Nuestra habitación del motel es enorme, con dos camas al fondo, equipadas con edredones a juego y sábanas blancas recién planchadas. En el centro de la habitación hay una mesa redonda con cuatro sillas, y una televisión colgada en la parte superior de una esquina, donde el verde lima de la pared se funde con el techo. La puerta del baño está abierta. Los azulejos brillan relucientes, como a pleno sol.
La señora Haskell sonríe a Jenessa, una sonrisa de verdad, que Ness le devuelve empequeñecida, y luego señala con la cabeza al televisor.
—Espera a que veas esto, Jenessa.
La señora Haskell pasa el dedo índice sobre un cartel plastificado y brillante; luego coge un cacharro rectangular —«mando a distancia», lo llama—, pulsa un botón y la televisión cobra vida. Aprieta unos cuantos botones más y por la pantalla va desfilando una sucesión de imágenes, hasta detenerse en un canal con las palabras «PBS Kids Sprout» en la esquina inferior derecha. Unas criaturas regordetas con unas antenas que les brotan de la cabeza se ríen y retozan con movimientos torpes por un campo de flores salpicado de conejitos.
Antes de poder contenerme, los ojos se me llenan de lágrimas. Los Teletubbies. El fogonazo del pasado tiene el mismo efecto que un cubo de agua fría arrojado sobre la cabeza. «Me acuerdo de los Teletubbies». El recuerdo borroso de un Po rojo me inunda la mente.
Jenessa abre los ojos como platos. Sus huesos se vuelven de mantequilla mientras se hunde en la alfombra, y sólo aparta la vista de la pantalla para dedicarme una sonrisa radiante de asombro antes de volver a clavar la mirada en la caja de la pared.
La señora Haskell y yo nos miramos, con ojos brillantes. Ella se aclara la garganta. Yo vuelvo a mirar a mi hermana.
—Es la televisión, Ness. La tele, para abreviar. ¿Te gusta?
Como comunicándose en un sueño, Nessa mueve la cabeza con grandes movimientos afirmativos que van del techo al suelo sin apartar los ojos de la pantalla en ningún momento.
—Levanta el pie, ¿quieres?
Le desato los cordones y le quito las zapatillas de deporte, y agita alegremente los dedos de los pies.
—Puaj… —exclamo, burlona—. Pero qué peste, señorita Jenessa…
Se echa a reír.
Le desabrocho el abrigo, sonriendo al ver la camiseta rosa claro que lleva debajo con la palabra «Diva» pintada en letras de purpurina plateada. Cuando le pregunté a mamá qué quería decir esa palabra, se encogió de hombros, demasiado colocada para contestarme. A Ness le gustaban demasiado las letras brillantes como para importarle.
—Ahora los pantalones.
Me preparo para sus protestas, con la señora Haskell ahí delante y todo, pero no se queja, hipnotizada como está por los Teletubbies, que no paran de soltar risitas mientras lo ponen todo perdido preparando un tubbypastel.
Cuelgo su ropa ordenadamente en el respaldo de una silla y la abrazo, mi corazón queriéndola con locura, tanto que sería capaz de explotar y saltar en pedazos por toda la habitación.
Esos rizos rubios, las rodillas huesudas, el asombro en su rostro embobado, las braguitas blancas de niña con los volantes de puntillas que rodean las dos aberturas. Estando tan flaca como está, sigue siendo una preciosidad.
En ese mismo instante, juro que no dejaré que nada ni nadie nos separe. Sea lo que sea lo que tenga que soportar con ese hombre, lo soportaré, siempre y cuando estemos juntas.
Me agacho, la tomo en brazos y la dejo en la cama, apoyada en dos almohadones mullidos. La señora Haskell tuerce el televisor y lo coloca de manera que Nessa no tenga que forzar el cuello para verlo. Es la primera vez que está en una cama de verdad y sus labios dejan escapar un suspiro. Aquello es el no va más del lujo para las dos.
