6

—Ah, estás ahí, Carey. Anda, ven a desayunar.

—Gracias, señora.

Melissa me regala una sonrisa radiante, y le sale del corazón: es obvio por la forma en que su rostro se ilumina como el cielo abierto. Me recreo en ella sólo un poco, pero su bondad y su afecto también son una especie de caída libre, y pierdo el equilibrio. «Tengo que seguir siendo fuerte, por Nessa. No puedo dejar que nada interfiera». Oculto mi ansia y mi necesidad como la ardilla esconde sus nueces en el tocón podrido de un nogal.

Melissa me conduce con una mano cálida hasta una silla vacía en una mesa enorme, en un espacio junto a la cocina.

Nessa está sentada en su silla y lleva unos vaqueros y una camiseta. Está como hipnotizada por la comida, viendo a Delaney cortar los pancakes en trocitos pequeños.

—Ness sabe cortarse la comida —le suelto, más bruscamente de lo que pretendía.

Delaney deja de cortar de inmediato y se vuelve hacia Melissa para confirmarlo: soy imposible. Se deja caer en una silla frente a nosotras, fulminándome con la mirada.

—No hace falta que te pongas así, Delly. Carey conoce mejor a su hermana.

—Pues muy bien. Yo sólo intentaba ayudar.

Melissa me mira, y también Nessa.

—Lo siento, señora, pero no hay que tratarla como si fuera una niña pequeña. Ya es bastante complicao… complicado que no hable. El mundo se ensaña con los débiles y los seres indefensos.

—Pero ¿por qué habla así? ¡Será mejor que no hable así en el instituto, mamá, o seré el hazmerreír de todo segundo! Está mucho mejor calladita, como Jenessa.

Melissa no le hace caso y se dirige a mí.

—Ésas son palabras muy sabias, Carey, y entiendo tu preocupación, pero todo el mundo necesita una ayudita de vez en cuando. Jenessa y Delaney ahora son hermanas. Tienes que dejar que se acostumbren la una a la otra.

—¿De verdad, madre? ¿Eso es todo? ¿Vas a dejar que me hable así, no le vas a decir nada? Me dijiste que fuese amable con ella. A lo mejor deberías decirle a ella que sea amable conmigo, ¿no?

—Ya basta, Delly.

Sé que le he contestado mal a Delaney. Sé que le he hablado como se habla en el bosque, y tengo que hacer un esfuerzo por atrapar las palabras antes de que se me escapen de la boca. Tengo que hablar como se habla en este nuevo mundo y tratar de pasar desapercibida, en vez de llamar la atención.

—Lo siento, Delaney —murmuro, con los ojos en el plato—. Me preocupo por Jenessa, eso es todo. No estoy acostumbrada a que nos ayuden.

Cojo el tenedor y pincho dos pancakes del montón.

—Dime al menos que sabes hablar como una persona normal. Parece que tengas… no sé, ochenta años o algo.

—Estaba hablando como hablaba mamá. Sé hablar requetebién.

—¿«Requetebién»? ¡Mamá!

Alargo el brazo y cojo el jarabe de arce para echar un poco en los trozos de pancake de Jenessa. Muevo la cabeza con desaprobación cuando veo a Nessa meterse en la boca un trozo enorme sin cortar, manchándose la punta de la nariz con jarabe.

—Los trozos más pequeños, Ness. Si no, ya sabes lo que pasa.

Veo tristeza en los ojos de Melissa y aparto la mirada. «No hay sitio para la lástima. Sentir lástima de una misma no sirve para nada».

—Que se esfuerce por hablar como una persona normal, mamá, porque en el instituto será aún peor si hace o dice cosas raras.

Melissa mira fijamente a Delaney durante largo rato, con dureza.

—¿Qué pasa? —Delaney hace un mohín de enfado—. Sólo era un comentario. —Suelta el tenedor—. Ya he acabado. ¿Me das permiso para subir a mi habitación? Kara me ha invitado a su casa a probar la nueva cama elástica.

—Eso tiene pinta de divertido, Delaney.

Delaney suspira y mira primero a su madre y luego a mí.

—Tú también puedes venir si quieres.

Melissa sonríe complacida a Delaney, pero yo sólo oigo la falta de entusiasmo.

—Te lo agradezco mucho, pero será mejor que me quede aquí con Jenessa. Necesita un baño, para empezar.

—Eso seguro —masculla Delaney levantándose de la mesa, antes de despedirse de su madre con un beso en la mejilla. Oímos el golpeteo de sus pasos mientras sube a toda prisa las escaleras. Me recuesto en el respaldo de la silla. Por suerte, Nessa está demasiado ocupada masticando para prestar atención a la charla de los mayores.

—Señora, Ness necesita alimentarse, pero no sabe cuándo parar. Sugiero retirar el resto de los pancakes de la mesa, o se los comerá a hurtadillas cuando nadie la vea.

—Gracias, Carey. —Melissa se levanta y se lleva la bandeja a la cocina—. Lo tendré en cuenta.

Ness me mira con ojos suplicantes.

—Sólo uno más y ya está —le digo, dándole uno de mis pancakes.

Ella se pone a bailar en su asiento, como si acabara de regalarle la luna. Me levanto para servirle el jarabe, pero Melissa me hace señas para que me siente. Ella le echa el jarabe a Nessa y le coloca una servilleta de papel sobre el pecho.

Después hace como que está leyendo el periódico, pero percibo su mirada clavada en nosotras. Me concentro en mi plato, siguiendo mi propio consejo de no pasarme, sobre todo con el beicon. Cuesta mucho, porque todo está buenísimo. A mí también me dan ganas de ponerme a bailar en el asiento. No tenía ni idea de que la comida pudiese estar tan rica, pero es como si mi estómago fuese del tamaño del monedero de cierre de cuerda de mamá.

