Al principio parece un sueño, pero al segundo grito ya me he incorporado en la cama y estoy completamente despierta.
—¡VEN AQUÍIIII! ¿DÓNDE ESTÁAAAAAS?
Fuera hay un crío gritando, y quienquiera que sea, ojalá se callara de una vez. El domingo es el único día que puedo dormir hasta tarde, y después de la noche anterior, y con los exámenes de literatura inglesa y de física a la vuelta de la esquina, necesito dormir todo lo que pueda.
—¡SHORTYYYYYYYYYYYYYYYYYYYYYYYY!
Abro los ojos como platos.
«No puede ser…»
La voz está anegada en lágrimas. La puerta de mi habitación se abre de golpe y Melissa entra precipitadamente, con una expresión a medio camino entre el dolor y el asombro.
—Sabes quién es, ¿verdad?
El mundo entero se detiene cuando aguzo el oído para escuchar, y meneo la cabeza con incredulidad, de manera que parece como si estuviera diciendo que no, cuando en realidad estoy diciendo que sí.
—¡SHORTYYYY! ¡VAMOS, PÓRTATE BIEN! ¿DÓNDE ESTÁS?
En lo que parecen movimientos a cámara lenta, me levanto de la cama y me abalanzo hacia la ventana. El olor a huevos revueltos se cuela por la puerta entreabierta, y siento la madera fría bajo mis pies.
—¡¡SHORTY!! ¡Vuelve aquí ahora mismo!
Me asomo a la ventana y luego me vuelvo hacia Melissa.
—Tu hermana lleva así una hora, ahí fuera.
La propia Melissa suena también medio histérica.
—Ya os dije que podía hablar —le digo, y la adrenalina me palpita por las venas. Es como el momento previo a la descarga de un rayo sobre el Bosque de los Cien Acres, cuando el vello de los brazos se pone de punta y el aire se impregna con el zumbido de la electricidad.
Veo a Jenessa pisando la nieve con paso decidido, los rizos de su cabellera saltando a derecha e izquierda. Desaparece en el establo, pero todavía la oigo gritando a pleno pulmón.
—¡SHORTYYYYYYYYYYYYYYYYYYYYYY!
Hace tanto tiempo…
—¿Qué pasa?
—Shorty ha desaparecido. Llevamos buscándolo desde las siete. Cuando Jenessa se despertó y vio que no estaba, salió corriendo escaleras abajo y entró en la cocina… ¡hablando! Ha sido la cosa más increíble del mundo. Se vistió, salió y ha estado buscándolo desde entonces.
—Pues eso es mucho terreno donde buscar.
Paso volando junto a Melissa, me precipito escaleras abajo y corro a ponerme las botas que me había quitado escasas horas antes.
Con tono vacilante, sin rastro de la ponzoña y la malevolencia habitual en su voz, Delaney me habla desde la mesa de la cocina.
—La nieve te va a destrozar esas botas, ¿lo sabes?
Meto las manos en las manoplas y me envuelvo la bufanda alrededor del cuello, me tapo la cabeza con el gorro y me abrigo con el anorak.
—Ponte mis botas para la nieve —me ofrece Delaney—. Están ahí mismo en el armario,
—¡Gracias! —Rápidamente, me cambio de botas—. ¿Me dejas tus gafas de sol también?
—Sí, claro.
Las cojo de la mesa y me las pongo. Salgo por la puerta y Melissa me sigue, abrochándose el abrigo mientras pisa con cuidado los peldaños resbaladizos de la entrada.
—¡Shorty!
Mi voz retumba en la nieve, y el blanco omnipresente me produce vértigo. Rodeo la casa justo a tiempo de ver a Nessa saliendo del establo, con la cara surcada por las lágrimas.
Corro hasta ella y la estrecho entre mis brazos.
—No te preocupes. Lo encontraremos.
Nos dividimos, y Melissa va en una dirección y Ness y yo en otra, buscando entre los matorrales y hasta en la pala de la excavadora, examinando el horizonte, donde los nubarrones grises se esconden agazapados detrás de un puñado de árboles, a lo lejos. Lanzo un suspiro. «El tiempo». Imagino que nevará otra vez esta noche, si no esta tarde.
—Todo saldrá bien, Jenessa —le digo, apretándole la mano.
Pero ya no es la niña dócil y dependiente que se cree todas y cada una de mis palabras.