—Puedo dejarte esto, si quieres —me ofrece la señora Haskell, dándome a entender que puedo ponerme la camiseta que lleva en la mano, sus enormes ojos parpadeando al otro lado de las gafas de culo de botella que se sube en el puente de la nariz.
Me fijo por primera vez en la pequeña maleta de la señora Haskell, que ha sacado del maletero del coche. Me tira la camiseta y yo la atrapo en el aire, de color morado claro, con la palabra «Chicago» estampada en el pecho con letras onduladas.
Sé qué es Chicago. Está en Illinois, Estados Unidos.
—¿Ha vivido allí? —le pregunto para darle las gracias.
—Me han dicho que Chicago es precioso, pero nunca he estado allí. Es el nombre de un grupo musical que escuchaba en la universidad.
Paso por su lado en dirección al baño para cambiarme. Nunca he oído nada de ese otro Chicago. La única música que conozco es la que sale de mi violín. Se me hace un nudo en el estómago al pensar en eso, en todas esas cosas de las que no sé nada, de las que nunca he oído hablar, una lista kilométrica que estoy segura de que sólo irá en aumento a medida que pasen las horas.
Reaparezco del cuarto de baño con mi ropa y mis zapatillas de deporte en la mano y ataviada con la camiseta, que me llega hasta las rodillas. Veo a la señora Haskell sonreír cuando Nessa se ríe y levanta sus manitas de niña pequeña hacia la cara risueña del bebé que hay en mitad del sol que se pone en el país de los Teletubbies, segundos antes de que unas líneas con nombres empiecen a desfilar por la pantalla.
Nessa se enchufa el pulgar en la boca, las pestañas cada vez más pesadas. Me meto en la cama con ella, deslizando las mantas para quitárselas de debajo de las piernas y taparnos con ellas bajo un caparazón con forma de nube. Ella acerca la pierna hasta rozarme la mía.
Ninguna de las dos consigue mantenerse despierta el tiempo suficiente para comer algo, pero aún mejor que la comida es ver cómo la noche cuajada de estrellas parpadea y se extingue como si no perteneciera a este mundo, en medio de tanta inmensidad. Me imagino liberándome de ella para siempre, de las imágenes, los sonidos y los olores grabados a fuego en mi memoria.
Pero en el fondo, sé que eso es imposible.
No quiero despertar de este sueño que estoy teniendo, de una cama con colchón de plumas, edredones esponjosos y sin que Nessa esté medio encima de mí, sin estar las dos apretujadas en la estrecha cuna en la que todas las noches compartíamos nuestro calor corporal. Aquel arreglo estuvo bien mientras era un bebé, pero los bebés siempre dejan de serlo.
Oigo la voz masculina y recuerdo inmediatamente quién es, qué ha pasado y dónde estamos. El hombre y la señora Haskell hablan en voz baja. Inhalo el extraño aroma, veo el rastro de humo que sale de unos vasos blancos de los que beben ambos, sentados a la mesa, frente a un revoltijo de papeles desperdigados por toda la superficie.
—Bueno, hay que comparecer ante el juez a mediodía, ¿y luego qué?
—Presentamos la documentación en el tribunal y el juez entrega a las niñas bajo su custodia. Debería ser una vista muy corta, dicho sea de paso.
—Y luego se vienen a casa conmigo.
—Exactamente. Tendrá que verlas un pediatra y un psicólogo asignado por el tribunal, y luego habrá que evaluarlas académicamente para ver en qué nivel están. Tendremos que escolarizarlas lo antes posible. Tengo la impresión de que cuanto más esperemos, más difícil resultará. Dado que soy su asistente social, estaré aquí para ayudar durante todo el proceso.
A través de las rendijas de mis ojos, veo al hombre pasarse los dedos por el pelo. Hasta yo sé que nos espera una auténtica odisea. La señora Haskell sonríe, serena.
—Evidentemente, habrá un período de adaptación para las niñas, señor Benskin. Para todos ustedes. No voy a mentirle.
El hombre se acaricia la barbilla sin afeitar con la mirada perdida. No quiero que me pille mirándolo, pero no puedo apartar los ojos. Observo sus labios cuando habla.
