Han pasado tres semanas desde que llegamos a la granja de nuestro padre y a veces parece que haga un año entero.
Mirando a Jenessa, nadie diría que es la misma niña. Su cuerpecillo, flaco como un palillo y todo huesos a nuestra llegada, es ahora más sonrosado y redondo, con los primeros signos de algo que Melissa llama «hoyuelos» en los carrillos y en las corvas de las piernas. Sus ojos grandes y estremecidos siguen teniendo la misma mirada dulce, pero las aristas de la preocupación se han disipado, si no por completo, casi en su totalidad. Esos ojos brillan con más fuerza cuando está con Shorty, y muchas veces nos sentamos y los vemos jugar a los dos, la compañía de ella quitándole años de encima al viejo sabueso, «borrándole las canas», tal como le gusta bromear a mi padre.
La semana pasada, Melissa se llevó a Nessa a la ciudad a que le cortaran el pelo, y mi hermana volvió con sus tirabuzones rubios rozándole los hombros, enmarcando unas mejillas sonrosadas como una manzana. Con su ropa nueva, sus camisetas, vaqueros, pantalones, vestidos, zapatos, zapatillas y camisones, ahora parece una niña, una niña normal, y no el alma en pena abrazada a una taza de hojalata llena de judías que no se acababan nunca.
A mí no me ha ido tan bien, con tantas cosas como me rondan por la cabeza. Habré ganado poco más de dos kilos, con suerte. Es por los nervios de pajarillo que tengo, como decía mamá.
Para desayunar, me como el beicon, pero sólo picoteo con los huevos. Estoy muy cómoda y calentita con el albornoz azul claro de rizo que me ha regalado Melissa, pero al mismo tiempo, siento un ansia feroz de volver a estar junto a la hoguera, de oír el canto de los pájaros a primera hora de la mañana, poniendo el sol en órbita mientras tirito de frío y atizo los rescoldos dormidos para despertarlos, la mañana no sólo una simple visión sino una sensación, un aroma, un sabor que te penetra por los poros y circula por tus venas hasta encenderte la mismísima alma.
Melissa interrumpe mis ensoñaciones diurnas, de espaldas a mí mientras se sirve una taza de café de la jarra de la encimera de la cocina.
—Creo que ahora te toca a ti, Carey. Tenemos que comprarte ropa nueva. No sólo para que vayas a la escuela, sino para que vayas cómoda y no pases frío. Se avecina el invierno y vas a necesitar un abrigo nuevo, como mínimo.
—Sí, señora.
Es imposible decirle no a Melissa (¡sobre todo cuando se trata de un abrigo nuevo!), pero no porque sea autoritaria. Más bien porque sus intenciones siempre van dirigidas en la buena dirección.
Melissa espera hasta oír el clic de mi cinturón de seguridad antes de girar la llave en el contacto y poner el coche en marcha. Dice adiós con la mano a mi padre, que está cortando leña, y a Nessa y a Shorty, que juegan a pillar delante de la casa.
Tararea al son de la música de la radio, canciones lentas que no he oído nunca. La miro a hurtadillas unas cuantas veces y cuando me pilla, me guiña un ojo y no tengo más remedio que devolverle la sonrisa. Al menos hasta que llegamos al centro comercial megagrande (la palabra es de Delaney), lleno hasta los topes de gente, y cambio de idea a menos de dos metros de la puerta de entrada.
—¿Qué te pasa, cielo?
Tengo los pies pegados al asfalto. No puedo mirarla a la cara.
—¿Carey? Mírame, tesoro…
La miro a los ojos, expresando con los míos el torbellino de emociones que me revuelven el desayuno en el estómago y me tiñen las mejillas de rojo.
Melissa parece triste, lo cual me sorprende. Inspira una profunda bocanada de aire, por las dos, y luego me reconforta con una sonrisa tranquilizadora, con la fuerza que se obtiene de un espíritu de acero. De acero puro. «Para mí».
—Toma. Cógelas.
Me da las llaves del coche, depositándolas en la palma de mi mano.
