Para ser sincera, todavía no entiendo ese extraño ritual de juntarse un sábado por la noche en casa de alguien a comer patatas chips y beber refrescos. Pero vamos a ver, ¿es que no acabamos de cenar, refrescos incluidos?
—No se trata de eso —dice Melissa, divertida—. Es una oportunidad para conocer mejor a tus compañeros de clase y hacer amigos fuera del instituto. Lo pasarás bien —insiste con una sonrisa—. No imaginaba que a la Carey que yo conozco pudiese darle miedo una fiestecilla de nada…
—¿Miedo yo? ¿Quién dijo miedo? —exclamo inmediatamente, respondiendo a la provocación, pero aun así—. El caso es que le prometí a Pixie que iría porque si no, su madre no la deja ir.
Delaney, espiando desde de la puerta, pone cara de exasperación. Recojo los últimos cubiertos, y el ajetreo de andar de acá para allá con los platos me ayuda a quemar algo de energía nerviosa.
A Nessa le gusta escuchar nuestras conversaciones desde la mesa de la cocina una vez que está recogida, y allí sentada, balancea las piernas y hace dibujos de Shorty y de mi padre estrujados bajo un arcoíris que ocupa media hoja, o de Delaney y Melissa sonriendo debajo de unos soles amarillos grandes como bulbos. Los dibujos no están nada mal, la verdad sea dicha. Empapelan la puerta de la nevera, sujetos con pequeños imanes negros. He contado otros tres dibujos pegados a la puerta de la despensa y un esbozo de nuestro bosque a través de los ojos de Jenessa, enmarcado y colgado de la pared del comedor, el primero que Nessa dibujó para Melissa.
Ese es mi favorito, dibujado en un viejo y familiar bolígrafo Bic, los árboles arañando la hoja con la elegancia de sus líneas rectas, la caravana en el claro, el arroyo que se escapa por la parte inferior del papel… Nessa podría llegar a ser una artista algún día.
—Es un detalle por parte de Carey llevar a Courtney a la fiesta —comenta Melissa, dándole a Delaney un abrazo espontáneo cuando pasa por su lado.
—Mamá, de verdad… Me estás despeinando.
—Me imagino que no debe de ser nada fácil para ella —continúa Melissa—, tan joven y tantos cursos adelantada. No me extraña que hayáis hecho tan buenas migas vosotras dos.
El comentario me saca de mis casillas.
—¿Por qué? ¿Porque somos dos frikis?
Miro cómo Melissa se sube descalza a la encimera para guardar los cuencos de cristal en el estante superior del armario. A mi padre no le gusta que haga eso; quiere que utilice la escalerilla-taburete para subirse, aunque sea una lata desplegarlo y muy pesado de acarrear desde el armario del pasillo.
Melissa se baja de la encimera y me mira.
—¿«Friki»? ¿Dónde has oído eso?
Las dos miramos a Delaney, al otro lado del arco de la puerta, estirada en el sofá leyendo StaryPeople. «Friki» es una palabra que utilizaría conmigo a todas horas si supiera que, primero, no sé quién es la mitad de la gente que sale en esa revista ni por qué algunas de las mujeres más mayores parecen gatas —gatas con unos labios enormes—, y segundo, a mí, esas adolescentes me parecen muy raras, con esas sonrisas de un blanco resplandeciente, su pelo perfecto y sus bolsos y monederos carísimos. Ness y yo podríamos haber vivido en el bosque un año entero, tal vez dos, con el dinero que cuesta uno de esos bolsos «Louis Vuitton».
Se oye el ruido de un claxon en la calle. Delaney corre a buscar su abrigo y luego asoma la cabeza por la puerta.
—Me voy. ¡Adiós!
Melissa la detiene.
—¿Estás segura de que no tenéis sitio para Carey y Pixie, Delly?
Quiero que se me trague la tierra. A veces, los adultos pueden llegar a ser muy optimistas. Sólo con la cara, Delaney podría convertir una de las sonrientes flores de papel de Nessa en un brote marchito y arrugado.
—Lo siento, mamá, pero es que primero vamos a casa de Kara y luego a la fiesta. No puedo hacer esperar a las chicas.
Melissa me mira y yo soy el brote marchito y arrugado. Aunque no iría a la fiesta con Delaney ni muerta. Antes, preferiría comer carne de mofeta, cosa que (¡gracias, san José!) Nessa y yo nunca tuvimos que llegar a hacer.
—Lo entendemos. Que lo pases bien, cariño. Y nada de beber alcohol. ¡Y ponte el cinturón! Y nada de enviar mensajes de texto mientras conducís, ¿de acuerdo? Si hacen cualquier cosa rara en el coche, les dices que paren, que ya iré yo a recogerte.
Delaney lanza un gemido.
—¡Sí, claro! Y entonces seré el hazmerreír de todo el instituto.
—No me importa. ¡Al menos serás un hazmerreír con vida!
La puerta principal se cierra de un portazo en el preciso instante en que mi padre asoma por la de atrás.
—¿Quién está dando portazos por aquí?
Jenessa levanta la mano y se ríe.
—Ah, conque ésas tenemos, ¿eh?
Se abalanza sobre Nessa para hacerle cosquillas con los dedos, y ella estalla en risas efervescentes y contagiosas, una risa tan parecida a las palabras, que casi espero oírla hablar de un momento a otro. Astuta como un zorro, se esconde deslizándose debajo de la mesa, pero salta a la vista que no quiere escaparse en realidad.
—Ya basta —advierte Melissa—, que acaba de cenar.
Riendo aún, mi padre ayuda a Jenessa a sentarse de nuevo en su silla, la mano diminuta en la manaza de él. Sé que es de mala educación, pero no puedo evitar quedarme embobada mirándolo. Es como si encontraras algo que no sabías que era tuyo, y la única forma de llegar a conocerlo mejor fuese mirándolo una y otra vez. Con el pelo alborotado y la sonrisa radiante, parece más joven y más feliz que el primer día, cuando lo vimos en el bosque. No parece un hombre al que le traen sin cuidado sus hijas.
Todo el mundo quiere a Nessa: Melissa, Delaney, la señora Haskell, la señora Tompkins, toda la clase de segundo curso y, naturalmente, mi padre. A Ness debería resultarle difícil, como me resulta difícil a mí, pero para ella no es así. Es como cuando fuimos al supermercado a comprar con Melissa el fin de semana pasado y, en el camino de vuelta a casa, el coche fue encontrándose con un semáforo en verde detrás de otro.
La suerte. Fácil. Así es para Jenessa.
Le dedico una sonrisa, una sonrisa rosa, al ver el collar de caramelos que está royendo con los dientes. Se lo habrán dado en la escuela. O habrá sido Melissa. Ya se ha comido casi todas las cuentas de caramelo, salvo las rosas.
Llaman a la puerta enérgicamente y todos nos volvemos a la vez.
—Ya abro yo —anuncia mi padre.
Desde la silla, lo veo saludar a Courtney y a la madre de ésta. Me sorprende que sea una mujer tan joven.
—¿Queréis pasar?
La madre de Pixie extiende la mano con timidez.
—Soy Amy Macleod. Courtney se pasa todo el día hablando de Carey.
Pixie se pone casi tan roja como su pelo.
—¡Mamá!
—Traed, dadme el abrigo —dice Melissa afectuosamente.