—¿Ha hablado de algo de esto con Carey? Ha pasado mucho tiempo en ese bosque. No sé qué es lo que Joelle le habrá metido en la cabeza, pero no parece muy entusiasmada conmigo.
No creía que le importase lo que yo sintiese. Dejo que esa novedad vaya asentándose, y va hundiéndose poco a poco como piedras en el fondo del arroyo, sólo que esta vez el arroyo es mi estómago.
—Ha accedido a irse con usted. No sin cierta reticencia, lo admito, pero sabe que es lo mejor para Jenessa.
El hombre asiente.
—Por favor, no se lo tome como algo personal. Su recelo es comprensible. Teniendo en cuenta que usted no es… en el sentido habitual… —La señora Haskell se interrumpe, pero el hombre acaba la frase.
—… Su padre. Ya lo sé. —Lanza un suspiro, largo y profundo, como hace Ness a veces—. Soy su padre, pero un perfecto extraño para las dos niñas.
—Tendrán los servicios del estado de Tennessee a su disposición, se lo aseguro. Las tendremos escolarizadas lo más rápido posible. Alcanzarán el mismo nivel que los demás niños enseguida y las ayudaremos a adaptarse. Como ya le he dicho, los niños tienen una capacidad asombrosa para sobreponerse a cualquier cosa.
—¿Y la prensa? ¿No se les echarán encima los periodistas?
—Estoy tramitando toda la documentación bajo el nombre de Carey y Jenessa Blackburn. Ése es el nombre que han estado utilizando de todos modos, y es más probable que el apellido de soltera de su exesposa pase desapercibido, sobre todo en el caso de Carey. Sugiero que continuemos usando ese nombre para matricularlas en el colegio.
Mi padre asiente débilmente. Siento exactamente qué es lo que siente. Yo misma he puesto esa cara multitud de veces.
«Cuando siento la esperanza de que mamá vuelva a tiempo. La esperanza de que pueda proteger a Ness si algún intruso irrumpe en nuestra porción de bosque, o un oso hambriento, o una osa hambrienta acompañada de sus cachorros, mucho peor. La esperanza de poder querer a Ness lo suficiente para criarla como a una niña sana y normal, sea lo que sea lo que eso signifique. La esperanza de poder satisfacer su mente inquieta y su corazón cuando no pueda satisfacer el hambre de su estómago… La esperanza de que pueda perdonarme por la noche cuajada de estrellas, y que pueda seguir perdonándome cada vez que no sepa arreglar las cosas. Como ahora mismo».
—Va a tener que armarse de paciencia, señor Benskin. Hará falta mucho tiempo para solucionar el mutismo de Jenessa, y Carey viene cargada con su propia mochila de problemas, eso seguro. Es imposible saber por lo que habrán pasado esas niñas.
Mi padre empieza a rascar el borde de su vaso. Cuando mira a la mujer, veo que tiene la mirada perdida en algún recuerdo del pasado, en algo que le dejó una marca muy profunda y la peor de las cicatrices: las que sólo se llevan por dentro. La mirada de la señora Haskell se dulcifica. Se le da bien, y salta a la vista que le sale de un lugar muy auténtico.
—Las niñas forman su propia unidad familiar. No lo olvide. Sólo se tenían la una a la otra. Puede que respetar eso sea lo mejor, para empezar. Carey es muy madura para su edad. Gracias a Dios, por Jenessa. Siempre y cuando no se trate de decisiones muy importantes, yo dejaría a Carey tomar la iniciativa… al menos hasta que las niñas se acostumbren a usted. Puede que eso ayude a Jenessa a adaptarse mejor, también, si es Carey quien manda.
El hombre aprieta la mandíbula con firmeza, y veo como le tiembla el músculo del pómulo. No sé qué significa eso ni lo que siente, si está de acuerdo con la señora Haskell o le ha sentado mal el consejo. Es que no lo sé. No lo conozco.
Retira la silla hacia atrás bruscamente y se levanta con aire imponente.
