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Siento un zumbido en la cabeza a medida que nos alejamos de la caravana, como el de las abejas alrededor del bote de miel de Pooh.

«Sé que piensan que somos raras. Que hablamos raro. Mamá tiene razón: tengo que acordarme de pronunciar todas las d.

»Yo, Carey Violet Blackburn, juro solemnemente que, de ahora en adelante, no me comeré ninguna d. No volveré a decir “me se ha” en vez de “se me ha”. Voy a hacer que mamá y Jenessa se sientan orgullosas».

Nadie dice una sola palabra mientras avanzamos entre crujidos por el bosque. Trato de seguir todos los caminos forestales que puedo, pero con tanta vegetación, no hay pies capaces de sortear continuamente toda la maleza.

—¡Maldita sea!

Me vuelvo y veo al hombre ayudar a levantarse a la señora Haskell, que tiene las medias rotas justo debajo de cada rodilla, una de ellas ensangrentada. Reemprende la marcha y sigue adelante renqueando, como si tuviera una pierna más corta que la otra. Deduzco que se habrá roto el tacón de uno de esos zapatos tan elegantes.

Nessa va alternando el peso del cuerpo, con sus bracitos raquíticos alrededor de mi cuello. Noto que tiembla como una hoja en mi espalda. Podría calmarse un poco si se chupara el pulgar, pero tiene que agarrarse a mí con las dos manos.

—Todo va a salir bien, Ness —le digo bajito, en tono más alegre—. Vas a tener una cama, una cama de verdad. ¿Te acuerdas de haber dormido en una cama de verdad alguna vez?

Frota la cabeza contra mi hombro en un movimiento de negación.

—Claro que no, porque la cama de la caravana en realidad es una cuna. No es lo mismo. Hay muchas cosas que no has probado nunca, como las galletas con miel de Pooh, todas las que quieras. Y el helado… espera a probar todas las clases distintas de helado, calculo que habrá lo menos doscientos sabores diferentes.

Nessa apoya la cabeza en mi hombro, apaciguándose con mi voz.

—Hay una cosa que se llama televisión… es como si los cuentos cobraran vida, sólo que en una pantalla, en una caja que está sobre un soporte. Te va a encantar. Hay máquinas que mantienen la comida fría y que lavan la ropa y que hacen tantas cosas que ahorran un montón de tiempo a la gente de la ciudad.

La respiración de Nessa es sosegada y regular, y me hace cosquillas en la oreja. Le sigo hablando en susurros, a sabiendas de que ahora mismo lo mejor que puede hacer es dormirse.

—No me acuerdo de muchas cosas, pero hay algunas que no se te olvidan. ¿Y sabes qué es lo mejor?

Nessa niega con la cabeza casi de forma imperceptible, y es buena señal, que me siga la corriente.

—Pues que si no quieres, no tendrás que volver a comer más judías en tu vida.

El sol desaparece y la penumbra cubre el bosque como la lona desgastada que cubre nuestra leña, confiriendo a los árboles unas formas muy inquietantes, a menos que los tengas justo delante de las narices.

—¿Falta mucho?

La señora Haskell se está quedando sin aliento, y el hombre camina justo detrás de ella, como para ayudarla si lo necesita. Salvo llevarla en brazos, poca cosa más puede hacer. Me lo imagino llevándola a caballito el resto del camino y se me escapa una sonrisa disimulada.

—No queda mucho. Es ahí, justo al otro lado de la montaña —contesto, disfrazando la verdad un pelín de nada.

La señora Haskell se para de golpe y me fulmina con la mirada.

—No es una montaña muy grande, señora. Es más como una loma, se lo juro.

Ella mueve la cabeza con exasperación y masculla algo ente dientes, pero al menos nos ponemos en marcha de nuevo.

Al cabo de una hora, hemos llegado a lo alto del cerro negro, al desvío de la carretera principal, con unas vistas espectaculares del bosque y la cordillera que hay detrás. Fue en ese punto, años antes, donde mamá accionó el intermitente derecho y abandonó la carretera, con los faros avanzando a trompicones por un camino de tierra apenas lo bastante ancho para el coche y el remolque. Miro atrás, tratando de localizar dónde estaba ese camino de tierra, pero lo único que queda de él es la pista forestal por la que acabamos de subir.