Estoy recogiendo mi plato y el de Nessa y los cubiertos para llevarlos al fregadero cuando mi padre asoma por la puerta, perseguido por una ráfaga de aire frío. Huele como nuestro bosque en las mañanas de principios de invierno, con la tetera de cobre silbando sobre la fogata mientras yo toco el violín con los calcetines en las manos, haciendo el payaso sólo para hacer reír a Ness.

—Mis chicas —dice, con voz ronca, y Melissa sonríe a la vez que Jenessa. Yo bajo la cabeza, masticando con fuerza.

Me acuerdo de las palabras de Delaney y las tomo prestadas.

—¿Me dan permiso para subir a mi habitación?

—Te damos permiso —contesta Melissa, en tono de aprobación—. Estoy pensando que querréis asearos, niñas. Prepararé un baño de espuma para Jenessa y la ayudaré a bañarse, si a ti te parece bien, Carey.

Vacilo un instante mientras una imagen de la espalda de Nessa me inunda el cerebro. Es imposible ocultarla para siempre, supongo, aunque ojalá pudiera. Le respondo con la voz entrecortada.

—Gracias, señora.

Me alegro de poder bañarme yo sola. Me siento muy sucia, y entusiasmada por poder lavarme con agua caliente de verdad. Es curioso lo rápido que se acostumbra el cuerpo a las comodidades de la vida moderna. La tina metálica parece ahora algo tan lejano… como bañarse entre hordas de dinosaurios.

—¿Te has metido en una ducha alguna vez?

Mirándome los pies, me pongo roja como un tomate.

—Una vez, en el motel. El agua caliente y la fría se mezclan.

—Eso es. Arriba, el agua caliente es el grifo de la izquierda, y la fría, el de la derecha. Cuando la temperatura esté bien, levanta el tirador del medio y el agua saldrá del cacharro que hay en el techo.

—Gracias, señora. —Miro a Nessa, y es imposible no sonreír al verle la nariz manchada de jarabe—. Melissa te va a dar un baño. Haz caso de todo lo que te diga, ¿vale?

Nessa asiente y coge una de las manos de Melissa, sujetándola con las suyas, pegajosas. El corazón me da un vuelco, porque siempre hemos sido sólo ella y yo… pero eso no es normal. No para la mayoría de la gente, y yo quiero que Nessa sea normal. Quiero que pueda valerse por sí misma y que haya otras personas en quienes pueda confiar plenamente, de corazón. Ya no es un bebé. Se merece una madre de verdad, una madre como Melissa.

«Lo siento, mamá».

Melissa se la lleva de la mano y yo enjuago los platos en el fregadero, fascinada por el chorro de jabón azul y el estropajo, suave por una cara y áspero como la corteza de un árbol por la otra.

—Esto es un lavaplatos —dice mi padre, acercándose. Abre una puerta y extrae una bandeja superior y otra inferior, que salen rodando sobre unas ruedecillas—. No tienes que lavar los platos a mano. Los enjuagas en el fregadero y luego los colocas en las cestas. Las tazas y los vasos van en la de arriba, y los platos y las cazuelas en la de abajo. La máquina los lava en lugar de hacerlo nosotros.

—¿Con electricidad?

—Exacto, muy lista.

Va y viene de la mesa, dándome las tazas y los platos, que enjuago bajo un chorro de agua caliente y voy colocando tal como me ha dicho. Tararea una canción que no conozco, pero un compás o dos de la melodía sí me resultan familiares.

Se me resbala un plato y él lo atrapa en el aire. Encojo el cuerpo antes de darme cuenta de que sólo está pasándomelo de nuevo. Me concentro en ir distribuyendo las piezas de la vajilla. Si ha notado mi estremecimiento, no lo demuestra.

—Cómo resbalan estos malditos platos, ¿verdad? —dice, con voz seca.

Asiento, mirándole las botas, y veo cómo queda colocado el último plato y el último tenedor.

—¿Lo ves?

Saca una caja azul claro de un estante del armario y echa lo que parecen cristales de colores en un pequeño compartimento que hay en la puerta antes de cerrarla. Observo mientras hace girar un mando de la puerta hasta que señala «Lavado Normal». Doy un salto del susto cuando la máquina cobra vida. Los dos sonreímos.

—Sube a ducharte, anda. A las dos tenemos una cita con la señora Haskell. Su despacho está a unos treinta kilómetros de aquí. Tiene unos tests para vosotras, unas pruebas de nivel para la escuela.

Asiento cuando me falla la voz. «La escuela, como las chicas de mis novelas». Se me hace un nudo en el estómago al pasar por delante de Melissa, que está de rodillas junto a la bañera en el baño de la primera planta, cerrando los ojos con fuerza mientras Nessa chapotea y llena todo el suelo del baño de salpicaduras de jabón.

Pienso en la espalda de Nessa y salgo disparada escaleras arriba para irme directamente al cuarto de baño que comunica con mi nueva habitación y cerrar la puerta a mi espalda con el pie. Llego a la taza del váter justo a tiempo mientras los pancakes y el beicon me suben por la garganta y salen disparados hacia fuera, aterrizando con un sonoro chapoteo en el agua del retrete.

«No quiero ir a la escuela. El bosque es mi escuela».

Pienso en el motel, y cómo le enseñé a Nessa a usar un retrete después de ver cómo se sacaba un puñado de hojas del bolsillo del abrigo y me señalaba hacia los árboles del fondo del aparcamiento. Se me saltaban las lágrimas al ver su alegría por no tener que darse una caminata en plena oscuridad por lugares fríos y extraños. Tiró de la cadena con una sonrisa, viendo girar y girar el contenido y luego, como por arte de magia, desaparecer.