—Será mejor que vaya a buscar algo de desayuno para las niñas. Van a estar muertas de hambre cuando se despierten.
—Muy buena idea. Tendremos que despertarlas pronto. Hay que estar en el tribunal dentro de pocas horas.
Espero hasta que el hombre anota lo que pide la señora Haskell y a que la puerta se cierre con un susurro antes de emitir los ruiditos de rigor anunciando que estoy despierta, desperezándome y estirando los brazos hacia el techo. A mi lado, Jenessa se despatarra boca arriba, y los ricitos se le desparraman por toda la cara. Duerme como un tronco, como hacen los niños pequeños. Le aparto con cuidado un tirabuzón de la comisura de los labios. No veo razón para despertarla hasta que llegue la comida. Además, así tengo un poco de tiempo para hablar a solas con la señora Haskell.
—Buenos días, Carey.
La señora Haskell lleva el pelo suelto y se ha colocado las gafas otra vez en lugar de lo que ahora sé que son lentillas. Es asombroso, no sólo que la gente se meta unas cosas redonditas de plástico en los ojos, sino que además, funcionen.
—Esto es para ti.
Me alarga un cepillo amarillo en una bolsa de plástico arrugado, lo bastante pequeño para cepillar el pelo de la Barbie de Nessa, y un tubo de otra cosa. Lo miro y leo en voz alta la palabra: «Colgate».
Me mira con naturalidad absoluta, no se escandaliza y hace como si yo no tuviera que saber ya qué es cada cosa. Se lo agradezco.
—Eso es un cepillo de dientes, y el tubo está relleno de pasta de dientes. Tienes que ponerte un poquito de pasta en el cepillo y frotarte los dientes con él.
—Ah, sí. Ahora ya me acuerdo.
Me arden las mejillas cuando recupero el borroso recuerdo de mamá moviendo la mano hacia arriba y hacia abajo delante de mi cara mientras yo arrugo los labios subida a un taburete blanco y con el cuerpo inclinado hacia delante sobre el lavabo.
—Eso sí que es cómodo, en tubo y todo. Ness y yo usábamos bicarbonato y corteza de árbol. Mamá decía que con el bicarbonato, los dientes nos quedarían más limpios y más blancos.
—El bicarbonato es un buen sustituto si no se tiene dentífrico. Tu madre tenía razón.
Mientras me cepillo los dientes en el lavabo, oigo despertarse a Jenessa, gimiendo con esa vocecilla suya, lo más parecido a unas palabras que logrará arrancarle un extraño. La señora Haskell se encamina hacia la cama y yo me concentro en el cepillado. Hago una mueca por el sabor de la pasta de dientes, estudiando mi cara en el espejo. No puedo dejar de mirar.
—Tranquila, Jenessa. Carey está ahí mismo, en el cuarto de baño, lavándose los dientes.
Oigo el crujido de las sábanas y el sonido de unos pies descalzos. Jenessa asoma por la puerta, con el labio inferior tembloroso.
—No voy a irme a ninguna parte, princesa —le digo, con la boca llena de burbujas blancas—. ¡Y mira esto! Hoy es tu día de suerte.
Arranco el plástico del cepillo de dientes rosa claro que hay en la repisa del lavabo y se lo ofrezco después de untarlo con una pincelada de Colgate. Jenessa toma el cepillo y olisquea la pasta de dientes. Saca la lengua rápidamente como un lagarto para probarla.
—Se llama dentífrico, y es para lavarse los dientes. Aquí es lo que usa la gente. Mira.
Con movimientos lentos y exagerados, me cepillo los dientes hacia arriba y hacia abajo, hacia arriba y hacia abajo.
Me quedo esperando a que se niegue en redondo o que proteste, pero no hace ninguna de las dos cosas. Se pone de puntillas a mi lado y prueba a hacerlo con cuidado, sonriendo al ver la capa de burbujas en su boca y mirándome luego a mí, como una chica moderna probando cosas nuevas. La observo mientras se mira en el espejo, tan hipnotizada con su reflejo como yo con el mío.