La señora Haskell lanza un suspiro de alivio cuando sus zapatos pisan el suelo de asfalto. Suelta la bolsa de basura y se detiene a recobrar el aliento para, mientras tanto, remeterse los mechones sueltos dentro del moño, pero si alguien quiere saber mi opinión —y nadie quiere—, el pelo le queda aún peor.

Lo sé porque soy toda una experta en cortes de pelo y peinados, después de haber practicado con Jenessa todos estos años, y me consta que con el pelo fino aún es más difícil. Con una revista de peluquería aprendí a hacer trenzas, moños, a rizar el pelo y a recogerlo en mil y un peinados distintos. Sólo con que la señora Haskell se sentara en el parachoques del coche, haría magia con ella en un periquete.

O al menos lo haría si no hubiera tantos murciélagos alrededor, abatiéndose sobre los bichos y los insectos.

La señora Haskell suelta un grito muy agudo y agacha la cabeza, y quiero decirle que los murciélagos nunca vuelan tan bajo, que sólo es una ilusión óptica, pero ella ya ha echado a correr. Saca a toda prisa un llavero del maletín y se va cojeando hacia un Lexus, según dice en la parte de atrás, con su pintura plateada reluciente bajo la luna calabaza, que justo ahora comienza su ascenso en el cielo. Abre la puerta del conductor y deja la de atrás abierta para que subamos Jenessa y yo.

—Deja que te ayude.

La voz masculina es tierna, y me sobresalto al oír su cercanía. Me retira a Nessa de la espalda y la lleva en brazos al coche para depositarla en el extremo del asiento trasero, con la cabeza apoyada en la ventanilla.

—Gracias, señor.

Agacho la cabeza al decirlo, pero siento la obligación de decir algo, así que eso es lo que hago. Mirando por entre las pestañas, lo veo volverse y dirigirse a la parte de atrás del coche.

—¿Podría abrir el maletero, por favor?

La señora Haskell trastea con algún mecanismo y el maletero se abre de golpe. Él deposita las bolsas de basura en el interior.

Yo me deslizo en el asiento junto a Nessa y cierro la puerta del coche con un clic. La señora Haskell introduce una llave en la ranura junto al volante y se encienden varias luces de distintos colores. El hombre se acomoda en el asiento a su lado. Sellándolo como algo definitivo, la señora Haskell aprieta un botón y nos encierra a todos en el coche, para bien o para mal. Está descalza, los zapatos destrozados abandonados en el hueco que hay entre los dos asientos delanteros.

—Poneos el cinturón de seguridad —dice.

Me acerco a Nessa y le abrocho el suyo antes de abrocharme el mío; sólo tardo un segundo en recordar cómo se hace. El coche avanza hacia delante a trompicones y los faros recorren el bosque que adoro, enfocándolo por última vez. Se me encoge el pecho con un dolor que no logro contener. «Si no fuera por Nessa…»

Las luces de los coches que vienen de cara pasan destellando, y en el haz de luz examino la nuca del hombre, y también su perfil, cuando se vuelve para asentir con la cabeza a cuanto dice, murmurando, la parlanchina señora Haskell.

Al final, sin embargo, acabo aburriéndome de oír a los adultos hablar del tiempo y las noticias y cosas de las que no sé nada. Tornados y huracanes. Muertos, países de los que nunca he oído hablar que se enfrentan en guerras santas. Sujeto a Nessa de la mano como si lo hiciera por ella, pero en realidad lo hago por mí. El calor de la palma de su mano teje una envoltura familiar a nuestro alrededor, y eso es lo último que recuerdo antes de quedarme dormida yo también.

El reloj del salpicadero anuncia las 10:15 cuando pestañeo para abrir los ojos, con mucho cuidado de no mover nada más. En algún momento, Ness se ha resbalado del asiento y se ha quedado enroscada como un ganchito en la alfombrilla del suelo. No lleva el cinturón, pero me da lástima despertarla.