—Puedes esperar en el coche, ¿de acuerdo? Yo misma elegiré algunas cosas y luego nos iremos a casa. ¿Qué te parece?
—Muy bien, señora. —Acierto a esbozar una sonrisa imperceptible, sin saber qué hacer con mis brazos de chimpancé—. Gracias, señora.
—¿Sabes cuánto mides?
Ríos de nostalgia se me deslizan por las entrañas como la miel de Pooh cuando pienso en los Árboles de Crecer, dos nogales pegaditos el uno al otro, donde iba dejando marcas ascendentes para señalar mi altura en uno y la de Nessa en el otro.
—Un metro setenta centímetros.
—¿Y tu número de zapato? ¿Qué pie calzas?
—Mis zapatillas de deporte son un ocho. Y me van bien.
«El mismo número que mamá». Pero no lo digo en voz alta.
Repantigada en el asiento del pasajero, sin pestañear apenas, me dedico a mirar a todo el que pasa. Hay un montón de chicas de mi edad revoloteando alrededor de mujeres como Melissa, tan entusiasmadas como Shorty cuando le sostengo un hueso en el aire y él se pone a corretear como un loco entre mis piernas de pura expectación.
Me aliso el pelo al ver los peinados perfectos de las chicas. Melissa me perfeccionó el mío hace apenas una semana.
—A menos que quieras cambiar de estilo de peinado, sólo hay que cortarte un par de dedos en las puntas, aquí debajo de todo. Puedo hacerlo yo, si quieres.
Ahora las puntas están un poco deshilachadas, y no puedo parar de volverme para mirármelas en el espejo.
Veo a mujeres sorteando a un ejército de chicos con unos cables que les cuelgan de las orejas, mientras mueven la cabeza arriba y abajo rítmicamente. Sigo los cables hasta unas cajitas cuadradas que llevan enganchadas al cinturón o que desaparecen en el interior de los bolsillos de la chaqueta.
Algunos hablan por unos aparatos rectangulares que se aplastan contra la oreja y que, al parecer, se llaman «móviles», o los sostienen delante, golpeándolos frenéticamente con los pulgares. Si hiciesen eso en Obed, se caerían por un barranco o pisarían una serpiente venenosa. Allí, si no prestas atención, te pierdes el destello de una cría de liebre pasando como un relámpago, o al sigiloso zorro rojo, a quien no cuesta mucho convencer para que te haga una visita de vez en cuando a cambio de unas migas de pan, unas moras silvestres, un poco de papel de aluminio brillante o un cordón de zapato roto.
Delaney tiene esos dos aparatitos, y se rió de mí la primera vez que le pregunté a Melissa qué eran. En mitad de la conversación, Nessa volvió la cabeza de golpe hacia mí, con los ojos tan grandes como la luna de otoño. Le dije que no con la cabeza.
—No podemos llamar a mamá.
¿Por qué no? Me gritaban sus ojos.
—Porque mamá no tiene uno de esos teléfonos tan modernos.
Delaney se vuelve hacia Melissa, incrédula.
—¿Lo dice de broma, verdad? ¿Cómo puede alguien vivir en este siglo (y no digamos ya en este planeta) y no saber lo que es un móvil?
Melissa aprieta los labios hasta formar una línea recta. Delaney lanza las manos hacia arriba en el aire, su gesto particular, tal como he descubierto a estas alturas. Me fulmina con la mirada antes de volver a hablarle a Melissa.
—¿Qué pasa? ¿Se puede saber qué he dicho esta vez?
Melissa mueve la cabeza a un lado y a otro muy despacio mientras se intercambian una mirada.
—Pues muy bien. Si piensas que soy mala con ella, madre, espera a que empiece a ir al instituto. ¡Los otros se la van a comer viva, como no se comporte como una persona normal!
El instituto.
Cada vez que recuerdo esa conversación, la sangre me palpita en los oídos y el estómago se me revuelve como los remolinos del río Obed.
