10

Melissa dice que son cosas del destino cuando el instituto reabre sus puertas el miércoles uno de diciembre, justo el mismo día que tenía que empezar yo. La nieve ha sido dividida y vencida, retirada a cada lado de la calzada, y los autobuses vuelven a circular de nuevo. Sin embargo, Melissa se toma su trabajo de madre muy en serio, y lleva a Delaney en coche al instituto esos días de nevadas y calzadas resbaladizas, lo que significa que ahora nos tiene que llevar a las tres.

—Chicas, primero os dejaré a vosotras las mayores en el instituto para poder acompañar a Jenessa a su clase nueva.

—No te preocupes por Carey, mamá. —Delaney se vuelve hacia mí desde el asiento delantero, con una expresión dulce como la miel—. Yo la llevaré a la clase y se la presentaré a todo el mundo.

Melissa parece un poco agobiada cuando acciona el intermitente y gira a la derecha para abrirse paso por el parking del instituto hasta detenerse junto al bordillo frente a la entrada principal.

—Bueno, la matriculé la semana pasada y me encargué de repasar toda la documentación. ¿Estás segura, Delly?

—Pues claro que estoy segura. Ninguna alumna normal se presenta en el instituto acompañada de un padre o una madre.

En ese momento, no les presto demasiada atención a ninguna de las dos, absorta como estoy en la contemplación del edificio, tan sumamente gigantesco que necesito pestañear varias veces para creerme lo que ven mis ojos. Podría perderme ahí dentro y nadie me encontraría hasta al cabo de varias semanas.

—¿Estás completamente segura? —Melissa se mira el reloj con impaciencia.

—Sí, estamos completamente seguras, mamá… —Delaney abraza a Melissa y siento que me duelen los dientes—. Sabremos cuidar la una de la otra. ¿No dijiste acaso que eso es lo que hacen las hermanas? Es más importante que tú te encargues de Jenessa. ¿Verdad, Carey?

Me trago el nudo que siento en la garganta y asiento con la cabeza. Melissa me examina por el retrovisor y yo saco a la fuerza mi propia sonrisa de miel.

—Si alguien pregunta, la señora Haskell envió sus informes hará unas dos semanas, así que no hace falta que vaya a secretaría, que yo sepa.

—Entonces iremos directamente a clase. Vamos, Carey.

Melissa parece tan dudosa como yo, pero otra mirada apresurada a su reloj zanja el asunto.

—Está bien. Cuento contigo, Delly, para que la lleves a su clase de presentación y al resto de las actividades de hoy. —Melissa se dirige ahora a mí—. Para cuando acabe el día, ya serás toda una alumna veterana.

Delaney suelta una risita burlona cuando me bajo del coche y resbalo por un tramo helado de asfalto. Me peleo con el estuche del violín mientras me pregunto por qué narices me habré traído el maldito cacharro, para empezar. Seguro que parezco un fantoche (la palabra favorita de mamá para hablar de mí). No sé qué palabra utilizaría Delaney, algo distinto, tal vez, pero con el mismo significado. Apenas si tengo tiempo de darle a Ness un beso y un abrazo, con la insistencia de Delaney en tirarme del brazo e ir dándome órdenes.

—Ya verás como te va a ir todo muy, muy bien, Ness. Acuérdate de lo que te he dicho. Pórtate bien y que te diviertas.

—Sí, sí, anda, vamos, vamos… —dice Delaney, despidiéndose de Melissa con la mano cuando ésta arranca el coche de nuevo—. Muévete o llegaremos tarde las dos.

Me quedo mirando el coche hasta que desaparece, y por poco me muero del susto cuando oigo un claxon sonando a mi espalda. Me subo a la acera a todo correr y Delaney me da un golpecito en el pecho.

—Y que no se te olvide: te llamas Carey Blackburn, no Benskin, ¿entendido?

Sí, claro. Eso es muy sencillo. Llevo siendo Carey Blackburn desde que vivía en el bosque…

«San José, cuida de mi hermanita hoy. Que las otras niñas se porten bien con ella y que haga alguna amiguita. Que sea un día lleno de sonrisas. Su vida ya ha sido lo bastante dura.

