Marie lee en voz alta mientras yo miro por la ventana de la clase.
—¿Estás bien? —susurra Pixie, hablando por la comisura de la boca, haciendo como que toma apuntes mientras la señora Hadley nos mira muy seria.
—Estoy bien. Chisss…
A Pixie eso le hace gracia, que yo la mande callar. Con su pelo de fuego y su peculiar sentido de la moda —un vestido de tirantes amarillo canario encima de una camiseta de manga larga teñida, con unas medias a rayas multicolores debajo y calzada con unas botas militares (la propia Delaney tiene unos cuantos pares muy gastados ella también)—, Pixie no podría dar más la nota ni aunque se lo propusiera.
—Pues no tienes pinta de estar bien. Pareces nerviosa. Como si te preocupara algo —insiste Pixie.
Ahora soy yo la que habla por la comisura de la boca.
—Que te digo que estoy bien… Nos vamos a meter en un lío por tu culpa.
Pixie finge concentrarse en el libro que tiene delante y consigue engañar a la señora Hadley, que se vuelve hacia las notas de la pizarra.
—Delaney te está puteando por lo de Ryan, ¿a que sí?
La miro con los ojos abiertos como platos.
—¿Qué pasa? ¿Es porque he dicho «putear»? Sólo es una palabra —dice, como si tal cosa, volviendo a enfrascarse en El gran Gatsby, bostezando y pasando la página—. ¿Te puedes creer que nos puteen con tener que leer este libro?
Se echa a reír, y a mí se me escapa la sonrisa.
Aburrida yo también, veo a Pixie usar el bolígrafo para ir uniendo las pecas del brazo hasta formar algo parecido al cucharón con el que Nessa y yo nos servíamos el estofado de conejo.
Examina con orgullo su creación.
—Es la Osa Menor, como la vemos por la noche encima de nuestra casa.
Pienso en la constelación del violín, destellando por encima de la caravana, y asiento con admiración, aunque vuelvo a enfocar los ojos en el libro en cuanto se vuelve la señora Hadley.
—Courtney, sigue tú, por favor.
—¡Me ha pillado! —exclama a medias Pixie por la comisura de los labios.
Sigo las palabras mientras Pixie recita con voz monótona, y se hace cómicamente evidente lo poco que le gusta la historia. Entonces, algo me llama la atención, una cara familiar que me sonríe desde el rectángulo de cristal de la puerta de clase.
Es Ryan, señalando su reloj y haciendo como que mastica exageradamente con la boca.
La señora Hadley se dirige con paso marcial a la puerta y la abre de par en par, sorprendiéndolo en plena masticación. Pixie aprovecha el momento para hacer una bola de papel con una hoja del cuaderno y tirármela a la cabeza.
—¡Te he dado! —masculla entre dientes.
—Vaya, vaya, vaya… Mirad a quién tenemos aquí. Es Ryan Shipley —dice la señora Hadley, y hasta yo me echo a reír.
—¡Esto no es Trigonometría! Como no me ponga aquí la clase de Trigonometría de inmediato, voy a tener que presentar una queja sobre usted, señora Hadley.
—Vete a clase, Ryan, antes de que sea yo la que presente una queja de ti.
—Sí, señora —dice, guiñándome un ojo—. ¡Descansen! —nos dice al resto de la clase, haciendo el saludo militar y entrechocando los talones.
La señora Hadley cierra la puerta y menea la cabeza con resignación, como si pensara que no tiene remedio.
Me recuesto en mi asiento, sonriendo, hasta que me acuerdo. Me vuelvo despacio hacia la izquierda. Delaney aparta la mirada y, con grandes aspavientos, se pone a doblar una cuartilla en cuartos más pequeños.
—¡Pssst!
Me vuelvo hacia Pixie, que me mira con ojos brillantes.
—Pero qué suerte tienes… —susurra—. A Ryan le gustas de verdad, se le nota un montón… Ay, ojalá fuera un poco mayor, y entonces sí que tendrías competencia, guapa…
Mis labios dibujan una sonrisa forzada, pero siento el estómago revuelto, como si me hubiera comido los tumores que encontramos en algunos de los siluros que pesqué hace varios veranos. Noto la mirada de Delaney clavada en mí, pero me niego a mirarla. Tengo la cabeza hecha un lío.
Ahora, la cuestión más importante es saber dónde puedo quedar con Ryan para almorzar esta vez. Supongo que el patio, imposible. Tiene que ser un sitio donde Delaney y sus amigas no puedan encontrarnos.
Me pongo a escribir como si estuviera tomando apuntes sobre El gran Gatsby y luego arranco la hoja de mi cuaderno y se la paso a Pixie.
¿Le puedes dar un mensaje a Ryan de mi parte, por favor? Pero disimula, ¿vale? No quiero que Delaney se entere. Dile que quedamos en la biblioteca para almorzar.
Pixie asiente con la cabeza, fingiendo asentir a lo que está diciendo la señora Hadley.
Y ya está.
—¿Señora Hadley? —Pixie levanta la mano en el aire, agitándola frenéticamente.
—¿Qué pasa, Courtney?
—¿Puedo ir al baño, por favor?
La señora Hadley consulta el reloj.
—La clase está a punto de acabarse. ¿No puedes esperar cinco minutos?
Pixie niega rotundamente con la cabeza, contrayendo la cara como si estuviese sufriendo un martirio.
En cuanto la señora Hadley nos da la espalda para sacar la llave del baño de chicas, una llave que cuelga de un trozo de madera grabado con el número de la clase, Pixie me guiña un ojo y coge sus cosas.
—Aquí tienes. —La señora Hadley le hace señas para que se acerque al frente de la clase.
—Nos vemos mañana —me dice Pixie al oído—, cuando puedas contármelo todo. Bon appétit! —exclama con una voz extraña y estridente.
La miro sin comprender.
—Como Julia Child… ¿No sabes quién es Julia Child?
—¿Va con nosotras a segundo?
Pixie se echa a reír.
—¡Dios, Carey! Todavía te quedan muchas cosas que aprender.