Hace siglos que estoy lista. Mi plumífero está en un colgador de la entrada, con unas manoplas de lana gruesa del color de las rosas marchitas metidas cada una en un bolsillo. Me he puesto las botas nuevas, que se me ajustan como una segunda piel hasta las rodillas y que, según Melissa, modas aparte, en realidad son botas de montar a caballo.
A mí me parece que me quedan bien con los leggings negros y el jersey grueso de punto trenzado, también negro, que casi me roza el borde superior de la bota. Hasta Delaney me había mirado con ojos de admiración, la fracción de segundo antes de darse cuenta y contenerse.
—Tengo una idea —dice mi padre—. ¿Y si las llevo yo a la fiesta y así vosotras dos, las madres, podéis charlar un rato, mientras os tomáis una taza de té tal vez?
—Una idea magnífica, Charles. ¿Qué dices tú, Amy?
Pixie sonríe de oreja a oreja, alternando la mirada entre su madre y yo.
—Que me parece estupendo.
Mi padre coge el anorak de Amy y lo cuelga en el mismo colgador donde estaba el mío.
—Las damas primero —nos dice, Pixie pendiente de cada palabra que dice.
Se nota que ella tampoco ha tenido nunca un padre. Me hincho como un pavo real. No me importa nada compartirlo.
Pixie se ríe cuando mi padre nos da las instrucciones antes de bajarnos del coche. Ha aparcado delante de la casa de Marie, la chica del cumpleaños, una de las mejores amigas de Delaney. Ha invitado a toda la clase de segundo, y por lo que parece, no falta casi nadie.
—Nada de alcohol. Nada de tabaco. Nada de drogas. ¿Entendido, chicas?
—Sí, señor.
Pixie pone cara seria, pero no aguanta mucho.
—No se preocupe, señor Blackburn. Ya me encargaré yo de que Carey no se meta en líos.
Mi padre y yo intercambiamos una mirada, pero ninguno de los dos la corrige. Es entonces cuando me doy cuenta de que Pixie no sabe lo de Delaney y yo.
El aire invernal es vigorizante cuando estás embutida en un plumífero. Me detengo en la entrada, entornando los ojos ante los faros cuando mi padre hace sonar el claxon una vez y se reincorpora al centro de la calzada.
La casa de Marie tiene el tamaño de al menos un millón de caravanas de las nuestras juntas.
—¿Tienes miedo? —dice Pixie, leyéndome el pensamiento.
«Dos frikis saliendo pasada su hora de irse a la cama», pienso, tal como Delaney había soltado antes, carcajeándose como una bruja de Halloween.
—No —digo, irguiendo el cuerpo—. Sólo estoy un poco taciturna.
—¿«Taciturna»? ¿Esto qué es? ¿Un entierro? Más te vale que aparques esas palabrejas de niña repelente esta noche, Blackburn. Es hora de… ¡mover el esqueleto!
Pixie empieza a bailar como una loca y logro sujetarla del brazo antes de que se caiga sobre la capa resbaladiza que lo recubre prácticamente todo. A pesar de que Melissa dice que usan sal. «Sal, para derretir el hielo de las escaleras y las aceras». Y no, no es la clase de sal que se usa para el pollo o el bistec.
—Menuda mierda si llego a caerme… Gracias, Carey.
Pienso en la señora Macleod, igualita que Pixie, con el pelo pelirrojo y todo.
—Eres clavada a tu madre, ¿lo sabías?
—Sí, todo el mundo lo dice. Claro, como parece tan joven… Se quedó embarazada de mí cuando iba al instituto. ¡Tenía quince años! Se supone que no puedo ir diciéndolo por ahí ni nada.
Pienso en Ness.
—Es muy difícil criar a un bebé siendo tan joven.
—Ya lo sé. Le conté a mi madre que tú eras la que cuidabas de tu hermana pequeña, antes de venirte a vivir aquí, y me dijo que podía ir a la fiesta esta noche, si iba contigo. ¡Todavía no me creo que haya dicho que sí!
—Ajá, ésa soy yo. —Lanzo una sonrisa amarga—. La responsabilidad personificada.
—Pero es que lo eres, de verdad. Bueno, supongo que las dos lo somos —añade, suspirando.
—Pero no esta noche. Hoy digo yo que nos hincharemos a refrescos y cosas de picar con la mejor de las compañías, ¿no?
—Tú no sales mucho, ¿verdad, Blackburn?
—Mira quién fue a hablar.
Nos paramos las dos frente a la casa, admirándola. Es espectacular, toda arropada en luces navideñas, tanto bombillas blancas parpadeantes como guirnaldas largas de luces que imitan carámbanos de hielo. Nunca en toda mi vida había visto nada igual. Luces rodeando una casa y hasta formando una espiral alrededor de los troncos de los árboles. Las luces convierten la oscuridad en el boceto de un mundo de hadas, como recién salido de uno de los libros de cuentos de Nessa.
«La segunda semana de diciembre, habrá barrios enteros engalanados con los adornos navideños. Os llevaremos a dar una vuelta para que podáis ver las luces, niñas», había prometido Melissa, y había cumplido su promesa.
Ya sabía algo de la Navidad desde antes de vivir en el bosque, aunque era tan pequeña que no me acuerdo de mucho. Jenessa, en cambio, había pasado toda su vida sin Navidades. Estábamos demasiado ocupadas sobreviviendo como para celebrarlas.
Pixie me tira de la manga de la chaqueta.
—Venga, vamos adentro. ¡Que no quiero pasarme mi primera fiesta tiritando de frío en la calle!
La sujeto todo el camino hasta la puerta principal.
—Menudos taconazos llevas, ¿no?
Se ruboriza, encantada de que me haya dado cuenta.
—Así no tengo que caminar de puntillas. ¿Lo ves? —Llama al timbre.
—Creo que se supone que tenemos que entrar y ya está, sin llamar ni nada —digo, hecha un manojo de nervios.
Sin embargo, en ese instante se abre la puerta y asoma la cabeza de Marie, mirándonos con una expresión entre divertida y altiva.
—Vaya, vaya… Pero si son Pixie Macleod y la Violinista… —anuncia desdeñosamente.
Pixie da un ligero saltito y Marie sonríe.
—Joder, si tanta ilusión te hace, anda, pasad…
—Gracias —exclama Pixie con entusiasmo, arrastrándome tras ella.
El ruido es como una bofetada, pues la casa tiembla con las risas, la música y el barullo de la conversación. El corazón me palpita con fuerza, pero no está sincronizado con el ritmo general de la fiesta.
—¡Mira!
Pixie me arrastra hasta una sala separada del vestíbulo. Hay una habitación entera sólo para los abrigos.
—¿Notas eso en el pecho? ¿A que es una pasada? Es música dance, como en las discotecas…
No me quito el anorak. Ojalá me hubiera traído el estuche del violín, y así tendría algo entre las manos al menos. Aún peor, me estoy preguntando si no habrá algún estuche vacío por algún sitio, para quitarle el asa. Me la metería en el bolsillo, donde nadie la viese.
Pixie me tira de la manga.
—¿Es que no piensas quitarte el anorak?
—Creo que me lo voy a dejar puesto.
«¿Y si alguien me lo roba?». Es el anorak más bonito que he tenido en mi vida. Cuando lo llevo, me siento como una Carey civilizada. Una Carey con alguna esperanza.
—Como quieras. Si te entra mucho calor, siempre puedes colgarlo luego.
De vuelta en la sala principal (Pixie sabe esas cosas), el ruido me aplasta como a un bicho contra la pared.