»Por las judías te lo pido».

Respiro hondo y me cambio la tira de la mochila del sitio para que no se me hinque más en el hombro. Mi violín también lleva una tira, que mamá pegó al estuche con Superglue. Me vuelvo hacia Delaney, preparada para encajar sus burlas y su resoplido de exasperación.

Pero ya se ha ido.

Me quito el gorro de lana con la borla en lo alto (la borla me recuerda a un brote retoñando) y me lo meto en el bolsillo del abrigo. No quiero ni pensar en cómo llevo el pelo, y lo comparo con el de Delaney, que va con la cabeza descubierta esta mañana, con su pelo perfecto, tan bien peinado y rizado.

Me limpio disimuladamente la humedad que me cubre el labio superior. El pelo lacio (pero limpio), la cara brillante, cargada con un viejo estuche de violín lleno de marcas y arañazos que dice a gritos: «Soy de segunda mano». Delaney tiene razón: lo mío no tiene remedio.

«Vamos a ver: espabila un poco. Lo único que tienes que hacer es preguntarle a alguien adonde tienes que ir. ¿Se puede saber qué te pasa? De noche, el bosque era cien veces peor que esto».

Sigo a un grupo de chicos que se ríen y se dan codazos unos a otros al pasar por las puertas principales, arrastrados como un banco de lucios por una fuerte corriente. Hay una vitrina enorme junto a la pared, llena de estatuillas —trofeos— y placas. El cristal está limpio como un espejo, y veo mi imagen reflejada, las mejillas sonrosadas y la boca paralizada en una «o» como las bocas de los ángeles renacentistas cantando a coro… o como un besugo. Aprieto los labios con fuerza y trago saliva.

El pasillo se extiende hasta el infinito a la izquierda y la derecha, con una escalera a cada lado de la vitrina de cristal, y los pasamanos pulidos trazan una curva ascendente hacia el segundo piso.

—Aparta. ¿No ves que no dejas pasar?

Un chico que debe ser de último año, a juzgar por su voz y su volumen, me empuja a través de la marea humana. Retrocedo un paso mientras los rápidos de la corriente de rostros pasan engulléndome. Mataría a Delaney por dos razones: una, porque me ha dejado «colgada» (la palabra es suya) en mi primer día de escuela, el primero en toda mi vida, y dos, porque estoy buscando como loca entre la multitud para ver su cara de Barbie y su pavoneo al andar, ya que, me guste o no, ella es lo único que tengo.

«Patético». (La palabra es mía). Pero estoy segura de que ella estaría de acuerdo.

«Tantas caras extrañas…»

Nos quedamos pasmados mirándonos unos a otros como humanos y animales salvajes, sólo que no estoy segura de quién es quién.

«Demasiadas caras».

Trato de retener el desayuno, que amenaza con desbordarme la garganta, suplicando y razonando conmigo misma, sólo que en la voz de mamá.

«Lo que te faltaba, niña, que te conviertas ya el primer día en La Vomitona. ¡Aguanta, mujer! ¡La vida no es un camino de rosas!».

—¿Te has perdido?

Me concentro en su cara mientras pasa de ser dos a fundirse en una sola. Me fuerzo a mí misma a respirar.

«¡Un chico! ¡Estoy hablando con un chico!».

—¿Es q… es que parezco perdida?

Me deslumbra con una sonrisa.

—Pues la verdad, sí. Tienes ese careto confuso típico de las nuevas.

Pienso en la chica del reflejo en la vitrina, con los ojos más grandes que los de un faisán acorralado. La voz de él es tan segura y firme como una agarradera, así que me agarro a ella y él me sonríe, sujetándome el brazo a la altura del codo para que no me caiga.

—¿Adonde tienes que ir?

—Voy a segundo —acierto a contestar—, y no tengo ni idea de adonde tengo que ir.

—¿Sabes el número del aula?

Contesto que no con la cabeza.