Yo lo veo a él antes de que él me vea a mí. El pelo castaño claro, fino como el mío, pero el suyo un poco ondulado. Unos ojos que iluminan un rostro franco, con una sonrisa que se me cuela perforándome bajo la piel, como si hubiera arrancado de un mordisco un pedacito de sol y ahora su calor viviese en mi interior.
Supongo que hablo como una idiota, que parezco una auténtica pringada, pero es que no hay palabras suficientes para expresar la atracción. Es como los imanes de Nessa, algo innato y natural. Pienso en los hombres del bosque. Y sin embargo, Ryan sigue siendo Ryan. Me acuerdo de lo que Delaney dijo en la cocina, antes de que las emociones salieran a flor de piel.
—Las chicas como tú tienen que ir con cuidado, ¿sabes?
Enjuago el plato de Jenessa, que Shorty rebañó lamiéndolo con la lengua cuando Melissa no lo veía.
—¿Las chicas como yo?
¿Se refiere al bosque?
—Tú sabes que eres guapa. Habrá montones de chicos a los que les gustarás sólo por tu físico.
Se me acalora el rostro al pensar en la posibilidad de que pueda llegar a gustarle a algún chico.
—Créeme, yo ya he pasado por eso. No dejes que se te suba a la cabeza. A los chicos del instituto sólo les interesa una cosa: meterse en tus bragas. Ya lo verás.
La miro horrorizada. Ya había tenido bastante con los hombres del bosque. ¿Los chicos también? No, por favor.
Ryan no.
Sonrío cuando me ve.
¿Por qué le gusto? Porque es evidente que le gusto. ¿Es porque soy nueva? ¿Porque sé tocar el violín? ¿Podría ser lo que dijo Delaney?
De pronto, siento una enorme inseguridad. «¿Qué estoy haciendo?». Pienso en Delaney y en la nota de mamá. Pienso en las marcas de quemaduras en mi hombro y en la noche cuajada de estrellas, que hace que se me forme un nudo en el estómago. Es raro lo reales que parecen esos momentos, mucho más reales que el presente, no importa los días que agranden la distancia entre aquel entonces y el ahora.
Sigo mirando a Ryan, tocando el estuche de mi violín con aire reflexivo. Veo apoderarse de su rostro una expresión de alivio, como si no estuviese seguro hasta entonces de que fuese a aparecer. Avanza zigzagueando en mi dirección, saludando a todos los compañeros que encuentra por el camino. Me siento en uno de los cubículos individuales de la biblioteca. ¿Se puede saber qué estoy haciendo?
No sé nada de los chicos ni si les gusto o no, y mucho menos de qué hacer con las chicas como Delaney, sobre todo si se dedican a ir por ahí diciéndole a todo el mundo lo del bosque. Estoy jugando con fuego, y sé perfectamente lo que pasa cuando se juega con fuego. A ver, pero si ni siquiera sabría qué es un cubículo individual si el cartel «PROHIBIDO COMER O BEBER EN LOS CUBÍCULOS INDIVIDUALES» no estuviera colgado en la pared enfrente de mí.
—Hola. Pixie me ha dicho que me reuniera aquí contigo. ¿A qué viene tanto secreto a lo 007?
No sé a qué se refiere, pero me lo imagino.
—Es una larga historia —digo, tratando de ganar tiempo mientras inspecciono la biblioteca en busca de señales de Delaney y su séquito, Ashley, Lauren, Kara y Marie. Sin embargo, tal como sospechaba, la biblioteca no es su lugar de encuentro favorito.
—Vámonos de aquí, CC. Es la hora de comer, ¿no?
Sonrío al oír cómo ruge su estómago y el mío le responde del mismo modo.
Ryan se echa mi mochila al hombro. Recojo el estuche del violín, sin saber todavía por qué sigo paseándolo de un lado a otro. No quiero ser «La Violinista», como me llamó Delaney, ni en el instituto ni en casa. No quiero que nadie me haga tocar… que me haga recordar a mamá o la vida en el bosque.
El mejor sitio para el instrumento sigue siendo el rincón del fondo del vestidor de mi habitación, pero todas las mañanas me pasa lo mismo: no soporto la idea de dejarlo allí abandonado. Pienso en la vieja manta de Ness, «su mantita reconfortante», la llamaba mamá, convertida ya en un harapo de tanto usarla y me digo que ojalá el objeto que me reconforta a mí no fuese un trasto tan aparatoso y difícil de llevar de acá para allá.
—Ya sé adonde podemos ir —dice Ryan, guiándome por la biblioteca y su laberinto de libros hacia la puerta de atrás y luego a través de una gruta de árboles. Atravesamos un campo de dimensiones considerables recubierto de nieve, donde la gente suele tirarse bolas, y antes de que pueda reaccionar, me coge la mano que me queda libre y me lleva al interior del bosque.
Los árboles aquí son muy frondosos, como en el Bosque de los Cien Acres, y percibo los viejos olores familiares de la tierra y la humedad. Ryan no lo sabe, pero soy más Carey entre los árboles que en ningún otro sitio. Inhalo el aroma almizclado de las hojas resecas y la tierra escarchada. Encontramos una roca plana y grande.
—Llevas una tira en el estuche del violín, como las de las fundas de las guitarras.
—Sí, la pegó mamá… mi madre. Para poder llevarla cruzada por encima del hombro.
—Quédate ahí un momento, ¿vale? No te muevas.
Me quedo inmóvil mientras se saca una cámara del bolsillo. El clic retumba con fuerza en la quietud.
—Ya está. Ven. Siéntate.
Eso hago.
—¿Puedo? —me pregunta, y asiento. Lo veo abrir mi mochila y rescatar una bolsa arrugada de papel marrón, que deposita en el espacio entre ambos—. Yo también he traído una bolsa para el almuerzo.
Y con un gesto exagerado, saca un plátano de un bolsillo, un sándwich envuelto en papel de aluminio de otro, y una bolsita con unos discos negros rellenos de blanco de un compartimento cerrado con cremallera de su chaquetón.
