5

Me puse a alisarle el vestido a Nessa con movimientos exagerados y luego le peiné los rizos con los dedos. «Ahora, tranquilízate». Me erguí y saqué pecho. Los ojos de la chica perforaban el parabrisas como si fueran rayos láser.

Sé, como siempre he sabido, que soy el filtro de Ness. Ella siempre reaccionará ante las cosas en función de lo que haga yo, imitará todas mis respuestas, se sentirá cómoda cuando yo esté cómoda, segura de sí cuando yo me sienta segura de mí. Es lo que hacen los niños pequeños cuando confían en alguien.

Recuerdo aquellos ojos enormes mirándome cuando tenía poco más de un año. Le estaba dando el biberón, con más agua que leche maternizada. Mamá llevaba ya tres semanas sin aparecer, pero a Ness no le importaba porque me tenía a mí. Era como si la niña fuese mía, mi pequeña, y mis brazos una hamaca trenzada con los hilos del amor, acunándola sin cesar mientras ella hacía gorgoritos y sonreía como si yo fuese el mismísimo san José.

«Si yo estoy bien, ella está bien». Es lo mismo que tengo que hacer ahora.

—¿Estás lista?

Ness asiente con la cabeza, empapándose de confianza como por osmosis (y sí, sé lo que es la osmosis porque devoré los libros de ciencia de secundaria que nos trajo mamá como por osmosis, precisamente).

Salgo yo primero y luego agarro a Nessa por debajo de los brazos y la planto sobre el suelo de grava. Me coge de la mano, húmeda por el sudor, y eso la hace pararse en seco. Levanta la cabeza y estudia mi rostro.

—Todo irá bien. Nos tenemos la una a la otra, ¿no?

Se encoge a mi lado cuando llegamos al camino de entrada al porche. Miro a Delaney a los ojos y veo cómo los entorna y tuerce la comisura de la boca al ver el rosa omnipresente de Jenessa y la ropa zarrapastrosa que llevo yo, la camiseta raída en algunas partes y los vaqueros desteñidos después de lavarlos miles de veces en el arroyo. Me subo los vaqueros para que no me hagan bolsa. Es como si sus ojos me dejaran huellas dactilares por todo el cuerpo.

Mi pelo se resiste a quedarse quieto por detrás de las orejas, y desearía llevar alguna horquilla o un pasador. Vuelvo a remetérmelo por detrás, un pelo que me roza la cintura desde que perdimos nuestras únicas tijeras. Inspiro profundamente, temblorosa, y suelto el aire. «Yo controlo la situación». Sólo que ya no puedo convencerme a mí misma de que sea verdad.

—Encantada de conocerla, señora. Soy Carey, y ésta es mi hermana, Jenessa.

Extiendo la mano, con ketchup reseco en los dedos, pero si se ha dado cuenta, lo disimula muy bien. Me estrecha la mano entre las suyas, sonriéndonos a las dos.

—Es maravilloso conocerte, Carey. Y a ti también, Jenessa. Yo me llamo Melissa.

Ness asoma la cabeza desde detrás de mi cuerpo, agarrándose a las trabillas de mis vaqueros. Si sigue tirando de ellas con tanta fuerza, se me caerán al suelo ahí mismo.

—Debéis de estar muy cansadas después de vuestro viaje. Tengo la cena calentándose en el horno. Delaney os enseñará vuestro cuarto.

No parece darse cuenta de la manera en que su hija nos fulmina con la mirada. Bajo los ojos de Delaney, me arden primero el cuello y luego las mejillas. Delaney sonríe por primera vez al advertirlo.

—Voy por las cosas de las niñas.

Mi padre se va trotando a la camioneta y, cuando me acuerdo de las bolsas de basura, se me encoge el estómago. Estamos fuera de nuestro elemento, como peces aleteando en el nido de un pájaro, y veo que eso a Delaney no se le escapa. De hecho, creo que incluso se alegra.

Subo pesadamente los escalones y me detengo junto a la puerta para quitarme las botas y luego descalzar a Ness. Coloco el calzado ordenadamente a la derecha del felpudo y luego miro a Melissa.

—Eso es muy considerado por tu parte, Carey. ¿No te parece, Delly?

Delaney se encoge de hombros y, con el talón del pie, se quita primero una zapatilla de deporte y luego la otra, las recoge y se las lleva consigo.

Entramos en la casa, los ojos de Nessa abiertos como platos, saltando del fuego crepitante de una chimenea de verdad —dentro de una casa y no fuera— a los sofás enfundados en colchas de ganchillo como las que hacía nuestra abuela. La mirada de Nessa se detiene en las figuritas de porcelana que hay encima de la repisa de la chimenea, sin saber que no son juguetes. Yo sí lo sé, porque la abuela también tenía las suyas. Sólo por si acaso, tendré que acordarme de poner unas normas básicas para que Nessa no se meta en líos durante nuestra estancia.