—¿Y el nombre de tu tutor?

Eso sí lo sé.

—La señora Hadley —respondo—. ¿Sabes dónde es?

—La tuve el año pasado en tutoría. Vamos, te llevaré.

—¿Y no llegarás tarde por mi culpa?

—Te pondré a ti como excusa —dice, con los ojos brillantes como cuando Nessa está planeando alguna diablura—. Una buena excusa, para variar.

Sin preguntar, me libera de mi mochila y se la echa al hombro.

—No te dejes el violín.

Sujeto la tira con más fuerza y él guía el camino, separando las aguas del mar de estudiantes, algunos de los cuales le sonríen o lo saludan con la mano.

—¡Eh! ¡Ve con más cuidado! —suelta una chica con gafas cuando el cuello del estuche del violín le da en las costillas.

—Perdón —murmuro. «¿Quién me habrá mandado traerme este trasto?».

El pasillo se va vaciando hasta que sólo quedan unos pocos rezagados y me llevo un buen susto cuando oigo sonar un timbre por encima de nuestras cabezas.

—Es el timbre para ir a clase. No sufras, que ya casi hemos llegado.

Lo sigo como Shorty sigue a Nessa, y al darme cuenta, noto cómo se me acaloran las mejillas. «¡Contrólate!». Cuando estoy a punto de pasar de largo por delante de la puerta, me agarra del brazo.

—Esta es tu clase. La penúltima desde el fondo del pasillo, así te acordarás. La señora Hadley te asignará algún compañero para que te acompañe a tus otras clases. Así es como lo hace ella. —Extiende la mano—. Soy Ryan Shipley, vicedelegado de tercer curso y pastor del rebaño para los desamparados y los que andan perdidos por el instituto.

Le estrecho la mano y me mira como si estuviera esperando algo.

—¡Hola, Ry!

—Hola, Travis. ¿Qué hay?

Me quedo ahí quieta como un pasmarote.

—Carey —dice él por mí— Blackburn, ¿verdad?

Es como si una ráfaga de viento del Bosque de los Cien Acres sacudiese los árboles y los zarandease en sus trajes de hielo y escarcha, sólo que son mis huesos los que se zarandean. La abuela decía que eso se sentía cuando alguien estaba paseándose por encima de tu tumba.

Y entonces, la sensación desaparece. Me suelta la mano. Quiero preguntarle cómo lo sabe, pero no me salen las palabras.

—Buena suerte, Carey —dice, y se vuelve para sonreír a la mujer que aparece en la puerta, con los labios fruncidos en la misma mueca de Nessa cuando probó por primera vez el zumo de pomelo. (Rosa, por supuesto, pero pomelo al fin y al cabo).

—¿No llega tarde a clase, señor Shipley?

—Desde luego, pero por una buena razón: me he encargado personalmente de dejar a esta alumna nueva en sus manos capaces y profesionales. —Me guiña un ojo.

Escucho la conversación entre ambos, percibo el afecto entre reacio y disimulado en la voz de la mujer y, aprovechando que está distraído, lo miro abiertamente. Es el primer chico que he tocado en mi vida, y el primero también con el que he hablado, desde luego. Me dan ganas de estirar la mano y tocarle el pelo. «¿Tendrá el pelo de un chico el mismo tacto que el de una chica?». Me gusta su cara. Veo nubes y claros a la vez.

—Bueno, es una excusa válida, aunque tengo la impresión de que suele encontrar usted demasiadas, señor Shipley —dice ella, mirándome de reojo y dedicándome luego una mirada más prolongada, como hace todo el mundo desde que llegué aquí, como si no pudiera dejar de mirar.

Aparta los ojos de los míos y ladea la cabeza al mirar a Ryan. Apuñala el aire con su dedo de tiza.

—Estoy segura de que aquí hay algo más que simples motivaciones caballerescas. Vale más que se esfume, señor Shipley. —Se dirige hacia su mesa y regresa con un papel amarillo—. Y ahora, largo de aquí.

