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—En pie.

Ayudo a Jenessa a levantarse mientras el juez desaparece rápidamente de la sala del tribunal por una puerta lateral que según la señora Haskell conduce a su gabinete, que es como si fuera su despacho personal —barra— vestuario. No sé qué significa eso de «barra». La única barra que conozco es la que uso para sacrificar a los conejos.

—Muy bien, pues ya está —dice la señora Haskell, sonriendo.

Toda la cosa en sí se ha desarrollado en una mezcla de jerigonza, carraspeos y crujido de papeles, con unos cuantos hechos importantes clarificados de forma definitiva:

1. Es verdad. Cuando mamá se me llevó como lo hizo, quebrantó la ley.

2. El hombre era, efectivamente, quien tenía la custodia legal, como había dicho la señora Haskell. Yo no me lo había creído del todo hasta que oí al juez decirlo en ese tono tan oficial.

3. Ahora somos las dos del hombre.

4. La señora Haskell enviará al tribunal un informe mensual y tendremos reuniones semanales con ella para que supervise nuestros progresos.

5. No vamos a ir a ninguna casa de acogida… ni tampoco a volver al bosque.

Y eso ha sido todo.

Una vez en el pasillo, la señora Haskell se dirige a mí con los ojos empañados. Sé con certeza absoluta que le importamos de verdad, palabra de san José.

—¿Puedo darte un abrazo, Carey?

Me encojo de hombros, y cuando le dejo que me rodee con sus brazos, me siento tan incómoda como un cervatillo.

—Os va a ir estupendamente a las dos, ya lo veréis —me susurra, abrazándome con fuerza otra vez.

Retrocede un paso, hurga en su bolso y extrae un rectángulo de cartulina recia.

—Esta es mi tarjeta, con la dirección y el teléfono de mi despacho. Si tenéis algún problema o pregunta o si necesitáis cualquier cosa, no dudéis en llamarme.

La veo apartarle a Nessa los rizos de la frente, y el pelo de mi hermana lleva el halo del sol que se cuela por los ventanales.

—Niñas, cuidaos muy bien la una a la otra, ¿de acuerdo? Como hicisteis en el bosque. Lo hiciste muy bien, Carey. Lo hiciste de maravilla.

Agacho la cabeza y sonrío, desbordada por la marea de emoción inesperada.

—Va a ir todo estupendamente, lo sabes, ¿verdad?

Respiro hondo y busco sus ojos, verdes como los de mamá, pero agudos y transparentes. Señala con la cabeza en dirección al hombre y asiento de mala gana, mientras se desvanece la sonrisa. No veo que tengamos mucha elección.

La señora Haskell sonríe al mirar a Nessa, que salta a la pata coja por las baldosas resplandecientes, de un cuadrado blanco a otro, sorteando los jaspeados. Me pone su tarjeta en la mano.

—No lo olvides, Carey. A cualquier hora. Y mira en el reverso.

Le doy la vuelta a la tarjeta y veo unos números.

—Es mi teléfono de casa. Llama allí si lo necesitas.

Todos vemos la espalda de la señora Haskell alejándose por el pasillo, mientras se despide agitando la mano por encima del hombro sin volverse. Y entonces nos quedamos solos los tres, compartiendo el mismo ADN aunque, para el caso, es como si fuéramos de planetas distintos.

—Coge a tu hermana de la mano, Carey. Esperadme en las escaleras, que voy a traer la camioneta.

Le obedezco y tomo la mano cálida de Jenessa en la mía, que está fría, mientras lo seguimos, un poco rezagadas. Me tiemblan las piernas después de estar tanto rato sentada, pero Nessa parece encontrarse bien. Se frota la barriga haciendo pequeños círculos con la mano, con una expresión de súplica en el rostro.

—¿Ya tienes hambre?

Empieza a dar saltitos, moviendo la cabeza arriba y abajo.

—¿Te apetece un plato de judías cocidas con ketchup?

Enfurruñada, da una patada en el suelo.

—¡Lo digo de broma! Vamos a ver qué es lo que dice él, pero seguro que nos dará algo muy rico.

Echa a correr por el pasillo arrastrándome de la mano.

