Han pasado ya casi tres meses, y sin embargo, parece como si fuera ayer cuando mi padre se presentó en el Bosque de los Cien Acres. Nunca creí que volveríamos al bosque juntos. Es decir, durante los días más difíciles en el instituto, pensaba en volver yo sola —«huir» es el término exacto, ahora lo sé—, y aunque no supiera cómo llamarlo, ésa era exactamente la necesidad que sentía, la de huir de todo lo que en este mundo tan civilizado me resultaba tan insoportablemente emocional.
Miro a mi padre a hurtadillas, a un perfil que, salvo por algunos detalles, es clavado al mío, y me asombro de lo mucho que me preocupaba ser enterita a mi madre, tanto en las cosas que importan como en las que no. Resulta que, al parecer, no podríamos ser más diferentes, y sin embargo, también soy como él. Todos esos años en el bosque y resulta que era como él, también.
Siento un golpeteo en el estómago, como guijarros rebotando en el agua del arroyo, y es algo más que la verdad lo que está a punto de aflorar. Para mí, ahora el bosque es como Marte, a pesar de toda la nostalgia que he sentido por él. Tengo miedo de ver el pasado —cómo solíamos vivir, lo que habíamos aceptado y con lo que nos habíamos conformado— desde esta perspectiva civilizada. Sólo de pensar en el abrigo con peste a pipí de gato, me sonrojo hasta las orejas.
A medida que nos acercamos, empiezo a recordar fragmentos sueltos, como retazos de una colcha de patchwork que me cuentan sus historias.
Mamá nos está arrojando bocanadas de humo de metanfetamina a Nessa y a mí, y se ríe tanto que se está meando encima. Tomo a mi hermana en brazos y la llevo afuera, y la dejo apoyada en un tronco junto a la hoguera, mientras se oye el crepitar de las llamas entre puñados de ramas.
Ness está dando cabezadas continuamente, resbalando por el tronco y despertándose de golpe con una sacudida. Son las dos de la madrugada, al fin y al cabo. Estoy muy, muy enfadada, yo también estoy cansada y tengo frío. Sólo que estoy enfadada con mamá. Nunca con Nessa.
Apoyo la cara en el cristal de la ventanilla, que está fresco y suave, y veo desfilar las señales de la carretera y espesarse los árboles, aumentar los baches en la carretera y menguar el número de coches que circulan por ella. Pienso en esa noche, la que me atormenta desde entonces, todos y cada uno de los días de mi vida, por mucho que me esfuerce en desterrar para siempre el recuerdo de mi memoria. Cuando dejamos el bosque, esa noche se vino con nosotras como se vino nuestra forma de respirar, como se vinieron nuestras sombras, nuestras pestañas.
—Ya está oscureciendo, Ness. Así que se acabaron las excursiones por el bosque por esta noche, ¿de acuerdo? ¿Nessa?
—Vaaale —dice, lanzando un largo suspiro—. Ya voy.
Me he pasado la última media hora preparando el fuego, no sólo para calentarnos, sino para poder cocinar algo. Tengo la cabeza en otra parte, ansiosa por volver a ponerme con el violín. Mamá lleva fuera cinco semanas; empecé a marcar los días tallando muescas en la corteza del nogal moribundo que hay en la orilla del claro.
—¿Qué hay de cenar?
—Comida —le contesto. La sabihonda de mi hermana capta el sarcasmo de mi respuesta.
Jenessa arruga la nariz, con mirada acusadora.
—Otra vez judías, ¿no? ¿Es que no hay nada más en esas latas?
—Comiste conejo para desayunar y la última lata de raviolis para el almuerzo. Si no nos comemos las judías, no habrá otra cosa más que judías, y entonces tendrás que comértelas tres veces al día.
Ness se va rezongando al columpio de cuerda. Hubo que trepar por el nogal como una ardilla voladora y atar una voluminosa cuerda por entre las ramas más gruesas para que funcionara el columpio… para regalarle un pedacito de infancia.
Ness había observado el proceso desde abajo, entre la hojarasca, con los ojos brillantes de ilusión. Para cuando terminé, ya le había hecho creer que el mismísimo san José había dejado la cuerda y los tablones en el bosque sólo para ella.
Los niños pequeños necesitan tener algo en lo que creer. Para ellos, es tan importante como respirar. Y cuando mamá no daba la talla, san José resultaba ser un sustituto la mar de útil.
—Ten. —Le doy un recipiente con agua y el trapo de la mesa—. Lávate las manos y límpiate la cara.
—¿Por qué lo tengo que hacer? Si no me ve nadie…
—Yo sí te veo. Que vivamos en el Bosque de los Cien Acres no significa que tengamos que vivir como salvajes.
—Grrr… —gruñe Jenessa.
La veo limpiarse la cara, el cuello y las manos mientras despejo la mesa plegable para cenar. Recojo mis libros de poesía, nuestros libros de texto y sus libros de Pooh y formo una pila irregular con ellos, una torre de libros que me llevo a la caravana y que suelto sobre la mesa endeble que se despliega de la pared, del tamaño de una tabla de planchar de juguete, como decía mamá. Le grito a Ness a través de la puerta entreabierta.
—Coge esos otros dos trapos y ponlos en la mesa. Ya sabes cómo poner la mesa. Ya no eres ningún bebé, ¿no?
La regaño con dulzura. Acaba de cumplir cinco años, al fin y al cabo, pero eso no es excusa para que no colabore.
De nuevo junto al fuego, lleno nuestros platos con judías cocidas, las que vienen maceradas en una salsa a base de azúcar moreno. Sirvo en el plato de Ness los tres cuadrados de manteca de cerdo que encuentro en el preparado.