—¿Te gustan las Oreo?
Contesto que sí con la cabeza, como si supiera de qué me está hablando.
Yo coloco mi sándwich, una manzana verde, una bolsa de Pringles y dos envases pequeños de zumo de manzana encima de la roca. Ryan sonríe y, con otro ademán exagerado, saca un paquete abollado de una cosa que se llama Twinkie de las profundidades del mismo bolsillo que contenía el plátano.
Examinamos lo que tenemos delante.
—Es un festín —exclamo, sin poder contenerme.
Y es verdad. De donde yo vengo, aquello es un auténtico banquete.
—Es un picnic de invierno —señala él—, y éste va a ser nuestro mantel.
Se quita la bufanda y la extiende sobre la superficie de la piedra. Yo le ayudo a colocar la comida encima de ella.
—Queda muy bonito —digo, esperando que se ría de mí, pero no lo hace.
—Sólo hay una cosa que no me gusta.
Me ofrece la mitad de su sándwich de pastel de carne con ketchup. Yo le doy un zumo de manzana y la mitad de mi bocadillo de mantequilla de cacahuete y mermelada.
—¿Y qué es? —Tomo un sorbo del zumo.
—Que no puedas tocar el violín con las manos ocupadas con la comida —responde.
Me echo a reír.
—Supongo que sería aún peor si fuese cantante.
—Me encantaría volver a oírte tocar.
Mastico el sándwich despacio, y cuando la llamarada de calor me trepa por el cuello y la cara, yo se lo permito. En el fondo, me gusta sentirlo. «¿Qué tiene eso de malo?».
—No me importa tocar para ti —digo, lanzándole una mirada fugaz.
Me quedo quieta cuando alarga las puntas de los dedos y recorre con delicadeza la callosidad púrpura que tengo bajo la barbilla.
—Sigo pensando que deberías tocar para un público de verdad, en la Orquesta Sinfónica de Memphis, tal vez, o en la banda del instituto.
Acepto el Twinkie que me ofrece, cerrando los ojos de placer cuando el relleno de crema me estalla en la lengua.
—Mi madre tocaba en público, y le parecía muy estresante. Le hizo perder el gusto, decía. Yo no sé qué haría si perdiese el gusto.
Miro buscando algún mosquero en las ramas que nos rodean. Al mirar hacia arriba, veo cómo las ramas se entrelazan unas con otras formando espirales eternas, de tronco a tronco, en un bucle interminable.
—Pero tú no eres tu madre —dice.
Vuelvo a sentirlo, el mismo escalofrío. Alguien está paseándose por encima de mi tumba. Lo miro a la cara y veo tantas cosas que tengo que apartar la mirada. Es como si, por mirarlo demasiado, fuese a saberlo todo de mí.
La única persona de la que me he sentido cerca en mi vida es Jenessa. Es sorprendente descubrir en sus ojos el mismo potencial para la cercanía.
—Lo sé, pero es que ya llamo demasiado la atención, llegando aquí en mitad de curso, sin conocer a nadie… Siendo más pequeña que los demás de mi clase.
—Pixie te puede echar una mano con eso. Ella está en el mismo barco, y estoy seguro de que le importa un pito llamar la atención.
Nos reímos los dos, pensando en Courtney. «Ojalá me prestara una pizquita de su sentido común».
—¿Dónde vivías, antes de venir a Tupelo?
No puedo decirle que vivíamos en el parque nacional del río Obed, escondidas como termitas en el interior del tronco podrido de un árbol partido por un rayo. Pero sí puedo decirle el nombre de la ciudad más próxima.
—En Wartburg. Con mi madre y mi hermana pequeña.
—¿A qué escuela ibas?
Utilizo la frase que Melissa tan generosamente atribuyó a mi educación y a la de Nessa.
—No íbamos a la escuela, sino que estudiábamos de forma autodidacta, en casa.
Un brillo de comprensión le ilumina los ojos.
—Ahooora lo entiendo todo… Así que lo del instituto es una experiencia totalmente nueva para ti. Ya lo entiendo.
Me bebo el zumo de golpe, asintiendo.
—Es como si fuera otro mundo.
Nos instalamos en un cómodo silencio, interrumpido únicamente por la cubierta de nieve, que resbala de los robles y los nogales que nos rodean.
—Y Delaney es tu hermana.
Me lo quedo mirando boquiabierta, con la comida en la lengua.
—No sufras, sé guardar un secreto.
Sigo masticando, tratando de asimilar la magnitud de esta intromisión en mi vida privada. «¿Lo sabrá alguien más?». Me trago el nudo que se me forma en la garganta.
—Y está claro que no sois amigas ni nada que se le parezca.
—Todavía no.
Los dos sonreímos por mi comentario. Entonces me sorprendo a mí misma.
—Supongo que debe de ser duro que Jenessa y yo hayamos aparecido en su vida así, de repente.
Ryan asiente, pero lleva años siendo compañero de estudios de Delaney y la conoce mejor que yo. Tal vez por mamá o por mi relación con Ness, eso significa más para mí que para Delaney.
—¿Cómo es tu madrastra?
Esa pregunta es fácil.
—Es maravillosa. De verdad. Y con mi hermana es increíble.
—¿Y tu madre?
—¿Mamá?
Da un mordisco a su plátano y me ofrece un poco. Le digo que no con la cabeza.
—¿Trataba bien tu madre a tu hermana?
Vuelvo a dar un bocado a mi Twinkie. Una vez más, no sé cómo responder. No estoy acostumbrada a compartir, sobre todo si se trata de información sobre nosotras. Después de tantos años jurando guardar todos los secretos, no estoy segura de llegar a acostumbrarme algún día.
—Lo intentaba. Lo hizo lo mejor que pudo, supongo. Pero ella ya tenía de sobra con lo suyo.
La mentira tiene un sabor amargo, y contamina el momento. Desearía no haber dicho eso.
Ryan se queda mirando a lo lejos, rehuyendo mi mirada, como si supiera que miento. De repente, me siento desnuda, como los árboles sin su manto de nieve.