—¡Largo de aquí, chucho sarnoso!

Shorty, que nos ha seguido, se encoge acobardado al pie de las escaleras, como si las palabras de Delaney fuesen bofetadas. Nessa da un respingo de entusiasmo y me suelta la mano para acercarse al perro, con la mano extendida. Shorty le olisquea los dedos, barriendo el suelo de madera con la cola. Nessa se agacha a su lado y lo abraza como a un viejo amigo al que no veía hace tiempo. Sonríe pletórica de alegría cuando el perro le lame la cara.

—Menos mal que luego os espera un baño a las dos. ¿No le da vergüenza dejar que un perro le chupe la cara? —Delaney observa a Jenessa con una mezcla de asco y fascinación. Esta vez, soy yo la que se encoge de hombros—. ¿Qué pasa? ¿Es que ésta tampoco habla? —exclama, dirigiéndose a su madre.

—Delly, por favor…

Nessa apoya la mejilla en la cabeza de Shorty, le da un último abrazo y luego se levanta. Le ofrezco la mano y ella me la coge, y entonces subimos juntas las escaleras. Delaney lanza un potente suspiro, como si fuéramos un tostón. Me muerdo la lengua, mi propia paciencia a punto de agotarse.

—Llévanos a nuestra habitación, ¿quieres? —le digo, retándola a que también ella lea entre líneas lo que no estoy expresando en voz alta.

En la segunda planta, la madera del suelo reluce como el cristal. Un tramo largo y fino de alfombra roja con retorcidas cepas bordadas en la orilla se extiende por la totalidad del pasillo. Delaney se para delante de la primeras dos puertas, una enfrente de la otra, y señala primero la de la izquierda y luego la de la derecha.

—Estas dos son vuestras habitaciones.

Nos deja allí de pie, y veo cómo la melena se le balancea por la espalda hasta que desaparece por la última puerta al fondo del pasillo.

Miro a Jenessa, que a su vez mira hacia el lugar por donde hemos venido. Para mi sorpresa, se pone a silbar —no sabía que supiese hacerlo— y Shorty aparece corriendo escaleras arriba y se precipita por el pasillo, deslizando las patas delanteras por la resbaladiza superficie. Las dos intercambiamos una sonrisa cuando reduce la velocidad y pasa a la alfombra, con los ojos brillantes dirigidos a Nessa.

Extiendo la mano tímidamente y le acaricio la cabeza, reparando en su pelaje, suave como el terciopelo. Sin embargo, no es mi atención lo que busca. Nessa se deja caer sobre la alfombra, riendo. Le rasca el lomo y la barriga, y el animal retoza con la pata delantera.

Shorty nos sigue de una habitación a otra. La mía —y sabemos que es la mía porque están allí mis cosas— no se parece a nada que haya visto en mi vida. Hay una cama, una cama de verdad, y es enorme. Nessa recorre con los dedos las costuras de la colcha de patchwork, un fondo de color escarlata con parches de distintos colores salpicados de florecillas silvestres y soles pequeñitos. Es una de las cosas más bonitas que he visto en mi vida y yo también tengo que tocarlo para creerlo.

Hay una estantería en la pared más larga, que ya está llena de libros, y una figurita de porcelana que se parece a las de abajo está en medio del tapete de blonda que hay encima de la cómoda.

En la pared de enfrente hay un dechado enmarcado, con su cristal y su marco oscuro, donde se lee: «Nuestro hogar está donde está el corazón».

—Ahora vamos a ver tu habitación.

La llevo a lo que parece otra dimensión.

«¡SÓLO SE ADMITEN PRINCESAS!» anuncia la placa de la pared, y Nessa junta las manos, entusiasmada. La habitación entera es toda rosa y blanco, con las paredes amarillo vainilla. Ella también tiene una estantería llena de libros en la pared, y otra colcha de patchwork de color rosa palo con cuadrados de mariposas. Nessa levanta los brazos hacia una pequeña vitrina colgada en la pared, donde un perro de porcelana monta guardia junto a la figurita de una niña, las delicadas piezas hábilmente fuera del alcance de los dedos más bien torpes de una cría de seis años.

—Luego te las bajaré para que puedas verlas, pero esa clase de muñecos no son juguetes, Ness. Están hechos de algo parecido al cristal… ¿Te acuerdas de cuando se me cayó aquel tarro y se hizo añicos en todo el suelo de la caravana?

Ness asiente despacio, como en trance. No escucha una sola palabra de lo que le estoy diciendo.