—No pararemos de buscar hasta que lo encontremos —le aseguro, con voz firme.
—Vivo —exige Ness, inspeccionando con los ojos toda la ladera.
—Desde luego, vivo —le digo.
Tiene que estarlo.
«Por favor te lo pido, san José… Ness no podrá soportar perder a este perro. Es lo único bueno que le ha pasado en mucho, mucho tiempo. Por favor, ayúdanos a encontrarlo. Por favor…»
—¡Ven aquí, Shorty! —sigue gritando Ness, y le entra ronquera por el esfuerzo.
«¡San José, por favor! Ness y Shorty son como uña y carne. Es como si estuvieran predestinados a encontrarse. ¡Se necesitan! ¡Por favor, ayúdanos a encontrarlo!».
Jenessa se desploma en la nieve, con el rostro oculto en sus guantes, sollozando desconsoladamente.
—¡Nada de rendirse! ¡Ese perro nunca te abandonaría, Jenessa Joelle Blackburn!
Se estremece ante el recuerdo de mamá, y me mira frunciendo el ceño. Sé exactamente cómo se siente.
«Si nos llevas hasta él y haces que vuelva con vida, te prometo que lo contaré todo. Confesaré lo que hice en el bosque. Se lo diré a nuestro padre y me enfrentaré a las consecuencias. Por favor, san José. Por favor…»
La obligo a ponerse en pie.
—¡Melissa! ¡Niñas!
Nos volvemos de golpe hacia la voz de nuestro padre.
Achico los ojos para protegerme del resplandor de la nieve y miro a través del destello de arce rojo hacia el claro de detrás. Veo a mi padre llevando en brazos una figura inmóvil, y se me acelera el corazón, con una mezcla de miedo y esperanza.
«Oh, por favor, san José… ¡Haz que esté vivo! ¡Mi promesa sigue en pie! Por favor…»
Ness sale corriendo, dejando tras de sí un reguero de vaharadas de aliento. Desde donde estoy, me quedo esperando, esperando a leer el braille entre hermanas, y lanzo un profundo suspiro de alivio al ver como sus labios dibujan una sonrisa y ella sacude los puños en el aire.
«Te quiero, san José».
Hay tantas clases distintas de lágrimas en el mundo… Prosigo mi torpe avance por la nieve, desenterrando las botas de la nieve y hundiéndolas de nuevo, con la pantorrilla y los músculos del muslo doloridos por el esfuerzo. Oigo a Melissa detrás de mí, haciendo lo mismo.
Mi padre se para a abrir y luego abrochar de nuevo la cremallera de su abrigo alrededor del cuerpo de Shorty, calentando al animal con su calor corporal. Ness camina junto a ellos, apartando la mirada de Shorty para compartir un caleidoscopio de emociones: preocupación, miedo, alegría, sorpresa, desconcierto, y, por último, felicidad.
Los alcanzo en cuatro zancadas.
—¿Qué ha pasado? ¿Lo sabes? —El corazón me da un vuelco al ver una enorme mancha de sangre en la manga de la chaqueta de mi padre—. ¿Se pondrá bien?
«Por favor…»
—Lo he encontrado al otro lado del claro. Probablemente estaba persiguiendo conejos. Por lo visto, el collar se le enganchó en un tramo de la valla vieja, esa que tanto tiempo llevo pensando en quitar. Maldita valla. Tuve que ahuyentar a dos coyotes. Parece que han herido a Shorty. Si Jenessa no hubiese salido en su busca cuando lo hizo…
Los dos nos volvemos hacia Ness, que arrulla a Shorty mientras le acaricia la cabeza, toda una hazaña teniendo en cuenta que nos sigue el paso a media carrera, sin quedarse rezagada.
—Tuve un sueño —nos explica sin aliento. Me muerdo las lágrimas al oír el sonido de su voz, su voz clara y dulce—. Shorty necesitaba que fuera a buscarle. Pensaba que sólo era un sueño, pero me desperté y no estaba allí, a mi lado.
Mi padre me mira a los ojos por encima de su cabecita.
—¿Se va a poner bien? —farfulla Ness.
Todo el cuerpo le tirita de frío.
—Creo que lo hemos encontrado a tiempo. Aunque tenemos que llevarlo al veterinario, pero yo me atrevería a decir que le has salvado la vida, cariño.