—Pareces un pasmarote, literalmente, Blackburn. ¿No quieres bailar?
Niego con la cabeza, mi sonrisa paralizada en los labios. No puedo respirar. No puedo pensar.
—Ve… Mmm… Ve tú a bailar, que yo… que yo iré enseguida.
Pixie cruza pavoneándose el mármol pulido, de donde han retirado los muebles, pegados a las paredes laterales y del fondo para hacer sitio a la pista de baile. Se para delante de la chimenea de cristal que hay en el centro y se frota las manos. Sonríe y saluda a un grupo de chicas, compañeras de la clase de literatura inglesa, que la llaman para que vaya con ellas. Bailan juntas formando un corro, riendo y gritando a pleno pulmón para hacerse oír pese al barullo.
Hace que parezca tan fácil… Mirándola, siento una punzada. De envidia. Siento envidia de Pixie.
Me imagino bailando, algo que no he hecho en mi vida, y a Delaney y sus damas de honor riéndose y señalándome con el dedo.
Me llevo un susto cuando un chico muy flaco se agacha a mi lado, meneando la cabeza al son de la música.
—¿Quieres un poco?
Me enseña lo que parece un cigarrillo liado a mano, con un olor tirando a dulzón, como cuando Ness y yo echábamos musgo a nuestra hoguera.
—¿Qué es?
—Risas.
Lo miro perpleja.
—¿Lo dices de coña, verdad? ¿En serio que no sabes lo que es esto?
Niego con la cabeza y se echa a reír como una hiena, tan alto que el grupo que tenemos al lado se vuelve a mirarnos. Se inclina hacia mí y retrocedo al percibir su aliento. «Como mamá cuando le daba a la botella». Me aparto despacio.
—Una creída de mierda. Todas las tías como tú sois unas zorras creídas de mierda.
Pienso en mi escopeta. Sólo de verla, con la punta en alto, hasta a los hombres hechos y derechos les temblarían las rodillas.
Pixie me mira y me hace una señal con los pulgares, lo está pasando en grande bailando. Yo le sonrío con una sonrisa vacilante. «Puedo hacerlo». Avanzo poco a poco por la pared. No tengo ni idea de adónde voy. «Soy una científica —me digo—. Una naturalista observando el comportamiento social del caribú». Pero mentiría si no admitiese que una parte de mí también se muere de ganas de ser un caribú.
—Perdón —murmuro al tropezarme con una pareja.
El pie se me queda atrapado en una raíz, sólo que no es una raíz, sino el pie de otra persona. Muevo los brazos descontroladamente.
Él me atrapa, protegiéndome con el cuerpo del remolino de gente, y me hundo en sus brazos. Es como si fuera una de las princesas de Disney de Nessa; hemos estado bailando y él me ha hecho girar para que cayera en sus brazos.
—Eres tú —dice.
Pero Lancelot se quedó pensativo,
Dijo: «Tiene un rostro muy hermoso.
Dios, en su bondad, la llenó de gracia,
a la dama de Shalott».
Me sumerjo en aquellos ojos, y es como columpiarse muy alto, hasta lo más alto, con la cabeza echada hacia atrás.
—Tienes suerte de que estuviera aquí para cogerte. Podrías haberte hecho daño.
«Por el caribú». Y el mero hecho de pensarlo ya duele.
Pienso en lo que debió de sentir cuando le grité de esa manera en el bosque. Mi cara desencajada. Las palabras horribles. Me había mostrado en carne viva. Nunca antes me había mostrado en carne viva.
—Ryan —digo, y mi voz es apenas un susurro. Escudriño su rostro, pero es como si el libro abierto se hubiese cerrado.
Vuelve a plantarme de pie en el suelo.
Me coloco a su lado, nuestros brazos en contacto, observando a la multitud. Quiero decirle algo, lo que sea, pero no me salen las palabras. Él se inclina hacia mí y esboza una sonrisa forzada, una sonrisa que no le alcanza a los ojos.
—No te he visto en toda la semana. —Su aliento huele a menta fresca, como los Tic Tacs de Delaney—. Tengo la impresión de que has estado evitándome. ¿Has estado evitándome?
Aparto la mirada, y se me hincha el pecho con ese dolor demasiado familiar, ya que al parecer me espera agazapado en cualquier esquina.
—No. No lo sé.
—Bueno, ¿sí o no?
—Es que… Es que yo…
—¿Es que tú qué? ¿Ya no me merezco un trato mínimamente educado? ¿Alguien comete un error contigo y tú le das la espalda para siempre y se acabó?
—¡No! Creía que tú no querrías verme. Creía… creía que…
Me sujeta de la barbilla para obligarme a mirarlo, pero a diferencia de la mano brusca de mamá, la suya es suave como las plumas del mosquero fibí.
—Creía que éramos amigos —dice.
Los ojos se me llenan de lágrimas, pero no me suelta.
—Esperaba que fuésemos algo más que eso, pero al menos, amigos. —Baja la mano hacia el costado—. Sea como sea, ésa no es manera de tratar a la que gente a la que le importas. Al menos no de donde yo vengo. ¿Se puede saber qué te pasa? Creía…
Espero, hasta que ya no puedo esperar más.
—¿Qué? ¿Qué creías?
—Que eras distinta, eso es todo.
Justo en ese momento, se me rompe el corazón. Es como si hubiese estado esperando a romperse desde siempre, y las palabras de Ryan lo resquebrajan y lo hacen añicos por fin.
—Y soy distinta —digo gimoteando mientras las lágrimas me corren por las mejillas—. Ese es el problema.
Mi vida es una maraña de pasado y presente, como dos puzles diferentes con las piezas todas mezcladas. Ninguna encaja.
—Nada de besos, ¿estamos? Tocar vale, pero nada de besos.
—Esto no es un romance, son negocios —dice mamá, escupiendo las palabras como perdigones.
Al hombre le brillan los ojos. Ya tiene la cara roja. Pero siempre hacen caso a mamá.
Él espera que yo tenga miedo, y sus ojos reflejan su decepción cuando ve que no es así. Pero es que ha sido así desde que tengo memoria.
—El tiempo le quita hierro a las cosas —dice mamá luego, cuando me encuentra llorando en la cuna—. Ya te irás acostumbrando.
—No quiero acostumbrarme. No me gusta.
—Hay que sacarte algo de provecho por aquí, jovencita. A nadie le gusta ser el basurero o el enterrador, pero alguien tiene que hacerlo.
Es un círculo vicioso, a lo que una puede llegar a acostumbrarse. Y a compartimentar. Así es como lo llamaba el manual de psicología: «compartimentación». «Insensibilización sexual».
La tela salió volando, ondeando al viento;
y el espejo se quebró de lado a lado;
«la maldición ha caído sobre mí», gritó
la dama de Shalott.
Ryan extiende una mano tímidamente y atrapa una lágrima mientras me rueda por la barbilla.
Yo siempre seré distinta. Intenté decírselo aquel día en el patio. En aquel picnic en el bosque.
—Siento mucho haberte enfadado o asustado o lo que sea que hice ese día, CC. Pero ¿no te das cuenta de que yo entendería lo que supone? No me puedo ni imaginar lo que habréis pasado tú y tu hermana. Podrías haber confiado en mí, ¿sabes? Yo te comprendería y cuidaría de ti.
«¿De mí? ¿O de la chica del bosque?». No sé dónde acaba una y dónde empieza la otra.
—Puedo ponerme en tu lugar, CC. De verdad, literalmente.