—Es usted una mujer muy dura, señora Hadley —dice él, guiñándole un ojo a ella esta vez.

—¡Largo, he dicho!

Sale corriendo pasillo abajo, se detiene derrapando al pie de la escalera y sube los peldaños de dos en dos.

—¿Y tú eres…? —La señora Hadley me mira con el gesto muy serio.

—Carey Blackburn.

—Ah, Carey. Te estábamos esperando.

Asomo la cabeza por la puerta y veo a un grupito de chicas riéndose por lo bajo y murmurar. En medio de todas ellas, surge la cara ceñuda de Delaney.

—Un chico majo, ese Ryan Shipley —dice la señora Hadley, observándome.

Siento como una llamarada de calor me sube por el cuello mientras digo que sí con la cabeza.

—Delaney Benskin también estaría de acuerdo.

Vuelvo a mirar a Delaney, que me lanza una mirada asesina.

—Ven a sentarte. —La señora Hadley me guía al otro lado de la puerta, apoyando una mano en mi espalda. Todavía siento el calor del contacto de la mano de Ryan en el codo—. Cuando te hayas sentado, haremos las presentaciones de rigor.

Agacho la cabeza mientras avanzo por el pasillo más alejado posible de donde está Delaney. Me siento como si me llevaran al patíbulo. Más risas cuando el estuche del violín me da un golpe entre los muslos y tropiezo, sujetándome al borde de un pupitre de una chica muy delgada con cosas metálicas en los dientes.

Escojo el pupitre de la esquina del fondo, tan seguro como una llave en el tronco hueco de un árbol. Escondo el estuche del violín detrás de mi silla y suelto la mochila en el suelo, a mi lado, sin acordarme siquiera de que Ryan me la había devuelto.

—Delaney estuvo coladita por Ryan todo el curso pasado, y eso que ni siquiera va con el grupo de los más molones.

Es pequeñita, como las chicas que bailan subidas a unas barras y que dan volteretas en la televisión los fines de semana.

—¿Los más molones?

—Los chicos más populares del instituto. Ryan va a su bola. Sé que lo suyo es la astronomía. El año pasado, ¡hasta se fabricó su propio telescopio! Justo a tiempo para ver la lluvia de meteoros de las Gemínidas. Dijo que fue una pasada.

Me fijo en sus mejillas sonrosadas, las pecas de caramelo, el pelo rojo chillón y la piel más blanca que he visto en una persona viva. No puede ser mucho mayor que Jenessa, y aun así, ahí está, sentada en el pupitre contiguo al mío.

—Y tú, evidentemente, eres Carey —dice—. La señora Hadley ya nos explicó que vendrías a nuestra clase. Yo soy Courtney Macleod, tu compañera para la orientación en los primeros días. Pero todos me llaman «Pixie» —cuenta mientras hace un movimiento con la mano que abarca su estatura de duendecilla—, por mi tamaño peculiar. También tengo la desgracia de ser la chica de doce años más lista de todo Tennessee… o a lo mejor soy la más baja. Nunca me acuerdo exactamente.

Me echo a reír, y me cae bien al instante.

—Carey Blackburn —susurro, ofreciéndole mi mano como Ryan me ofreció la suya—. Tengo catorce años y los resultados del test de nivel me sitúan con los de diecisiete años. Me han adelantado de curso.

No añado que, ahora que la he conocido a ella, ya me siento mucho mejor.

Courtney sonríe.

—Nosotras las frikis tenemos que apoyarnos unas a otras. Por supuesto, lo de «friki» lo digo en el mejor de los sentidos. Otro punto a mi favor es que Delaney me odia —dice con aire perverso.

—Y eso es bueno.

—Por supuesto…

Su voz se va apagando mientras se queda mirándome fijamente.

«¿Es que tengo algo en la cara? ¿Estaré haciendo algo raro sin saberlo?».

—¿Qué pasa? —susurro.

—Perdona. No quería ser maleducada, pero tienes que ser la chica más guapa que he visto en mi vida, fuera de una revista. Cuesta mucho apartar los ojos de ti. Mira. A todo el mundo le pasa lo mismo.