—¿Cómo habrán sabido lo del color rosa? Dejaré la puerta abierta, ¿vale? Estaré justo ahí delante, al otro lado del pasillo, si me necesitas.

Pero cuando me voy para dirigirme a mi habitación, ella no se despega de mi lado, y se sube a mi cama y empieza a saltar en ella con los pies descalzos.

Hay una puerta en la pared más corta. En el interior, huele a cedro, y eso rescata de mi memoria algo que hacía años que no recordaba: el arcón de madera de cedro donde mamá guardaba sus recuerdos de antes del bosque. Las fotografías de sus recitales, de una chica de rasgos afilados con un corte de pelo que mamá llamaba «alborotado»; las cuerdas de su violín, que coleccionaba de forma compulsiva; un álbum con recortes de periódico; cartas de la abuela mezcladas con tarjetas y postales antiguas de mi padre.

Este armario está vacío. Acaricio las perchas con la mano y sus esqueletos se entrechocan y tintinean desde una barra metálica que va de un extremo al otro.

—¡Nessa, mira! ¡Un cuarto entero sólo para la ropa! Me parece que es más grande que toda nuestra caravana…

Me vuelvo hacia ella. Mi hermana está sentada como una muñeca de tamaño natural apoyada en el cabezal de la cama, roncando suavemente. Shorty, acurrucado en su regazo, me mira fijamente.

—Está bien, chico. No me importa.

El animal cierra los ojos. Ha sido otro día muy largo.

Con cuidado, saco una colcha de ganchillo del estante superior del armario, el único objeto que hay en todo el vestidor. Nessa vuelve a llevar los pies sucios, pero es una suciedad limpia, como diría mamá. Huele a sudor, pero es un sudor suave. La tapo con la colcha, esperando no estar haciendo nada inconveniente. A mi hermana nunca se le ha dado bien seguir planes u horarios preestablecidos.

—¿No debería darse un baño antes de que la metas en la cama? Lleva los pies asquerosos.

—Eso es porque se le ha metido el bosque en los zapatos. Se duchó esta mañana.

Delaney está de pie en la puerta, con los brazos en jarras.

—Esta no es su habitación.

—Sí que lo es, si ella quiere. —Llevábamos toda la vida compartiendo habitación—. No me importa si quiere quedarse aquí conmigo.

—A mi madre no le va a hacer ninguna gracia que Shorty se suba a la cama. Ese chucho ya tiene una suerte inmensa de que lo dejen dormir dentro de la casa.

Delaney se aparta cuando mi padre entra en la habitación andando pesadamente y suelta una de las bolsas de basura en el suelo, junto a la pared.

—He llevado las otras al cuarto de Jenessa —dice en voz baja, sonriendo al ver a Nessa y Shorty roncando juntos—. He visto un montón de cosas rosas y de libros de Winnie the Pooh y he supuesto que sería su bolsa.

—Gracias, señor.

Delaney se fija en la bolsa de basura y su boca se estira en una línea recta.

—Puede dormir así. El baño puede esperar a mañana —añade mi padre, mirando a Delaney con gesto severo—. Y estoy seguro de que a Melissa no le importará lo de Shorty.

—Pero ¿qué es lo que le pasa? —Delaney desplaza la mirada de Nessa a mí, con ojos crueles.

Procuro morderme la lengua al hablar.

—No le pasa nada. Está durmiendo. Está cansada.

—No, quiero decir que por qué no habla… —Delaney escudriña mi rostro, como si esperase que fuese a mentirle.

—Puede hablar si quiere, sólo que no quiere, la mayor parte del tiempo.

—Mi madre tendrá algo que decir al respecto.

—¿No tienes que hacer deberes, Del? —dice mi padre, pero es una orden más que una pregunta.

Me pongo nerviosa al imaginarlos intentando hacer que Nessa hable y pensando en la pataleta que montaría si la obligan a la fuerza. Es imposible obligarla a hacer algo que no quiere, sobre todo cuando está en su derecho. Son sus palabras. Es ella quien decide utilizarlas… o no.

Delaney no le hace caso.

—¿Por qué llamas «señor» a tu propio padre?

Me está poniendo de los nervios, pero al menos se ha olvidado de las bolsas de basura.

—Mamá dice que es una señal de respeto dirigirse a un hombre como «señor» y como «señora» a una mujer.

Delaney suelta una risita burlona, como si yo tuviera que ser la última persona en saber eso, viniendo de donde vengo.

—Bueno, pues yo los llamo por sus nombres, mamá y papá. Son familia, no extraños.

«Para ella, a lo mejor».