Espero, disponiéndome a escucharlo. A mí me parece que ése es el mejor regalo que un ser humano puede hacerle a otro. Es lo que debería haber hecho desde el principio.
—Vivo con mi madre. Es madre soltera… —Hace una pausa e inspira profundamente—. Mi padre fue a la cárcel acusado de malos tratos. Le había destrozado los dientes a mi madre y a mí me había roto el brazo una noche cuando tenía siete años. Mi madre pasó una semana ingresada en el hospital. Y todo porque nos habíamos quedado sin cervezas.
Lo escucho con todo lo que tengo.
—No lo sabe nadie. Bueno, nadie excepto tú, ahora.
«El color verde. Un verde brillante». Luego desaparece.
—No me puedo creer que me estés contando esto.
No era mi intención decirlo en voz alta, pero es demasiado tarde. Ya lo he dicho.
Se ruboriza.
—¿Por qué? ¿Es que no quieres oírlo?
—No, por supuesto que quiero.
—Entonces ¿por qué?
—No sé, sólo estoy sorprendida, supongo. Creía que… Bueno, es que Delaney había dicho…
—¿Qué?
Me ruborizo.
—Delaney dijo que yo sólo te gustaba… —trato desesperadamente de encontrar las palabras—. Que yo sólo te gustaba por mi cara.
Nos miramos los dos, pero yo lo miro más fijamente. Necesito saber la verdad.
—Bueno, supongo que eso también vale —dice, sonriendo, y es la primera sonrisa de la noche—. Pero yo no haría caso de todo lo que dice Delaney. ¿Es que no lo sientes tú también?
—¿El qué?
—La afinidad.
—¿«Afinidad»?
—La sintonía. Como dos caminos paralelos. Una historia. Tú y yo.
Más piezas encajan en su sitio, cayendo suavemente y con un ruido sordo, como nieve sobre nieve, los recuerdos resucitando viejas heridas apenas visibles pero que siguen ahí.
—¿Ryan? Cuéntamelo.
—¿Estás segura de que quieres saberlo?
No lo estoy, pero asiento de todos modos.
—No sé si debería.
—¿Por qué?
—No sé si me corresponde a mí hacerlo. Mi madre dijo…
—¿Tu madre? Ryan, por favor…
—Bueno, está bien. Tu madre y la mía eran amigas. Tú y yo jugábamos juntos en el jardín de mi casa. ¿De verdad que no te acuerdas? ¿Ni siquiera de los columpios?
No hasta ese momento. Los engranajes se mueven y los dientes de las ruedas empiezan a encajar cada uno en su lugar, y me zambullo en el pasado. Veo a un niño de pelo dorado, mayor que yo, subido a un columpio a mi lado. Mirar atrás es como mirar al sol.
—Me acuerdo —mascullo—. Me viene a ramalazos, pero me acuerdo.
—Tu madre dejó la medicación. Decía que las pastillas desafinaban la música por completo. Eso fue lo que me dijo en el jardín.
—Se refería al violín —le digo.
—Mi madre dijo que ya había dejado la medicación otras veces, pero esta vez se negaba a volver a tomársela. Mi madre intentó ayudar, pero no pudo.
—¡Ven aquí inmediatamente, Carey Violet Benskin!
Me bajo del columpio de un salto y aterrizo de lado sobre el tobillo.
—¿Qué pasa, mamá?
Me acerco renqueando hacia ella. Acude a mi encuentro a medio camino, sosteniendo una barra dorada de pintalabios, desenroscando el tubo hasta que, partida por la mitad, la barra de color cae sobre la hierba.
—El maquillaje es caro. No es ningún juguete. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
Me agarra con fuerza del brazo y me hace salir despedida por los aires. Me pega, una y otra vez, con tanta fuerza que la piel me arde a través de la tela de los shorts.
—¡Joelle! ¡Sólo tiene cuatro años!
Miro a los ojos del niño dorado. Las lágrimas le resbalan por las mejillas.
—Lo bastante mayor para saber distinguir entre lo que está bien y lo que está mal, Clarey.
—Tu madre es Clarey —exclamo, atónita.
—Clare. Te veía los morados en el cuerpo. Me dijo que era continuo, a todas horas, hacia el final.
—Me acuerdo de ti. —Lo miro entrecerrando los ojos, incrédula—. Me acuerdo de ella.
—Me acuerdo del día que se te llevó. Nunca olvidaré ese día. Mi madre no tenía ni idea. Dijo que parecía como otro día cualquiera. Tu madre vino a recogerte a nuestra casa, pero luego las dos desaparecisteis. Mi madre siguió tu historia en los periódicos, y tu padre llegó incluso a salir en las noticias varias veces.
—¡Ryan! ¡Joelle y Carey están aquí!
Trepando a los árboles, siendo sus hojas.
Ofreciéndome la mitad exacta de un polo de cereza.
Envuelta en rayos de sol como una manta gigante, mi amistad de oro.
Columpiándonos hasta alcanzar la luna. Una amistad como ninguna.
Que acabó demasiado pronto.
—Y tú que creías que yo era un chico simpático cualquiera al que le gustaba tu cara… —dice, dándome un golpe en el hombro con el suyo.
Me lo quedo mirando, simplemente.
Cabalgaba entre los fardos de cebada,
el sol resplandecía entre las hojas,
y llameaba en las grebas de bronce
del intrépido sir Lancelot.
—Me acuerdo. No me puedo creer que me acuerde.
—Tu madre solía leernos ese poema tan delirante, el de la dama que va en una barca flotando por el lago.
—«La dama de Shalott». Es de Tennyson —digo. Sólo que creía que era mío en realidad.
Sonríe, y es el niño el que lo hace, el niño de antes de mi vida en el bosque.
—Eso es. Me ponía los pelos de punta cada vez que nos lo leía.
—Porque la dama se muere.
—Eso es. —Me mira, y una expresión de alivio le suaviza las facciones del rostro—. Creí que habías muerto. Cuando nadie podía encontrarte.
—Y entonces tú me encontraste. Aquel primer día de instituto.
—Me declaro culpable —dice—. Vi tu expediente de traslado en secretaría una mañana. Al principio, no entendía por qué llevabas el apellido de tu madre y no el de tu padre, pero entonces deduje que no querrías que nadie lo supiera.
—¿Y por qué no dijiste nada?
—Quería hacerlo, pero cuando vi que no te acordabas de mí… No sé. Estaba convencido de que te acordarías de mí.
Yo también quiero hacerle un regalo, para que sepa que lo entiendo.
—No te pareces en nada a tu padre, Ryan. También me acuerdo de él.
Pienso en mamá. Sé lo mucho que importa eso.
—Afortunadamente. Pero el caso es que todo el mundo tiene un pasado, CC. Todo el mundo tiene algún esqueleto en el armario.
—¿Un «esqueleto en el armario»?
—Cosas que quieren olvidar. Secretos que preferirían ocultar.
Me atrae hacia sí y yo me dejo hacer, su cuerpo ofreciendo el mismo cobijo que la sombra del nogal centenario que protegía nuestra mesa de picnic.
—¿Sabe Delaney lo que te pasó? ¿Que fue un secuestro?
—Melissa dice que creció con las secuelas.
—Por lo visto, no se lo ha contado a nadie.
—Sus razones tendrá, digo yo.
Sigo su mirada hacia el techo, que tiene el centro hueco y reemplazado por una enorme bóveda de cristal. «Estrellas dentro de casa».