—Las niñas no tienen mal aspecto, teniendo en cuenta las condiciones en las que vivían —dice la señora Haskell.

Le da a una barra y un intermitente parpadea mientras adelanta a un camión cargado de troncos que avanza muy despacio.

—Si le soy sincera, no las tenía todas conmigo. La carta de su exmujer iba dirigida a otro departamento y no supe de su existencia hasta varias semanas después de la fecha que indica el matasellos.

El hombre da un gruñido como respuesta y se vuelve a mirar por encima del hombro. Cierro los ojos de golpe.

—Joelle se llevó a las niñas a vivir a un lugar perdido en mitad del bosque, eso es verdad —dice, escogiendo sus palabras con cuidado, como consciente de que puedo estar escuchándolo—. Al mismo tiempo, estaban aquí mismo, en Tennessee. Han estado delante de nuestras narices todos estos años.

—Han emitido un aviso de búsqueda a todas las unidades para localizarla —susurra la señora Haskell—. Es el procedimiento habitual en casos como éste.

«¿Un aviso de búsqueda?».

—Si se esconde tan bien como escondió a las niñas, nunca la encontrarán.

Me asombra oír el tono despreocupado de su voz, aunque, ¿qué esperaba? ¿Ira? ¿Remordimiento? ¿Que finja que me quiere? Si nos quisiera, no nos habría pegado, a mamá y a mí. Al menos sí parecía triste por todos los años que llevamos fuera. Pero no sé qué es lo que siente. Con él no puedo leer entre líneas, como hacía con mamá.

—Si llegan a encontrarla —sigue diciendo la señora Haskell—, no tendrán demasiado en cuenta lo que usted opine sobre cómo enfocar el asunto. Aunque es cierto que su exmujer se llevó a Carey sin tener la custodia. En el estado de Tennessee, eso es secuestro.

—¡¿Secuestro?! —exclamo, sin poder contenerme. Luego, cuando Nessa se remueve, bajo la voz—. ¿Está diciendo que él va a hacer que metan a mamá en la cárcel?

«Cuando es él quien debería estar en la cárcel».

El hombre lanza un suspiro, con los hombros firmes. Le observo la nuca. No se vuelve.

—No sé qué es lo que van a hacer, tesoro, pero tu madre infringió la ley. —La señora Haskell se interrumpe para bajar la ventanilla unos centímetros—. Ya iremos viendo sobre la marcha qué es lo que pasa.

Una vez más, siento como me arde todo el cuerpo, desde las uñas de los dedos de los pies hasta la punta de las orejas. Debería ser él el que estuviera metido en un lío y no mamá. No mamá, que intentó protegernos de él. ¡Pero qué narices! ¡Si ni siquiera le importábamos lo suficiente para ponerse a buscarnos! Ahora tiene que aguantarse y quedarse con nosotras sólo por la carta.

Me recuesto hacia atrás, enfurruñada, viendo pasar los coches a toda velocidad, que ahora son muchos, como las salpicaduras de luz que tachonan el horizonte a lo lejos. Siento un remolino de emociones, que se agitan revueltas como hojas atrapadas en una tolvanera, y parece que lo único que consigo retener es una ira infinita.

«¿Por qué habrá enviado mamá esa carta? ¿Es que no sabía que lo llamarían a él, que nos pondrían bajo su custodia? ¿Adónde íbamos a ir si no? ¿No le importaba que pudieran separarnos, que nos metieran por fuerza en unas casas de acogida no aptas para nosotras, como las piezas de un puzle que nunca encajan?».

Como leyéndome el pensamiento, la voz de la señora Haskell es firme y fuerte.

—Todo va a ir bien, Carey. Ya lo verás.

Le respondo con mi silencio, y por primera vez entiendo todo su poder. Las palabras son armas. Las armas son poderosas. Como también lo son las palabras que no se dicen. Igual que las armas que no se usan.

—¿Tienes hambre?