—¡Otra vez! —gritaban sus ojos—. ¡Otra vez!

Abro el grifo de la ducha, y al agua le falta el olor a pescado del arroyo al que me había acostumbrado y que, con el tiempo, incluso había empezado a gustarme. Juntando las manos bajo el chorro, me echo agua en la cara. Tras comprobar de nuevo que he cerrado el pestillo de la puerta, me desnudo por completo y me planto frente al espejo de cuerpo entero, en la parte posterior de la ducha. Nunca me había visto entera de una sola vez.

Veo un montón de ángulos unidos a los huesos. Me vuelvo y estiro el cuello por encima del hombro, recorriendo con los ojos las marcas blancas que me dejó la vara y las dos cicatrices redondas de color rojo púrpura de los cigarrillos de mamá, justo debajo del hombro izquierdo. Lo más reciente es un morado en el brazo, de cuando me resbalé por unas rocas mientras perseguía una codorniz.

Me quedo de pie bajo el chorro de agua caliente. Podría quedarme ahí para siempre. El bote rosa melocotón de la estantería lanza jabón líquido sobre un objeto blando y fibroso que cuelga de arriba. En el champú hay unas letras negras escritas: «Para frotar sobre el pelo». Otro bote, que se llama acondicionador, tiene más letras negras: «Después del champú, aplicar sobre el pelo. Esperar unos minutos. Aclarar con agua».

Así que uso los dos, entreteniéndome y disfrutando del vapor y el calor hasta estar limpia a rabiar. Pienso en san José y le doy las gracias por absolutamente todo: la comida abundante, el milagro de la electricidad, los retretes guarecidos del frío y que funcionan tirando de la cadena, el agua corriente y limpia, la espuma para Jenessa, el calor y las colchas y la toalla mullida y gruesa que me envuelve el cuerpo hasta darle casi dos vueltas enteras y que me llega prácticamente a los huesudos tobillos.

Oigo unos golpes suaves en la puerta y la voz de Melissa llega flotando, como un espectro a través del bosque.

—Tu hermana está lista. Ahora va a escoger la ropa. Tenemos media hora, ¿de acuerdo?

—Sí, señora.

—Hay un cepillo y un peine para ti, Carey, en el primer cajón.

—Gracias, señora.

La oigo marcharse y me dirijo al lavabo, donde abro el cajón de arriba. Dentro encuentro un juego de cepillo y peine de plata, antiguos, con mis iniciales grabadas en el metal: C. V. B.

Carey Violet Blackburn, como mi abuela.

—Deja que te peine el pelo, bizcochito.

—Muy bien, abuela.

—Ven a sentarte aquí en el taburete, anda. Buena chica. Un bizcochito para mi bizcochito cuando acabemos.

—Te quiero, abuela.

—Y yo te quiero a ti, mi bizcochito.

La abuela tenía un conjunto justo igual que éste. Jenessa, que es como una princesita, se va a volver loca cuando lo vea.

Me acuerdo del viejo cepillo para caballos que hemos estado utilizando los últimos años y del peine, con más agujeros que púas. Me moriría de vergüenza si Delaney o Melissa los vieran. Sin tiempo que perder, me meto en mi dormitorio y saco el cepillo y el peine, escondidos bajo mis camisetas, y los entierro en el fondo del cubo de la basura que hay en el baño. Voy a la habitación de Jenessa, saco las dos bolsas de basura del cajón de debajo de su cómoda y las coloco encima del cepillo y el peine, para mayor seguridad.

Me quedo ahí de pie, mirando la basura. Una vez más, el calor asfixiante me trepa por el cuello y las mejillas.

—Eres un bicho raro —dice mamá, sin miramientos—. Eres más rara que un perro verde, te lo tengo dicho.

Como si un cepillo de plata fuese a hacerme encajar en aquella nueva realidad.

«Sólo hay que fingir y creérselo hasta hacer que sea realidad», decía también, el mes entero que se pasó bajando a la ciudad para acudir a reuniones. En ellas, era una de las muchas mujeres que parecían mayores de lo que eran.

—¡La primera vez que no era la única a la que le faltaban dientes! —dice, y su risotada se convierte en un largo acceso de tos perruna.

—¿Te ha ido bien en la reunión?

—Hemos estao fumando un cigarro detrás de otro, nos han dao té gratis y hemos contao historias de calamidades y sufrimiento, si te refieres a eso. Hasta he conocido a un camello nuevo.

Me propongo seguir el lema de mi madre, que me parece muy inteligente. Jenessa tendrá que hacer lo mismo: fingir y creérnoslo hasta hacer que sea realidad. Ser chicas modernas, chicas normales, chicas con una segunda oportunidad en la vida.

—¡Quince minutos! —anuncia Melissa, con otro golpecito en la puerta. Oigo otro golpecito más suave, más flojo, y sé que Nessa está a su lado.

Me cepillo la melena, echándomela hacia delante para deshacer los nudos de las puntas. Doblo la toalla por la mitad, lamentando tener que desprenderme de ella, y la cuelgo con cuidado en la barra de la pared del baño.

Si no quiero tener que usar una cuerda como cinturón, entonces sólo me queda un par de vaqueros decente, los mismos que llevo desde hace tres días. Melissa ya ha lavado nuestra otra ropa, pero yo no me he visto capaz de separarme de estos vaqueros, aunque sólo sea los doce minutos que dura un ciclo de lavado, y a pesar de que la cuerda de tender se vea desde la ventana de mi dormitorio.

