún. Mis ojos se tropiezan con los suyos y soy la primera en apartar la mirada.
Tomo a Jenessa de la mano para cruzar el aparcamiento y ella se cuelga de mi brazo, como hace siempre. Me cuesta mucho evitar que mi cabeza regrese una y otra vez a aquella noche, la noche de la que juramos que nunca hablaríamos.
—Lo que pasa en el bosque, se queda en el bosque, ¿me oyes?
Le zarandeo los hombros huesudos y la obligo a mirarme a los ojos.
—¿Me oyes?
Sólo que esa noche dio paso al día siguiente, y a la noche siguiente, y a la siguiente…
Sé que es culpa mía que Ness dejara de hablar. Yo no dejaba de repetirme que hay cosas peores que el silencio. Peor que Jenessa perdiera sus palabras sería que me perdiera a mí, como perdimos a mamá. Yo daría gustosa todas mis palabras porque las cosas fuesen distintas, de verdad que lo haría. Una vez en el coche, cierro los puños con fuerza, y las uñas me dejan medias lunas rojas en las palmas. Lo hago a propósito. Quiero que me duela.
«Sólo estás intentando salvar tu pellejo, cobarde. Por eso lo has hecho, desde el principio, y tú lo sabes».
Con san José como testigo, espero que eso no sea verdad. Me agacho y le doy un beso a Nessa en la cabeza, y su pelo fino se me queda pegado a los labios.
«¿Y qué otra cosa podía hacer?».
Otra vez, siento aquel odio intenso y visceral hacia mamá. Dejo que el sentimiento me vaya impregnando sin los filtros habituales, y me hace bien, porque es la verdad. Nos había dejado solas mientras ella se iba a hacer vete a saber qué. Los libros que nos trajo a su vuelta, los juguetes rotos, la ropa vieja y maloliente… eso eran los premios de consolación.
Sólo que no hay consuelo, solas en el bosque las dos, dos niñas sin recursos ni opciones. Nunca debería habernos dejado allí, ni esa vez ni ninguna otra.
«¿Qué otra cosa podía haber hecho?».
Nada. No éramos lo bastante fuertes. Algún día, seré yo quien pague las consecuencias, no mamá, y mi odio se pone al rojo vivo.
Pero no hoy, lo que no deja de ser, en parte, una especie de consuelo.