Para cuando vuelve el hombre, ya estamos sentadas a la mesa. Me levanto a abrir la puerta cuando llama y lo ayudo con dos bolsas del montón que lleva, haciendo malabarismos, en los brazos.
La comida no tarda en distribuirse por toda la mesa y me ruge el estómago al ver el festín que tenemos ante nuestros ojos. No sé los nombres de todas las cosas, pero sólo con el olor ya se me hace la boca agua.
La señora Haskell va diciendo los nombres de todos los componentes del desayuno mientras nos llena el plato: tostadas con leche y canela, jarabe de arce para mojarlas; huevos revueltos; patatas paja; manzanas fritas. Hay otras cosas que sí sé lo que son: ketchup, zumo de manzana y mantequilla… mantequilla de verdad. Me pongo unos cuantos pedazos en mis huevos revueltos y aún más en los de Nessa, hasta que los suyos empiezan a emerger flotando como una isla en un mar amarillo.
Nunca había visto a Nessa comer con tanta voracidad, con la barbilla chorreándole jarabe pegajoso, y el beicon —un beicon deliciosamente caliente y salado—, tres raciones enteras engullidas en otros tantos minutos.
—Más despacio, Ness. Te va a sentar mal si comes tan rápido.
Los adultos se miran primero entre ellos y luego me miran a mí. Me levanto, le quito el plato a Jenessa y lo sostengo encima de su cabeza.
—¡Vas a vomitar como no comas más despacio!
Se pone a dar patadas en los travesaños de la silla y cierra los puños con fuerza.
—Ya sabes que no hay que dar patadas. No es de buena educación, ¿te acuerdas?
Se queda quieta. Suelta el tenedor con gesto obediente y se le saltan las lágrimas.
—Si te devuelvo este plato, será mejor que comas como una persona y no como un oso pardo, ¿lo has entendido?
Jenessa coge el tenedor y, al asentir con la cabeza, los rizos le rebotan alrededor. La beso en la frente y le devuelvo el plato. Sigue desayunando tan contenta, balanceando las piernas rítmicamente por debajo de la mesa.
La señora Haskell me sonríe. Seguro que está pensando en la vomitona de ayer.
—Para ir al tribunal, Ness se puede poner un vestido limpio que lleva en la bolsa, pero estará muy arrugao… arrugado.
La señora Haskell extiende la mano.
—Vamos a verlo.
Dejo mi desayuno a regañadientes y me acerco hasta una de las bolsas de basura para, tras rebuscar un poco, sacar el vestido rosa pastel y un par de calcetines blancos con volantes en los tobillos, de un blanco desvaído, pero limpios. Saco las merceditas gastadas, que a pesar de quedarle un poco pequeñas, puede llevarlas una hora o dos sin molestias.
La señora Haskell saca de su maleta un triángulo de metal que acaba en un gancho. La sigo al cuarto de baño y cierra la puerta a nuestra espalda. Aparta la cortina de la ducha y abre el grifo del agua al máximo.
—Esto es una percha —me explica cuando me ve mirarla con curiosidad—. Para colgar la ropa.
Cierra la cortina, mete la percha dentro del vestido de Nessa y la cuelga de la barra de arriba.
—El vapor del agua caliente se encargará de las arrugas. Me alegro de que pensaras en echarle un vestido. ¿Qué te vas a poner tú?
No pienso ponerme ningún vestido, ni aunque lo tuviera, cosa que, gracias a Dios, no tengo.
—Tengo los vaqueros que lavé en el arroyo y una camiseta azul más nueva. Es lo único que tengo limpio.
Examino el papel pintado de las paredes, los ramilletes de cerezas sobre un fondo color nata tan realista que me dan ganas de chuparlo. Fingir que no importa sólo es eso, un fingimiento. La verdad es que hasta el día de ayer, no importaba qué ropa tenía o dejaba de tener.
—Puedo ponerme las botas en vez de las zapatillas de deporte —sugiero.
La señora Haskell me sonríe cariñosamente.
—Me parece una buena idea.