Sé que Jenessa está demasiado flaca. Las dos estamos demasiado flacas, y aunque nuestra madre también es flaca, y a lo mejor en parte es genético, sé que tiene que ver con nuestra alimentación, con el meticuloso racionamiento de la comida enlatada y la dieta frugal a base de carne de ave, conejo y ardilla que tengo la suerte de cazar con la escopeta. Se me hace la boca agua constantemente sólo de pensar en el pavo salvaje, pero para perseguir a esos bichos ruidosos, tengo que alejarme demasiado de la caravana y de Nessa.
Nos sentamos a la mesa y comemos en silencio. La verdad es que las dos estamos hambrientas, por mucho que protestemos o que le hagamos ascos a la comida. Tenemos más suerte que otros, dice mamá. Y algo de razón tendrá, digo yo. Tenemos cama, un techo, ropa y comida. Será que tenemos una suerte loca, digo yo. Es difícil imaginar no tener lo esencial.
Termino muy deprisa y me voy corriendo a coger mi violín, y lo mancho de salsa de judías, pero eso no le va a hacer daño ninguno. Lo toco a trompicones, las notas torpes, decidida a hacerlo bien.
¡Crack!
Siempre se experimenta una sensación muy definida y precisa justo antes de que el peligro se manifieste. Se ve en los ojos de los ciervos o los faisanes momentos antes del disparo. Son las sinapsis que ponen en funcionamiento los mecanismos del instinto, digo yo. Saber que tu vida está a punto de extinguirse, momentos antes del inevitable estallido de la pólvora. Ni siquiera recuerdo haber dejado el violín y el arco en la silla vacía junto a mí.
Jenessa se pone en pie de un salto y se queda paralizada, abriendo unos ojos inmensos, mientras las judías de la cuchara olvidada le resbalan por la parte delantera del vestido rosa lleno de remiendos. Me llevo el dedo índice a los labios. Inmediatamente, dos gruesos lagrimones le asoman a los ojos. Las dos vemos cómo la orina le chorrea por entre las piernas y se encharca en sus zapatillas y en las hojas del suelo. No tenemos tiempo para escondernos cuando el hombre llega al claro, chapoteando con sus pesadas botas mientras avanza por el barro en dirección a nuestra mesa.
Arrugo la nariz. Desde varios metros de distancia, percibo el olor a alcohol, y al mirarlo a los ojos, desenfocados y enrojecidos, siento como se me pone la carne de gallina.
—¿Dónde está Joelle?
Las lágrimas fluyen rápidas y furiosas por el rostro de Ness. Veo caer la cuchara, que rebota sobre las hojas.
—Ha ido a la ciudad a comprar comida —tartamudeo a sus pies, con el estómago encogido en un calambre insoportable.
—No apartes la cara, niña. ¡Sólo los mentirosos miran para otro lado!
Lo miro a los ojos, y es la única forma de sostenerle la mirada.
—¿Conoce a nuestra madre, señor?
Trato de ganar tiempo, tiempo para pensar en algo. Yo soy la responsable. Mi voz serena me engaña incluso a mí misma. Mi cerebro trabaja a toda velocidad.
—Soy Carey. Esta es mi hermana, Jenessa.
—Y bien guapas que sois, ¿verdad?
El corazón me da un vuelco cuando se ríe, un sonido sin alma, que culmina con una tos envuelta en telarañas de metanfetamina, un sonido que nosotras conocemos muy bien. Jenessa se inclina y vacía el contenido de su estómago en el suelo.
Rápido como el rayo, cubre la hojarasca que nos separa en cuatro zancadas, y su mano sale disparada para agarrarme del cuello.
—No sabe lo que hace —le digo—. Está cometiendo un grave error.
—Te he preguntado dónde está tu madre, niña. Me debe dinero y no pienso irme de aquí sin él.
Mis dedos envuelven los suyos, desesperados por aflojar la presión, y la piel me quema la piel, su mano un torno encallado. Lloro de dolor.
—Mamá debería estar de vuelta en cualquier momento, señor. Si se espera, puede comer algo mientras…
—¿Dónde guarda el dinero?
Oigo mi voz, pequeñita y conciliadora como si hablara con alguien racional. Las lágrimas me ruedan por las mejillas, pero no me suelta.
—No… No tenemos nada de dinero, señor. Pero si espera a mamá…
—¿Cuándo fue la última vez que la viste? Y no me mientas, zorra.
—Hace cinco semanas.
Le digo la verdad. Tal vez así me suelte y se vaya a buscar a otra parte, pero se agacha, respirándome encima, y mi único error es apartar la cara para escapar de su aliento.
—¡Mírame cuando te hablo te digo!
La cabeza me da una sacudida a la derecha al entrar en contacto con el revés de su mano, y veo las estrellas danzando en el aire de la noche. Más allá, hay un abismo de oscuridad. Lucho contra él con todas mis fuerzas.
En el Bosque de los Cien Acres, siempre las veía antes de que aparecieran. A Nessa, un destello de rosa jadeante entre el verde exuberante. A mamá, una chispa de amarillo limón entre los arbustos, que son el dardo de sus insultos, y el azote de las ramas que le arañan su chaqueta de esquiar, la que compró en una tienda.
Entre la noche cuajada de estrellas, veo el destello de amarillo limón, pero no se acerca. Se aleja escabullándose por donde ha venido, a paso rápido pero silencioso.
—¡Mamá!
Pero el grito se me queda atrapado en la garganta, como si fuera un hueso de conejo.
Con un movimiento brusco y virulento, nuestra cena sale volando hacia el suelo del bosque y el hombre emplea la mano que le queda libre para arrancarme los vaqueros y la ropa interior. Me empuja hacia atrás agarrándome por la coleta y me coloca de espaldas sobre la mesa, y el borde metálico se me clava en las pantorrillas. Mientras las estrellas empiezan a desvanecerse, lo veo toquetearse la cremallera del pantalón. Me separa las piernas a la fuerza, y siento cómo se le acelera la respiración, cómo me aplasta con su peso. Siento que un relámpago blanco me desgarra las entrañas.
Eso es lo último que recuerdo antes de que todo se vuelva oscuro.