Alzo la vista y veo tantos pares de ojos que me dan ganas de hacerme muy pequeñita, como un visón de río, y esconderme en el fondo de la mochila. Las amigas de Delaney apartan la vista de inmediato. Ella está que echa chispas.

—Tienes que estar acostumbrada. Seguro que eso de que la gente se te quede mirando te ha pasado toda la vida…

Esbozo una sonrisa débil.

—Y no es que sea bollera ni nada parecido —añade Pixie rápidamente—. Es sólo que es imposible no fijarse.

«¿Bollera? ¿Quiere decir que trabaja en una pastelería?». Me digo que tendré que acordarme de preguntarle a Melissa qué significa eso más tarde.

La señora Hadley carraspea aparatosamente mirando en nuestra dirección y luego se dirige al resto de los alumnos.

—Quiero que toda la clase dé la bienvenida a Carey Blackburn a la clase de segundo.

Ahora todos me miran abiertamente. Delaney y sus amigas aparentan no sentir ningún interés y se afanan con sus libros de texto, sus cuadernos y sus bolígrafos.

—Y ahora, empecemos. Carey, yo seré tu tutora y tu profesora de literatura inglesa este trimestre. ¿Te has traído el libro a clase?

Hago caso omiso de los murmullos mientras escarbo entre el contenido de mi mochila para sacar Cuento de invierno, y mis manos temblorosas lanzan sin querer otros textos, que caen desparramándose por el suelo. Las chicas se ríen. Pixie detiene con el pie el desparrame de libros y me los acerca a la pata de la silla. Enseño a la profesora mi ejemplar, la cubierta marcada con la huella polvorienta de la bota militar de Pixie.

—Muy bien —dice la señora Hadley—. Delaney, por favor, lee en voz alta desde donde nos quedamos.

—«En cuanto a vos, amigo mío, desearía tener algunas flores de primavera, como adecuadas a vuestra edad…»

No hay rastro en su voz del melodrama y el tormento a los que nos somete en casa. Mientras lee, aprovecho para recoger los libros desperdigados y vuelvo a meterlos de cualquier manera en la mochila, aplastando la bolsa del almuerzo, pero no me importa. Pixie señala la mochila con la cabeza.

—¿Es que nadie te ha dicho cuál es tu taquilla?

Le digo que no con la cabeza. No le digo que no sé qué es una taquilla. Seguro que Delaney y sus damas de honor se darían una panzada de reír si se enterasen.

—Te la enseñaré después de clase.

Cojo mi libro y me escondo detrás de él, haciendo como que sigo, pero las palabras se emborronan en la página. Trato de acostumbrar mis ojos a la luz amarillenta que se derrama desde las bombillas alargadas del techo. Siento que las paredes me oprimen, el silencio irrespirable y artificial. Huelo al animal humano: el aliento, el pelo, a perfume, chicle e incluso a humo de tabaco. «No puedo respirar». Me siento como una de las ardillas de Nessa, acurrucada al fondo de la pajarera mientras se lame las heridas de unos cortes o se cura una pata rota.

Miro a Pixie, que está moviendo los labios para recitar de memoria las palabras del Cuento de invierno, con los ojos cerrados, su amor por alguien llamado Shakespeare más que evidente. Las palabras de Shakespeare me suenan como un idioma muy extraño, un idioma que todos parecen dominar excepto yo.

—¿A que Perdita es maravillosa? —dice, abriendo un ojo—. ¿Has visto alguna vez el cuadro de Anthony Frederick Augustus Sandys? La retrató con el pelo pelirrojo, igual que yo.

Niego con la cabeza.

—Hermiona se le aparece en sueños a Antígono y le dice que ponga a su hija el nombre de Perdita, que significa «pérdida» o «perdida». Dejan a la niña en una playa, pero un pastor la recoge y se encarga de criarla. Más tarde, resulta ser la princesa de Sicilia, ¿te imaginas? Toda la vida creyendo que era una persona y luego, de mayor, descubre que es otra.