Melissa sólo tarda una hora y media en ir de compras, y me paso la última parte de ese tiempo dormitando en el asiento. No tardo en cansarme de examinar mi imagen en el espejo, estudiando a la chica que vive en ese cristal. No había sabido que era guapa hasta que Melissa lo confirmó. A juzgar por su tono de voz, parece ser que es algo bueno, algo así como ganar la lotería, a la que mi padre juega dos veces por semana, o como cazar un pavo bien alimentado.
Sólo que yo no lo veo. Lo único que veo es a mí misma, y yo me conozco. Y esa palabra no va conmigo. Todavía tengo exactamente el mismo aspecto que la chica que vivía en el corazón del bosque. Puedes sacar a la chica de dentro del bosque pero no puedes sacar al bosque de dentro de la chica, supongo. Todavía tengo esos mismos ojos de lechuza, la barbilla puntiaguda y la cara seria. Todavía parece que sé más de lo que debería saber, cosa que además, es cierta. Todavía parece como si cargara con el peso de unos secretos inconfesables, cuajados de estrellas. Todos los días me sorprende que nadie más se dé cuenta.
Tap, tap, tap…
Abro los ojos y veo a Melissa asomándose por la ventanilla, cargada con un montón de bolsas blancas y grandes que se le clavan en las caderas.
—¿Me abres el maletero, por favor?
Veo en sus ojos que, de pronto, se acuerda. Me alegra que se le olvide.
—Espera. Deja que te enseñe a hacerlo.
Desaparece y rodea el coche para aparecer junto a su propia puerta.
Sé cómo quitar el seguro de las puertas y así lo hago. Sólo hay que mover un interruptor. Es asombroso.
—Gracias, Carey. ¿Ves este botón de aquí? —Me acerco hacia ella, asintiendo.
Ella lo aprieta y vuelvo a medias el cuerpo para ver cómo el maletero se abre automáticamente.
—Ahora ya sabes cómo se hace.
Sonríe con dulzura y desaparece por la parte de atrás. Me incorporo, enderezando la espalda y me restriego el sueño de los ojos, vuelvo a alisarme el pelo y espero.
—Sólo un segundo y volvemos a casa —dice desde atrás.
A casa.
Esa palabra. Se desliza arrastrándose sobre mi conciencia como una oruga rolliza. No quieres hacerle daño, pero tampoco sabes qué hacer con ella. Y ante eso, me digo a mí misma que mi casa está allí donde esté Jenessa. En el fondo, es tan sencillo como eso. No tiene por qué significar algo más que eso a menos que yo lo quiera. Una simple palabra no puede borrar de un plumazo mi vida en Obed, como tampoco puede borrar de un plumazo a mamá. Aunque a veces sea eso precisamente lo que querría una parte enorme de mí.
Nos llevamos las bolsas gigantescas a mi dormitorio. Yo llevo una muy pesada llena de cajas blancas y rectangulares. No tengo ni idea de qué se guarda en unas cajas blancas y rectangulares, pero parecen muy limpias, frescas y nuevecitas. Por un momento, todo lo bueno que hay en el ancho mundo debe de caber en cajas blancas y rectangulares.
Y entonces me digo que también voy a quedarme con las cajas.
Siento tanta curiosidad y entusiasmo que ni siquiera me estremezco cuando Melissa se me acerca y me da un abrazo, danzando con los ojos.
—Vamos a abrir el botín —dice, y yo no sé lo que significa «botín», pero suena al menos igual de bueno que las cajas blancas y rectangulares.
La primera bolsa está llena de tantos colores que ni siquiera puedo nombrarlos todos. Definitivamente, no puedo llamar a los primeros artículos que veo «ropa interior» porque esas palabras tan vulgares no hacen justicia a la belleza sedosa de unos colores y estampados tan preciosos. También hay sujetadores a juego con las braguitas, algunos de copa pequeña y otros que me recuerdan a unas camisetas de tirantes pero cortadas por la mitad. Deslizo los dedos por el tejido mientras Melissa saca varios paquetes de calcetines, algunos de colores, otros blancos, algunos hasta la media pierna, mientras que otros sólo llegan al tobillo. Hasta hay dos pares de medias que juraría que están hechas con telarañas de color carne.