Son los gritos de Jenessa los que me despiertan. Las hojas son un mar que me abraza, acunándome. Me agarro a una rama baja y trato de ponerme en pie.
Ahora tiene a Nessa sobre la mesa. Está desnuda de cintura para abajo, con el vestido levantado hasta la barbilla.
Bajo la luz moribunda del fuego, no me ve mientras me meto sigilosamente en la caravana. Debí haberla llevado encima todo el tiempo. Una brasa estalla en el fuego. Pasan dos o tres movimientos en el segundero de un reloj, como mucho, y con esa rapidez, ya sé lo que tengo que hacer.
Descuelgo mi escopeta de sus clavijas y bajo por los maltrechos escalones de madera de la caravana, con la mente más clara que nunca.
Le está costando más de lo que creía con Nessa, le tapa la boca con la mano y maldice sin parar aquel trozo de carne inerte que tiene entre las piernas, como si fuera una rama de árbol alcanzada por un rayo.
No le lanzo ninguna advertencia, sino que pongo el dedo en el gatillo y lo amartillo, empujada por un odio que me inunda el cuerpo más que la crecida del arroyo después de diez chubascos de primavera.
Apunto directamente al corazón.
En el último momento, el hombre se vuelve hacia mí y le abro un agujero a través del brazo. La bala le atraviesa la piel limpiamente y se aloja en el tronco del nogal a su espalda.
—¡Quédate ahí, Nessa!
—¡Maldita zorra!
Aparta a Jenessa de un empujón y ella se estrella contra el suelo. Oigo mi voz, clara y firme, una voz que no deja entrever mis intenciones. Pero vaya si tengo intenciones…
—Métete en la caravana, Jenessa, y cierra la puerta. Ni se te ocurra salir hasta que yo venga a buscarte, ¿me oyes?
Es una figura paralizada en el suelo, pero sé que me oye. No tengo más remedio que gritarle.
—¡VAMOS! ¡Mete ese culo flaco en la caravana AHORA MISMO!
En ese momento, es como si acabara de pincharla con un atizador al rojo vivo. Se apresura a levantarse, gimoteando, pero sin hacer ningún ruido. Estoy medio desnuda delante de ellos, pero no siento vergüenza. Soy un puma a punto de abalanzarme sobre un ciervo. Soy como los rápidos haciendo jirones el río, un espectáculo digno de ver, pero capaz de matar.
Lo veo en sus ojos, que luchan por recuperar la sobriedad: piensa que estoy loca. Debe de haberme confundido con mamá. Yo nunca he sido como mamá.
Cuando oigo el clic del cerrojo de la caravana, me vuelvo hacia él.
—Volveré por tu hermana, zorra. Por las dos. Y volveré una y otra vez, tú ya me entiendes.
No me cree capaz de hacerlo. Mi boca esboza una sonrisa de cocodrilo. Llevo su hedor pegado a la piel, sus secreciones me resbalan por entre las piernas. Lo apunto con la escopeta. Sale corriendo.
Corre sorteando los arbustos, y las ramas bajas lo azotan en la cara. Ha escogido un sendero lleno de maleza y descuidado. Es perfecto para seguir el rastro de un animal.
Sólo me paro a calzarme las zapatillas de deporte y sacar la linterna de la caja que hay debajo de la mesa antes de salir tras él, persiguiéndolo y adentrándome cada vez más en nuestro Bosque de los Cien Acres. Pronto, un cielo de estrellas traza el mapa de su rastro. Veo la constelación del violín, la que no conozco por su verdadero nombre. Más de una vez me he guiado por su estrella más brillante como punto de referencia, para regresar a la caravana cuando me había alejado demasiado.
El hombre avanza a buen ritmo, todo sea dicho, sólo que no sabe que se está internando cada vez más en el Obed. Lo sigo sigilosamente, agradeciéndole a san José todos esos años de práctica cazando nuestra propia comida. Tengo una puntería certera, con una precisión que nace de ejercitarme una y otra vez, de las cosas que hacemos repetidamente y día tras día.
Cuando ya estoy lo bastante cerca, oigo la voz de mamá en mi cabeza, sus palabras ebrias pero ciertas.
«Tenemos lo que nos merecemos, Carey. A veces somos los que recibimos, y a veces somos los que damos».
Aprieto la linterna entre mis manos, agradecida de tenerla. A la luz de la luna, lo veo doblado sobre su estómago, con las palmas de las manos apoyadas sobre los muslos, con la respiración jadeante. Al oír el chasquido de una rama, se yergue y otea el claro, blandiendo una rama rota con la que acuchilla la noche mientras va girando en círculos.
Buscándome. Está desnudo de cintura para arriba. Se ha atado la camiseta manchada de sudor alrededor del brazo, imagino que para contener la hemorragia.
Cuando me acerco lo suficiente para olerlo, disparo directamente hacia su figura, apuntando a la altura del corazón. Su boca forma un grito que nunca llega. Se desploma en el suelo.
Lo rodeo, con cuidado de no acercarme demasiado. Paseo la linterna por su pecho, por su cara. No veo señales de que respire. No siento nada, ni una sensación de victoria, ni remordimientos. Son negocios. Aunque me tiembla el cuerpo, en contra de mis deseos, y yo lo dejo. Servirá de comida a un oso o una manada de coyotes.
Llevo el reloj de mamá en la muñeca, como siempre, el reloj con el que me enseñó a saber la hora. El que yo había usado para enseñar a Jenessa. Al mirarlo, veo que he tardado más de cuarenta y cinco minutos en volver a la caravana, y es una suerte: nadie quiere tener un cadáver descomponiéndose cerca de su caravana. Pesa demasiado para arrastrarlo o transportarlo, y cavar tumbas es un acto de respeto.