«La princesa de las Judías. Igual que yo».

—Tengo el cuadro en mi libro de arte, en casa. Te lo traeré para que lo veas.

—Gracias. Me gustaría mucho.

Nadie me dijo que podía suceder cuando menos te lo esperas, sin un plan, un mapa o una oración a san José.

Una amiga. He hecho una amiga.

Esta vez, es la voz de Melissa la que oigo.

«Las cosas buenas les pasan a quienes están abiertos a que les pasen. Lo único que tienes que hacer es correr el riesgo».

Después de clase, sigo a Pixie a la secretaría, donde se pone de puntillas para intentar ver por encima del mostrador y golpea tres veces con la palma de la mano una especie de campanilla redonda y metálica. Se vuelve hacia mí, suspirando.

—Ahora entiendes por qué le doy tanto la tabarra a mi madre para que me deje llevar tacones. Se cree que sólo es una treta para simular que soy mayor, pero lo único que quiero es ver por encima de los mostradores.

Está hecha una buena elementa, como diría mamá.

—Courtney Macleod, ¿qué te trae por aquí?

Una mujer muy elegante se acerca, con un aspecto que Delaney calificaría de «superglamuroso». Los ojos se me van inmediatamente a sus botas altas de color negro azabache, ajustadas y cerradas con una cremallera que le llega a los muslos.

«Cómo me gustaría tener unas pedazo de botas como ésas…»

Pixie me señala con la mano.

—Esta es Carey Blackburn. Necesita una taquilla.

La mujer me mira detenidamente por espacio de unos segundos, antes de darse cuenta de lo que está haciendo y carraspear para aclararse la garganta.

—Ah, sí, la chica nueva. El señor Alpert me avisó de que te pasarías por aquí, Carey. Encantada de conocerte.

Extiende la mano y ahora soy yo la que se queda mirando embobada. Sus uñas parecen joyas, de lo preciosas y delicadas: unas uñas largas, cuadradas y de color rosa pálido, con una línea blanca y gruesa en el borde de cada una de ellas.

—Es un placer conocerla, señora —digo, estrechándole la mano con mucho cuidado.

—El señor Alpert es el director, y no es ningún ogro, a no ser que te metas en líos —explica Pixie sin pelos en la lengua, y la mujer de detrás del mostrador sonríe.

Salta a la vista que conoce a Courtney y le cae bien.

—Exactamente —afirma la mujer—. Pero ninguna de las dos tenéis pinta de ser la clase de chicas que se meten en líos.

—No, señora.

—Ufff, yo ya tengo bastante con lo que tengo… —suelta Pixie, con un movimiento elocuente con la mano.

—Por cierto, yo soy la señorita Phillips, la secretaria del señor Alpert. Si tienes alguna pregunta o si necesitas cualquier cosa, lo que sea, es a mí a quien debes dirigirte.

—Gracias, señora.

—¿Ha visto qué educada? No como algunas de las chicas de nuestra clase. No como Del…

La señorita Phillips arruga la frente, pero Pixie sigue como si tal cosa.

—Sólo era un comentario… —De pronto, se fija en el reloj de pared—. ¡Vaya! Voy a llegar tarde a Física, otra vez. ¡Hasta luego, chicas!

Sale corriendo por la puerta para zambullirse en un mar de leggings a rayas y mochilas más voluminosas que ella.

—Aquí tienes el número de tu taquilla, tu candado y tu combinación. —La señorita Phillips me entrega un sobre y un candado metálico y frío—. Nada de contrabando, o haremos que las autoridades registren tu taquilla. Eso significa que nada de fármacos sin receta, nada de armas, drogas ilegales y otra parafernalia u objetos de origen dudoso.

—Sí, señora.

Me mira de arriba abajo, satisfecha. Yo sigo sin saber qué es una taquilla.