Sé perfectamente lo que dice, como siempre, aun sin palabras. Yo también me muero de ganas de probar la hambruguesa, y el batido, que recuerdo como algo parecido a un helado líquido. Aunque no me acuerdo de la hambruguesa, ni sé qué es una tortilla a la francesa. Las hambruguesas deben de ser algo que se come cuando tienes mucha hambre, supongo, como lo que comíamos en el bosque, mientras que la tortilla a la francesa… bueno, pues francesa significa que viene de Francia, así que imagino que será una tortilla como las que hacen en Francia.

Puede que vayamos algo atrasadas en algunas cosas, pero Ness y yo nos sabemos todos los países, eso seguro. Debemos de haber desmontado y vuelto a montar el puzle de madera que Ness tiene del mundo cientos de veces.

Sí sé lo que es la pizza, porque es la comida favorita de una niña que sale en uno de los cuentos de Jenessa, y se hace con pan, queso y salsa de tomate y luego se mete en el horno y se sirve en triángulos. Una vez hasta comimos tarta de leche frita, que mamá nos trajo a la caravana como sorpresa, acompañada de las risas y las sonrisas que significaban que su camello de metanfeta se había portado bien.

El hombre detiene la camioneta delante del juzgado y nos hace señas desde el asiento del conductor. Ayudo a Jenessa a subirse al vehículo y la siento en medio de los dos, colocándonos el cinturón horizontal por encima del regazo.

—¿Niñas, tenéis hambre?

Jenessa se pone a dar botes en el asiento, sonriendo y enseñando todos los dientes.

—Quiere saber si podemos comer hambruguesas y tortilla a la francesa.

El hombre —nuestro padre, ahora ya es oficial— nos lanza una sonrisa, una sonrisa radiante, una de las primeras.

—¡Pues claro! Las mejores las hacen en el Rustic Inn, pero todavía tardaremos media hora en llegar. ¿Podréis esperar tanto?

Jenessa suspira profundamente, y sus hoyuelos se transforman en un mohín. Mi padre hace un esfuerzo por no sonreír, y yo se lo agradezco: a nadie le gustan las niñas mimadas. Me acuerdo del bulto de la barriga de Nessa después del desayuno y me asombro al verlo cóncavo de nuevo, pero la suya no me parece una reacción graciosa, ni mucho menos.

Le doy un codazo a mi hermana.

—Podemos esperar, señor.

—Bien, porque merece la pena.

En minoría, Jenessa apoya la cabeza en mi hombro. Yo miro por la ventanilla, por encima de su cabeza, y veo desfilar el paisaje. Todo me resulta desconocido, y me siento desnuda sin el manto de nuestros esbeltos árboles. Incluso el sol parece más fuerte sin la fronda del millón de hojas centelleantes del Bosque de los Cien Acres.

Nessa mira por el parabrisas delantero, embebiéndolo todo. Para ella, lo nuevo es fascinante. Es incapaz de concebir que pueda ser otra cosa, pero yo sí. Aunque es bueno que le parezca emocionante, porque podría haber sido todo lo contrario, después de todos nuestros años recluidas en el Bosque de los Cien Acres. Podría haber reaccionado como reaccionó ayer. Y es que ayer me asustó de verdad.

Y todavía me preocupa. No puedo remediarlo. Callada y dulce puede no ser la mejor combinación para sobrevivir entre la gente de ciudad; ahí fuera, en la civilización, ahí fuera, en el mundo real.

En la camioneta sólo se oye el silbido del aire que se cuela por la rendija abierta de la ventanilla de mi padre.

Le tiro a Nessa de uno de sus rizos y ella me aparta de un manotazo, como si fuera una mosca.

Ya no soy la atracción principal.

Me da un ataque de maldad y se lo hago otra vez.

Entiendo algo de cámaras. Nuestra madre tenía una, una vieja Brownie, pero nunca teníamos ningún carrete para ponerle. Ness guardaba bichos dentro, como si fuera una jaula: escarabajos regordetes y hasta una mariposa una vez, y siempre los soltaba al cabo de cinco o diez minutos. Pienso que ojalá tuviera una cámara ahora mismo, mientras me río viendo a Nessa peleándose con una hambruguesa casi tan grande como su cabeza, el ketchup embadurnándole toda la boca como el pintalabios de mamá.