El río es testigo de todo y está frío hasta la médula, pero me quito la camiseta y me adentro vadeando hasta que el agua me alcanza la barbilla, y la luz azulada de la luna me ilumina la piel desnuda. Sostengo la escopeta por encima de la cabeza, pues me resisto a soltarla. El río me refresca las partes inflamadas, bautizándome de nuevo y redimiéndome para convertirme en una nueva Carey, la Carey que, esta noche, deja atrás los asuntos de la niñez.
Estoy temblando tan violentamente que me castañetean los dientes. Estoy en cueros en el agua de invierno, y no puedo permanecer así mucho tiempo. Me ordeno a mí misma volver a ponerme los vaqueros, arrugados encima del manto marchito de hojarasca. Sólo tengo dos pares, y los necesito los dos por las noches.
Camino con paso torpe y tambaleante, con mis partes íntimas rajadas en dos, como la horquilla que forman las clavículas de un pavo salvaje. Imagino que mamá diría que ya soy mujer. Me agacho sobre un arbusto y siento arcadas sin cesar, una y otra vez. A continuación, recojo una camiseta limpia de la cuerda de tender y busco a tientas los agujeros para los brazos.
Después, hago como que toco el Romance para violín de Dvorak, utilizando la música para acompasar mi respiración. Cuando eso no funciona, repito los versos en mi cabeza, desde el principio hasta el final, sólo que esta vez incorporo mi propio nombre.
Carey, ¿acaso estás triste
porque la arboleda se desviste?
De las hojas, como de todo lo humano,
con tu ternura, te has encariñado.
Ah, pero conforme envejece el corazón,
inmune se torna frente a la emoción.
Con el tiempo, ni un solo suspiro,
por el manto marchito, tan tupido;
aun así, respuesta hallarás a tu tristeza.
No importa aún el nombre, pequeña:
la fuente de todo penar es eterna,
pues ni la boca ni la mente habían expresado,
cuanto el corazón intuye, el alma ha adivinado:
es del hombre perpetua condena,
es por ti, Carey, por quien penas.
Apoyada en la áspera corteza del nogal, el odio se va deslizando por mi cara y mis sollozos hieren como esquirlas, cargados de una angustia irrespirable. Recojo mi abrigo con olor a pipí de gato y le quito los trozos de hoja que se le han quedado adheridos al cuello. Me siento con el trasero encima de la mesa metálica, reclamándola de nuevo.
Según el reloj, las violentas convulsiones de los sollozos tardan veinte minutos en apaciguarse. Es entonces cuando me levanto y llamo a la puerta de la caravana.
—¿Ness? Ya ha pasado el peligro, princesa.
No hay respuesta. Maldigo en voz baja y veo la ventana de la caravana, sin mosquitera y abierta. Meto la cabeza y me asomo dentro.
Capturo a Ness con el haz de mi linterna y la veo con el pulgar en la boca y envuelta en la manta fina de la cuna, como en un capullo. Tiene las piernas encogidas hacia el pecho y se mece hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Es como si no me viera, y también como si no me oyera. No dice ni pío.
Entro a través de la ventana y la tomo en brazos para salir por la puerta. Cuando llegamos al río, la desvisto por completo. Una zambullida, eso es lo máximo que puede soportar, y luego vuelvo a envolverla en la manta y me siento con ella en mi regazo frente al fuego.
Observamos su vestido, la camiseta, y nuestra ropa interior consumirse en las llamas, y cualquier recordatorio queda reducido a cenizas en cuestión de segundos. Sus rizos rubios cuelgan inertes, desprovistos de toda luz. Las gotas de arroyo se alojan todavía en sus pestañas, y parpadea para que le resbalen por las mejillas. Cuando ya ha entrado en calor, la ayudo a ponerse los vaqueros y la sudadera, y le ajusto el cordón de la capucha.
—No va a volver, Nessa. No tienes de qué preocuparte.
Cambio la postura de las piernas debajo de ella, apoyando la mano sobre mi escopeta.
Sigue sin decir ni pío.
—Me he encargado de él. No tenía otro remedio. Vamos, di algo, por favor…
Me sobresalto al notar la mano de mi padre en mi hombro.
—Ya hemos llegado, Carey.
Pestañeo al mirarlo, pues veo a otra persona.
—Hemos llegado —repite.
Para en el mirador y apaga el motor, luego se baja de la camioneta y llega hasta mi lado y me ofrece la mano para ayudarme a bajar. Hago como si no la viera, la piel y el calor, no la mano extraña y desconocida, como debería ser. Pero no lo merezco. No merezco que me ayude.
—Ten.
Busca algo en el interior de la camioneta.
—Ponte el gorro y los guantes.
Me lo tomo con gran parsimonia, a pesar de que al ver los árboles, el corazón me empieza a dar saltos de alegría. ¿Me reconocerán, esa chica de falso armiño y vaqueros de pedrería?
Él me sigue. Me sé el camino a casa como el cielo en la noche. Es como si no hubiera pasado el tiempo.
Cuando llegamos a nuestro claro, me detengo, dudando por un momento. El hoyo para el fuego es un círculo negro y gris chamuscado, casi indistinguible de la nieve que lo rodea. La caravana está plantada en el mismo lugar de siempre, hundiéndose en la espesura blanca, sólo que ahora parece mucho más pequeña y vieja de lo que recordaba.
Corro a adelantarme por entre la maleza, dejándolo solo durante diez minutos largos mientras me encamino al tronco hueco del árbol. Al limpiar la nieve acumulada, el metal lanza un destello y saco la llave. Creo que el cordón todavía huele a mamá. Lo olisqueo.
—¿Carey? —me grita a través del ventanuco—. Ya estoy dentro.
Al acercarme, veo que han forzado la cerradura de la puerta y la manija sobresale en un ángulo extraño. En la entrada, se me humedecen los ojos cuando el olor a humo me escuece en la nariz. Imagino que el fuego debe de ser reciente. Examino los escombros.
Y entonces me acuerdo. Retiro con movimientos desesperados el panel del suelo que hay sobre la rueda delantera izquierda, y compruebo que todavía sigue allí: el reloj de mamá, heredado de mi abuela.