Por dentro, siento el dolor de la pieza del rompecabezas que encaja en ese rincón olvidado. Es evidente que ella piensa que es su padre, y no el mío, a pesar de que compartimos la misma sangre. Tal vez tiene razón. Me pregunto si sabrá que él nos pegaba a mamá y a mí, y si le habrá pegado a ella alguna vez. Sólo que no es la clase de pregunta que se le hace a alguien, sobre todo a una extraña.

—Supongo que somos hermanastras. Eso es lo que ha dicho mi madre. Aunque no sé si quiero ser la hermanastra de una niña retrasada.

—No es retrasada.

Le contesto en tono neutro, desapasionado, a pesar de que el calor encendido, desgarrado como un relámpago, me arde por las venas. Conozco a las chicas como Delaney de algunos de mis libros. Son abusonas y les gusta burlarse y meterse con los demás. Niñas malas que se ríen cuando otras niñas se caen o lloran.

—Y ahora, si no te importa… —digo.

Se queda ahí plantada como un pasmarote y entrecierra los ojos. «Ojos de halcón —pienso—. No son de fiar. Siempre van por los pequeños y por los débiles».

—¡He dicho que te vayas, por favor!

Delaney cierra el pico de halcón y sale indignada por la puerta. Yo me desplomo en la cama, hundida en el borde, tratando de asimilar mi nueva vida. En el bosque, tienes todo el día y la noche para asimilar las cosas. Aquí fuera es distinto, no hay tiempo.

—No es tan terrible cuando la conoces de verdad —dice mi padre, asomando la cabeza al pasar.

Me pregunto qué habrá oído.

—Para ella también ha sido muy duro todos estos años. En realidad, es culpa mía, así que enfádate conmigo y no con ella, ¿vale? ¿Quieres la puerta abierta o cerrada?

—Cerrada, señor.

Suelto el aire. Pestañeo para contener las lágrimas que amenazan con escapar. Siento un nudo en el estómago, igual de grande al menos que la distancia que hemos viajado desde nuestro bosque. «¿Y si no lo consigo? ¿Qué pasa entonces?».

Shorty lanza un gemido y sale de debajo del brazo de Nessa, avanzando hacia mí a rastras sobre su barriga, hasta colocarse a mi lado. Apoya la cabeza jaspeada de gris en mi rodilla con un suspiro y me lame la piel con actitud vacilante. Me agacho y lo olisqueo. Huele a jabón, a algo como de jazmín, que me recuerda al pelo de la señora Haskell.

Las lágrimas me salen a borbotones, calientes como el agua del arroyo en pleno verano. No tengo ni idea de cómo funciona el mundo civilizado. Tengo la cabeza a punto de estallar, como una habitación abarrotada de muebles, hasta los brazos de las sillas y las patas de los sofás me pinchan y los cojines y los almohadones conspiran para asfixiarme. No hay espacio para moverme. ¡Ni para pensar siquiera!

Vuelvo el rostro hacia la ventana, el cristal ensombrecido y empañado con nuestro vaho colectivo. Oigo en mi mente el silbido de mis árboles en el viento y se me parte el corazón en mil pedazos, porque ya no estoy allí para contestarles silbando. Una madre desaparecida y unas reservas menguantes de latas de conserva son un granito de arena en comparación con esto.

Inclino el cuerpo y me abrazo a Shorty, un alma gemela como la que más. Nosotros, dos criaturas arrancadas de cuajo de la vida salvaje. Una pata perdida. Una chica perdida. Me examino los vaqueros, el agujero irregular justo debajo de la rodilla, en el punto donde me los enganché con la alambrada al volver (con las manos vacías) de pescar. No me extraña que Delaney se burle de nosotras. Parecemos exactamente lo que somos: dos niñas pobres y harapientas.

—Adelante —digo al oír que llaman a la puerta. Me incorporo y me seco las lágrimas rápidamente—. ¿Qué quieres ahora? —exclamo con un gemido al ver la cara de Delaney en el umbral.

—Toma —me dice, lanzándome una colcha de ganchillo—. No querrás despertar a tu hermana destapándola. Esta es para ti.

—Gracias.

Se queda mirando la bolsa de basura, con una expresión distinta esta vez.

—¿Qué es esto? —pregunta, tocando con el pie el estuche del violín, apoyado junto a la bolsa.

—Un violín.

Casi me atraganto con la palabra que empieza por «V» y que contiene una historia del tamaño de un planeta, una historia capaz de romperme el alma si la dejo, desparramándose por mis entrañas como el pastel de mermelada de la abuela la primera vez que hundes un cuchillo en él.

Intercambiamos una mirada.

—¿Sabes tocarlo?