La señora Haskell me da una bolsa de patatas chips (con sabor a cebolla y crema agria, que casualmente son mis favoritas) y es como si supiera cómo arrancar un hilo de mi antigua vida y enhebrarlo en la nueva.

Acepto la bolsa que me ofrece, sintiendo cómo se me hace la boca agua.

Cerrando los ojos, saboreo las patatas e intento recordar cuándo fue la última vez que comí aquella delicia crujiente y salada. «En estos momentos tengo el cielo en el paladar». Tengo que calmarme y contenerme para no engullir la bolsa entera en segundos. Mamá nos trajo patatas chips tres o cuatro veces, pero casi nunca podíamos permitirnos ningún capricho.

La señora Haskell sonríe por encima del hombro.

—Seguro que hace un montón de tiempo que no comíais patatas chips. Tengo otra bolsa en la guantera. ¿Te gustan las de sabor a barbacoa?

Asiento enérgicamente con la cabeza, bajo el hechizo de la patata.

Me da la otra bolsa y, durante varios minutos, el único sonido que se oye en el coche es el crujido de la bolsa entre mis manos grasientas y el ruido que hago al masticar. Al igual que con la primera, guardo la mitad, una generosa mitad, para Nessa.

—Estáis las dos muy delgadas, pero no me sorprende, viviendo como vivíais. Tendremos que engordaros un poco, sobre todo a Jenessa. Tendremos que hacer que alcance los percentiles de estatura y peso en los que están los niños normales.

—No le gustan mucho las judías. —Sólo que no me entienden, con la boca llena de patatas.

—¿No le gusta el qué, tesoro?

—Las judías, señora. Se hartó de tantas judías después de irse mamá. Nos quedamos sin raviolis y sin sopa Campbell’s. Lo único que nos quedaban eran judías, y a mí no me se ocurrían más formas de prepararlas.

—No «se me» ocurrían. Ésa es la forma correcta de decirlo, cielo.

Ya lo sé. He olvidado mi promesa. Me pongo roja como un tomate. Más roja que las ceras para pintar de Jenessa.

Los sorprendo intercambiándose miradas en los asientos delanteros y veo… ¿qué es eso? ¿Lástima? ¿Preocupación? No se me había pasado por la cabeza que alguien pudiera sentir lástima por nosotras, y mucho menos compadecernos. Estábamos bien; estábamos requetebién. Yo cuidaba muy bien de Nessa, mejor que mamá. Mejor todavía que ellos, seguro.

Ness también lo sabe. Fui yo quien le enseñó los números y las letras, a sumar y a restar, quien le leía sus libros y luego los míos, y luego, cuando ya los habíamos leído todos, le leía sus favoritos otra vez, sólo que entonces hacía que ella me los leyera a mí. Prácticas con Winnie the Pooh. Le tocaba el violín hasta que se quedaba dormida, abriéndole las puertas de la cultura al bosque, como decía mamá.

—Le encanta la mantequilla —añado—, pero no le gustan los guisantes. También le encantan los pasteles de cumpleaños.

Sonrío cuando la señora Haskell sonríe.

De todas las cosas que podrían entusiasmar a una niña, a Ness le chiflan los pasteles de cumpleaños. Sólo ha habido unos pocos: uno cuando cumplí los nueve, y otros dos cuando Ness hizo los tres y los cinco años. Cada una de las veces, Ness se puso como loca de alegría, dando grititos al ver el glaseado rosa y esponjoso.

Vuelven a mirarse con la misma cara de lástima y mi sonrisa se desvanece. «No tienen ningún derecho».

—Bueno, pues cuando lleguemos al motel, os prepararemos a ti y a Jenessa un baño caliente y la cena. ¿Os gustan las hamburguesas? ¿Las patatas fritas?

El estómago empieza a rugirme antes de que el sonido de sus palabras se esfume en el aire.

—Nos gusta comer, señora. Pero me parece que no hemos comido nunca esas cosas que ha dicho.

Esta vez, parada en un semáforo, la señora Haskell se vuelve en su asiento y me mira directamente.

—¿Me estás diciendo que tu madre nunca os ha llevado a la ciudad? ¿Ni siquiera para ir a un restaurante?