Solía pensar que los relojes eran como corazones incorpóreos, que velaban por nuestras vidas. Solía mostrarle el reloj a Jenessa y decirle: «Aunque ya no esté en este mundo, su corazón todavía está con nosotras».
Jenessa no llegó a conocer a nuestra abuela. Murió durante mi tercer año en el bosque. Solía angustiarme al imaginármela conduciendo a la antigua casa de mis padres, o en la suya, apartando los visillos para mirar por el cristal, para ver si veía a su niña, a su bizcochito. Aguardando mi regreso.
El segundero sigue avanzando, tic, tac, tic, tac. Es como un presagio, el hecho de que todavía funcione. Mi padre me lo quita y, al reconocer aquel reloj, se le ilumina el rostro.
—Yo por mí tiraría todas las cosas de mamá a la basura —admito—, pero puede que un día Jenessa quiera tener algo de su abuela. Aprendió a decir la hora con ese reloj.
Se lo mete en el bolsillo para que no se pierda. Echo un vistazo al reloj delicado que llevo en la muñeca, el que me dio Melissa. Es curioso que no podamos aferramos al tiempo, aun cuando lo llevemos atado a las muñecas.
Examino los restos óseos de mis libros de poesía, reducidos a cenizas. Creí que podría llevármelos conmigo, la pila tambaleándose hacia delante y hacia atrás en el asiento trasero mientras conducíamos. Algo para poder leer en la cárcel. En cambio, verlos así me duele tanto que no puedo respirar.
Mi padre limpia la nieve de los maltrechos peldaños con la ayuda del rastrillo al que le faltan dos púas. Lo observo, su bufanda roja una pincelada de color en el entorno gris, aquel hombre que no encaja allí en absoluto. Forzando a mis pies a moverse, reúno unos tablones, unas ramas y leña, y él emplea las cerillas de sus cigarrillos para encender el fuego.
«Ha llegado el momento».
Trago saliva, levantando la mirada y bajándola luego de nuevo. No es tanto lo que aquel hombre me hizo a mí. Es lo que yo le hice a él.
«Salvaje humanidad».
Es curioso que cualquiera sepa lo que es la vergüenza, incluso aunque no se tenga un nombre para designarla. No importa. Se siente igual.
—Aquí pasó algo, ¿verdad? —pregunta, encendiendo un cigarrillo.
—Sí, señor. —«Por favor, san José…»—. Hice algo muy malo. Algo terrible.
Lo miro directamente a los ojos, recomponiéndome en la Carey bautizada, irguiendo la espalda, lista para poner un punto final a las cosas.
—Cuéntamelo.
—Yo tenía trece años, los trece años reales, y Jenessa tenía cinco…
Hago una pausa, titubeando.
—Continúa.
—Estábamos cenando junto al fuego. De repente, apareció un hombre, preguntando por mamá. Dijo que le debía dinero, por las drogas.
Me mira con la mandíbula firme. El cigarrillo se le consume entre los dedos, pero no se lo acerca a la boca.
—Iba colocado de metanfetamina. Y también estaba bastante borracho.
Los ojos de mi padre me miran con una tristeza infinita. Con inmenso dolor.
«Ya lo sabe».
—Me quitó los vaqueros y me hizo daño —murmuro—. No pude quitármelo de encima.
Aparto la mirada, pero no antes de ver como las lágrimas le ruedan por las mejillas.
—Me quedé dormida, mientras.
—Te desmayaste —dice con voz ronca—. Eso les sucede a las personas cuando resultan gravemente heridas o están en estado de shock.
Asiento, dándole la razón, y me guardo la frase para usarla en el futuro.
—¿Dónde estaba Jenessa?
Me habla con palabras espesas como la melaza, esperando contra toda esperanza.
Pero yo no puedo dársela.
—Estaba sentada ahí mismo, donde está usted ahora.
Me estremezco cuando se levanta de forma repentina, alejándose de mí. Maldice entre dientes, pateando el suelo con las botas, las manos cerradas en puños.
—¿Ella vio lo que pasó? —pregunta.
Le hablo a su espalda.
—Sí, señor. Cuando me desperté, estaba a punto de hacerle a ella el mismo daño que me había hecho a mí, así que me metí en la caravana y cogí mi escopeta.
Se vuelve inmediatamente y me mira a los ojos. Asiento. Ha oído bien.
—Le disparé en el hombro. Estaba apuntándole al corazón, pero se movió. Le dije a Ness que se encerrara en la caravana y que no saliera hasta que yo se lo dijera.
Él me mira con una expresión en los ojos que no sé interpretar. No importa.
Hago una pausa.
—Prometió que volvería para hacernos daño. Dijo que volvería una y otra vez.
De una patada, arrojo un montón de tierra, hojas y nieve en el fuego hasta que chisporrotea y se extingue, entonces le hago una seña para que me siga. Vuelvo sobre el sendero que seguimos esa noche, sin sorprenderme en absoluto de recordar el camino, pues esos bosques eran todo mi mundo. Acaba el sendero y se espesa la maleza, y las ramas de los árboles bloquean la luz del sol. Me muevo por instinto, y reconozco el terreno y el sonido del arroyo, el agua balbuceando primero a mi derecha, luego, por encima de mi hombro.
Con luz, sólo se tardan treinta minutos en llegar al lugar. Reconozco el sitio por el cementerio de neumáticos. Los dos nos tropezamos con las ruedas desechadas esa noche. Me deslizo por la orilla del barranco. «El cadáver tendrá el mismo aspecto que aquel oso muerto que encontramos el año pasado. Sólo un montón de huesos descoloridos y unos pellejos delatores».
Mi padre se desliza por la pendiente detrás de mí, su aliento jadeante por el ejercicio. Se pone de pie a mi lado, inspeccionando la zona.
Empezamos a dar vueltas por alrededor.