Al cabo de un cuarto de hora, me llama al cuarto de baño, con el vestido en la mano. Apenas tiene ninguna arruga. Me alegro de que Jenessa vaya a parecer una niña normal y no una huérfana cualquiera, abandonada como si fuera basura.
—¿Puede dejar el grifo abierto?
La señora Haskell asiente con la cabeza, alarga el brazo para ajustar los mandos y sale del cuarto de baño.
Encuentro a Ness delante del televisor, donde un osito sonríe en brazos de su madre mientras ésta le hace carantoñas. Prácticamente tengo que llevarla en brazos para que venga conmigo.
Completamente desnudas, nos colocamos debajo de aquel torrente de agua artificial y el vapor nos envuelve mientras le enjabono el cuerpo. Uso la botellita de líquido amarillo hasta dejarnos el pelo limpísimo, tal como la señora Haskell me ha dicho que haga. Otro recuerdo aflora a la superficie: un baño en un espacio interior, todo lleno de burbujas, y el rostro de mamá, relajado y sonriente, de manera que parece otra mamá totalmente distinta.
Jenessa tiene la piel resbaladiza como una cría de foca, y está chapoteando como un bebé. A continuación, la envuelvo en una toalla esponjosa de color melocotón que barre el suelo. Hacía mucho tiempo que no la veía sonreír tanto. Una vez recuperada tras los acontecimientos de la noche anterior, ahora todo es como un juego para ella, una maravillosa aventura llena de sabores, imágenes y sonidos que nunca soñó que existieran, ni llegó a imaginar siquiera que algún día estarían a su alcance, para su disfrute.
Cojo la ropa interior que la señora Haskell me ofrece a través del resquicio de la puerta, nuevecita en sus paquetes crujientes. Con razón el hombre había tardado tanto en volver con el desayuno… Con mi propia toalla envuelta alrededor del cuerpo y remetida a la altura del pecho, ayudo a Ness a ponerse la ropa interior, de un blanco inmaculado y con el olor de las cosas recién compradas, un olor que le arruga la nariz de pura curiosidad.
—Levanta los brazos. —Le pongo la camiseta interior nueva por la cabeza y toquetea la florecilla rosa que adorna el cuello redondo—. Ahora sí que estás requetelimpia —le digo antes de enviarla con la señora Haskell.
Después de limpiar el vaho del espejo, me miro en él y siento un gran alivio al ver que ya no parezco la extraña del cepillo de dientes de hace una hora. Todavía tengo el mismo pelo color miel, completamente liso. Una nariz que es como la de Nessa, prácticamente. Pero son los ojos los que me tienen allí cautiva, libres ya de círculos concéntricos del agua del arroyo y ramas en movimiento que rasguean el cielo como hace el arco con mi violín.
«¿Quién soy ahora? ¿Quién era antes? ¿Soy la misma chica?».
Me seco con la lengua una lágrima de la comisura de la boca y, como tantas otras veces antes, le rezo al que verdaderamente sabe: san José.
Hace años, nombré a san José «santo patrón de las habas y las judías». Lo saqué de una historia de uno de los libros de mercadillo que trajo mamá de la ciudad. Al parecer, en cierta ocasión, san José salvó de morir de hambre a los habitantes de Sicilia, en Italia, propiciando una fabulosa cosecha de habas.
Nessa insiste en que le encantan las habas, a pesar de que nunca las ha probado. A lo mejor por eso lo dice. En el bosque, comimos casi todas las variedades posibles de judías. Nos habríamos muerto de hambre sin ellas.
«San José, si todavía me escuchas, ¿podrías protegernos, por favor? Ya no vivimos en el bosque y no estoy segura de que eso sea bueno. Por favor, cuídanos y haz que no nos pase nada malo, y ayúdame a conseguir que no le pase nada malo a Nessa. Ayúdame a hablar bien, a no comerme las “D” de las palabras y a decir “se me ha” en vez de “me se ha”.
»Pero sobre todo, cuida de mamá. No importa lo que haya hecho.
»Por las judías y las habas te lo pido».