—Me parece que tú sabes algo que no me estás diciendo —me arriesgo—. No soy tonta.
Escruta mi rostro y luego aparta la mirada. Empiezan a temblarme las piernas, y apoyo el brazo en el muslo para impedirlo.
—No sé si debería decírtelo.
—Por favor —digo en voz baja, tragándome el nudo que siento en la garganta—. Dímelo.
Lo veo hurgar en el bolsillo y sacar una hoja de papel doblada. Se me acelera el corazón al pensar en Delaney y la R encerrada en un círculo del cristal de la ventana.
«Ya lo sabe. Está buscando la manera de “no herir mis sentimientos”, como dicen en la tele».
Le quito el papel con manos temblorosas y lo despliego en mi regazo, alisando las arrugas. Pero no es la carta de mamá. Es algo peor.
Veo la foto de una niña pequeña con el muñeco de Po en las manos, debajo de las palabras «DESAPARECIDA» y «EN PELIGRO». Las palabras desaparecen cuando miro a la niña, que sigue pareciéndose a mí. No tendrá más de cinco años. Se le han caído dos dientes, las dos paletas. Lleva un suéter de rayas granate, el pelo aún rubio ceniza, el color de las pipas de calabaza. Una sonrisa alegre y desenvuelta, tan alegre que me duele sólo de verla.
Mi voz llega desde muy, muy lejos.
—¿De dónde has sacado esto?
Se me acelera la respiración. No puedo parar, y no tardo en empezar a jadear, como Shorty cuando se lanza a perseguir pelotas de tenis, y los árboles parecen arrancar a correr en círculos a mi alrededor.
—Toma, ponte esto en la boca y aspira y espira el aire con todas tus fuerzas.
Cojo la bolsa del almuerzo y sigo sus instrucciones. Inspiro. Espiro. Inspiro. Espiro. Hasta que los árboles reducen la velocidad y se detienen por completo y el suelo vuelve a clavarse en su sitio. Ryan alarga el brazo para sujetarme y que no me caiga, pero antes de poder contenerme, lo aparto de un empujón.
—¿De dónde has sacado esto? —agito el cartel en el aire, con la voz al borde de la histeria.
—Me lo dio mi madre. Le estaba hablando de ti y se acordó de unos viejos recortes de periódico. Guarda recortes de periódico en un álbum. El cartel también estaba ahí.
—¿Cuánta gente lo ha visto?
Me estremezco cuando en sus ojos asoma primero la sorpresa y luego un atisbo de dolor.
—¡Nadie! Yo nunca haría eso. ¿Por qué iba a hacerlo? Sólo creí…
—¿Qué? ¿Que sería divertido humillarme?
—No, nada de eso… —dice en tono suplicante—. CC, no pretendía…
—¡Mi madre no es ninguna secuestradora! Eso es una estupidez.
No sé por qué le estoy mintiendo. No sé por qué la estoy protegiendo.
—Olvídalo. Vamos a…
Ryan observa impotente cómo me levanto, temblorosa. Me alegra ver su cara de desconcierto, me alegra que se sienta igual que yo. Meto el cartel en mi mochila antes de echármela al hombro. Recojo mi estuche y le golpeo la rodilla al hacerlo. Alarga el brazo y me pone la mano sobre la mía cuando sujeto con fuerza el asa.
—Perdona, CC. No era mi intención… Yo no quería…
—¡No quiero que nadie sepa lo de mamá!
«¿Cuántas personas más habrán visto el cartel? ¿Cuánta gente se acuerda? ¿Es por eso por lo que nos miran así? ¿Porque lo saben? ¿Saben también lo del bosque?».
Arranco mi mano de entre la suya y vuelvo sobre mis pasos en dirección al edificio, desfilando con paso firme sobre las huellas que dejamos al llegar allí, con el corazón tan frío como mis pies, pero mi ira más fría aún.
«Venir aquí ha sido un error. Nunca seré como las otras chicas, no importa la cantidad de vaqueros con pedrería que tenga».
De vuelta en la biblioteca, me escondo en otro cubículo individual distinto sin que Ryan me vea cuando atraviesa con aire hundido la biblioteca, la cara enfurecida, ni rastro en sus ojos de su luz habitual.
«Tú has hecho eso. Le has hecho daño a una de las pocas personas que se han molestado en ser amables contigo».
Me duele el pecho. No sé cuáles son las palabras adecuadas para describirlo, pero me duele tanto que no puedo respirar. Siento que estoy hecha un lío por dentro, tan enmarañado como la red de pescar en el arroyo. Supongo que estoy harta de tantas redes.
A pesar de que la señora Haskell también utilizó esa palabra, sigo negándome a creer que mamá me secuestrara. Mamá se me llevó para protegerme, ella no era la mala: ¡era mi padre! «Pero entonces ¿por qué no tienen sentido ninguna de las historias? ¿Por qué mi padre no es el hombre que mamá dijo que era?».
Lo hago sin darme cuenta, estirar el brazo sobre el hombro izquierdo y tocarme las quemaduras de la espalda. «Como cuando mamá tocaba aquella pulsera de cuentas», pienso, y dejo de hacerlo.
«¿Acaso me oyes siquiera, san José? ¿Es que hay demasiado ruido ahí para que me oigas?».
Pienso en nuestra vida en el Bosque de los Cien Acres, los días pintados de amarillo (los mosqueros), de un carmesí herrumbroso (los petirrojos), de azul (la urraca azul, o lágrimas posiblemente), y el propio bosque, un ser vivo, haciendo un despliegue de todos los tonos de la belleza, el dolor, la desdicha, el miedo, la felicidad, todo mezclado en un torbellino, sin quedarse nunca corto de nuevas y distintas combinaciones.
Mamá hizo lo que tenía que hacer. Ella nos salvó.
«Pero entonces ¿por qué las quemaduras? ¿Por qué la vara?».
Hago caso omiso del timbre cuando suena, y sé perfectamente cuál es el término que se emplea para lo que estoy haciendo: fumar. Fumarse la clase. Me confundo entre los otros alumnos de la biblioteca, simulando que estoy estudiando por mi cuenta, como todos los demás.