Ya sólo por la comida, pienso que la civilización vale la pena.

La tortilla está estupenda y el jugo de «la carne al punto» nos chorrea por la barbilla.

—Despacio, Ness. Mastica la comida —le digo, inspeccionando las paredes en busca de la puerta del baño, por si a nuestra pequeña loba hambrienta le da por vomitar.

Me distraigo momentáneamente al ver a un rollizo niño pequeño en una trona golpeando la mesa con una cuchara mientras hace ruiditos con los labios. «Me acuerdo de Ness cuando tenía esa edad, perfectamente. Mamá la sentaba encima de una pila de periódicos amarillentos y le rodeaba la cintura con una cuerda para atarla al respaldo de una silla».

Le quito la hambrugesa a Ness de la mano, la corto por la mitad y le pongo la mitad más pequeña en el plato. Ella agita las manos en señal de protesta y luego sigue comiendo inmediatamente.

—La señora Haskell ha dicho que vayamos con cuidado, señor. Que Ness tiene que ir acostumbrándose a la comida poco a poco.

Mi padre me mira en silencio y por un segundo, tan rápido y fugaz como el fogonazo del flash de una cámara, veo orgullo. Orgullo por mí. Siento que algo se hincha en mi pecho, un calor que despliega sus alas y empieza a batirlas. Casi es demasiado.

Me vuelvo hacia mi hermana. Come con los ojos cerrados, masticando despacio. Doy unos cuantos bocados más a mi propia hambruguesa y empapo unas patatas fritas en ketchup. Ya estoy llena.

—Tú también tendrás que ir acostumbrándote poco a poco —dice con una ternura que sólo consigue empeorar las cosas.

El calor y el aleteo en el pecho se trasladan a mis ojos. No. Pestañeo para contenerlos.

—Sí, señor.

Doy otro bocado, y otro más.

—Sólo hay cuarenta minutos de aquí a la casa. Está todo preparado para las dos. Estoy seguro de que pase lo que pase y venga lo que venga, lo solucionaremos —me dice.

Lo miro y esta vez le sostengo la mirada, los dos cavilando, dudando, preocupados por esta nueva vida.

—Qué hijas más guapas tiene… —le dice la mujer que hay con el niño pequeño, sonriéndonos a Nessa y a mí.

—Gracias. ¿Cuánto tiempo tiene su niño?

—Catorce meses. Y ya nos está sacando de casa a comer fuera.

Sus palabras pasan flotando por encima de nuestras cabezas mientras veo a Jenessa comer su último bocado y apurar su batido de un sorbo.

En cuanto a mí, ya casi me he comido la mitad. Una chica de mejillas sonrosadas acude para llevarse las sobras (mi padre la llama «camarera») junto con la mayoría de mis patatas fritas y vuelve al cabo de unos minutos con una cajita blanca y rugosa que parece del mismo material que los vasos humeantes de café —ahora ya lo sé— que tomaban mi padre y la señora Haskell. Me guiña un ojo.

—Aquí tienes. Si tú no la quieres, estoy segura de que a tu perro le encantará.

Me pongo a sorber ruidosamente los restos de mi batido y ella menea la cabeza con gesto de desaprobación. Me detengo, con las orejas ardiendo. «No te comportes como una palurda». Me dan ganas de pedirle al hombre, a mi padre, otro vaso de batido, pero la idea de pedírselo, de la confianza que implica hacerlo, me resulta tan incómoda que desisto.

La camarera le da a mi padre un trozo de papel en una bandejita negra y un bolígrafo.

—Tenga, pero no hay prisa.

El levanta la mano como respuesta y ella espera mientras él escribe en el papel y luego se lo devuelve.

—¿Estáis listas, chicas?

Jenessa me mira y yo asiento con la cabeza. Humedezco la servilleta en mi vaso de agua, inclino el cuerpo por encima de la mesa y le limpio la boca a mi hermana. Ella arruga la cara y me aparta la mano.

—Estamos listas, señor.

—Entonces, vámonos a casa.