Otra de las bolsas contiene unos guantes hechos con el material más suave que he tocado en mi vida: «cachemira», dice Melissa, y luego me explica qué es la cachemira.
—Tiene un tacto maravilloso, ¿a que sí?
—Muy, muy suave. —Despacio, acerco la mejilla al guante, imaginándome una almohada hecha con esa tela.
—¿Sabes lo que es la cachemira?
Contesto que no con la cabeza.
—Es la tela delicada, con tacto de seda, que se fabrica con la raíz del pelo de la cabra de Cachemira.
—¿Una cabra?
—Sí. ¿A que el mundo es una maravilla?
Digo que sí con una sonrisa y vuelvo a centrar la atención en el botín, en otro par de fundas para las manos con un pulgar pero sin separación entre los dedos, hechas con una tela más áspera y gruesa.
—Eso es lana, y es del pelo de la oveja. No es tan suave, pero es gruesa y abriga mucho. Se llaman «manoplas». Aquí puede hacer mucho frío en invierno.
Lo dice como si yo no lo supiera, como si no conociera el frío como lo conozco. Me gusta cuando se le olvidan esa clase de cosas. Me acuerdo de las mañanas, casi al alba, con las manos torpes y moradas restregando los deditos de Nessa, con la piel amarillenta, y luego de un blanco traslúcido mientras nos abrazábamos las dos en la caravana, a punto de congelarnos como nos descuidásemos, con los abrigos de invierno abrochados hasta arriba, hasta por encima del cuello, y debajo, sudaderas, con las capuchas bien ataditas por debajo de la barbilla, muy prietas. Llevábamos dos pares de vaqueros cada una, y un par de calcetines extra en las manos una vez que habíamos recuperado la sensibilidad en los dedos.
Estábamos más calentitas fuera en la nieve, donde nos sentábamos en unos troncos alrededor del fuego que yo hacía renacer de entre las cenizas todas las mañanas, y si teníamos alguna bolsita, nos bebíamos tazas y tazas de té negro. Allí, podía quitarme las protecciones de las manos y calentármelas hasta ser capaz de tocar para Ness, con los fantasmas de Bach, Vivaldi y Beethoven agazapados en el tronco, las notas centelleantes como los carámbanos de hielo que colgaban de las ramas de los árboles.
A veces, Nessa daba saltitos y bailaba al son de la música para entrar en calor, dibujando círculos blancos con los pies alrededor del fuego mientras yo calentaba los restos de ardilla, escondiendo los trocitos de carne en unas judías bien gordas caramelizadas con azúcar moreno, con unos cuadrados de manteca cabeceando en la superficie, si había suerte.
Mi ropa nueva no huele a humo de leña, ni tampoco mi pelo ni el de Jenessa. Nunca creí que lo echaría de menos, pero así es… del mismo modo que echo de menos el manto crujiente de estrellas o el manto marchito de hojarasca que formaba nuestro suelo.
—Mira en la otra bolsa —me espolea Melissa, con la voz cargada de entusiasmo.
Desenvuelvo dos pares de vaqueros, sofisticados donde los haya. Unos vaqueros justo como los de Delaney.
—Son vaqueros con pedrería. Llevan incrustaciones de brillantes y piedras preciosas —me explica mientras paso los dedos por los remolinos y las figuras destellantes que adornan las patas de los vaqueros—. Delaney y sus amigas los han vuelto a poner de moda.
Junto con unos cuantos vaqueros normales, cuento siete pares de vaqueros en total. «Siete pares de vaqueros». Absolutamente impensable. Mis dedos se entretienen en uno de ellos, de un azul desteñido, con un agujerito alrededor de la rodilla que acaricio con la yema del dedo.
—Eso es lo que se lleva, ¿no es increíble? Hasta en el bosque, tú ya ibas a la moda —dice Melissa, guiñándome un ojo.
Me echo a reír, asustándome a mí misma con el sonido de mi risa. Pero es que tiene su gracia, la verdad. Todas esas chicas viviendo en casas con agua caliente y calefacción, con ropa comprada en las tiendas, y llevan unos vaqueros desteñidos todos llenos de agujeros.