Huelo la tela vaquera y el olor familiar a humo de leña me invade la nariz. Aunque la verdad es que no quiero apestar a humo. Sin saber qué hacer, al final me echo un puñado de polvos de talco en la mano y los froto por la entrepierna del pantalón, por dentro, para que nadie los vea.

La única otra camiseta que tengo lleva por delante el estampado del símbolo de la paz, como en los sesenta, decía mamá, aunque yo no sé qué significa eso. ¿Sesenta melocotones? ¿Sesenta elefantes? ¿Sesenta símbolos de la paz?

Pensándolo bien, hago una bola con mi camiseta interior y la meto en la basura también. Acaba en lo alto de lo demás, pero no me importa. Me pongo una camiseta de tirantes en vez de la interior y mi camiseta encima, que huele bien, a aroma de pino y a sol de mentirijillas. «Suavizante para la ropa», lo llamó Melissa. Me pongo calcetines limpios y salgo de la habitación con mis botas vaqueras en la mano, con cuidado de no manchar de barro el suelo limpio.

En el pasillo, aplaudo a Ness al verla con su camiseta rosa y amarillo con un muñeco naranja delante. Mamá llamaba al muñeco «Elmo». Lleva un viejo par de Keds azules en los pies, un par viejo de Delaney, dice Melissa. Le quedan perfectas, y parecen casi nuevas. Los rizos rubios de mi hermana brillan, y una cinta rosa de Melissa atada a un lado en un lazo se los aparta de la frente.

—Estás guapísima —digo, emocionada.

Jenessa viene corriendo hacia mí y me abraza las piernas, y nos quedamos ahí un momento, abrazadas. Le tomo la mano y sigo a Melissa abajo.

—Gracias, Mel. Las niñas están guapísimas —dice mi padre, sonriendo—. ¿Preparadas?

Alarga la mano y toca uno de los rizos de Jenessa. Ella acurruca la cabeza en su mano y mi padre pestañea, perplejo, con la voz ronca.

—¡Qué amorosa es esta niña…!

Ness se aparta y sale disparada por la puerta cuando ve a Shorty royendo un hueso en el porche delantero. El animal lo abandona al verla y ello lo abraza con fuerza, enterrando la cara en su pelaje.

—Todavía no me lo creo. Esos dos están hechos el uno para el otro —comenta mi padre, meneando la cabeza.

—Los únicos animales que veíamos eran los que nos comíamos para cenar —le explico, y se me queda mirando al tiempo que su sonrisa se desvanece entre la bruma, igual que las montañas en las peores tormentas, esas que nos causaban goteras en el tejado, y mientras el agua iba goteando en las cazuelas metálicas oxidadas, las dos nos abrazábamos en la cuna para entrar en calor, con los labios y los dedos de los pies completamente azules.

Jenessa reaparece y coge a mi padre de la mano para llevarlo a rastras hacia la puerta. Veo el desfile de emociones en su cara —felicidad, tristeza, estupor, pena— antes de apartar sus ojos de los míos.

La gravilla cruje bajo los neumáticos cuando nos ponemos en marcha, camino abajo. Nessa va arrodillada de espaldas en el asiento, y se despide con la mano de Melissa, que se queda en el porche hasta que ya no la vemos.

—Date la vuelta, Ness, para poder abrocharte el cinturón.

Primero, me planto sus pies encima de mi regazo y le ato los cordones de los zapatos —siempre los lleva sueltos—, haciéndole unos lazos enormes y muy vistosos, de orejitas de conejo.

—¿Dónde has aprendido a hacer esos lazos? —me pregunta mi padre, atónito.

—De usted —contesto en voz baja cuando otro recuerdo encaja en su lugar, como una pieza de rompecabezas que sabe perfectamente dónde va antes de que lo sepa yo siquiera.

Me veo a mí misma, una niña de otro mundo, yendo en el coche junto a su padre.

—Oh, no… Me se han roto los sapatos

Hago pucheros y levanto el pie en el aire desde el asiento de atrás.

—¿Quieres que te haga unos lazos de orejitas de conejo?

—¡Orejitas de conejo! ¡Orejitas de conejo!

Mi padre mantiene la vista pegada a la carretera, con los nudillos blancos de tanto apretar el volante.

La voz de mamá también se abre paso a arañazos en mi cerebro.

—El muy hijo de puta nos dejó colgadas.

Pero tú dijiste que nosotras lo dejamos a él…

El rápido bofetón me deja la cara del revés.

—A mí no me hables así.

—Perdón, mamá.

Mi voz de niña de nueve años es más débil que el chillido de una ardilla cuando me toco la mejilla, sintiendo el escozor de las lágrimas en los ojos.

—Pues claro que fuimos nosotras las que lo dejamos a él, joder… Tenía que salvar a mi niña.

—Ya lo sé, mamá.

—Y ni se te ocurra ir por ahí contándoles nuestras cosas a los extraños. Las cosas de la familia se quedan siempre en familia.

Asiento enérgicamente con la cabeza, mientras su garra me aprieta el brazo con la fuerza de un torno.

—Si ves a alguien merodeando por este bosque —me dice, soltándome el brazo únicamente para sujetarme la cara entre las manos, tan fuerte que se me salen los ojos de las órbitas—, escóndete. Que no te vean, sobre todo, y hagas lo que hagas, nunca digas cómo te llamas.

—¿Por qué? ¿Qué pasaría, mamá? —pregunto, con la cara ardiendo.

Nessa se pone a berrear, reclamándome a su lado, pero mamá no me suelta.

—Se te llevarán, te separarán de mí y te harán irte a vivir con él. Y entonces yo no estaré ahí para protegerte.

—De acuerdo, mamá.

—Y ahora vete con tu hermana antes de que le dé un motivo de verdad para llorar.