La miro de arriba abajo: su pelo rubio ceniza perfecto y brillante, sus vaqueros bordados con incrustaciones de pedrería, sus calcetines de un blanco inmaculado… Salta a la vista que nunca han pasado por el agua del arroyo.

—Lo toco desde que tenía cuatro años. Mamá… Mi madre me enseñó. Era concertista de violín.

—Eso es lo que dijo mi padre. Dijo que tu madre podría haber sido famosa si no se hubiese metido en…

—Estoy muy cansada —la interrumpo, y esta vez Delaney se ruboriza—. Todavía tengo que instalarme y ordenar mis cosas y las de Nessa…

—Ah. Bueno. —Hace una pausa y luego añade—: ¿Necesitas ayuda?

Pienso en nuestras cosas, básicamente el material más adecuado para acabar en bolsas de basura, cuando te paras a pensarlo.

—Mmm… Gracias, pero puedo yo sola.

Cierra la puerta y me quedo a solas en territorio extranjero, este reino llamado Nuevo Dormitorio, tan limpio que me duele hasta el cerebro. Mientras saco mis cosas, lo hago procurando no tirar el contenido de la bolsa sobre la alfombra. Doy vueltas entre los dedos al pedúnculo de una hoja suelta y luego me la aplasto contra la mejilla. «Mi casa…». Shorty se encarama de nuevo junto a Nessa y vuelve a dormirse.

—Buen perro —digo, y abre un ojo para que yo sepa que ya lo sabe.

Al cerrarse, la puerta ha lanzado un chasquido pegajoso. Olisqueo el aire. Pintura. «Hasta han pintado por nosotras».

Es fácil deshacer las maletas. En apenas unos minutos, ya tengo mis escasas pertenencias colgadas en perchas, mientras el estante inferior del armario sigue desamparado y prácticamente vacío, salvo por el álbum de recortes de mamá y mi bloc de dibujo. Coloco el estuche del violín en el estante superior, deseando que ojalá nadie supiera de su existencia.

Se me hace un nudo en el estómago al colgar el abrigo en una de las perchas y ver su reflejo en la luna de cuerpo entero del interior de la puerta del armario. Es un abrigo de invierno de color azul marino con remiendos en los codos, descolorido en algunas partes, no muy distinto de mis vaqueros. Había encontrado el abrigo en el bosque, la tela apestando a hojas húmedas y meados de gato, este último un olor que no había conseguido eliminar pese a las múltiples lavadas en el arroyo.

—Bah, ¿qué importa eso? —dice mamá, mirándome con dureza—, tienes tu abrigo, un abrigo la mar de calentito, como por el que he estado rezando todo este tiempo.

Ojalá hubiese estado rezando para que tuviera un abrigo comprado, nuevecito, con el forro de imitación de borreguito y no así, y con todos los botones. No con cuatro de seis.

—Pero tú bien que tienes un abrigo… Comprado y con cremallera.

—Cuidado con esa boquita, niña. Aquí la adulta soy yo. Yo soy la que cuida de vosotras dos.

No lo digo, pero no es ninguna de esas dos cosas. Al menos, no se comporta como si lo fuera, eso seguro.

—Da gracias por lo que tienes, Carey —dice, y me conoce tan bien que ni siquiera esconder la mirada me sirve de nada—. Ese abrigo te llega justo a las rodillas. Aquí no vamos de elegantes ni falta que nos hace. Lo que importa es que abrigue, da igual el aspecto que tenga.

«O el olor», pienso, resignada.

Pero tenía razón. Cuando llegó el invierno, cuando Jenessa y yo nos poníamos calcetines a modo de manoplas, las dos teníamos abrigos para poder salir a jugar en la nieve en vez de quedarnos encerradas en la caravana. También dormíamos con los abrigos puestos, para no estar toda la noche tiritando y despertándonos mutuamente.

Miro a Jenessa, que respira por la boca, y a Shorty, con las orejas tiesas, como a la espera de nuevas instrucciones, decidido a hacernos una oferta de dos por uno. A mí no me importa en absoluto.

—Quédate aquí. Vuelvo enseguida.

Dejo la puerta entreabierta y me llego de puntillas hasta la habitación de Jenessa. Saco de la bolsa sus juguetes y su ropa, una ropa que huele al humo de leña del fuego que encendí anteanoche. Su abrigo es del Ejército de Salvación, de un tejido rosa pálido que le llega a la cintura. Me lo acerco a la nariz e inhalo el olor, pero sólo consigo que el dolor se agudice.

Los estantes del armario se llenan enseguida con sus cajas de puzles y sus juegos de mesa, el Scrabble y el Serpientes y Escaleras. Una Barbie desnuda y con la nariz emborronada se sienta recatadamente con las piernas colgando por el borde del estante. Coloco sus zapatillas de deporte en el suelo, abajo, y dejo su perrito de peluche y el osito manco en la mecedora de tamaño infantil. «Quedarán muy bonitos en la cama cuando estén limpios».