—Aquí —anuncio.
El uno junto al otro, miramos el bulto que hay bajo la cubierta de hojas y la capa de nieve. Empujo el extremo con la punta del pie.
Un maxilar cae rodando y se detiene al tropezar contra una roca. Le faltan algunos dientes, mientras que otros están podridos. «La metanfetamina», pienso.
Esta vez, es mi padre quien se vuelve y siente arcadas.
«Ness va a estar bien. Ness va a estar bien. Eso es lo único que importa. Ness va a estar bien», entono para mis adentros.
El cuerpo empieza a temblarme descontroladamente. No puedo parar. Mi padre me abraza, estrechándome con fuerza, como había estrechado a Shorty, calentándome con su calor corporal. Cierro los ojos, grabando el recuerdo.
—Imagino que ya no me querrán en su casa, señor —digo. Me deshago de su abrazo, lista para aceptar mi castigo—. Pero Ness no tuvo nada que ver con esto. La hice encerrarse en la caravana y yo me ocupé de todo.
—Escúchame, Carey. Mírame.
Arranco mis ojos de sus botas.
—Se llama defensa propia, ¿me oyes? Tenías derecho a protegeros a ti y a tu hermana.
Sus ojos se desplazan al montículo, pero yo he vivido en el bosque, yo sé que está conmocionado. Siento la distancia, interponiéndose entre nosotros. Me quedo paralizada como Jenessa, la cuchara de judías rebotando entre la cubierta de hojas. Su voz llena los bosques desde muy, muy lejos, mientras recuerdo lo que pasé el año anterior tratando desesperadamente de olvidar.
—¿Carey?
Y entonces vuelve a ser él. Vuelve a mirarme.
«Me cree».
Extiende la mano.
Pero las manos duelen demasiado. Una vez más, hago como que no la veo.
Casi es de noche para cuando llegamos a la caravana. Se sienta en un tronco, el mismo en el que solía sentarme yo cuando tocaba para Nessa, las notas entreverándose con la luz del fuego, la música superponiendo su propio color al amarillo, el naranja y el rojo.
Se enciende un cigarrillo, y la punta brilla como una estrella que ha caído sobre la tierra. Al fin, mientras las sombras se alargan, se vuelve hacia mí.
—Y fue entonces cuando Jenessa dejó de hablar —dice, pero no es una pregunta.
—Sí, señor. Lo que pasa en el bosque se queda en el bosque.
Toma una calada y a continuación exhala una bocanada de humo.
—Vamos a tener que decírselo a la policía. Prestar declaración. Vamos a tener que llevarlos a que vean el cadáver.
—Lo entiendo, señor.
—Quiero ser sincero contigo, Carey. No sé lo que puede suceder. Voy a hacer todo lo posible por ayudarte.
—El hijo de san José dijo: «La verdad os hará libres». Imagino que es verdad.
—Es un buen comienzo. Y quiero que se lo cuentes todo, ¿me oyes? Todo lo que te hicieron durante todos esos años. Todo lo que pasó esa noche. ¿Sabes por qué?
No tengo ni idea.
—Tú eras la víctima, Carey. No él. Y cariño…
Los ojos se me llenan de lágrimas, los ojos de la niña de antes del bosque.
—No tienes nada de lo que avergonzarte.
Asiento con la mirada en sus botas.
Embargada de sentimientos para los que no tengo palabras, me agacho a buscar la vieja linterna, que está tirada bajo la mesa de picnic. Cuando acciono el interruptor, la luz alumbra mis manos.
Él espera en los escalones mientras entro en la caravana enfocando ante mí con la linterna y buscando cualquier cosa que se pueda rescatar. Nunca creí que lloraría por aquel lugar. Empujo a un lado los escombros, los restos de la manta de Nessa ennegrecidos y duros al tacto. No queda nada, absolutamente nada: nuestra vieja vida ha desaparecido.
—Si se lo dices a alguien, volveré y os partiré el cuello a las dos —gruñe, cada embestida un rayo que me desgarra por dentro.
Me desprendo de mi propia piel para remontarme en el aire hasta la oscuridad impenetrable y me siento en el brazo de una de las estrellas, balanceando las piernas.
—Puede que tenga que volver aquí algún día —dice—. Le haré a tu mamá un descuento.
Cien dólares, creo. Cien dólares por forzar la entrada. Antes de la noche cuajada de estrellas, ésa era la suerte que teníamos, que ninguno de aquellos hombres llevaba nunca cien dólares.
He cartografiado cada lunar, cada peca y cada marca del vientre oscuro del Bosque de los Cien Acres. Mirando desde el umbral de la puerta, mi padre tiene los ojos brillantes, pero yo no lo noto, nada de eso. Soy como el hielo que recubre el arroyo. Mientras cierro la puerta de la caravana para siempre, soy tan inconmovible como un billete de cien dólares.
De pie en la nieve, meto la mano en el bolsillo y palpo el metal frío de la llave en la palma de mi mano. Con todas mis fuerzas, la arrojo lo más lejos posible, entre los árboles.
El hombre no sabía que yo conocía su nombre —Josiah Perry— o que sabía quién era, su sonrisa diabólica y desdentada el negativo fotográfico de la sonrisa angelical que duerme todas las noches en el dormitorio que hay enfrente del mío, con Shorty acurrucado a su alrededor como un aura.
«Un polvo de una noche. Un polvo a cambio de una dosis».
Las palabras son tan feas como lo que hizo mamá para traer a Nessa al mundo.
«¡Está cometiendo un grave error!».
Imagino que me llevaré el secreto de su identidad a la tumba, pero no por mí, sino por Nessa.
Cuando nos vamos de allí, lo único que me llevo conmigo además de mis «D» y el reloj de la abuela es a mi padre. Hasta que me ofrece su mano. Esta vez, eso también lo acepto.