La siguiente bolsa está llena de piezas de partes de arriba: unos suéteres, unas camisas de franela, también suaves al tacto, y unos jerséis que Melissa llama «cuello de cisne» para llevarlos debajo. Hay más camisetas, algunas de manga corta y otras de manga larga. Mi cama es como un arcoíris para los sentidos. Melissa se va y regresa con seis paquetes de perchas de colores blanco, azul celeste y rosa claro.
Pasamos a la siguiente bolsa, la de las cajas blancas y rectangulares. Me quedo sin aliento. Una tras otra, todas están llenas de zapatos. Saco un par de botines que me recuerdan a las botas de trabajo de mi padre, un par de Keds blancas, otro par de zapatillas de deporte azul marino con la palabra «Converse» y una estrella en los laterales, y un par de zapatos brillantes con un poco de tacón que parecen tan finos e inestables como los de la señora Haskell. Otra caja contiene un par de botas para la nieve muy elegantes con adornos de piel de imitación en la parte de arriba. Doy un respingo cuando, de la última caja, saco unas esbeltas botas altas de cuero marrón muy fino, tan bonitas que abro los ojos como platos, tan grandes como los de Jenessa.
Esto no puede ser verdad. No puede ser que todo esto sea para mí. «Siendo la suerte tan escasa como la mantequilla, para mamá, para Jenessa y para mí».
—Con esto ya tienes bastante para empezar. Tu vestidor por fin va a ser un vestidor como Dios manda: lleno de ropa bonita. Anda, ve y pruébate algo.
No le hace falta decírmelo dos veces, porque cojo un sostén de color púrpura brillante con relleno en la copa y un par de bragas a juego, unos vaqueros con pedrería y una camiseta de manga larga salpicada de flores que se funden en distintos colores en la parte delantera. Cierro la puerta del vestidor a mi espalda.
Hundo los dedos de los pies, limpios y calentitos, en la mullida alfombra y contengo la respiración cuando paso los brazos a través de las tiras del sujetador, las copas con relleno y, para abrochar los corchetes, necesito varios intentos. Me coloco de lado delante del espejo. La verdad es que ahora parece como si tuviera algo ahí arriba realmente. Me pongo las bragas, maravillada de que Melissa haya acertado tan bien la talla. Me vuelvo de nuevo hacia el espejo, conteniendo el aliento, con miedo a abrir los ojos. Cuando lo hago, no puedo creerme que la chica que me devuelve la mirada sea realmente yo.
Es una sensación maravillosamente aterradora, pero en el buen sentido, como dice Delaney.
Me visto con la camiseta y los vaqueros y sonrío tímidamente a la extraña del espejo.
Melissa llama a la puerta.
—¿Estás decente?
Abro la puerta sin volverme, paralizada frente a mi reflejo. Melissa junta las manos y suelta un respingo, mirándome a los ojos en el espejo. Nos quedamos embobadas con aquella extraña, la chica del pelo liso y tieso recogido en una gruesa trenza con sus delicadas manos esa misma mañana, y de los enormes ojos azules, que pestañean con incredulidad. Los vaqueros de pedrería brillan bajo la luz mientras doy una vuelta hacia la izquierda y luego a la derecha.
—Mírate, Carey. Estás increíblemente guapa. Podrías ser modelo en una revista.
No puedo apartar la mirada de mí misma. El pelo limpio y bien peinado, ni rastro de manchas de ceniza o carbón en la nariz o las mejillas. Las manos esbeltas, hidratadas, las uñas inmaculadas. Mi vieja vida patalea en mi interior, pero en la superficie, el bosque ya no está, ha desaparecido. Me parezco a Delaney. A las chicas del parking del centro comercial. La nueva Carey. Nadie sospecharía nunca lo que hice.
Aparto los ojos de los de Melissa mientras asoman las lágrimas a los míos.
—Oh, cielo… —exclama—. Llora si quieres, claro, pero ya iba siendo hora de que te fueran bien las cosas, ¿no te parece?