Lleno una estantería vacía que hay enfrente de su cama con sus libros de Winnie the Pooh, incapaz de contar las veces que le habré leído cada uno de ellos, las historias grabadas en el corazón de las dos.

Sus calcetines, braguitas y camisetas interiores van a los cajones de la cómoda. Cuando termino, doblo las bolsas de basura en cuadrados y mi cerebro vuelve a la carta de mamá como haría la lengua a un diente de leche que se mueve. Siento la quemazón del papel en mi bolsillo, pegado como mi propia piel cuando camino. Meto las bolsas en el cajón del fondo de la cómoda y luego vuelvo a mi habitación y cierro la puerta a mi espalda.

Hay un reloj en la mesita de noche que anuncia las ocho y media en unos números clarísimos. Ni siquiera te hace falta saber leer la hora: el reloj la anuncia por ti.

Me maravillo con los interruptores de la luz; en nuestra caravana no funcionaba ninguno, pero aquí funcionan perfectamente. Acciono el interruptor hacia abajo y la habitación queda a oscuras salvo por un bonito rectángulo de porcelana de color crema en un enchufe. Parece una escultura, y me agacho en el suelo para examinarla. Tallado en su superficie hay un hermoso ángel que ayuda a dos niños regordetes a cruzar un puente. Las alas del ángel me recuerdan a las de un búho, o a las de un águila, por lo majestuoso.

Me acurruco al lado de Nessa, Shorty a un lado y yo al otro, haciendo un samwich de Jenessa. La colcha que me ha dado Delaney está limpia, aterciopelada y calentita. Huele a flores. Me siento como una flor.

Se me cierran los párpados, arrullados por la respiración pausada de Shorty. Pero primero rezo una oración por mamá, para que ella también esté calentita y a salvo, con el estómago lleno. Y luego me abandono por fin y descanso, una sensación completamente extraña después de todas esas noches solas en el bosque, abrazada a la escopeta, bajo el brazo. Descanso como no había descansado desde la noche cuajada de estrellas, o desde que Jenessa era un bebé, tal vez. Desde entonces, toda yo he sido puro cansancio, hasta la médula de mis doloridos huesos.

Busco a tientas la escopeta, pero no está ahí; se me acelera el corazón cuando las sombras del Bosque de los Cien Acres se metamorfosean en gigantes descomunales de más de seis metros de altura. «¿Quién es? ¿Quién es?», se oye el eco entre las hojas de los árboles, y una lechuza pestañea y contesto: «Soy yo». Y es que sólo soy yo, porque Jenessa no está. Desesperada, registro la caravana de arriba abajo, todo el campamento, la orilla serpenteante de las aguas turbias del Obed.

«¿Quién es? ¿Quién es?».

«¡No lo sé!».

Me caigo de la cama y aterrizo con gran estrépito sobre mi propio costado.

—Ten cuidado —dice Delaney, que sonríe burlonamente desde la puerta—. Mi madre me ha dicho que os despertara para desayunar. Como os fuisteis a dormir sin cenar y eso… —Arruga la nariz—. ¿Habéis dormido con ese saco de pulgas en la cama toda la noche? ¡Qué cutre!

Técnicamente, no sé qué significa eso de «cutre», pero su expresión facial transmite el significado a la perfección. Irrumpe en la habitación y tira abruptamente del collar de Shorty. El animal protesta, apretándose con fuerza contra Nessa, su cuerpo un peso muerto.

—Déjalo en paz —ordeno, con la voz ronca aún teñida de sueño—. Ya lo bajaremos nosotras.

—Como quieras. Pero dale caña, ¿eh? Si mi madre se ha tomado la molestia de cocinar para vosotras, lo mínimo que podéis hacer es comeros el desayuno cuando todavía está caliente.

«¿Dale caña?».

Me levanto del suelo, sin hacerle caso, y le doy unos golpecitos suaves a Jenessa en el hombro.

—Vamos, cariño, despierta. Ya es de día.

Delaney suelta una risa burlona, un sonido horrible que me juro no hacer en la vida. Incorporo a medias a Ness, hasta colocarla con la espalda apoyada en el cabezal de la cama, como había empezado la noche anterior.

Encima de la mecedora están los vaqueros de ayer. Me arden las mejillas con Delaney ahí plantada en la puerta mirándome mientras me los pongo. No pienso cambiarme de camiseta delante de ella, me da lo mismo lo que piense.