Jenessa se pone a dar saltos de alegría. Y yo misma me siento ligera como la nieve.
—Si me das las llaves, puedo ir haciendo que se caliente la camioneta —me ofrezco.
Tuerce el cuerpo hacia mí, y del bolsillo de su abrigo asoma un pequeño abultamiento. Meto la mano, saco las llaves, y salgo a la carrera, el aliento deshaciéndose en una nube de vaho que me golpea las mejillas congeladas. Voy a la entrada y me subo a la camioneta, arranco el motor y pongo la calefacción al máximo.
—Mel, ¿llevas a Jenessa a la casa? ¡Está congelada!
Se precipitan sobre la colina, y me fijo en que Nessa y mi padre caminan igual: las largas piernas de mamá, las largas piernas de mi padre, con una colocación similar de los pies. Ella lo está imitando, sin darse cuenta siquiera. Ella es suya, independientemente de los lazos de la sangre. Abro la puerta del lado del conductor.
Jenessa sacude la cabeza con vehemencia, y los rizos le serpentean en todas direcciones, como si fuera Medusa.
—¡Voy con vosotros! ¡Shorty quiere que yo vaya!
Recojo a Shorty de los brazos de mi padre y me lo acerco deslizándolo al asiento del pasajero. Lo sostengo en mi regazo, acunándolo como un bebé, mientras mi padre nos tapa a los dos con su abrigo. Ness rodea la camioneta y se pone de puntillas, asomándose por el cristal de la ventanilla. Yo me agacho y beso la cabeza de Shorty por ella. El animal me lame la mejilla débilmente, y le tiembla hasta la cola.
—Mel, haz que entre en calor y nos vemos en la consulta del doctor Samuels.
Melissa asiente y mira a mi hermana, que pisa en el suelo con rabia y se echa a llorar.
—Si no entras en calor, tendremos que llevarte al hospital a ti también, cielo. Shorty se pondrá bien. Confías en tu hermana, ¿verdad?
Nessa asiente, llorando aparatosamente, con la respiración sincopada. Mi padre pone el coche en marcha mientras Melissa retiene a mi hermana firmemente por los hombros. Me vuelvo a mirar por la ventanilla trasera, viendo cómo conduce a Nessa hacia los escalones del porche y luego al interior de la casa.
Pienso en cuando Ness era un bebé, en cómo tenía que recurrir a mi calor corporal para calentarla durante esas noches interminables en la caravana, cuando lloraba y lloraba sin cesar llamando a mamá, sin darse cuenta de que la mamá que reclamaba era yo.
Siento que un escalofrío me recorre todo el cuerpo, sólo de pensar en la suerte que tuvimos entonces.
Ojalá Shorty tenga ahora la misma suerte.
Estamos sentados en la sala de espera del doctor Samuels y al descongelarse, me arden las mejillas y los dedos de los pies. Entregamos a Shorty nada más llegar, depositándolo en los brazos del doctor. Ahora, en una sala del interior de la consulta, Shorty descansa cómodamente debajo de varias mantas térmicas, con las heridas desinfectadas y suturadas.
Resulta que, al final, no habían sido los coyotes los que habían herido al pobre animal: fue el alambre de púas de la valla, que le arrancó la piel cuando pugnaba por liberarse. Los coyotes debieron de percibir el olor a sangre.
Se me pone la carne de gallina al pensar en lo que podría haber pasado si mi padre no hubiera encontrado a Shorty a tiempo.
—Se está recuperando muy bien —anuncia el doctor Samuels cuando sale a hablar con nosotros media hora más tarde—. Tiene suerte de que lo encontraran cuando lo hicieron.
El veterinario me mira con interés.
—¿Eres tú la que lo ha salvado?
Niego con la cabeza.
—Mi hermana sabía que estaba en apuros. Es como si tuvieran una conexión psíquica o algo así.
—El amor es así —dice mirando a mi padre y luego de nuevo a mí—. El frío ha impedido que perdiera demasiada sangre. La mayoría de los perros con temperaturas corporales tan bajas no habrían sobrevivido. Es un animal muy fuerte.
El médico nos deja en la sala de espera después de señalarle a mi padre la cafetera llena. Mi padre sirve una taza y me la pasa, y yo me bebo el café solo, como él, y lo único que me importa es cómo me calienta las manos y las entrañas simultáneamente.