Si pongo verdadero empeño, puedo imaginarme que el cielo es el cielo de Obed, puro e inmaculado. Las estrellas trinan en morse con sus puntos y sus rayas, lo suficiente para que yo no aparte la vista y Jenessa siga durmiendo.
—Así que ahora se supone que tienes que perdonarme y darme un besito justo aquí —dice, y se señala la mejilla.
Se agacha y yo me estiro hacia él, pero antes de que vuelva la cabeza, le doy un beso en los labios. Yo, la Carey que ya soy. Cuando ve que no me arrepiento, me devuelve el beso, con labios suaves como la pelusa de un pajarillo. Arrimo mi cuerpo en los lugares más estratégicos y él me rodea con el otro brazo. Me reclino sobre él en medio del estruendo de la música enfebrecida. Encuentro su lengua y nos prendo fuego a los dos.
Y entonces se retira hacia atrás. Como si supiera lo de los hombres del bosque y ya no me quisiera.
Mirando entre la multitud, veo a Pixie observándome boquiabierta y los ojos bailándole.
—Nada de forzar la entrada, ¿eh? —dice mamá, señalando mi entrepierna con la cabeza y guiñando un ojo.
Este hombre es más delgado. Está nervioso. No me gustan sus manos. Tiene las uñas sucias. Lo observo mientras siembra la mano de mamá con oro: un billete de cincuenta dólares.
Como si ya me estuviera cayendo por la garganta, me entra una arcada, y luego vuelvo a tragarme la náusea.
—Mamá, por favor… No quiero hacerlo.
—¿Quieres que despierte a Jenessa, entonces?
Tiemblo, siento flojera en las piernas.
—No, mamá.
—Entonces, anda y empieza.
—Carey, lo siento. No debería haber hecho eso.
Ryan retrocede unos pasos, sólo unos pocos, pero parecen kilómetros. Los ojos se me llenan de lágrimas pese al esfuerzo por contenerlas.
—¿Por qué? ¿Por mi pasado? ¿Porque tengo catorce años? No soy ninguna niña, Ryan.
—Desde luego que no eres ninguna niña. Pero tienes todavía muchas cosas que resolver. Puede que no sea el mejor momento para que nosotros dos…
Extiendo la mano, le tomo la suya y me la meto entre las piernas.
—¡Carey!
La retira rápidamente, como si hubiera tocado una brasa. Lo miro. «Eso es lo que les gusta a los hombres». Pero lo que veo es una expresión de estupor. De asco.
Echo a andar siguiendo la pared, tomando el mismo camino que llevaba antes de que él me encontrara.
—¡Carey!
Sigo adelante sin hacerle caso.
«Caribú, del género Rangifer, de la familia del reno europeo. Machos y hembras poseen cornamentas grandes y ramificadas. El nombre deriva del algonquino maka-lipi (excavador de nieve) por la costumbre de cavar con las patas delanteras para apartar la nieve en su búsqueda de alimento para el invierno».
—¡Carey! ¡Espera!
Me agarra del brazo, y yo se lo aparto de un manotazo.
—Carey por favor…
Niego con la cabeza, con las mejillas ardiendo, y retrocedo un paso. Pero él da un paso hacia delante.
—Mírame.
Esta vez, lo hago.
—Ahora mismo, me interesa mucho más tocarte esto.
Me coloca la mano sobre el corazón. Apenas dos dedos a la izquierda o a la derecha y sería exactamente igual que los hombres del bosque. Pero no mueve la mano. Apoyo la mía encima de la suya y él me atrae hacia sí, estrechándome en sus brazos. Me abraza mientras mi cuerpo se convulsiona entre sollozos.
—Eh, tranquila… No pasa nada, CC. Sólo ve más despacio, ¿de acuerdo?
Asiento, y oigo el fruncido de su anorak arrugándose en mi oído.
Me besa en la coronilla.
—Siento lo del picnic, lo de esta noche, todo…
Me estrecha con fuerza. Yo estudio sus pies. Lleva unas botas como las de mi padre, sólo que más elegantes.
—Llevo queriendo decírtelo desde aquella tarde. —Lucho por encontrar las palabras, lucho por esta nueva vida—. Me parece que estoy tan acostumbrada a guardármelo todo, a ser tan reservada, que es difícil traducir los sentimientos en palabras… Pero yo también lo siento.
—Demuéstramelo —me susurra.
Esta vez, lo beso en la mejilla tal como él quería, sonriendo mientras lo beso.
—Buena chica. Y ahora, vámonos de aquí.
Me coge de la mano y me guía a través de la multitud. Vuelvo a ver a Pixie mirándome y señala a las chicas que la acompañan, haciéndome señas para que me vaya con él.
—Está en buena compañía —dice Ryan, siguiendo mi mirada—. Ésas son Sarah y Ainsley. Las conozco desde que íbamos a párvulos.
Se abre paso por la pista de baile, saludando a gente que no conozco con unos golpecitos con los nudillos y gritando para que lo oigan pese al volumen de la música. Estiro el cuello para mirar a Pixie por última vez, pero los fríos ojos azules que se clavan en los míos no son los de Courtney.
Delaney parece dispuesta a estrangularme ahí mismo. Ambas nos sostenemos la mirada hasta que Ryan tira de mí a través de la puerta y me lleva a otra habitación, cerrando la puerta detrás de nosotros.
Oigo los chasquidos y el crepitar del fuego en una chimenea de ladrillo, y el baile de las llamas proyecta unas sombras fantasmagóricas sobre las paredes, y plantado en mitad de una alfombra persa hay un piano de cola, la caoba pulida brillante como la superficie de un espejo. Fuera, unos curiosos copos de nieve husmean aplastándose contra las puertas correderas de cristal antes de dispersarse revoloteando en la noche.
—No se lo digas a nadie —susurra Ryan, acomodándose en una banqueta tapizada de terciopelo y levantando la tapa para descubrir las teclas del piano—. Te doy un secreto a cambio de otro secreto.
Me quedo sin habla cuando lo oigo interpretar la misma pieza que toqué yo para él en el patio, la Primavera de Vivaldi. Sus dedos vuelan sobre el teclado y se agudizan las emociones, con unas notas delicadas como un collar de gotas de lluvia, feroces como un jabalí protegiendo a sus crías.
Ryan termina con dos notas. Su interpretación.
Fi-bí. Fi-bííí.
Me río entre lágrimas. Es perfecto.
—Mi madre me apuntó a clases cuando yo tenía cuatro años. Creía que tendría que atarme a la pata del piano para que practicase, pero resultó que me encantaba. Había momentos en que tenía que arrancarme de él para que fuese a comer o saliese a la calle porque decía que me había quedado más pálido que un fantasma.
—Tocas de maravilla —digo con entusiasmo.
Le sonrío, la versión más dócil y civilizada de mí misma. La niña del jardín de su casa. La niña de antes del bosque. No me hace falta más que un pensamiento:
«No estoy sola».
Ryan empieza a tocar una melodía que no he oído nunca. Cierro los ojos y sigo las notas hasta su apoteósico y jadeante final, con el corazón en caída libre, como durante mi primer viaje en ascensor, y luego levantando el vuelo, como los aguiluchos cuando desaparecen todas las ramas de apoyo, y lo único que les queda es ese salto de fe hacia la inmensidad de lo desconocido.
Mantengo los ojos cerrados hasta que la habitación se queda en silencio. Cuando los abro, Ryan me está mirando.
Baja la tapa y se pone en pie.
—Tengo una idea —dice.