En la sección de obras de consulta, encuentro un libro sobre parques nacionales. Hojeo las páginas hasta encontrar el parque nacional del Obed Wild and Scenic River. Examino las fotos. Y la oleada familiar de nostalgia me arrastra con ella.
Esto no va a salir bien, imposible. Tal vez sí para Jenessa, pero no para mí. Soy como la ardilla con la pata rota de Jenessa, a la que costó Dios y ayuda sacar de la jaula cuando se le curó la pata, pues prefería aquello que le resultaba familiar, aunque lo familiar fuese una cárcel. Hogar dulce hogar.
«Un árbol por cada palabra de Pooh que se decía en voz alta. La dama de Shalott haciendo una reverencia antes de un minué. Lancelot inclinándose caballerosamente, su pelo las mieses de trigo tostado por el sol. Mi “biblioteca orgullosa”, como la llamaba mamá, un recoveco hueco tallado por las raíces centenarias de los árboles en la orilla del arroyo, lo bastante cerca para no perder de vista a Ness y lo suficientemente lejos para estar sola. Unos tablones encajados entre unas rocas que se convertían en estanterías que albergaban los libros que estuviera leyendo en ese momento.
»En Obed, yo era la reina del mundo. En las inmediaciones, con el violín en ristre, todos los animales se paraban a escuchar cómo un arco le arrancaba música a un trozo de madera».
Aquí, siempre hay ruido. Sonidos inútiles. El zumbido de las luces eléctricas, el golpeteo de los teclados, el chirrido de los teléfonos, el son de la música, el parloteo de la gente… Tengo la cabeza llena de ruido, y lo detesto.
Pero no importa, porque necesito estar allí donde esté Nessa, y Nessa necesita estar conmigo. Sacrificó sus palabras por la noche cuajada de estrellas. Yo sacrificaré mi cordura, si con eso consigo que ella se quede aquí.
De vuelta en casa de mi padre, con la misma pompa y circunstancia de un funeral por un busardo de hombros rojos del Obed, guardo el violín al fondo del estante más alto de mi armario, coloco unas cajas blancas rectangulares delante de él, las recoloco un poco más y luego doy un paso atrás, satisfecha.
Ya no soy esa chica. La violinista del bosque ha muerto. Soy como un oso salvaje haciendo equilibrios sobre una pelota en el circo: ya no soy ni una ni la otra. Soy La Nueva. La Chica que no conozco todavía. Y tal como le gusta decir a Delaney, eso jode un montón.
Después de la cena —una cena tranquila sin Delaney porque se ha quedado en el instituto hasta tarde para su entrenamiento como animadora—, me siento con las piernas cruzadas en la cama, con el libro de geometría abierto sobre el regazo. No tardo mucho en dar con las soluciones a los problemas del cuaderno que tengo a mi lado, a pesar de que mi cabeza no deja de pensar en Ryan y en la expresión de su cara.
No puedo permitir que mamá destroce ni una sola cosa más.
Tengo que pedirle disculpas. Lo sé. Y aun así, me entran dudas al imaginarme la escena, cómo me acerco andando a él y le digo las palabras. Nadie me advirtió que sentirse cerca de alguien significase hacerle daño a veces, tanto a ese alguien como a ti misma. Y entonces pienso en mamá. Si la vida con ella me había enseñado algo, debería haber sido precisamente eso.
Llaman a la puerta y oigo un ladrido, y no puedo hacer otra cosa más que sonreír.
—Pasa.
Shorty se sube a la cama en varias etapas y al final opta por estirarse a mi lado, utilizando mi muslo como almohada. Doy unas palmaditas en la cama.
—Ven a sentarte aquí, Ness.
Jenessa se sube a la cama y se acurruca cariñosamente a mi lado. Su piel huele a pastel. Al famoso pastel de mantequilla y azúcar de Melissa, y cuando me acerco a mirarla más detenidamente, detecto harina en su camiseta; masa reseca bajo su nariz. Empujo los libros y los papeles a los pies de la cama.
—Qué buena cara tienes —le digo—. Pareces sana y feliz.
Su reacción me pilla por sorpresa.
—Es que lo estoy —dice en voz baja. Shorty y yo nos volvemos hacia el sonido de su voz, como las flores hacia la luz del sol—. Me encanta estar aquí. ¿A ti no?
Me mira con ojos suplicantes, esperanzados. A veces es fácil olvidar la perspicacia y la intuición que tiene, sobre todo en lo que a mí se refiere. Su silencio hace que se te olvide lo rápido que trabaja su memoria, esa suerte de braille que emplea para leer en el interior de las personas, su cerebro más sagaz que el del zorro y el tejón juntos.
Recuerdo lo que la logopeda le dijo a mamá.
«Si llega a hablar, no le dé mucha importancia. No queremos darle a su mutismo más poder del que ya tiene. Lo mismo sirve para su silencio».
—Se vive bien aquí, sí —le digo, con una sonrisa forzada.
Y no es ninguna mentira. La verdad es que aquí se vive requetebién, con una buena cama, ropa nueva, el estómago bien lleno y los pies calientes. Hasta podemos ir descalzas en invierno.
—Melissa me cae bien. ¿A que es muy buena?
Tengo que arrimarme más a ella para oírla, pero aun así, es un gran avance: un avance con todas sus letras.
—Es maravillosa. Y está claro que tú también le pareces maravillosa a ella, Ness.
La abrazo e inhalo su olor. Champú de fresa. Polvos de talco. Apoya la cabeza en mi pecho y se me hincha el corazón. Independientemente de cómo me sienta con respecto a mí misma, me alegro tanto por ella que estoy a punto de estallar.
—No me vas a dejar nunca, ¿verdad que no, Carey?
Veo cómo sus manos retozan con las orejas de Shorty, ensayando distintas posturas en la cabeza con ellas, como si fuera un peinado. Me entristece que no sepa que yo nunca haría eso.