—Vas a estar muy a gusto aquí, Carey, ya lo verás. Tú sólo llega puntual a tus clases y haz caso a los profesores. —Me da uno de esos papeles amarillos—. Ten, es tu justificante de retraso. Llegas tarde a la segunda hora. —Me indica con gestos que le enseñe mi horario y se lo doy—. Economía. La primera puerta a la derecha, segundo piso. Sube por las escaleras principales y gira a la derecha.

—Sí, señora.

—Y no te preocupes —dice mientras me acompaña al pasillo—. La mayoría de nosotros no mordemos.

Hasta una palurda como yo sabe que no va a ser nada agradable ser la nueva entre las hordas de adolescentes. El olor a comida se cuela por debajo de las puertas cristaleras mientras me asomo a las mesas redondas y veo gente pululando por todas partes y oigo el barullo de los platos mezclado con el de la conversación, la música, las risas… Me recuerdan a una manada de lobos celebrando una buena cacería.

Me parece que la charla de esta mañana con Delaney tampoco ha sido de gran ayuda, que digamos.

—¿Te lo vas a llevar en una bolsa?

—¿Por qué? —digo.

—Eres una pringada

Oigo por la ventana el ruido del motor mientras Melissa calienta el coche. «Pringar» es un sinónimo de manchar, untar o ensuciar, según el diccionario, pero si se lo digo, lo más seguro es que me tome por una «pringada».

Delaney agita un billete de veinte dólares delante de mis narices.

—Así es como almorzamos en el mundo civilizado.

Me quedo mirando tamaña riqueza. Ni siquiera he tenido nunca en la mano un billete de veinte dólares, aunque sí llegué a tocar uno de cinco una vez, enrollado en un tubito con el que mamá solía esnifar. Los dibujos no se veían muy bien.

Veinte dólares. Veinte dólares compraban media hora conmigo, cuando mamá cogía el dinero primero, antes de empujar a los hombres al interior de la caravana con sus dedos rechonchos y cerrar la puerta a nuestra espalda. Odiaba desvestirme. Hacía tanto frío que se te veía el aliento.

—Lo tuyo no tiene remedio. Es inútil, Blackburn. Completamente inútil. Llévate tu bolsa del almuerzo. Sé una pringada ya el primer día, anda. Pero sobre todo, no te sientes cerca de mí, ¿entendido?

La fulmino con la mirada. Abre la boca para decir algo más, pero entonces detiene los ojos en mis pies.

—Sé que mi madre te compró botas nuevas. ¿Se puede saber por qué llevas ésas tan viejas?

Porque sí.

Pienso en Jenessa y su dedo gordo. En mí y el violín. En mí y aquellas botas. Si además consiguen hacer cabrear a Delaney, mejor que mejor.

Al final, opto por no entrar en la cafetería. Siento un martilleo en la cabeza con la concentración de ruido, gente, imágenes y olores. Descubro una puerta que da a un austero patio que alberga un conjunto de arces y unos bancos de piedra, fríos pero secos. Me siento, con el violín a mi lado. Lo miro fijamente. Me devuelve la mirada.

De vez en cuando pasa algún que otro alumno, que me mira a través de un pasillo de cristal que hace las veces de pared del patio, pero por lo demás, tengo todo el espacio para mí sola.

Me siento encima de mi gorro para estar más calentita y repaso los acontecimientos de la mañana. Cuando al cabo del rato no conseguí volver a ver a Pixie, me armé de valor y le pregunté a una chica alta y larguirucha si podía llevarme a mi taquilla. Las taquillas son un gran invento: así es mucho más fácil llevar los libros para una clase o dos, en vez de ir cargando con la mochila, que pesa un montón.

«Delaney y sus amigas no irían cargando con una mochila por el instituto ni muertas».

Hasta ahora, Delaney y yo compartimos dos clases, literatura inglesa e historia, y me ignora por completo en las dos, al igual que sus amigas.

«Dios los cría y ellos se juntan», decía mamá.

Y aquí eso es más verdadero todavía.