El aparcamiento de los Servicios Sociales para la Infancia está abarrotado de coches, grandes como hormigas sobre un plato de judías en el suelo del bosque. Mi padre tiene que dar un par de vueltas por la parte de atrás para encontrar un hueco donde aparcar.

—Coge a tu hermana de la mano —dice mi padre cuando nos bajamos de un salto.

Levanto los brazos de ambas en una «V», con nuestros dedos de hermanas entrelazados.

—Ya se la he cogido, señor.

—Claro, ya lo has hecho. Siempre se me olvida que…

—No pasa nada, señor.

—A lo mejor está bien que siempre se me olvide, ¿no?

Sé qué es lo que quiere decir.

«Soy una niña, sólo una niña, que nunca habría tenido que ocuparse de esa manera de otra niña, su hermana, para empezar».

Jenessa ladea la cabeza y la echa hacia atrás. Sus enormes ojazos me acribillan a preguntas.

—Melissa ha dicho que sólo serán unos puzles o algo así, ¿te acuerdas? No tendrás que hablar si no quieres.

Nessa relaja la mano. Yo nunca le diría algo que no fuese verdad. Me agacho y rescato su mochila del asiento, un regalo de Melissa antes de salir de casa. Contiene dos sándwiches, una muda limpia y unas revistas para niños.

—Esa de ahí detrás es Blancanieves —dice Melissa, poniendo la mochila del revés.

La miramos sin comprender.

—¿Cómo? ¿No sabéis quién es Blancanieves? Es una princesa. ¿Sabéis quiénes son las princesas de Disney?

—Sabe quién es Cenicienta, señora. De su camiseta.

—¡Eso es! Cenicienta es una de las princesas. Tendré que desempolvar los libros de princesas de Delly para leértelos, Jenessa.

Nessa da una palmada de entusiasmo y se pone a bailar dando saltitos.

Sonreímos al ver a Cenicienta tender un puente entre nuestro bosque y la civilización. Por un momento, estamos las tres allí en el mismo puente, cómodamente. Por un momento, compartimos un mismo lugar.

Ness busca la mano de mi padre y formamos un tren un tanto torpe, subiendo en zig los escalones del edificio y avanzando en zag por los pasillos de mármol pulido. Me lo imagino allí dentro, abriendo la puerta beis con la placa que dice «SEÑORA HASKELL» en la parte delantera, hablando de la carta y de nuestro caso mientras yo guisaba las judías y hacía la colada en el arroyo y aplastaba las cucarachas que correteaban por la minúscula encimera, ajena al fin inminente de nuestro mundo.

La señora Haskell parece inmensamente contenta de vernos.

—Aaay… —dice cuando Ness se abalanza sobre ella.

Las caras familiares son un preciado tesoro para mi hermana. En un mar de árboles convertido en un océano de perfectos desconocidos, lo familiar lo es todo para ella.

—Hola, cielo. Hola, Carey. ¿No queréis pasar?

Mi padre me ofrece caballerosamente pasar delante. Nos sentamos enfrente de la señora Haskell.

—¿Cómo está yendo todo hasta ahora, señor Benskin?

Hay carpetas apiladas por todas partes salvo en su escritorio. Incluso sobre una silla vacía se erige una torre de papeleo que parece querer llegar hasta el techo, apuntalada por la misma pared en la que se apoya la silla.

—Nos está yendo muy bien, creo. ¿Verdad, chicas?

Jenessa suelta a la señora Haskell y se acerca tímidamente a mi padre para encaramarse a su regazo. La señora Haskell se vuelve hacia mí, aguardando mi respuesta.

—Sí, señora. Nos está yendo requetebién —digo, forzando una sonrisa.

—Me alegra oír eso. Me atrevería a decir que aquí huele a final feliz: «Y fueron felices y comieron perdices». ¿A quién no le encantan los finales felices?

Pienso en Jenessa. «Tenemos que estar siempre juntas. Ése sí es nuestro final feliz».

—Y ahora, vayamos al grano. Hoy yo trabajaré con Jenessa y tú estarás en una sala tú sola —dice, señalando unas hojas sueltas que hay encima de su mesa—. Éstas son unas pruebas escritas. Contesta a las preguntas que puedas.

Vacila un momento y espero, observando la lucha que se debate en su rostro.

—Perdona que te lo pregunte, pero… sabes leer y escribir, ¿verdad?

Se me encienden las mejillas.

—Sí, señora. Sabemos las dos. Yo le enseñé a Ness con unos libros. También le enseñé a sumar. Mamá encontró una pizarra en un mercadillo y fue lo que usamos. También teníamos unos libros de texto antiguos, montones de libros de Winnie the Pooh y la poesía del señor Hopkins, el señor Wordsworth, lord Tennyson, el señor Tagore y la señorita Dickinson, por mencionar algunos.

La señora Haskell exhala un suspiro. Parece aliviada.

—Eso está muy bien, Carey. Jenessa tiene suerte de tener una hermana como tú. Es mucho más fácil enseñar a leer, escribir y sumar a los niños cuando son pequeños.

Nessa sonríe, como si fuera muy lista y todo el mérito fuese suyo.

—Lo único que le pido —digo, despertándose en mi interior la mamá osa que llevo dentro— es que no la obligue a hablar si ella no quiere.

—¿Estás segura de que sabe hablar?

—Sí, señora.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque habla conmigo.

Me remuevo en mi asiento, sintiéndome como si estuviera traicionando la confianza de Nessa. Sin embargo, el hecho es que su decisión de seguir negándose a hablar también me preocupa. Como si no tuviéramos bastante con ser pobres y poco menos que unas salvajes y unas palurdas, el mutismo de Jenessa basta para etiquetarla como a un bicho raro. Es tan confiada, tan inocente… Eso es lo que más me preocupa.