—Sí, señora. Fuimos a la ciudad dos veces. Una vez a una logopeda, cuando Nessa dejó de hablar, y otra vez al médico, cuando las dos cogimos la varicela.

—¿Dos veces? ¿En diez años?

—Sí, señora.

Oigo el respingo del hombre mientras la señora Haskell me mira con unos ojos redondos y desconcertados.

—¿Qué pasa, señora? —digo, incómoda en el asiento.

Ahora ya empieza a fastidiarme. No todo el mundo puede permitirse el lujo de comer por ahí en restaurantes. ¿Es que no lo sabe?

—¿Dónde estabais, entonces… todos estos años?

Menuda pregunta más absurda… De verdad.

—En el bosque. Usted ha estado ahí… —contesto, aunque me va menguando la voz.

—¿De dónde sacabais la comida y las provisiones?

—Mamá iba a la ciudad a buscar provisiones todos los meses. La comida en lata aguanta mucho, decía. Teníamos un abrelatas —añado, y mis palabras tienen un regusto metálico e inoportuno.

—Dios santo… ¿Y quién os daba clases? ¿Vuestra madre?

—Yo. Mamá nos traía viejos libros de texto. Yo me los aprendía y ayudaba a Nessa a aprenderse los suyos.

La señora Haskell se vuelve hacia delante. El semáforo está verde, el verde significa adelante y yo me alegro de que tenga que prestar atención a la carretera en lugar de a mí. Que una perfecta desconocida se te quede mirando fijamente es una sensación rarísima, pero hay algo más.

«¿Qué había dicho? ¿Había dicho algo malo?».

Aparto la bolsa de patatas con un nudo en el estómago. ¿Le harían algún daño a mamá mis palabras luego, cuando la encontrasen?

«Ojalá no te encuentren, mamá. ¡Huye, mamá! ¡Vete muy lejos! Yo cuidaré de Nessa. Estaremos perfectamente».

Es fácil cuidar de Nessa. Es mi hermana pequeña. Es mi familia, y la familia lo es todo.

Empieza a entrarme sueño otra vez con el traqueteo del coche —hace mucho tiempo que no voy en coche—, que me adormece como si fuera un bebé en brazos de su madre. Me despierto cuando paramos en un aparcamiento.

—Es aquí. El edificio de Servicios Sociales.

Las farolas planean sobre el asfalto como fríos árboles metálicos, acechando la zona con sus círculos de luz amarillenta.

Ness sigue dormida, chupándose el dedo, con la camiseta subida, de manera que se le ve el ombligo. Pienso en lo que ha dicho antes la señora Haskell y me fijo por primera vez en las rayas, como de tabla de lavar, que forman sus costillitas de niña. Pero siempre hemos sido muy flacas, que yo recuerde. Mamá es delgada. Y el hombre también.

Quiero preguntarle qué hacemos allí, porque salta a la vista que el edificio está cerrado. Quiero preguntarle qué pasa ahora, qué viene después, pero me trago mis preguntas con un nudo en la garganta y me ocupo de Nessa.

—Ya hemos llegado, princesa.

Le doy un toquecito en el hombro, pero está frita. La incorporo con mucho cuidado, y la cabeza le cuelga recostándose contra el asiento. Gruñe, medio dormida, y empieza a pestañear.

—Nessa, despierta. Ya hemos llegado. Tienes que despertarte.

La señora Haskell y el hombre se bajan del coche, dejándome a solas con ella, y yo me alegro. Nessa no está acostumbrada a tratar con extraños. Es mejor que siga con lo que conoce. Abre los ojos con desgana y se le cae el pulgar de la boca al mirarme, parpadeando, seguramente intentando recordar dónde está y qué hacemos en un coche, nada menos. Le hablo con mi voz más alegre.

—La señora Haskell vino a buscarnos, ¿te acuerdas? Nos ha llevado a donde trabaja, por eso nos hemos parado aquí. —La levanto, sujetándola por debajo de las axilas, para devolverla al asiento—. Trae, que te ato los cordones.