—Estás más plana que una tabla de planchar. ¿Es que no tenéis melones en el bosque?

—¿Te refieres a gente como tú?

—Touchée —dice con una sonrisa franca en lugar del gruñido de enfado que yo esperaba.

Me envuelvo con la colcha de ganchillo. Shorty abre un ojo, como si supiera qué es lo que viene a continuación.

—Vamos fuera, chico —digo.

Shorty se despega de mi hermana y salta de la cama con cuidado. Lo vemos desperezarse.

—Está artrítico, el viejo chucho. Creía que habías dicho que nunca habíais tenido un perro.

—No hace falta ser un genio para saber que tiene que salir por las mañanas.

—¿Quieres que me quede y ayude a Jenessa a vestirse?

Hurgo en sus ojos, muy adentro. No veo señales de malicia o engaño.

—Como quieras. Pero por las mañanas le cuesta un poco. Asegúrate de que no vuelve a dormirse. Si se duerme, quítale la colcha. Dile que se ponga braguitas, camiseta interior y calcetines limpios… Están en el cajón de arriba de la cómoda de su habitación, y sus vaqueros y sus camisas están en el armario. Y que se lave los dientes. Hay que estar encima de ella o no lo hará.

A Delaney parece sorprenderle que algo como una muda limpia y cepillarse los dientes sea importante para nosotras. Yo la miro con cara de exasperación y sigo a Shorty pasillo abajo.

Es verdad, puede que no hayamos tenido muchas cosas en nuestra vida. Ni una casa bonita, ni ropa cara, ni cosas de las que presumir, pero yo siempre me he asegurado de que fuésemos bien limpias. Ir limpio es gratis.

Mamá dijo una vez que los dientes son como los padres: toda la vida tenemos los mismos. Ser pobre no es motivo para no cuidarlos. Ness y yo nos hemos bañado en la tina de metal durante todo el año, con el sol ayudando a calentar el agua en invierno, aunque entonces, suerte habíamos tenido de enfrentarnos al agua una vez a la semana. Pero el resto del tiempo, nos habíamos bañado dos veces a la semana, y eso no incluía todas las veces que nadábamos en el río. Mamá decía que una persona se conforma y sale adelante con lo que tiene, y eso es lo que hemos hecho.

Shorty me espera al pie de las escaleras, mirándome mientras voy bajando poco a poco, armándome de valor para tratar con mi padre y Melissa y todo el ruido del mundo civilizado. Sin embargo, no veo a mi padre por ninguna parte. Me rugen las tripas al percibir los olores que emanan de la cocina.

«Beicon, otra vez».

Algo chisporrotea en los fogones. Una mujer tararea una canción. Como un fantasma, paso de puntillas, agarrando a Shorty del collar y llevándolo afuera por la puerta principal. El perro echa a correr, espantando a una bandada de pájaros, y unos pegotes de tierra salen disparados de sus patas en movimiento. Aspiro el aire de finales de octubre, fresco pero soportable con la colcha echada sobre los hombros. Aunque ojalá tuviera una bata como la de Delaney, gruesa, calentita y antitiritones.

Delaney no duerme en camiseta. Anoche durmió con una camisa de manga larga llena de botones con unos pantalones a juego, la tela color crema brillante y con estampados de unos gatos agazapados en un ovillo. Sólo con mirarla ya sé que lleva sujetador, como mamá, y no camiseta interior, como yo.

Me miro el pecho. Estoy flaca como un palillo, igual que Jenessa, lo que hace que ahí arriba también esté escuálida.

Shorty regresa con un palo en la boca, jadeando y sonriente, y luego se aleja trotando con él. Cuando oigo el mugido de una vaca a lo lejos, me acuerdo de lo que dijo mi padre ayer en el coche. Vacas y cabras, un caballo viejo, una mula y burros. Una granja. No como un medio de vida, sino como un lugar con un montón de espacio para corretear.

Doy un respingo cuando su voz grave me sorprende por detrás.

—Veo que ya te has levantado.

Siento un ataque de timidez al volverme para mirarlo. Lleva una taza en la mano y un par de guantes de trabajo muy gastados asoman del bolsillo de su abrigo de piel de oveja.

—Shorty tenía que salir. Jenessa se está vistiendo y luego bajará.

—Entonces ¿habéis descansado bien?

Me da vergüenza decirle hasta qué punto. Dos almohadas para cada una; un colchón de verdad, y no dos mantas viejas cosidas y rellenas de periódicos viejos para amortiguar una cuna demasiado pequeña para dos niñas en fase de crecimiento. Colchas de verdad para no pasar frío, sin necesidad de dormir con los abrigos de invierno puestos… Me acuerdo de la mueca de burla de Delaney y me limito a asentir con la cabeza.