Me va mirando de vez en cuando, pero no dice nada. Aunque la percibo en toda la habitación, junto con las revistas del National Geograpbic acumuladas sobre la mesa, del calefactor encendido del rincón, el sofá raído sobre el que estamos sentados. Nos rodea a los dos, como un aura: la maravilla de oír hablar a Jenessa.
Y ahora me toca a mí. Lo prometido es deuda. Me vuelvo hacia él, con los ojos clavados en sus botas. Respiro profundamente, y tiemblo.
—¿Te acuerdas de cuando me preguntaste por Jenessa y por lo que podría haber causado que dejara de hablar?
Es como si hubiera regresado. Como si nunca hubiera abandonado el bosque.
Él toma un sorbo de café sin dejar de mirarme a los ojos.
—Yo sé por qué —le susurro.
No sé lo que me va a pasar dentro de una hora, un día o una semana, una vez que se lo diga. Pero ya no importa. La gente no hace lo correcto porque sea fácil; lo hace porque es lo correcto.
—Eso me imaginaba —dice, en un tono inexpresivo—. Esperaba que me lo dijeras cuando estuvieses preparada.
Ladea la cabeza y me observa con atención, y en ese gesto, siento su respeto genuino por nuestros días en el Bosque de los Cien Acres. Dejo que me embargue esa extraña sensación, disfrutando de ella mientras pueda.
Soy demasiado mayor para comportarme como una niña. Ahora lo sé. Demasiado mayor para jugar al gato y al ratón con lo que de veras importa. Es como si la chica que voy a ser se hubiese encontrado al fin con la chica que soy, justo ahí, en la sala de espera del doctor Samuels.
Se lo debo a esa chica.
La puerta se abre de golpe, y entra una ráfaga de aire frío. Melissa y Jenessa entran limpiándose la nieve de sus botas mientras Nessa se vuelve hacia mí, con los ojos rojos e hinchados.
—¿Dónde está Shorty? ¿Se va a poner bien?
Me acerco a ella y al abrazarla, siento cómo su cuerpo tiembla en mis brazos.
Luego me aparto y me hinco de rodillas en el suelo.
—Mírame —le digo, tomándole la cara llena de lágrimas entre las manos—. Shorty va a estar como nuevo. Lo están haciendo entrar en calor y dejando que descanse después de limpiarle y coserle las heridas. Lo han sedado.
Me mira sin comprender.
—Significa que lo han calmado con unos medicamentos. Que está como medio atontado.
Nessa se ríe y me aprieta con tanta fuerza que casi me corta la respiración. Luego se abalanza corriendo sobre mi padre, quien la levanta en brazos y la hace girar dando vueltas antes de volver a sentarse con ella en su regazo.
Me levanto y me dirijo a Melissa, sonriendo tímidamente.
—Estábamos pensando que vosotras dos podríais llevaros a Shorty a casa. El doctor Samuels dice que ya está listo y podemos irnos —le digo.
Ella mira a mi padre con curiosidad y luego me mira a mí de nuevo.
—Podríamos hacer eso, sí.
Veo cómo escudriña la sala, y ya la conozco lo bastante bien para saber lo que necesita.
—Hay café recién hecho, ahí, sobre la mesa —le digo.
Me acerco, le lleno una taza y se la llevo.
—Gracias, Carey.
Veo el coche de Melissa por la ventana, y una estela de humo escapa por el tubo de escape, como si fuera una cometa.
—El coche está en marcha —observo.
—Sí, ya. Es que Delaney está dentro. Estaba preocupada por Jenessa y ha querido acompañarnos.
Las dos miramos fuera. Veo el pie de Delaney apoyado contra la ventanilla del asiento del pasajero.
—No es muy madrugadora. —Melissa se ríe, moviendo la cabeza—. Seguramente se ha dormido.
Melissa se acuerda de que lleva un abrigo doblado sobre el brazo.
—Ten —le dice a mi padre—. He pensado que te haría falta esto.
Es el abrigo grueso que se pone para trabajar en el establo, cuando se ocupa de los animales por la noche. En realidad, es perfecto para ir a donde tenemos que ir.
Melissa se saca la bufanda y el gorro de mi padre del interior de su abrigo y me los da. Los dos están calientes y huelen como ella, a Beautiful, el perfume que usa y que también me había comprado a mí ese día en el centro comercial.