—Donde tú estés, yo estaré contigo, ¿recuerdas?
—Como en el Bosque de los Cien Acres —dice, levantando la cabeza para mirarme a los ojos—. Dijiste que siempre estaríamos juntas.
—Y lo decía de corazón.
Pero por primera vez que yo recuerde, no está segura de poder creerme, y eso me hace sentir otra vez un dolor intenso en el pecho.
Recito una de sus frases de Pooh favoritas:
—«Si alguna vez llega un mañana en el que no estemos juntos […] hay algo que no debes olvidar jamás: eres más valiente de lo que crees, más fuerte de lo que pareces y más inteligente de lo que imaginas. Pero lo más importante es que, aunque estemos separados […] yo siempre estaré a tu lado».
Alza la vista para mirarme y por una fracción de segundo, veo de nuevo en su mirada el resplandor de sus ojos de hoguera, el mismo de antes de la noche cuajada de estrellas.
—Pero yo te quiero a mi lado de verdad —dice, haciendo pucheros—. En el corazón, no. Te quiero a ti a mi lado de verdad.
—Y estoy aquí de verdad, tesoro. —La tomo de la mano—. ¿Lo ves?
—Yo nunca me iré, Carey. Ni cuando sea más vieja que vieja.
—Seguro que adivino cuál es una de las cosas que más te gustan de vivir aquí —digo, bromeando—: Que se acabaron las judías. Tantas judías no son buenas para los seres humanos.
—Qué va —responde, corrigiéndome con una sonrisa—: Lo que más me gusta es que ahora las comemos muy bien acompañadas. Y Carey, no lo entiendo: ¿son «seres» o «manos»? ¿En qué quedamos?
A veces me la comería.
—«Humanos», Nessa. Se dice «humanos». ¿Has acabado los deberes?
Se apaga la hoguera de sus ojos y dice que no con la cabeza mientras se baja de la cama y le hace señas a Shorty. El perro se desliza al suelo despacio y se despereza, elevando los cuartos traseros hacia arriba y estirando las patas delanteras, con la pata trasera en el centro. Parece una de las posturas de yoga de Melissa.
—¿Cierras la puerta, por favor?
Desaparecen con un chasquido y vuelvo a ser sólo yo. La Carey torpe y palurda, más rara que un perro verde. «Carey la osa del circo», aunque supongo que eso no es lo peor que podría llamarme la gente.
«Jenessa estaría bien. Aunque aquí ya no me quisieran más, ella estaría bien, y eso es lo principal».
Ness siempre estaría bien, si tenía a Melissa a su lado. Melissa la criaría como si fuese su propia hija: ya lo es. Hasta Delaney quiere a Nessa. Todos lo sabemos, no importa el empeño que ponga en disimularlo.
Llaman otra vez a la puerta, y me pregunto qué se le habrá olvidado a Jenessa.
—Adelante.
Sólo que esta vez es Melissa, que me trae una bandeja con pastel de mantequilla y azúcar y un vaso de leche con cacao. La deja encima de la mesilla de noche y me sonríe.
—Se me hace raro tener hijas que hacen los deberes sin que tengas que estar dándoles la tabarra todo el rato para que los hagan —dice.
Nos miramos fijamente, la palabra «hijas» suspendida en el aire, delicada e inesperada, como los primeros copos de nieve del invierno.
La miro a los ojos, armándome de valor como en el bosque.
—Gracias, señora.
—¿Por el pastel? No se merecen.
—No sólo por el pastel. —Unos brazos de mono me brotan de los hombros y empiezo a rascarme los costados, incómoda, pero es importante—. Nessa es feliz aquí.
Sus ojos me sonríen y me reconfortan, haciéndome entrar en calor, como los ojos de una madre en un libro. Justo cuando creo que está a punto de llorar, contiene las lágrimas y se ríe.
—Me importa mucho tu hermana. Me importáis mucho las dos, en realidad. —Aparta la mirada, dándose un momento, y luego vuelve a encontrar mis ojos—. No quiero hacer que te sientas incómoda. —Hace una pausa, y alisa el borde de mi colcha para que caiga recta—. ¿Debo dar por sentado que tu espalda tiene el mismo aspecto que la de Jenessa?
Esquivo su mirada como respuesta. Sé que la ha oído.
—Desde luego, tenéis que haber sido muy valientes, apañándooslas vosotras solas en ese bosque.
Desearía con toda mi alma que fuese verdad. Desearía sentirlo como verdad.
—Tu padre pregunta si puedes salir fuera a ayudarlo —dice en voz baja—. Puedes comerte el pastel luego.
—Sí, señora.
Me bajo de la cama, un poco avergonzada mientras busco los calcetines. Melissa se detiene en la puerta y me mira.
—¿Y tú, Carey? —pregunta.
—¿Yo qué, señora? —Encuentro las botas de nieve medio escondidas debajo de la cama, detrás del faldón de la cama.
—Si tú eres feliz aquí. ¿Un poquito tal vez?
Me afano en ponerme las pesadas botas. Ryan hace que mi corazón remonte el vuelo como una cometa. Lo que ocurre aquí me reconcome el corazón, me lo corroe como si fuera uno de los huesos de Shorty. Pero no es culpa de Melissa.
—Ha sido usted muy buena con nosotras. Nunca podré agradecérselo lo suficiente.
—Pero… —dice con tristeza, esperando.
—No es que… Es sólo… Sólo es que yo…
Atraviesa la habitación en dos zancadas y me abraza con fuerza. Oigo un sollozo, amortiguado por su grueso jersey, hasta que me doy cuenta de que soy yo la que está sollozando. ¡Soy yo! Cuando me besa el pelo, cierro los ojos y grabo el recuerdo en mi memoria, un recuerdo que pueda llevarme conmigo dondequiera que vaya.
—Sabíamos que para ti iba a ser mucho más difícil, cielo. Sobre todo para ti. Y es normal.
Pero no lo es.