A casa. Cuatro letras que pesan más que veinte mil elefantes. Es como si dijera una palabra llena hasta reventar con otro montón de palabras que todavía no están listas para ser pronunciadas en voz alta. Se le altera el rostro, y me recuerda a las transformaciones de los cristales de colores del caleidoscopio de Nessa.

—Vámonos.

Nessa va delante, sonriendo al pasar junto a los clientes del restaurante, quienes no pueden apartar la mirada de ella. Yo voy detrás con nuestras cajitas de «porexpán». Sin embargo, Ness afloja el paso y empieza a arrastrar los pies mientras se agacha para pasar por debajo del brazo de nuestro padre, que nos aguanta la puerta. Su tez de melocotón empieza a adquirir un tono verdoso, como la vez que le hice probar los garbanzos.

Sin tiempo que perder, la empujo hacia los arbustos que flanquean el camino al aparcamiento. Ella tropieza y la agarro del antebrazo. Tengo el tiempo justo de soltar las cajas de comida y recogerle el pelo en una coleta antes de que su almuerzo aterrice sobre el césped.

Mi padre observa la escena boquiabierto.

—No le pasa nada, señor. Ya ha visto que yo he intentado hacer que comiera más despacio. Es sólo que no está acostumbrada a comer…

—Comida de verdad, ya lo sé —dice mi padre, terminando la frase por mí, con los ojos incandescentes. Enfado.

Es una cara que conozco mejor que cualquier otra.

—Por favor, no se enfade con ella, señor, por favor…

—¿Enfadarme? ¿Por qué iba a enfadarme con ella? Pobrecilla. Tiene tanta hambre… Debería haberle pedido algo un poco más ligero. Como un bocadillo caliente de queso. La culpa es mía, no suya.

Masajeo la espalda de Nessa trazando pequeños círculos con la mano.

—¿Y tú cómo estás? ¿Qué tal tu estómago?

Alarga el brazo para tocarme el hombro y me estremezco. No lo hago a propósito, ni pretendo reaccionar así todo el tiempo, pero por lo visto, no puedo evitarlo. Él detiene la mano a medio camino y luego la baja.

—Bien, señor —murmuro.

La verdad es que yo tampoco tengo el estómago muy fino.

Ahora Nessa está llorando, ya sea por haber vomitado, cosa que odia, o por haber perdido toda esa comida tan rica.

—No llores, cariño. Luego puedes comerte el resto de mi hambruguesa.

Mi padre vuelve al interior del restaurante y regresa con un rollo de papel de cocina. Sé lo que es el papel de cocina. Me da un vaso de porexpán lleno de agua.

—¿Necesitas ayuda?

Niego enérgicamente con la cabeza, tan acostumbrada a cuidar de Jenessa que es como si cuidara de mí misma. Echo un poco de agua en un trozo de papel de cocina y le limpio la boca y luego la barbilla.

—Respira por la nariz y saca la lengua.

Obedece, y también le limpio la lengua, pero su aliento, por lo general dulce, todavía apesta.

Arranco otro trozo de papel y le enjugo las lágrimas mientras, entre ataques de hipo, se sorbe la nariz, con los ojos cansados y enrojecidos.

—Está rendida, señor —digo.

La miramos los dos. Se está tambaleando en el sitio, con la cara arrugada. La acojo bajo mi brazo y la atraigo hacia mí.

Esta vez yo me siento en medio y le dejo a ella la ventanilla, de manera que puedo agacharme y bajar el cristal rápidamente si es necesario.

Apenas respiro, aunque percibo la respiración jadeante de ella. Y la de él. Trato de no rozarle el brazo, el suyo moreno descansando sobre el muslo cuando no está cambiando de marchas, el vello untado de miel por el sol. Tiene las manos grandes y ásperas, curtidas por las horas de trabajo, pero lleva las uñas limpias. La radio está encendida, con el volumen muy bajo. Me acuerdo de las radios. Las evocadoras notas de una pieza de violín que me sé de memoria —el Concierto para violín en mi menor, de Mendelssohn— se esparcen por el interior del coche y nos cautivan a los tres.