—Supongo que sí… —Agacho la cabeza y me fijo en sus propias Keds blancas—. Muchas gracias por la ropa. Por ir a comprar para mí…
Se me quiebra la voz y la frase se disipa en el aire. Sus labios dibujan una sonrisa lo bastante amplia para las dos.
—Es un placer, cariño. Y oye…
Localizo sus ojos de nuevo.
—Gracias por no llamarme «señora».
Vuelvo a concentrarme en la chica del espejo y lo veo todo claro como la luz del día, como el negativo de una foto del bosque. La chica plantada sobre la alfombra ensaya una sonrisa. La chica del espejo siente punzadas en su interior. Melissa me abraza, apretándome con fuerza contra ella. Siento la suavidad de unas curvas femeninas en los huesos de mis alas y los latidos de su corazón palpitando contra mi espalda. Apoya la barbilla en mi cabeza, la mirada solemne. Las dos nos quedamos mirando a la chica del espejo, una criatura que no se puede aprehender del todo, ni siquiera en el cristal de un espejo.
—Te lo mereces todo, Carey… todito. Siempre te lo has merecido.
Se calla y me ve, me ve de verdad. Como si lo supiera…
—Esa chica del bosque es increíble. Nunca dejes de ser esa chica del bosque, ¿me oyes? Las trenzas y la ropa nueva no pueden quitarte lo mejor que tienes. Aférrate con fuerza a tu herencia. Esa chica del bosque crió a una recién nacida, cuidó de su hermana, le proporcionó comida, calor y seguridad. Esa chica del bosque es muy especial. Especialmente en un sitio como éste.
Asiento, mi voz un murmullo tembloroso.
—Gracias.
Espero que sepa que es la chica del bosque la que le da las gracias.
—Eres más valiente de lo que la mayoría de las chicas de tu edad tendrán que ser jamás. No dejes que nadie te diga lo contrario.
Siento como el aire frío ocupa el lugar donde hace un momento estaba su calor humano cuando sale de mi dormitorio para ver qué hace Jenessa. No necesita decírmelo: ya la conozco lo suficiente para saber que es precisamente eso lo que va a hacer.
Me acerco a la ventana, desde donde veo a mi hermanita sonriendo, riendo y hablándole en susurros a Shorty abajo en el campo, más atrevida cuando no hay nadie alrededor. Shorty está tumbado de espaldas con las patas en el aire, y agarra con su enorme boca el brazo de Nessa, y va soltándolo y agarrándolo, mientras ella se ríe sin cesar.
Melissa baja andando por el camino hacia ella, y la sonrisa de Nessa se hace tan grande que casi se traga el sol. Corre a lanzarse a los brazos de Melissa y se ríe a carcajadas cuando ésta empieza a darle vueltas y más vueltas en volandas.
«Por favor, que no me despierte nunca. Por favor, san José, no dejes que esto sea un sueño. Déjame vivir esto. Ayúdame a saber cómo vivirlo. No dejes que nos despertemos muertas de frío y hambre otra vez, Jenessa suplicándome con los ojos que lo remedie. Por favor… Nunca más. Puede que yo no me lo merezca, pero Jenessa sí».
Melissa coge a Nessa de la mano y echan a andar por la hierba en dirección a la puerta de la cocina mientras Shorty se incorpora y se lanza a la carrera, dando lo que mi padre llama «saltitos de conejo», un saltito para delante y dos para atrás, como si supiera, de algún modo, que éstos son momentos muy especiales. Lo sé porque yo también tengo la misma sensación.
Por una fracción de segundo, por poco se me olvida que la fecha de mi debut en la escuela se aproxima rápidamente.
—Empezarás el uno de diciembre, por lo que sólo faltarán unas pocas semanas para las vacaciones de Navidad. Así tendrás oportunidad de meter los pies en el agua sin llegar a mojarte del todo —había dicho Melissa, con valentía suficiente para las dos.
No lo sé. No sé cómo va a ir. Lo único que sé es que, si quiero ser normal, voy a tener que poner todo mi empeño en comportarme como alguien normal. En hablar como alguien normal.
Fingir y creérmelo hasta hacer que sea realidad.