Se hunde en la cama, arrastrándome con ella. Nos sentamos juntas, sin hablar. Quiero ser la chica del espejo, la chica afortunada que lo tiene fácil, la chica que pasa página y se olvida por completo del bosque y de las cosas terribles que ha hecho. Quiero ser como Delaney e ir a dormir a casa de mis amigas y escuchar la música de moda y bailar en mi habitación con mis vaqueros nuevos. Sólo que no sé cómo ser esa chica.
—El día antes de que tu padre fuera a buscaros, pasamos tres horas con la señora Haskell, haciéndole toda clase de preguntas. Cómo podíamos hacer que os sintierais a gusto, como en casa. Cómo podíamos ayudar a integraros. Cosas así. —Me aparta el pelo de la cara y me acaricia la mejilla con el dorso de la mano—. La señora Haskell nos dio ideas de qué hacer, qué no hacer, cómo podría ir, qué problemas podíamos esperar… Pero al final, aunque lo hiciésemos todo bien, era una cuestión de tiempo.
—¿Tiempo? —lloriqueo.
—Tiempo. Tiempo para acostumbraros a las cosas, tiempo para forjar nuevos vínculos emocionales, nuevos amigos. Es inútil ir con prisas. Dijo que no siempre sería fácil, y que tal vez sintierais nostalgia de vuestra vida en el bosque, que estaríais enfadadas o confusas. Dijo que ocurriese lo que ocurriese, lo mejor que podíamos hacer era quereros tal como sois.
—¿Eso dijo?
—Sí. Vuestro padre no podía entender cómo ibais a echar de menos el bosque, sobre todo teniendo en cuenta la forma en que vivíais. Pero yo sí. Desarrollamos apego por aquello que nos es familiar. Encontramos belleza aun en la ausencia de ella. Eso es humano. Sacamos siempre lo mejor de lo que nos es dado.
Pienso en sus palabras. Es verdad.
—Y todo esto… —hace un movimiento con la mano abarcándolo todo alrededor— no es a lo que estás acostumbrada. Llegamos incluso a creer que tal vez sería mejor educaros en casa en lugar de escolarizaros, pero la señora Haskell tenía razón. Es mejor enfrentarse a los miedos y crear una nueva vida normal en lugar de quedarse esperando sin hacer nada, preocupándose por esos miedos.
Se levanta y se alisa el delantal.
—Todo irá bien, tesoro. Si tú dejas que así sea.
«Lo dice como si lo supiera con certeza. ¿Lo sabe?».
—Tu padre te está esperando.
Dejo que me levante.
—Esto también es tuyo, Carey. Ya sé que es distinto, pero es tuyo.
Retiro la mano, como una hoja que se cae. Duele demasiado seguir sujeta. Entonces ¿por qué duele tanto soltarla?
—Gracias, señora. —La miro y luego aparto la mirada—. Pero me parece que Delaney no está muy contenta.
«Si hacen que me vaya, me llevo este anorak nuevo conmigo», pienso mientras me subo la cremallera del plumífero —así lo llamó Melissa, «plumífero»— y me pongo las manoplas. El anorak blanco acolchado lleva incorporada una capucha forrada de armiño falso. O al menos, en mi cabeza es falso.
Melissa se para en la puerta y se vuelve con gesto pensativo.
—Delly también estaba acostumbrada a que las cosas fuesen de una manera determinada. Aunque no te había conocido, tú ya formabas parte de su vida. Y no una parte fácil, tampoco. Así que Delly necesita tiempo. Todos necesitamos tiempo. Por suerte, tenemos tiempo de sobra.
Me deja a solas. Me pongo el extraño gorro con sus hilos entretejidos de lana jaspeada de azul, rosa y amarillo, con los cordones trenzados colgando de las orejeras. Me vuelvo y veo mi reflejo en el espejo.
«Siempre estoy desvistiéndome».
La chica del bosque me devuelve la mirada con su cara lúgubre, los ojos del color de las nubes de tormenta. Pestañeo y La Chica que no conozco todavía me responde pestañeando ella también.
Una vez fuera, sigo la luz. Oigo el ajetreo de mi padre en el establo mientras piso la nieve crujiente y abro la puerta. Está preparando unas balas de paja para que se acuesten las cuatro cabras, mientras los burros, uno de color marrón chocolate y el otro de un gris muy, muy claro, mastican unas briznas de heno en sus cubículos con los ojos medio cerrados.
Mi padre me saluda agachando la cabeza.
—Estaré contigo enseguida.
—Sí, señor.
Lo veo usar el rastrillo para recoger los últimos restos de estiércol, que arroja a una carretilla enorme.
—Puedes sentarte ahí —dice, señalando una bala de paja—. Déjame un momento, que cierre los establos.
Encierra a los animales, que pasarán allí la noche, y las cabras me observan con aquellos iris extraños, sus ojos de cerradura. Al mirarlas con más detenimiento, lo cierto es que resultan graciosas, con sus cuernos retorcidos, unos cuernos que me recuerdan inmediatamente a Pan, dios de todo lo salvaje, guardián de los pastores y sus rebaños, la naturaleza y las tierras de montaña, la caza y la música rupestre. «Barrancos de bosque. Violines alrededor del fuego. La primavera de Margaret». Las cabras han encontrado en Nessa a una admiradora incondicional, no así en Shorty, que las persigue de acá para allá constantemente, intentando pastorearlas. Mi padre abre la puerta del establo unos centímetros y se asoma por la rendija.
—Sé que te resulta difícil hablar de esto… —Se para a encender un cigarrillo, y el humo se escapa formando volutas por la puerta y desaparece—. Pero me gustaría preguntarte por tu madre.
Me remuevo inquieta encima de la bala y arranco una brizna sólo para poder hacer algo con las manos.
—¿Vuestra madre os pegaba?
Pienso en Melissa y asiento con la cabeza. A él tampoco puedo mirarlo a los ojos.
—¿Os había dejado solas alguna otra vez, allí en el bosque? Antes de la vez cuando os encontramos, quiero decir. —Vuelvo a hacer un movimiento afirmativo con la cabeza—. Sé que dijiste que tu hermana dejó de hablar el año pasado, pero lo que quiero saber es por qué.