—¿Habla contigo? ¿Y cuándo fue la última vez?

Miro a Jenessa, que está hojeando un ejemplar de una revista para niños que ha rescatado de su mochila. Se queda mirando la página, hipnotizada por un perro que se parece a Shorty como una gota de agua.

—Ayer.

Mi padre me mira a mí y luego a Jenessa. Una expresión de sorpresa y de alivio le invade el rostro. Lanza un profundo suspiro mientras juguetea con la gorra de béisbol que lleva en la cabeza.

«Él tampoco quiere ser un bicho raro».

—¿Y qué te dijo?

Vuelvo a mirar a Nessa, que parece relajada, como si no le importara nada.

—Dijo que Shorty era suyo.

Mi padre se echa a reír a carcajadas hasta llorar de la risa y hasta que la cara se le pone roja como un tomate. Cuando por fin logra serenarse un poco, las palabras le salen a borbotones.

—Me parece muy bien, tesoro. Encontramos a ese viejo chucho medio muerto en el bosque. Estoy seguro de que ella entenderá la sensación mejor que cualquiera. Es todo para ella.

Y eso es lo que tienen los niños pequeños, que aunque parece que no están escuchando, lo cierto es que lo oyen todo.

Nessa se precipita sobre mi padre y corre a colgarse de su cuello. Así, envuelta en sus brazos que parecen troncos de árbol, parece una ramita que podría romperse con el mínimo esfuerzo.

Siento como me embarga una sensación que no sé cómo contener. Es lo opuesto al sufrimiento y la preocupación. «Lo opuesto a las quemaduras de cigarrillo, a pensar que se nos acaban las provisiones, al cansancio de unos huesos fríos como el arroyo».

La señora Haskell, con los ojos chispeantes, carraspea para aclararse la garganta.

—Está bien, chicas. Carey, ve tú misma a la sala contigua a ésta. Sí, eso es, la que hay a la derecha. Señor Benskin, usted puede quedarse en la sala de espera. Yo trabajaré con Jenessa en esta mesa de aquí. Carey, llévate estas hojas contigo.

Me ofrece unas páginas. Me inclino hacia delante en la silla y las recojo.

—Por favor, escribe tu nombre y tu edad arriba a la derecha y responde el máximo de preguntas que puedas. No se trata de aprobar o suspender, sólo queremos ver en qué nivel estás.

—Sí, señora. —Me sudan las palmas de las manos y los vaqueros se me pegan a las piernas—. Haré lo que pueda.

—Muy bien. Ahora, Jenessa, tus pruebas son como un juego. ¿Te gustan los juegos?

Nessa abre mucho los ojos y asiente con la cabeza.

—Muy bien. Tú te sentarás en esta silla de aquí.

Mi padre y yo nos dirigimos a la puerta de mala gana, resistiéndonos a dejarla allí sola.

—Jenessa va a estar bien aquí conmigo. Lo prometo. Y ahora, fuera de aquí los dos, vamos.

Mi padre echa a andar hacia la sala de espera, pero yo me entretengo un poco más.

—Tranquila, Carey. De verdad. —La señora Haskell me mira directamente a los ojos—. Jenessa lo va a pasar bien, ya lo verás.

—Si me necesita, ¿la enviará a la puerta de al lado, señora?

—Sí, te la mandaré. Ah, y por poco se me olvida…

Haciendo resonar los tacones, se acerca a mí y me enseña una especie de palo largo y amarillo con una punta negra afilada y un cilindro entre anaranjado y marrón en el otro extremo.

—Esto es un lápiz. Sé que sabes lo que es un bolígrafo, ¿verdad? Vi algunos en la caravana.

Hago un gesto afirmativo. De tinta negra, se llaman Bic. Mamá los guardaba en una lata de té vacía.

—Bueno, pues un lápiz es algo parecido: una herramienta para escribir. Se escribe con la punta afilada y ¿ves esta cosa dura que parece una esponja? Es una goma de borrar. Si te equivocas, puedes borrar lo que has escrito con la goma.

Me quedo maravillada.

—Nos habría venido muy bien una de ésas cuando Jenessa estaba aprendiendo a escribir. —Cojo el lápiz de su mano extendida.

—Puedes quedártelo si quieres. ¿Ves lo que dice en el lado?

Lo leo en voz alta.

—Servicios Sociales para la Infancia y la Familia de TN.

—TN es la abreviatura de Tennessee.

—Donde vivimos —digo en voz baja.

—Eso es. Y ahora, ya puedes irte.

Mi lápiz y yo entramos en la habitación contigua y distribuyo las hojas en la superficie de la mesa alargada. Ahora ya no puedo ver una mesa sin pensar en un plato de beicon. Pienso que ojalá hubiese beicon también.

La primera parte es fácil:

Carey Violet Blackburn Edad: 15.

«Podría ser peor —me digo mientras me peleo con las primeras preguntas—. Podrías no saber leer o escribir. Podrías no haber tenido ningún libro, ni libros de texto, o aún peor, ninguna motivación para enseñar a Ness o a ti misma».

Para mi sorpresa, una vez comienzo, me sé las respuestas a la mayoría de las preguntas, y las de matemáticas son todavía más fáciles. Me acuerdo de los textos de álgebra y trigonometría que mamá nos trajo del mercadillo de segunda mano, y en las horas interminables que llenamos con historia y ciencia, poesía y Winnie the Pooh.