—Me alegro. Nos daba pena despertaros, estando las dos fritas como estabais.

«Calentitas». Levanto la mirada de sus botas. Prácticamente me las conozco de memoria a estas alturas.

—Gracias, señor, por la hospitalidad.

No sé qué más decir. El señala con la cabeza a lo lejos.

—Veo que has hecho nuevas amistades.

Supongo que se refiere a Delaney y pienso en lo equivocado que está, pero cuando sigo su mirada veo a Shorty jugando a pillar consigo mismo. Qué tontito…

—Le estoy muy agradecida a ese perro —digo, pensando en mi hermana.

—¿Has desayunado ya?

Niego con la cabeza y pienso en Nessa. Siento remordimientos al recordar que ella tampoco ha desayunado. Y lo que es peor, la he dejado sola con Delaney.

—Será mejor que vaya a ver cómo está Jenessa —digo, encogiendo los hombros para protegerme del aire frío, conteniendo el impulso de volverme a mirar por encima del hombro mientras arrastro los pies hacia la casa.

Siento sus ojos clavados en mí, tratando de conocerme igual que nosotras tratamos de conocerlo a él: la voz, la forma de andar, las palabras… las que se dicen en voz alta y las que no.

Me acuerdo del día de ayer. La señora Haskell tenía razón: Ness y yo tenemos que apoyarnos mutuamente y estar juntas. Ella va a necesitar mi ayuda para descodificar este nuevo mundo, con todas las cosas que no ha visto antes, como bañeras en un cuarto de baño, luces sin llama que no apestan a queroseno, carne de la tienda empaquetada en bandejas brillantes y transparentes. Estoy segura de que le va a gustar más que la trucha del arroyo o que la carne de las palomas o las ardillas.

Me odio a mí misma por pensarlo, pero sólo la cama y la comida ya merecen el riesgo de estar aquí. Al menos merece la pena intentarlo. Aunque ojalá tuviera mi escopeta conmigo. Pero cuando eché un último vistazo a la caravana antes de irnos, se me olvidó que la había dejado en el tocón del árbol. No sabía cómo explicar que la necesitaba, así que no le pedí a la señora Haskell ni a mi padre que me dejaran volver a por ella.

Una imagen que no dejo de ver en mi cabeza, como una fotografía gastada de tanto mirarla, es la primera vez que vi a Melissa en el porche. Deshaciéndose en sonrisas luminosas y en efusivas muestras de bienvenida, con una voz suave y sincera… tan diferente de las frases entrecortadas y enfurecidas de mamá, y de su voz ronca y áspera por el tabaco.

No me imagino a alguien como Melissa dejando que nuestro padre nos haga daño. Puede que, sencillamente, en el pasado estuviese furioso con mamá. A lo mejor había descubierto que fumaba mentanfeta o que bebía todo el alcohol que pillaba. A lo mejor yo tenía el sarpullido, el que mi hermana había tenido siempre hasta que intervine yo y me encargué de Nessa como si fuese mi propia hija, cambiándola y lavándola regularmente.

Es fácil enfadarse con mamá. Muchas veces se olvidaba por completo de nosotras, como cuando no aparecía por casa durante semanas y semanas, o cuando se olvidaba de abrazarnos o lavarnos la ropa. A mí no me importaba tener que encargarme de todo el trabajo, porque habría hecho cualquier cosa por Nessa, pero había veces en que mamá montaba en cólera y se volvía muy, muy mala, y nos dejaba la espalda y el trasero llenos de verdugones furiosos.

Se me acelera la respiración cuando pienso en los hombres de la ciudad que traía a casa. La cosa empezó cuando yo tenía ocho años. Sus manos sucias y ásperas como el papel de lija me frotaban sin contemplaciones el más secreto de los rincones de mi cuerpo, de terciopelo. Yo los veía darle dinero a ella, y al día siguiente, teníamos palomitas o chocolate caliente, o como aquella vez, el abrigo nuevo del Ejército de Salvación y las zapatillas de deporte de Jenessa.

Tuve suerte de que me viniera pronto. Lo de los manoseos se acabó en cuanto empecé a manchar. Sólo por eso ya valía la pena sufrir los dolores y dejarlo todo perdido cada mes.

Pienso en ese hombre, en ese padre, comparado con la versión de él que tengo en mi cabeza. Lo había odiado por hacernos daño, por hacer que no tuviéramos más remedio que marcharnos, porque le importáramos un bledo. Pero a lo mejor fue mamá quien nos hizo daño. A lo mejor estaba confundida y lo había entendido al revés.

Mamá siempre decía que las personas no cambian.

Desde luego, en el caso de mamá, parecía verdad.