Habla en tono despreocupado pero con cautela, como cuando sabes que lo que vas a decir es muy importante pero no quieres que se note.

—Menudo estuche de violín que llevas ahí… —dice, señalando con la cabeza al asiento trasero.

—Sí, señor.

—¿Tocas el violín, entonces?

Espero a que Jenessa cambie de postura, y su cabeza encuentra mi regazo justo al mismo tiempo en que su respiración se vuelve más lenta y regular.

—Sí, señor.

—Te enseñó Joelle, ¿verdad?

Hago un movimiento afirmativo con la cabeza, sin saber si eso es malo o bueno.

—Tu madre hacía que esas cuerdas cantaran como los pájaros.

Me acuerdo de cuando mamá tocaba el violín, mi cabeza llena de años y años de sonidos. Lo que ocurre es que ahora el violín me recuerda demasiado a mamá. Me recuerda las peores partes… las partes con más hambre, y no sólo de comida. Y la noche cuajada de estrellas… No estoy segura de querer volver a tocar el violín nunca más.

Veo los coches pasar a toda velocidad, todos con tanta prisa, todas esas vidas distintas. Un padre y una hija asoman en el coche que avanza a nuestro lado, la cabeza de la niña apoyada firmemente en el hombro del hombre. Cada vehículo es como un mundo propio metido dentro de su burbuja, viajando a todo correr hacia realidades tan desconocidas y tan personales a la vez que duele sólo de mirarlos.

Aunque, por alguna razón, acabe sintiendo afecto por él, cosa que no estoy diciendo que vaya a suceder —no puedo, después de lo que nos hizo a mamá y a mí—, aun así, doy gracias por no sentir tanto miedo.

—¿Está mejor?

Señala con la cabeza hacia Ness, que ahora es una cosita calentita acurrucada en mi regazo.

—Sí, señor.

—No sé cómo preguntarte esto, pero…

Espero, sin saber qué decir.

—¿Sabes quién es su padre, Carey?

Me remuevo incómoda en el asiento, con la cara ardiendo.

—Mamá la llamaba la «hija del polvo de una noche…». —Se me apaga la voz.

Mi padre se sonroja y yo aparto la cara, como se suele hacer ante las cosas privadas de los demás.

—¿Tu madre sigue consumiendo esas drogas?

—Sí, señor.

Lanza un prolongado suspiro, de esos que salen directamente del estómago.

—¿Y vosotras comíais todos los días?

Lo miro de reojo. Su mirada sigue pegada a la carretera, como si no habláramos de nada importante.

—No, señor —le contesto sinceramente—. Nessa lloraba cuando yo mataba a los conejos y los pájaros, y me costaba Dios y ayuda convencerla para que se los comiera. Había que racionar las latas de conserva. Mamá no siempre volvía cuando decía que iba a volver, y esas veces yo le daba mi ración a Nessa. Cuando ustedes nos encontraron, ya nos estábamos quedando casi sin nada. Ness ya no quería comer más judías, y eso que su estómago daba unos rugidos que parecía un terremoto.

—Es un cambio muy grande, de todo eso a esto, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Nunca tendréis que preocuparos por la comida cuando estéis conmigo, ¿de acuerdo? Te lo prometo solemnemente. Así que puedes comer cuanto quieras.

No le digo que no podría haberme atiborrado de comida ni aunque me lo hubiese propuesto, de tan lleno como tengo el estómago de nervios y preocupaciones de adultos. Tampoco le digo que echo inmensamente de menos el río, los árboles y las manchas azules de los huevos de los mirlos jugando al escondite entre la espesura de las ramas. De eso es de lo que siento un hambre voraz.

Doy una sacudida hacia delante cuando reduce la marcha. La camioneta frena antes de enfilar hacia una vieja carretera salpicada de parches de alquitrán.

—Esta carretera nos llevará a la granja. Creo que os gustará. Allí tendréis un montón de espacio para corretear, como hacíais en el bosque.

La carretera no tarda en convertirse en un camino de tierra plagado de baches.

—¿Estamos en Tennessee, Estados Unidos?

—Sí, señorita. Un poco más hacia el oeste de donde vivíais vosotras.