No voy a mentir. Había veces en que fantaseaba con cómo sería vivir lejos del bosque, ir a la universidad y tocar en la orquesta sinfónica, cuando Jenessa fuese mayor y no me necesitase tanto. Yo no iba a ser como mamá, ni hablar. Mis estados de ánimo son estables, previsibles. Yo no soy bipolar, estoy segura de eso. No pienso tomar drogas. Supe cuidar de mí misma y de una niña pequeña, además. Supe cómo darnos seguridad, supe cómo alimentarnos a ambas, supe cómo enseñarnos a aprender.

Acabo las páginas en un santiamén, en menos de dos horas, según el reloj de pulsera que Melissa me dio antes de irnos.

—Carey, tesoro, espera un momento.

Me pongo la camiseta rápidamente, antes de que abra la puerta de mi dormitorio.

—¿Sí, señora? ¿Necesita ayuda con Nessa?

—No, ya está abajo, lista para salir. Es que tengo algo para ti. Para darte suerte.

Me pongo rígida, sin saber qué hacer.

—¿Para mí, señora?

—Era mío, de cuando iba a la universidad. Fue un regalo de mi padre de cuando me gradué en el instituto.

Delaney, que pasa por delante de la habitación, se para a escuchar.

—Estira el brazo.

Hago lo que me dice. Melissa me abrocha las delgadas tiras de un reloj de pulsera. Es la cosa más bonita que he visto en mi vida. No me puedo creer que me lo esté regalando.

—¡Mamá! —chilla Delaney.

—Tú ya tienes mi reloj de cuando me gradué en la universidad. ¡Tú tienes un montón de relojes, Delly! —exclama a voces cuando Delaney se marcha furiosa pasillo abajo—. No te preocupes por Delly. Ya le daré otro de los míos, si tantas ganas tiene de más relojes.

En esos momentos, observo atentamente las manecillas, poco más gruesas que una hebra de pelo de Nessa, mientras avanzan haciendo tictac por la esfera. El reloj es delicado, con una montura rectangular de oro y una esfera de nácar de color crema, con tiras de cuero claro y un broche diminuto de oro para la sujeción.

Es un reloj bueno… requetebueno, en realidad. Nunca en toda mi vida había tenido algo tan bueno.

Respondo la última pregunta y suelto mi lápiz. Decido que me encantan los lápices. Menudo invento más práctico, el que más. Estiro un poco las piernas y me asomo a las ventanas de la pared del fondo. Los cristales tienen forma rectangular, y las hojas se extienden desde la cintura hasta muy por encima de mi metro setenta de estatura.

Descubro un patio repleto de niños de la edad de Nessa y aún más pequeños que se columpian, se cuelgan de unas barras y trepan por una especie de jaula semicircular con peldaños.

Unas mujeres vestidas como la señora Haskell llevan unas carpetas en las manos y hablan con unos adultos que, sentados en unos bancos, observan a los niños. Algunas de las mujeres me recuerdan a mamá: ropa vieja y el pelo despeinado, fumando un cigarrillo detrás de otro, y a pesar de la distancia que me separa de ellas, salta a la vista que son unas fanfarronas que se comportan con toda la chulería del mundo, tan evidente como el moho en una loncha de carne rancia.

Un torrente de sentimientos me recorre todo el cuerpo cuando pienso en mamá. Su recuerdo me asalta como el chasquido de una trampa para osos barata que no se puede desactivar.

«¿Dónde está? ¿Por qué nos ha abandonado? Podría haberle dicho adiós a Nessa al menos…»

Doy un brinco al oír el ruido de la puerta a mi espalda. Asoma la calva brillante de un hombre.

—Estoy buscando una sala vacía.

—Puede quedarse en ésta, señor.

—No te dejes tus papeles —dice, señalándolos.

Tropezándome, recojo las hojas y paso deslizándome por su lado para cruzar la puerta, con cuidado de no rozarme.

Traviesa, me asomo a hurtadillas a la minúscula ventana de cristal de la puerta del despacho de la señora Haskell. Haciendo honor a su palabra, ella y Jenessa están absortas en una especie de puzle hecho de piezas de madera amarillas, azules, rojas y verdes.

Las observo un momento. Nessa sonríe. Eso es lo único que necesito saber. Sigo andando en dirección a la sala de espera.

Mi padre está sentado en una silla en la esquina, el sol cayendo a raudales por una ventana en lo alto mientras lee el periódico. Al verme, lo dobla y lo deja en el regazo.

—¿Cómo ha ido la prueba?

—Muy bien, señor.

Me siento en la silla más lejana a donde está él y balanceo las piernas.

—Me alegro. ¿Te importa si echo un vistazo?

Me acerco a él y le doy las hojas de mala gana. El punto por donde tenía sujetas las páginas está arrugado y húmedo. Es imposible no advertir la expresión de su cara cuando examina la parte superior de la hoja, mirándome a mí y luego a la página de nuevo.

Empujo el torso hacia delante para ver qué es lo que le llama tanto la atención, siguiendo su mirada. Sólo es mi nombre en la parte de arriba, tal como la señora Haskell me dijo que escribiera.

Mi padre vuelve a levantar la vista, frunciendo el ceño.

—¿Qué pasa, señor?

—Tenías que escribir tu edad aquí arriba…

—Y eso he hecho. Aquí está… —señalo la hoja, sin comprender—. Justo debajo de mi nombre.

—Pero es que has puesto quince años.

—Sí, señor.

Mi estómago hace un doble salto mortal al darse cuenta de algo que mi cerebro no ha registrado todavía. Pasó lo mismo cuando lo vi aparecer a él en el bosque.

Deja escapar un resoplido lento y prolongado, que huele a pasta de dientes y a tabaco.

—Naciste hace catorce años, Carey.

La sangre me palpita en el cerebro a golpe de tambor.

—Quince, señor.