Me obligo a mí misma a respirar. Inspira. Espira. Inspira. Espira. He ensayado las palabras tantas veces en mi cabeza, que debería ser fácil.
—La verdad es que Nessa nunca ha sido muy habladora, señor. Además, tampoco es que hubiese mucha gente con la que hablar, que digamos. —Lo veo en sus ojos, el esfuerzo por contenerse y no seguir presionando—, Ness tenía cinco años —continúo—. Unos meses después, como seguía igual, mamá la llevó a una logopeda de la ciudad.
—¿Hubo algún desencadenante?
—¿Un «desencadenante»? —Conozco tantas palabras que me desconcierta descubrir todas las que no conozco.
—Si ocurrió algo en concreto que la alterara, algún suceso extraño. Tiene que haber alguna razón.
Miro a los animales, tan arropados y seguros. Los burros marrón chocolate me miran con los ojos muy abiertos, aguardando una respuesta ellos también. No sé qué decir. No es tan fácil soltar todas las palabras ya ensayadas con los ojos de mi padre clavados sobre mí y su frente fruncida con preocupación.
—No lo sé —contesto, haciendo un esfuerzo por no apartar la mirada, porque «sólo los mentirosos miran para otro lado». Eso fue lo que dijo el hombre del bosque. Tiemblo, haciendo un esfuerzo por no recordar.
Mi padre saca una manta de un estante y me la extiende sobre los hombros. Mis dientes castañetean las palabras.
—Grrraccciasss, ssseñorrr.
Tiene las botas recias mojadas en la punta de tanto llenar y vaciar baldes para los animales. Los dos permanecemos en silencio durante largo rato, pero percibo su necesidad de saber más. Pienso en Perdita, tan perdida como yo:
Y no quedará más que la inevitable alternativa
de que mudéis de propósito,
o cese yo de vivir.
—Bueno, pues si te acuerdas de algo, dímelo. Queremos ayudar a Nessa a superar su problema.
Asiento con la cabeza y le devuelvo la manta.
—Sí, señor.
Una vez fuera, dejo escapar el aliento en una enorme vaharada blanca. Estoy tiritando aun con la camiseta adherida a las costillas. Sigo la pared que recorre la parte de atrás del establo y resbalo hacia abajo en el suelo hasta quedarme en cuclillas. Ojalá llevase encima la bolsa de papel. La mujer del «publirre-portaje» de la noche los llamaba «ataques de ansiedad». Últimamente se están haciendo demasiado frecuentes. Mi padre no tiene la menor idea de lo que me pide. Ni mi padre ni los demás. Sólo Jenessa, que me quiere demasiado para contarlo… literalmente. Jenessa, que está dispuesta a renunciar a sus palabras para siempre con tal de tenerme a su lado… Un sacrificio que le permito que haga porque soy demasiado cobarde para pronunciar esas mismas palabras en voz alta. ¿Qué clase de monstruo soy, capaz de dejar que una niña de seis años cargue con mis pecados? Me odio a mí misma, odio lo que he hecho. Le he dado una y mil vueltas, y sigo sin encontrar la manera de salvarnos a las dos.
Me seco las lágrimas con ademán furioso, y la lana me araña las mejillas. Lloro con demasiada facilidad desde que estoy aquí, y eso también lo odio. Siempre y cuando Ness esté segura y a salvo, el resto no importa. Pienso en mamá, y las lágrimas van cediendo paso al entumecimiento. Sólo estaba siendo ella misma, dejándonos allí en el bosque. Por mucho que nos repatee oír la verdad, eso no hace que sea menos verdad. El cerebro de mamá no funciona bien. Ella lo llamaba «episodios maníacos». Le diagnosticaron un trastorno bipolar cuando tenía mi edad. Nadie le pidió a ella tampoco su opinión.
«¿Me oyes, san José? ¡No sé qué hacer! Por lo visto, haga lo que haga, una niña pequeña sufrirá de todos modos. Dímelo tú, ¿qué es peor? ¿Que pierda sus palabras o que me pierda a mí?
»¿Y si les doy lo que quieren y se lo cuento y ellos ya no me quieren más aquí?».
Me subo la pierna del pantalón y veo mi piel blanca de luna en la oscuridad. Me acaricio con la manopla la cicatriz, lisa y gris, como una huella en la pantorrilla, donde la rozadura me arrancó la piel. Fue con el borde metálico de la mesa plegable, aunque no me di cuenta hasta después.
—¡Charles! ¿Carey? ¡Hace un frío de muerte ahí fuera! Jenessa quiere que Carey le dé su baño de espuma. ¿Vais a entrar ya?
Mi reacción es de sorpresa cuando oigo a mi padre mentir por mí.
—Carey ha ido a dar un paseo; le he dicho que no se vaya muy lejos. Dile a Nessa que Carey tendrá que pensar en algo para compensarla.
—Bueno, pues no tardes mucho tú tampoco. He hervido el agua para el té.
—Estoy acabando. Iré enseguida.
Sus voces se oyen con la misma claridad que el graznido del cuervo en el aire helado. Minutos después, oigo el crujido de los pasos de mi padre sobre la nieve y el ruido de las botas resonando en las escaleras del porche antes de que la puerta se cierre a su espalda. Sólo es cuestión de tiempo; ahora lo sé con seguridad. Y luego ya no podré seguir viviendo aquí, ya sea porque la ley no me lo permita o porque no seré una buena influencia para Jenessa y su nueva familia. Me parece que Charlotte Bronte lo resumió de la mejor manera posible.
Hablarme con voces de ira furiosa
cuando muerta como las cenizas de una urna,
hundía toda nota de melodía
y me obligaba a despertar de nuevo
la canción silenciosa, la fuerza adormecida.
No me importa lo que pueda ocurrirme. De verdad que no. Puede que ahora sea una cobarde, pero no lo fui en el momento decisivo. Si ha de haber consecuencias, que así sea. Por eso no soy como mamá. Por eso sobrevivimos, Jenessa y yo, y siempre sobreviviremos.