Mete la mano en el bolsillo de mi anorak y saca mi gorro.
—Me gustan las chicas que prefieren ir cómodas y calentitas a sufrir por si se les estropea el peinado.
Juguetea con la borla un momento antes de devolvérmelo.
—Ponte también las manoplas.
Lo miro intrigada.
Extiende la mano y me sube la cremallera hasta la barbilla, y luego hace lo mismo con la suya. Atravesamos las puertas correderas y nos adentramos en la noche. Me alegro de llevar las botas de montar, siento una alegría de bosque. Los copos de nieve nos recubren con una capa de azúcar en polvo, y mi aliento se eleva en el aire como el humo de los cigarrillos de mi padre, formando nubes, y luego desaparece.
—¿Puedo enseñarte algo?
Asiento con la cabeza.
—Haz esto —dice Ryan, cayendo de espaldas en la nieve.
Lo imito y me dejo caer a su lado, con los brazos y las piernas extendidos, levantando un poco la cabeza para poder ver sus movimientos. Dibuja unos arcos largos y amplios con los brazos y las piernas, abriendo y cerrando, una y otra vez, entrechocando las botas.
Hago lo mismo que hace él, sonriendo como una boba. Tal vez está loco, pero esta clase de locura es divertida.
—Y ahora, levántate con cuidado, así.
Lo veo incorporarse, primero sentado, con cuidado de no estropear la forma. Se pone en pie y se aparta de un salto a un lado. Hago lo propio.
Se coloca a mi lado, buscando mi manopla con su aparatoso guante.
—¿Lo ves?
Me quedo mirando las marcas.
—Son ángeles de nieve —dice.
Y es verdad.
—Oooh… Qué bonitos…
Me aprieta la mano cariñosamente y mira mi manopla acurrucada en su guante. Antes de esta noche, la única mano que había cogido era la de Nessa. Pienso en ese instante que ojalá no me la suelte nunca.
Bajo el azul despejado del día
brillaba la lujosa montura de cuero,
el yelmo junto con su pluma
ardían juntos en una única llama,
mientras él cabalgaba hacia Camelot.
Vuelvo a mirar de nuevo los ángeles, maravillada. Igual que el ángel de porcelana en la repisa de la chimenea de casa. Las túnicas amplias. El arco de las alas.
—A mi hermana le encantaría esto. Voy a tener que enseñarle cómo hacerlo.
Y también tengo algo que enseñarle a él.
—¿Ves ahí arriba, en el este? ¿Esas tres estrellas en fila?
Señalo, y él asiente con la cabeza.
—Ese es el puente. ¿Y esas dos estrellas arriba y dos abajo? Ésa es la caja. ¿Y esas estrellas más apagadas de debajo? Forman el mango. Es mi constelación. La constelación del violín.
Ryan se echa a reír.
—No puede ser… ¡Pero si parece un violín de verdad!
—Antes cuando era más pequeña, le decía a mi hermana: «Si alguna vez nos perdemos o nos separamos, quedamos debajo del gran violín».
Cogidos de la mano, rodeamos caminando la casa, y me deja en el porche. Quiero volver a nuestros ángeles, a la reconfortante presión de mi mano en la suya.
—¿Quieres saber cómo la llamamos nosotros, los que no somos tan visionarios?
Muevo la cabeza afirmativamente.
—Orion. Orion, el cazador.
—Orion —repito. Me muero de ganas de buscarlo en el portátil de Melissa.
—Aunque tienen una cosa en común.
—¿El qué?
—Que los dos utilizan arcos.
Nos sonreímos.
—¿Estarás bien ahí dentro?
Señala con la cabeza hacia la puerta y el ruido de las risas, la música y los gritos no letales. Nunca entenderé por qué a las adolescentes les gusta tanto gritar cuando no hay ningún hombre extraño ni un oso acercándose.
—Sí. Estaré bien. Encontraré a Pixie —le digo, con la voz envalentonada con una seguridad que desearía poder sentir de verdad. Miro el reloj—. Además, ya casi es la hora de que la señora Macleod venga a recogernos de todos modos.
—Entonces, te veré en el instituto el lunes. Y nada de esconderte, ¿me oyes?
Se agacha y me besa en la frente, acogiéndome en el refugio de sus brazos acolchados antes de alejarse.
—Casi se me olvida. Tengo algo para ti. Cierra los ojos. —Me abre la cremallera del anorak hasta la mitad y luego me mete algo muy ligero en el bolsillo interior antes de volver a subírmela—. No mires hasta que llegues a casa.
Lo veo irse caminando de espaldas, sosteniéndome la mirada, hasta que se tropieza con algo —una piedra, un trozo de hielo— y los brazos se le disparan hacia arriba en el aire de forma involuntaria. Suelto una carcajada.
Una vez se sube al coche, nos miramos el uno al otro a través de la ventanilla mientras el motor va entrando en calor. Sonrío cuando dibuja las iniciales CC en el cristal empañado de la ventana, y cuando se va, me despido con la mano hasta que veo desaparecer las luces traseras, como estrellas que se hunden en el horizonte.
Ajena a la naturaleza
de la maldición que sobre ella pesa,
sigue tejiendo y tejiendo sin parar,
sin preocuparse de nada más,
la dama de Shalott.
Y luego vuelvo a estar de vuelta donde empecé, con los dientes castañeteándome, plantada frente a la puerta principal de Marie.
Debo de ser la única adolescente del planeta sin móvil, tal como Delaney dijo hace Unos días, y supongo que en ese momento no me importaba nada. Ahora daría cualquier cosa por tener uno. Porque así llamaría a Pixie al suyo y le diría que saliese a reunirse conmigo aquí en la puerta.
Una vez de vuelta en el interior de la casa, busco entre la multitud. No veo a Delaney ni a su séquito. Les devuelvo el saludo cuando Ainsley y Sarah me saludan con la mano; están bailando con dos chicos que me resultan vagamente familiares. Pixie no está con ellos.
Con valentía renovada, localizo la pared y sigo el suave color crema hasta llegar a otra puerta que me conduce a una amplia sala de estar con sillas y sofás de cuero y toda una pared forrada de libros. La gente se ríe y habla, y hay un grupo de chicas sentadas en el regazo de unos chicos frente a una estufa negra de leña, tostando nubes de malvavisco y braseando unos perritos calientes ensartados en largos pinchos metálicos.
Encima de una mesa plegable pegada a la pared hay un enorme bol de cristal, en el que una chica guapa con gafas y con una coleta de color pardo rojizo va introduciendo un cucharón con el que llena unas copas de plástico azul con un líquido rojo. Me hace señas para que me acerque.
—Ponche —me dice, ofreciéndome una copa—, para que te empapes del espíritu navideño.
Acepto la copa agradecida, con la garganta áspera por el aire frío y seco.
—¿Cuánto es? —le pregunto, nerviosa.
—Gratis. O todo lo que quieras. —Se ríe.
Tomo un buen sorbo y me atraganto al instante, y un relámpago blanco me sale disparado por la boca y la nariz. La chica da un salto con cara de repugnancia.
—¡Joder!
—¡Perdón!
Se me llenan los ojos de lágrimas. Me limpio la cara con las servilletas que me tira de mala manera.
—Por poco me echas la pota encima. Más vale que no tengas nada contagioso.
No le cuento que a Nessa y a mí nos vacunaron sólo dos semanas antes de empezar en la escuela, como si fuéramos Shorty o algo así. Tampoco le hablo de las molestas lombrices nacaradas que se retorcían en la taza del retrete. También habíamos tomado medicinas para eso.