Mi padre aparta la mirada, entrecerrando los ojos frente al sol de mediodía. Dice que no con la cabeza. La habitación se encoge a mi alrededor, y soy como Alicia después de comerse el trozo de pastel. Consigo enfocar la mirada de nuevo y mi cerebro necesita hacer acopio de toda su energía para asimilar sus palabras.

—Quince —digo de nuevo, con más énfasis, como si pudiera hacerlo realidad sólo con repetirlo una y otra vez.

—Catorce. Lo siento, Carey.

El pasillo está todo borroso cuando me lanzo corriendo hacia el fondo para salir por la puerta principal y atravesar el parking. «No puedo respirar». Me agacho detrás de su camioneta, resollando, con la camiseta pegada a la espalda.

«¡No! ¡No puedo tener catorce años si ya he tenido catorce años! ¡No puede ser que mamá estuviera tan loca!».

Mi cerebro se llena con los aullidos y los chasquidos del bosque del Obed. Es el murmullo de los árboles, llamándome, preguntándose por qué los he abandonado. Soy igual que mamá.

«¡Quiero irme a casa! ¡A mi casa!».

Los aguiluchos. Me concentro en los aguiluchos. Ness y yo los observábamos todos los días cuando ya habían incubado los huevos. Ella todavía hablaba por aquel entonces.

—Oh, no… —grita Nessa—. El nido del aguilucho se está rompiendo. Mira, Carey. ¡Se ha rompido!

—No, no se ha roto.

—Sí, sí, mira.

Me la subo al regazo; tiene las mejillas húmedas por las lágrimas.

—No, Ness. Con el tiempo, la mamá águila va quitando las ramitas y las hebras de paja una a una hasta que los pequeñines pueden aguantarse en equilibrio en las ramas.

—¡Estás mintiendo, Carey Blackburn! ¿Por qué iba a ser tan mala la mamá águila?

—No es ser mala. Es amor. Si la mamá siguiese llevándoles comida y se quedaran para siempre en su nidito tan calentito y tan cómodo, nunca serían lo bastante valientes para aprender a volar o salir a descubrir el mundo.

Con la respiración jadeante, Jenessa piensa en lo que acabo de decirle. Jugueteo con su pelo, esperando.

—Los pajaritos pequeñitos son igual que nosotras, ¿verdad, Carey?

—¿Qué quieres decir?

—Que son valientes, como nosotras. Nuestra mamá no está aquí. ¿Significa eso que también sabemos volar?

La estrecho entre mis brazos con fuerza. No lo sabe, pero es ella quien me da alas.

—Desde luego que sí, princesa. A nuestra manera, nosotras también sabemos volar.

No sé si la jarra de agua descascarillada seguirá allí todavía.

Y la tetera. Me acuerdo de la llave en el tronco hueco del nogal. ¿Y si alguien la encuentra y se la lleva?

Odio a mamá. La ODIO. ¿Qué clase de madre olvida la edad que tiene su hija? ¿Qué clase de madre no sabe llevar la cuenta de los cumpleaños siquiera?

—Eh, tú.

Mi padre se coloca delante de mí, tapándome el sol. Me da un golpecito en la bota de vaquera con su bota de trabajo.

—Lo siento, Carey. No sé por qué razón te mintió, como no fuese para ocultar vuestra verdadera edad con algún propósito legal.

—O a lo mejor la olvidó, simplemente. —No levanto la vista—. Pero Jenessa sí tiene seis años, ¿verdad?

—Sí. Eso al menos es correcto.

Me abrazo las rodillas y, al apretarlas contra el pecho, me duelen los brazos de hacer tanta fuerza. Compartimos el silencio un rato —seis minutos según mi reloj de pulsera—, y luego se dispone a volver al interior del edificio cuando, al cabo de unos cuantos pasos, se vuelve de nuevo hacia mí.

—Ni se te ocurra moverte de aquí, ¿me oyes? No sé si se te ha pasado por la cabeza escaparte, pero tu hermana te necesita. —Levanto la vista para mirarlo, con la cara hinchada y emborronada de lágrimas—. Yo también te necesito. Y Melissa me arrancaría la piel a tiras si volviera a casa sin ti. Os ha cogido mucho cariño, por si no te has dado cuenta ya. Espera que le traiga de vuelta a casa a sus dos niñas.

Me trago mis emociones con una sonora deglución. Se acerca de nuevo a mí y vuelve a darme un golpecito con la bota.

—¿Está claro?

Asiento con la cabeza, igual de muda que Jenessa. Luego lo observo mientras sus pies van alejándose, a pesar de que aún parece como si se acercara a mí en todos los sentidos que verdaderamente cuentan.

Me pregunto, en la pieza más oscura del puzle de mi corazón, si seguiría diciendo eso mismo si supiera lo de la noche cuajada de estrellas, si supiera la verdad.

Jenessa sería incapaz de contarlo. Aquello le había arrancado todas las palabras de golpe.

Yo llevo el secreto muy adentro, como mi propia piel, mi aliento o mis entrañas. Vino conmigo a bordo de la camioneta como vinieron aquellas tres bolsas de basura. Pese a las horas y los kilómetros de distancia entre ambas, la verdad siempre me acompaña como una garrapata, escondida en el lugar más húmedo y oscuro.

Rápida como los conejos que solía cazar para desayunar, atravieso el asfalto a todo correr y arrojo todo el desayuno.

—Tienes el estómago de un pajarito —dice mamá, con cara de pocos amigos—. Tienes que tener esos nervios bajo control, niña. ¿Por qué tienes tanto miedo? Si aquí no hay nadie más que tu madre

Durante todo el último año, apenas si estaba allí, con nosotras, y aun así, no estaba, aun cuando estuviese físicamente. Y eso sin contar las veces en que estaba allí y sólo se podía desear con toda el alma que no estuviese.