El trayecto de vuelta a casa es tranquilo pero distinto. Los dos somos distintos. En cierto modo, me he hecho mayor. En cierto modo, él se ha hecho más real.
Si la novedad tuviese un sonido, sería el de las últimas piezas del rompecabezas encajando en su sitio, como el de esas que encajan aunque tú no lo quieras.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?
Aparta los ojos de la carretera el tiempo suficiente para mirarme, con gesto pensativo pero preocupado. Muy, muy preocupado.
—Adelante.
—Parece que siente aprecio por Jenessa y todo eso. Quiero decir, parece como si realmente se preocupara por ella. Yo sé que ella no lleva su sangre, pero por favor… —Me atraganto tratando de contener las lágrimas, unas lágrimas contumaces y espesas—. Se quedarán con ella, ¿verdad que sí? Ella no se merece sufrir por mi culpa.
—¿Quedarnos con ella? Nadie se va a ir a ninguna parte.
—Pero si voy a la cárcel… Ni siquiera es su hija.
—Es tuya, Carey. Y eso la hace nuestra. Si tú dejas que lo sea.
Lloro en silencio, sacudiendo los hombros, y él me deja. Es como si supiera que a veces estamos solos en esto. No veo los árboles que desfilan por nuestro lado, la espesura de un bosque que se va atenuando a medida que nos adentramos en la civilización. Vuelvo a estar a caballo entre dos mundos. Y es tan sumamente agotador…
—¿Tienes más preguntas, Carey? Házmelas, adelante.
Llevo esperando este momento toda mi vida. Creía que me costaría un mundo decir las palabras, cuando tuviese la verdadera posibilidad en la vida real. Pero éstas salen de mi boca como los aguijones de las abejas, con la voz deformada y llena de amargura.
—¿Por qué no viniste a buscarme? ¿Por qué dejaste que se me llevara? —Una vez empiezo, ya no puedo controlarme—. Si no me querías entonces, ¿para qué tantas molestias ahora?
Me golpeo el hombro en la puerta del coche cuando da un volantazo para tomar una rampa de salida y detenerse en un amplio aparcamiento. Un cartel de neón rojo parpadea con las letras: «REA DE D SCANSO». Y debajo: «C MIDA Y GASOL NA».
—¿De qué estás hablando?
—¡Sé lo que hiciste! Nos pegabas a mamá y a mí. ¡Tenía que salvarnos! ¡Tú nos echaste de casa! ¡Mamá me lo dijo!
Da un puñetazo en el salpicadero, luego abre la puerta y se baja, dando un portazo tras de sí. Yo me hago un ovillo en mi asiento, mirando a hurtadillas por el retrovisor mientras él se pasea arriba y abajo por el asfalto, detrás de la camioneta. Me llevo un susto cuando se acerca y golpea con los nudillos mi ventanilla.
Pero la ira se ha transformado en algo más fuerte. Más duro. Más triste. Bajo la ventanilla.
—Ya va siendo hora de que oigas la verdad —dice.
Abre mi puerta y me vuelve hacia él, de forma que estoy sentada con mis botas colgando fuera, por el lateral del coche.
—Realmente no tienes ni idea, ¿verdad?
Pienso en el frío, en la lluvia… en la coraza de acero que no siempre podía ser. Me niego a ponérselo fácil.
—¿De qué, exactamente?
Esperamos mientras un tráiler de dieciocho ruedas sale de una plaza de aparcamiento y se dirige hacia la rampa.
—Nunca os hice daño, ni a ti ni a tu madre.
Niego con la cabeza, incrédula.
—¡Me lo dijo mamá!
—¡Bueno, pues tu madre te mintió! Así es tu madre. Vamos, ¿una chica lista como tú? ¡Piensa! Ya sabes lo que te hizo. ¡Todo mi mundo se derrumbó cuando te arrancó de mi lado!
Quiero creerle. Me muero por creerle, pero no soporto tanto dolor. Sencillamente, no puedo con tanto dolor.
—¡Tuvo que hacerlo para salvarnos de ti a las dos! —escupo las palabras, y sueno más como mamá. Menos como él.
—Se te llevó con ella porque solicité la custodia exclusiva. Tu madre estaba enferma. Traté de conseguirle ayuda, pero ella se negaba. Una noche, te dejó en el coche y no podía recordar dónde lo había dejado. Tardaron un día y medio en encontrarte. Tenías cuatro años y sufrías un ataque de histeria. ¿No te acuerdas?
Niego con la cabeza para bloquear las palabras, gritando por dentro, sin saber qué creer.
«¡San José!».
—Me fui de la casa, contraté a un abogado y el juez me concedió la custodia exclusiva. Tu madre debió de enterarse de algún modo. Se te llevó esa misma tarde.
La voz de mi padre se quiebra.
—Cuando fui a buscarte a casa de tu niñera, ya no estabas.
—Clarey —susurro.
—¿Te acuerdas de ella? Clare Shipley. Era amiga de tu madre. No tenía ni idea de que Joelle pensaba escapar. Fue el peor día de mi vida…
Miro a mi padre, lo miro de verdad, y veo la parte rota de él, roto por mamá, como nos había roto a todos. Recuerdo lo que dijo la señora Haskell. No tenía ninguna razón para mentir.
«Secuestro».
El cartel de Ryan aletea en el viento.
—Te buscamos por todas partes. —Tiene los ojos rasgados en los extremos, como los de la niña del cartel—. Te inscribí en el Centro Nacional para Niños Desaparecidos y Explotados y colgué carteles durante años. Incluso salí montones de veces en las noticias.
No teníamos televisión en el bosque. ¿Lo habría visto si la hubiésemos tenido?
—El día que te encontramos al fin, de repente todo cobró sentido. Te había escondido en un lugar perdido del mundo, en un bosque de tres mil quinientas hectáreas. Aunque os hubiese visto alguien, ¿quién iba a sospechar de una familia que vivía en un camping?
Pienso en las personas que habíamos visto cuando vivíamos en el Bosque de los Cien Acres.