Cuando mi padre se pone el abrigo, le doy la bufanda y el gorro. Melissa coge el abrigo manchado de sangre, las manchas ya secas.
—¿Adónde vais vosotros dos?
No me puedo creer que las palabras broten de mis labios tan fácilmente.
—Volvemos al bosque. Me dejé algo muy importante. Tenemos que volver a buscarlo.
Mira a mi padre y él le sonríe, una sonrisa especial que ella le devuelve al instante. Es un lenguaje que me recuerda al braille entre hermanas, o al silencioso vínculo que une a Jenessa y Shorty.
—Volveremos después de cenar —le asegura.
Jenessa baja deslizándose del regazo de mi padre y se acerca hasta mí, con los ojos llenos de interrogantes.
—¿Estás segura, Carey? Yo no lo voy a decir.
Me susurra las palabras, secas como el ruido de las hojas en invierno, y siento que se me encoge el corazón al oírla susurrar de nuevo.
—Estoy segura. Ha llegado el momento —la tranquilizo, logrando mantener la serenidad en mi voz—. Quédate aquí con Melissa y esperad a Shorty. Que no coja frío en el camino de vuelta a casa.
Nessa toma mi mano entre las suyas.
—¿Volverás?
Mi corazón se rompe en mil pedazos, y ella me aprieta la mano con más fuerza.
—Eso espero. Quiero decir, que ésa es mi intención, vamos.
—¿Me tocarás la Canción de cuna de Brahms esta noche? ¿En vez de leerme a Pooh?
Pienso en el violín, arrinconado en el fondo del armario de mi habitación, y en que separarme de él es como arrancarme un pedazo del corazón, como la cuchara para melón de Melissa. Le había dado la espalda al violín porque la música es la verdad en estado puro: no hay mentira en ella. Mamá aparece entreverada en las notas, al igual que el bosque. Sin embargo, había pasado por alto algo mucho más trascendente, algo menos evidente: también es la mejor parte de mamá. La mejor parte del bosque. La música trasciende la tristeza, el hambre, el frío… Al igual que la verdad trasciende.
Buceo en esos ojos que conozco tan bien como los míos propios —mejor, incluso—, y una vez más, siento que me desgarro por dentro.
—Te lo juro por san José…
—… sobre una montaña de judías —dice Jenessa, acabando la frase por mí.
—¿Cantarás tú si toco yo?
Se me quiebra la voz y sonrío «por entre los diamantes», como dice Jenessa. Pienso cómo en un solo día, por un perro, todo nuestro mundo ha cambiado. Han pasado años desde la última vez que cantó para mí. Ni siquiera estoy segura de que se acuerde.
—Me acuerdo —me asegura, con ojos solemnes—. Cantaré.
La llevo junto a Melissa y ambas se quedan juntas de pie, viéndonos marchar. Mi padre me aguanta la puerta y, mirando a Jenessa por última vez, la cruzo y salgo. La tira de cuero de cascabeles resuena en la manija de la puerta, alegre para celebrar el momento.
Ness está apoyada en el cuerpo de Melissa, abrazada a ella.
Me despido de ellas a través del cristal y Ness me dice adiós con la mano con aire vacilante, pero tal como le he dicho a ella, y más segura que nunca, ha llegado el momento.
Pasamos junto al coche de Melissa. Mi padre ve a Delaney y hace como que escribe con la mano, articulando las palabras «examen de literatura». Ella frunce el ceño. La miro a los ojos y le sostengo la mirada a través del cristal de la ventana al pasar por su lado. Sigue habiendo inquietud en sus ojos, y no sólo por Shorty.
Pero he dado mi palabra. Palabra de meñique. Además, no quiero ser la clase de persona a la que se relaciona con el miedo. Conozco muy bien el miedo, como conozco su poder. No quiero ese tipo de poder. Ni sobre Delaney ni sobre ninguna otra persona.
Al pasar, hago un movimiento con la mano cerrándome una cremallera imaginaria sobre los labios y tirando la llave, tirando su llave. «Somos hermanas, le guste o no».
Me subo a la camioneta, con los ojos de Delaney todavía clavados en mí. Me lanza una sonrisa, la misma sonrisa de anoche, cuando admiraba la foto que me había sacado Ryan.
Y me imagino esos mismos ojos esta noche, una vez que, como todos los demás, sepan la verdad.