Ness bosteza. Espero a que me grite con los ojos una protesta llorosa, porque las niñas grandes se atan ellas solas los cordones, pero no hay ninguna. Se sienta en silencio mientras me apoyo en el muslo cada uno de los piececillos y le ato los cordones de un blanco sucio, ni demasiado flojos ni demasiado fuertes, justo como a ella le gustan.

—Cógeme de la mano, ¿vale?

Me bajo del Lexus y tiro de ella. Se desliza por el asiento, con los brazos tirantes. El aire fresco le golpea la piel y vacila un instante.

—No pasa nada, Ness. Todo va a ir bien. Me tienes a mí. Estoy aquí contigo. —Le aprieto la mano para demostrárselo—. Vamos…

Recojo su abrigo del asiento y le meto los brazos por dentro. Luego me vuelvo hacia la señora Haskell.

—Es muy pequeña. Necesita dormir; ha sido un día muy largo.

—Estoy de acuerdo, Carey. Tu padre ha ido a traer su camioneta y hay un motel un poco más abajo en la carretera. Vosotras dormiréis conmigo y vuestro padre estará en la habitación contigua. Acabaremos de hacer el papeleo esta noche y compareceremos ante el juez mañana por la mañana.

Jenessa me sujeta la mano con una fuerza brutal. Debo de poner cara de escepticismo, porque la señora Haskell suspira y se le forman unas arrugas en la frente.

—Creo que después de todo lo que habéis vivido hoy, es una idea mejor que llevaros a pasar la noche al refugio de acogida. Está a otra media hora en coche, es tarde y necesitáis dormir.

«Podría ser peor —me consuelo—. Podríamos quedarnos solas con más extraños. O con él».

Me agacho delante de mi hermana hasta situarme a la altura de sus ojos y le agarro las dos manos.

—Tiene razón. Así podrás comer algo y meterte en la cama antes de medianoche.

No parece convencida, y se suelta de mis manos para cruzarse de brazos y ponerse a hacer pucheros.

«Quiere irse a casa. Quiere volver al bosque. Se cree que mando yo».

Pero eso ya no es así.

—Ness, por favor… —Utilizo su palabra—: Yo también estoy reventrada. Ha sido un día muy largo. Creo que es una buena idea.

Ella me mira, los ojos oscuros veteados por las pestañas espesas, y es como si, por detrás de ellos, viera el funcionamiento del engranaje de su cerebro. Siento un gran alivio cuando asiente al fin. Me levanto e inmediatamente me coge de la mano.

Me vuelvo hacia la señora Haskell, sin hacer ningún caso al hombre, apoyado en una camioneta de color azul claro, mientras las volutas de humo de cigarrillo revolotean a su alrededor.

—Iremos, pero en su coche, no en el de él.

—Está bien —dice la señora Haskell, haciéndonos señas para que volvamos a subirnos al coche. A continuación, se dirige al hombre—: Iremos detrás de usted.

Él detiene la mirada en mí un momento antes de tirar la colilla, que traza un arco encendido en el aire. Se acerca al lugar donde aterriza en el suelo y la aplasta con la punta de la bota.

—Si hiciese eso en el bosque, provocaría un incendio y arrasaría con todo —le digo.

Me sonríe avergonzado y recoge la colilla del suelo para depositarla en una papelera próxima.

—¿Así está mejor? —exclama, como si mi opinión importara.

No le contesto y guío a Jenessa hasta el interior del coche de nuevo.

«Como si algo pudiera estar mejor».

Cuando me abrocho el cinturón, me siento muy pequeña, tan pequeña como Jenessa, e igual de impotente. El mundo es infinito sin árboles que lo acoten, el cielo tan inmenso como para tragársenos enteras y escupir nuestros huesecillos resecos como la paja.

Ya quiero volver, volver atrás. El llanto se hace cada vez más intenso, como el canto de una cigarra, y luego de dos, y de doscientas, hasta que el mundo entero vibra en un coro de lamentos.

Lo único que necesitábamos era unas cuantas latas más de conservas. Más mantas. Más perdigones.

Nos las apañábamos perfectamente nosotras solas.