Unos pocos excursionistas. Traficantes de drogas. Hombres a los que les gustaban las niñas pequeñas. Nadie que pudiera ayudarnos.
Nadie, en todos esos años.
Mi padre me vuelve la cara hacia la suya, me obliga a mirarlo a los ojos.
—¿No eres feliz en la granja? ¿No hemos sido buenos contigo?
Su pregunta es como la semilla de un dolor de dimensiones planetarias. Quiere devolverme todo lo que he perdido. No sé cómo dejar que lo haga.
—¡La vida no es así! ¡No es real!
—¿Qué quieres decir?
—Nadie recibe abrazos y ropa nueva y tantas cosas buenas a cambio de nada. —Imito la voz de mamá—. «Todo se paga de un modo u otro, niña, y la carne abunda mucho más por aquí. La carne fresca y joven se paga mejor. Así que… ¡andando!». —Ahora ya sabe eso también, pero no se inmuta—. No es así como es la vida…
Se me quiebra la voz. Mis palabras no dicen lo que quiero decir, pero no sé cómo explicarlo con más claridad. Pienso en Jenessa y en cómo es ahora, una flor de azafrán de mejillas sonrosadas empujando hacia arriba a través de la nieve. Quiero estar equivocada, con toda mi alma.
—Esto no es real —susurro.
—¿Quién lo dice? ¿Quién dice lo que es real? Lo que hizo tu madre fue algo inconcebible, eso sí que es irreal. No es ella quien tiene la última palabra sobre lo que es real y lo que no. Tal vez la tenga yo.
Me tiemblan los hombros. Hago unos ruidos que una persona normal nunca podría hacer a propósito.
—Las familias no son como lo que tu madre te hizo a ti. O lo que te hizo hacer.
Entierro la cara en mis brazos y me echo a llorar a lágrima viva.
—No puedo borrar todos esos años, Carey, y Dios sabe que daría mi vida porque Jenessa y tú pudierais empezar a vivirlos de nuevo. No puedo devolverte todo el tiempo que nos robó. Eso es lo más duro de aceptar.
Las lágrimas le ruedan por las mejillas, su trayectoria canalizada por los surcos y las arrugas de su cara. Mis lágrimas siguen cayendo, pero por todos nosotros: por él, por Ness, por yo misma e incluso por la abuela.
—Sólo espero que esos años de sufrimiento te hayan hecho más fuerte, y que consigas superar esto como conseguiste superar aquellos años. Pero pase lo que pase, Jenessa y tú siempre tendréis un hogar a mi lado.
Me deshago en un mar de lágrimas, y cuando trata de abrazarme, yo le dejo. Me abraza a él y lloramos juntos, como si nos fuera la vida en ello. Aspiro el olor a humo de su abrigo de piel de oveja, áspero cuando me roza la mejilla. La palabra «hogar» despliega sus alas y se convierte en una «P».
«Papá».
Cierro los ojos, tratando de recordarlo de antes. Es muy difícil.
—No me acuerdo de casi nada de antes del bosque —le digo, entre ataques de hipo y lágrimas—. Ni de ti, ni de vivir en una casa, ni del agua del grifo o los interruptores de la luz o los baños de espuma. Ni siquiera de la Navidad.
Él me estrecha con fuerza entre sus brazos, con la barbilla sin afeitar apoyada en mi cabeza.
—Necesitas tiempo. Ya volverán cuando estés lista.
Me mece hacia atrás y adelante, hacia atrás y adelante, todo el tiempo que sea necesario.
Y luego:
—¿Algún otro secreto?
—Ryan Shipley. —Su abrigo amortigua el sonido de mis palabras—. Es mi mejor amigo.
—Ya me imagino. Erais como uña y carne de pequeños. —Se ríe—. Será mejor que lo traigas a casa, entonces. Hace unos cuantos años que no veo a ese chico.
—Sí, señor.
Es verdad, Ryan es mi mejor amigo. Pero lo que no digo es que estoy enamorada de él. Desde la punta del pelo hasta los dedos de los pies, lo amo. Siento mariposas en el estómago sólo de pensar en él. Y digo yo que cuando el amor escasea, sabes reconocerlo cuando llama a tu puerta.
—¿Lo ves? —dice mi padre, sonriendo.
—¿Qué?
—Te acuerdas de algunas cosas.
—Pero hay algunas cosas que no quiero recordar.
—Eso es normal, supongo. Pero hay cosas que necesitas recordar. ¿O cómo vas a saber quién eres si no?
Lo miro fijamente. Tengo que decirlo en voz alta. «Por la chica del bosque».
—Me llamo Carey Violet Benskin. Mi madre me secuestró cuando tenía cuatro años.
—No te imaginas la cantidad de personas que te estaban buscando, cariño.
—Y sólo estaba un poco más allá, en el bosque —digo con nostalgia.
—Pero era como si estuvieses en otro mundo —responde.
Este es nuestro mundo, ahora, nuestra propia burbuja. Conduce con una mano en el volante y rodeándome con el brazo. Me acurruco contra él, carne, sangre y hueso, y la respiración de ambos empaña las ventanas.
Me acuerdo de la frase en la pared de la caravana, justo encima del zócalo, un garabato de cuando tenía seis años. La vi cuando rescaté el reloj de la abuela; hasta ese momento, la había olvidado por completo. «Si alguien me encuentra, que me lleve a casa», había escrito. Como si supiera, de algún modo, que este día llegaría.
No recuerdo a Melissa acudiendo a nuestro encuentro cuando llegamos, ni a mi padre llevándome arriba en brazos por las escaleras, quitándome el anorak, las botas, el gorro y los guantes y arropándome con el embozo de las sábanas antes de dejarme plácidamente dormida.
Sólo sé que cuando me despierto con el canto del gallo y veo que el sol me calienta las mejillas, todo ha cambiado.
Lo he dicho.
Y sólo es el principio.