La chica me mira con desdén mientras coge su copa de ponche y se la bebe de golpe, de un solo trago. Deja la copa pesadamente encima de la mesa.
—Ahhh…
—¿Qué es?
—Alcohol de garrafa. ¿Qué esperabas?
—¿Casero?
—Casi tengo ahorrado suficiente para el cacharro y todos los ingredientes.
—¿Vamos a destilarlo aquí?
—Así podría venderlo y sacar algo de dinero. Tú, más que nadie, deberías alegrarte, mujer.
Mi cuerpo comprará el alambique y los ingredientes:
3 kg de levadura de panadero
20 kg de azúcar moreno
1,5 kg de melaza (un jarabe espeso y oscuro que se produce durante el refinado del azúcar de caña)
0,5 kg de lúpulo
—¿Y de dónde sacaremos la melaza, mamá?
—Ya me encargaré yo de eso, tranquila.
El lirón balbuceaba algo sobre la melaza en «La merienda de locos».
Por qué no. A su manera, el bosque también es un País de las Maravillas.
—¿Y si tuviera que conducir un coche para volver a casa?
—Pues será mejor que el coche sea viejo, y tendrías que masticar uno de éstos.
La chica me ofrece unas barritas envueltas en papel fino de aluminio.
Desenvuelvo una y me meto el chicle en la boca.
—Gracias.
—Oye… ¿tú no eres La Violinista?
Antes de saber lo que estoy haciendo, niego con la cabeza.
—Claro que sí. Pues para que lo sepas, las bebidas infantiles están en la nevera de la cocina. Refrescos y zumos, lo típico para niños.
Me abro paso a través de una maraña de cuerpos y me paro un momento a escuchar a un chico melenudo tocando la guitarra para dos chicas en un rincón. No lo hace mal.
De vuelta en el salón principal, me fijo en la enorme escalera que lleva al segundo piso. El número de gente va menguando a medida que subo. En el descansillo, vacilo un momento ante un pasillo oscuro lleno de puertas cerradas.
Llamo a la primera puerta.
—¿Pixie?
No hay respuesta.
—Pixie, ¿estás ahí? Es la hora.
—¡Largo!
El gruñido de una voz masculina me da un susto de muerte y por poco piso a un gato con el hocico contraído. El animal arquea la espalda y me suelta un bufido antes de irse dando saltitos.
«¿Y si le ha pasado algo a Pixie? La responsable soy yo».
No debería haberla dejado sola.
Llamo a las siguientes puertas, pero no me contesta nadie. Palpo la pared a tientas en busca de algún interruptor de la luz, pero no encuentro ninguno.
¿Sería capaz alguno de esos chicos de hacerle daño a una niña? ¿Y si estuvieran borrachos?
—¡Pixie! —grito, compitiendo con el estruendo de la música—. ¡Pixie!
No tengo más remedio que volver a la primera habitación, donde oigo unos susurros y luego, silencio.
Con cuidado, empujo el pomo y, para mi sorpresa, éste cede y gira. Abro la puerta muy despacio y mis ojos se adaptan a la penumbra. Debe de haber treinta velas encendidas, por lo menos.
—¿Se puede saber qué coño haces aquí, friki?
Veo mucho más de lo que querría ver, las nalgas desnudas de un chico subiendo y bajando encima de una chica, también desnuda, con los pechos expuestos mientras sale de debajo de él contorsionando el cuerpo.
El chico mira atrás por encima del hombro, entrecerrando los ojos.
—¿No la has oído? ¡Largo de aquí!
—¡Que te vayas de una puta vez! —grita Delaney, medio histérica.
Salgo de allí dando un portazo y me caigo de rodillas con las prisas. Su voz estridente atraviesa la madera.
—¡Mierda, Derek! ¡Lo sabe! —Le tiembla la voz, y está al borde de las lágrimas—. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Me precipito escaleras abajo y me choco con Marie al llegar al piso inferior. Me fulmina con la mirada, igual que hace Delaney, mientras intenta mantener en equilibrio una bandeja de plata llena de minibocadillos.
—Ten más cuidado, anda. Y para tu información, está prohibido subir al piso de arriba.
No estoy de humor, de verdad.
—Pues alguien debería haberle dicho eso a Delaney, digo yo —le suelto.
Me mira primero a mí, nerviosa, y luego dirige su mirada al descansillo de arriba.
Escojo uno de los bocadillos.
—Gracias.
Sale disparada escaleras arriba.
—¡Ahí estás! ¿De dónde has sacado ese bocadillo?
Me vuelvo de golpe. Pixie está plantada con los brazos en jarras, las mejillas encendidas y el pelo que le rodea la cara, rizado por la transpiración.
—Marie tiene una bandeja con comida. Pero espera un momento… ¿Cómo que «ahí estás»? ¿Dónde te habías metido tú? He estado buscándote por todas partes.
—¿Tienes más chicles? —me pregunta al verme masticar.
Los chicles son todavía una novedad para mí. Tiendo a mascarlos como una vaca rumiando.
En vez del chicle, le doy a Pixie el bocadillo, y cuando lo engulle de golpe, se pone a hablar con la boca llena.
—Ojalá fueran un poco más grandes. Los llaman flautas. Tengo ganas de llegar a casa para hacerme un pedazo de bocadillo de mantequilla de cacahuete y mermelada con pan de cereales, de esos gigantes, ¿sabes?
Es tanto el alivio que siento por haberla encontrado que casi se me olvida lo que acabo de ver arriba. Casi. Me imagino la cara furiosa de mi padre mientras le grita a Delaney. Me imagino los ojos de Melissa, negros como dos bolas de azabache, con los brazos cruzados sobre el pecho, y caigo en la cuenta: aquí pasa lo mismo que en el bosque, es la misma vergüenza callada de que las chicas jóvenes se queden embarazadas. Ni siquiera mamá quería eso para mí.
Veo a Delaney moviéndose rítmicamente en la cama con una sonrisa en la cara… una sonrisa… hasta que me vio a mí.
Pixie abre tanto la boca para bostezar que se le ve la campanilla.
—Estaba en el estudio, jugando al Scrabble con unas de primero. Te recuerdo que fuiste tú la que desapareció. Con Ryan —dice, burlona.
Sonrío, y mi cabeza vuelve a reproducir en bucle los acontecimientos más felices de la noche. «Labios. Vivaldi. Ángeles de nieve. Lancelot».
Me coge del brazo y me lo retuerce para consultar la hora en mi reloj. La sigo al guardarropía, donde no tiene problemas para encontrar su abrigo, que descuelga de la percha, y la ayudo a ponérselo, como hago con Nessa. Se vuelve hacia mí mientras se ajusta la bufanda alrededor del cuello.
—Ésta es la noche más increíble de toda mi vida. Ojalá no acabara todavía.
—A mí me pasa lo mismo.
Me río. Sería capaz de abrazar al mundo entero, como si fuera una enorme esfera de nieve plantada en mis brazos de anorak acolchado.
—Yo ya sabía que iba a besarte —me dice, inclinándose hacia mí.
—Yo ni siquiera sabía que iba a venir.
—Pero yo sí. El viernes me preguntó si ibas a venir tú. —Los ojos le brillan con un destello malicioso—. Y yo le contesté: «Joder, ya lo creo que sí».