Un sonido muy extraño, una mezcla entre un alarido y un aullido, va aumentando de volumen. Ness se incorpora de golpe, expectante, buscando el origen del ruido. Se me sube al regazo para ver mejor y mira por el parabrisas, la luz difuminada aunque no ha oscurecido todavía.

—¡Auuuh! ¡Auuuh! ¡Auuuh!

Ness se vuelve hacia mí con aire interrogador, pero no tengo respuesta.

—¡Auuuh! ¡Auuuh!

Nessa se pone a dar botes en el asiento y su cara se deshace en una enorme sonrisa cuando vemos a un animal que conocemos de sus libros ilustrados.

—Es mi perro de caza, Shorty. Sus orejas son como radares. Seguramente ha oído llegar la camioneta antes incluso de que abandonáramos el asfalto.

Vuelvo a apretar mi cuerpo contra el asiento, abrazando a Ness con fuerza.

—Es un sabueso, un bluetick coonhound. ¿Qué pasa? ¿Es que no te gustan los perros?

—No lo sé, señor. Nunca hemos visto ninguno, aparte de los que salen en los libros ilustrados de Ness.

Abre los ojos con expresión de incredulidad. Ojalá le hubiese dicho que sí.

—Es muy grande —digo con voz trémula—. ¿Por qué lo llama Shorty?

Arruga los ojos con gesto afectuoso.

—Porque le falta una pata.

Miro con más atención y veo que es cierto: al perro le falta la pata trasera izquierda, aunque corre junto al coche como si nada.

—Me lo encontré, tan flacucho como tú y Jenessa ahora, atrapado y maltrecho en una trampa para osos. El doctor Samuels no pudo salvarle la pata, así que no hubo más remedio que amputársela. Pero aprendió enseguida a valerse sin ella, ¿veis cómo desliza la otra por debajo del cuerpo?

Veo a Shorty usar su única pata trasera como si hubiese nacido así, colocándola justo bajo el centro de su cuerpo más que compensando la carencia de la otra.

—Qué animal más listo… —comento, mirando a Jenessa, que se inclina hacia mí cuando mi padre no nos ve, enroscando su aliento en mi oído.

—Mi perro —susurra, demasiado bajo para que la oiga nuestro padre—. Mío —añade, y no va a haber forma humana de hacerla cambiar de idea.

La abrazo con fuerza y hundo una sonrisa en su pelo, y el momento de felicidad dura dos segundos enteros antes de que la granja, un poco destartalada, surja ante nuestros ojos, la casa más grande que he visto en toda mi vida, revestida de una alegre capa de pintura amarilla. Un porche rodea la totalidad de la casa y hay un montón de mecedoras, pero no es eso lo que me deja boquiabierta.

En las escaleras, hay una mujer muy guapa con un delantal, con el pelo negro recogido en una trenza que serpentea por su hombro y le cae hasta el codo. A su lado hay una chica, con el rostro ensombrecido como una nube de tormenta, los brazos cruzados a la altura del pecho y con una terca decisión ya tomada, como Jenessa con Shorty.

A Nessa se le salen los ojos de las órbitas.

—A lo mejor debería haberos dicho algo antes, pero no quería asustaros. Esa de ahí es mi esposa, Melissa, y su hija, mi hijastra, Delaney.

Jenessa y yo nos miramos y luego volvemos a mirar a las extrañas figuras. Ni siquiera puedo rezarle a san José, porque no tengo ni idea de qué decir, ni de qué iba a servirnos un patrón de las judías en estos momentos. Siento un nudo en la garganta, como si se me hubiese quedado atascada una judía del tamaño de una pelota. Mi padre abre la puerta, se baja del coche de un salto y estira las piernas después de todas esas horas atrapado ahí dentro con nosotras.

«Esto sí es una novedad». Jenessa me mira, con los ojos llenos de interrogantes. Me encojo de hombros, hasta yo sé que esto me queda muy grande. El dolor y la tristeza vuelven a apoderarse de mí como el agua del arroyo deslizándose por la superficie de una roca y, con la misma rapidez, echo en falta el crujido de las hojas bajo mis pies, la fogata humeante, el mundo que conozco como la palma de mi mano, y hasta las judías.