Me echo a reír, pensando en la cantidad de personas que subestiman a Pixie. Viene en un paquetito insignificante, cuando lo cierto es que está años luz por delante de cualquiera de nosotros.
Me coge la mano desnuda con la suya enguantada. Cada dedo de sus guantes es de un color diferente.
—Vamos. No quiero hacer esperar a mamá.
Llegamos trabajosamente hasta la puerta principal, pero me paro y me vuelvo al oír una voz que me resulta familiar.
—¡Eh!
Delaney está asomada a la balaustrada del segundo piso, con su pelo perfecto todo alborotado. Lleva levantada la punta del cuello de su camisa blanca de botones, pero no es eso. Hay algo distinto en ella.
Y entonces lo veo. No me mira con ojos desafiantes, desdeñosos o fríos. Son ojos aterrorizados.
Pixie tira de mí para que nos vayamos. Me quedo mirando a Delaney durante largo rato, esperando a que funcione el lenguaje braille entre hermanas. No funciona.
Me vuelvo y sigo a Pixie a la puerta.
—¿Lo habéis pasado bien, chicas?
El calor se escapa en rectángulos por la ventanilla abierta de la señora Macleod. Pixie se sube al asiento del pasajero. Yo me siento detrás.
—¡Ha sido alucinante, Amy! —suspira Pixie.
—Llámame mamá, por favor.
—¡Ha sido alucinante, mamá! Ha sido la mejor noche de toda mi vida. Nos hemos pasado todo el rato comiendo pastel de cumpleaños y bailando, y la casa era enorme. Había una chimenea de cristal en el salón, y todo el mundo era muy simpático conmigo.
—¿Pastel? —exclamo, dándole un golpecito a Pixie en la espalda.
—Ajá.
—Los cinturones de seguridad, por favor.
Pixie lanza un suspiro y pone una cara soñadora al volverse para mirarme.
—Gracias, Carey, por la mejor noche de mi vida.
—¿Y tú, Carey? ¿Te has divertido?
Pixie suelta una risita tonta. Le contesto afirmativamente con la cabeza y me sonrojo.
—Ha sido una gran noche —comento, haciéndole una mueca a Pixie, y luego le sonrío a su madre, que me devuelve la sonrisa por el retrovisor.
Avanzamos por la calzada helada a través de la oscuridad, mientras Pixie lanza exclamaciones de asombro y admiración ante las luces de Navidad que engalanan las casas, cada decoración distinta, cada una espectacular por méritos propios.
Recuerdo la cara de Jenessa cuando íbamos en coche por la ciudad y vio las luces por primera vez. Creía que era su mundo de hadas hecho realidad.
Ha habido muchos momentos en los que nos hemos dado de bruces con la realidad, luchando por comprenderla y dotarla de sentido. Pero no pasa eso con las luces. Las luces son mágicas. Ness es lo suficientemente joven para convertir este mundo en su mundo real, un lugar donde personas sobrias cuelgan guirnaldas de luces en las casas y los árboles, donde hay cuartos enteros para guardar los alimentos enlatados y un anciano regordete y vestido con un traje rojo deja regalos a los niños el veinticinco de diciembre.
—Espera y verás cuando pongamos el árbol —dice Melissa, con los ojos brillantes—. Un árbol recién cortado, y el olor a pino inundará toda la casa.
—Imagínatelo —le digo a Jenessa, que me mira con los ojos muy abiertos, sin pestañear—, ¡un árbol dentro de la casa, todo lleno de adornos y aún más luces!
En nuestra granja, todo está a oscuras y en silencio, y la nieve ha dejado de caer por primera vez en varios días. Nuestras propias luces de Navidad, unas bombillas enormes de color rojo, verde, amarillo y azul, están apagadas ya.
—¿Quieres que te acompañemos adentro? —se ofrece la señora Macleod mientras yo me desabrocho el cinturón y me subo la cremallera del anorak.
—Gracias, señora, pero ya tengo llaves —le digo, sacando el llavero que llevo en el bolsillo y mostrándoselo—, y parece que todos están ya dormidos. Puedo ir yo sola. Gracias por traerme.
—De nada, Carey. Gracias por llevar a Courtney a la fiesta. Sé que ha significado mucho para ella.
—De nada, señora. Se lo ha pasado muy bien. Las dos lo hemos pasado muy bien.
—¿Hola? Eh, que estoy aquí, ¿sabéis?
Me río al cerrar la puerta. Pixie se pasa al asiento de atrás y se estira, diciéndome adiós con la mano y con los ojos cerrados.
Entro en la casa y hago callar a Shorty cuando aúlla una vez, olfatea el olor a fiesta en mi cuerpo y luego me roba un pedazo a lametones. Tengo que hacer fuerza para descalzarme las botas, las dejo en la entrada y me voy de puntillas y en calcetines hacia el pasillo.
El fuego de la sala de estar es un montón de ascuas moribundas, una imagen triste, en cierto modo. Me agacho delante, sobre la alfombra, con las rodillas abrazadas al pecho. El bueno de Shorty ha esperado a oír el chasquido del cerrojo antes de desaparecer por las escaleras, de vuelta junto a Nessa.
Cuando me acuerdo, me palpo el bolsillo y saco dos rectángulos brillantes de papel. Cuando acciono el interruptor de la lámpara Tiffany, apenas hay luz.
Y ahí estoy yo, en blanco y negro, de perfil. Desde ese ángulo, mi estuche de violín, colgado del hombro, adopta la forma de las alas de un ángel.
«El picnic en el bosque».
Sin embargo, es la segunda fotografía la que me deja sin aliento y me empuja dando tumbos por la madriguera del conejo de Alicia.
Una niña rubia y un niño de aspecto desgarbado están sentados, uno junto al otro, en los columpios de un jardín. Unos mechones de pelo rubio le caen sobre un ojo. Lleva el brazo escuálido escayolado, aún más empequeñecido por la aparatosa escayola verde neón. Los dos exhiben una sonrisa kilométrica.
—¿Y por qué no dijiste nada?
—Quería hacerlo, pero cuando vi que no te acordabas de mí… No sé. Estaba convencido de que te acordarías de mí.
Me toco la mejilla donde me ha tocado él, y me aliso el pelo como me lo alisó él, para sentir lo que él sentía. Tengo la mejilla fría de invierno, pero suave, y también mi mano. Me la había estrechado con actitud suave y cálida, vacilante, al principio, y luego más audaz, una vez que arreglamos las cosas.
El destello de unos faros penetra por el ventanal delantero, y sólo puede ser una persona. Busco la esfera del reloj de pared cuando los haces de luz se pasean sobre él. Faltan cinco minutos para la una, con la prórroga de una hora sobre la medianoche, la hora habitual a la que debemos volver a casa. Delaney va a llegar por los pelos.
Cuelgo mi abrigo y subo las escaleras de dos en dos, cierro la puerta de mi habitación y decido prescindir de la luz. Escondo las fotografías bajo un montón de papeles sobre el escritorio. No estoy preparada para compartirlas todavía.
«Ha sido una noche increíble, san José. ¿Has oído a Ryan tocando el piano?».
Contengo la respiración cuando oigo a Delaney subir las escaleras. La luz del pasillo se derrama por debajo de mi puerta. La sombra se para ahí un momento, se aleja y luego vuelve.
—¡Buenas noches! —le digo con sarcasmo, esperando. Pero no tiene gracia.
La sombra duda.
Antes de que me arrepienta, abro la puerta, la agarro del brazo y tiro de ella para que entre en mi habitación.