Suelto un profundo suspiro, largo y sereno, sin nervios por primera vez en el día. A su manera, el bosque era como un lujo, supongo, aislado del resto del mundo. El mundo humano es tan acelerado, tan ruidoso y bullicioso… Siempre hay cosas que hacer, sin que ninguna parezca verdaderamente importante. He cogido la costumbre de tomarme una aspirina todas las tardes, para combatir los efectos que me producen en la cabeza tanto jaleo, tanto ajetreo y tanto ruido.

Veo a un pájaro, un mosquero fibí, posarse en la cornisa y desplegar su cola, como suelen hacer siempre. Nessa le curó el ala rota a un mosquero en el Bosque de los Cien Acres. Las plumas del pajarillo eran de un gris parduzco sedoso, con la panza de un alegre amarillo sorpresa. Fantaseo con que el mosquero nos ha seguido hasta allí, sabiendo como sé que es un pájaro tenaz, resistente y muy ingenioso.

Fi-bí. Fi-bííí

Es como si el pájaro se estuviera llamando a sí mismo.

Saco el violín de su estuche y, colocando el arco en posición, imito el sonido.

Fibí. Fibííí…

Cuando Ness era más pequeña, le encantaba recorrer con el dedo la marca oscura y difuminada de mi barbilla en el punto donde el violín se me clavaba constantemente, una marca que ella llamaba mi «flor púrpura», que florecía después de tocar durante años.

Cierro los ojos y me adentro en la Primavera de Vivaldi, e incluso el mosquero fibí se para a escuchar. Llevo las notas de vuelta al Bosque de los Cien Acres, al balanceo y el centelleo de las ramas rociadas de sol, el manto marchito una alfombra de hojarasca especiada, el aire vigoroso como el mordisco de una manzana crujiente, mientras el río Obed discurre hacia cosas más importantes.

Hay días en que el dolor y la nostalgia que siento del bosque me parte en dos y no puedo respirar. Me transporto hasta la Sonata para violín n.º 1 en sol mayor, de Brahms, olvidándome por completo del almuerzo, además del ajetreo constante, las chicas con sus risas burlonas, mi torpeza para encajar en aquel mundo ajeno y extraño. Mi arco se desliza por las cuerdas y toco de memoria, desde las tripas, como mamá me enseñó, húmedas las pestañas y luego las mejillas, las cuerdas haciendo vibrar las estrellas tras la luz del día, las notas premeditadas y meticulosas como los azotes de una vara a veces, una caricia de san José otras veces.

—¡Bravo! ¡Muy bien!

Pierdo la concentración y a punto estoy de dejar caer el violín al suelo. Lo veo apoyado en la puerta, aplaudiendo con los guantes, los ojos brillantes como el centelleo del sol del Obed sobre la nieve recién caída.

—¡Uau! Y pensar que te estaban llamando «Carey Manos Torpes» esta misma mañana…

—¿Así es como me llaman? —exclamo, secándome la cara y esperando que no se dé cuenta—. Podía ser peor, supongo.

Suelto el arco y dejo el violín en mi regazo.

—Parecía como si estuvieras en otro mundo. En órbita.

Me ruborizo, pero no aparto la mirada. «Ryan Shipley». Se me acelera el corazón, pero no entiendo por qué.

«Di algo».

—Parece como si tuvieras frío —le digo, mientras a mí me castañetean los dientes.

—Espera un momento.

Vuelve menos de un minuto después, con un abrigo grueso en las manos. Espero a que se lo ponga, pero en lugar de eso, se agacha y me lo echa por los hombros.

El corazón me da un brinco cuando se sienta a mi lado. «Qué cerca está…». Me acuerdo de lo que Pixie dijo de él y noto como me arden las mejillas. «Será por el frío», me digo. Pero ni yo misma me lo creo.

—Tocas muy bien. Pero que muy, muy bien…

Un carámbano de hielo se estrella contra el suelo a nuestra espalda.

—Bueno, ¿y qué hacías aquí fuera? —me pregunta, como si hubiera estado buscándome.

«¿Acaso ha estado buscándome?».

—Tocar el violín —digo.

Nuestra risa retumba por las paredes.

—¿Dónde aprendiste a tocar?

Noto que mis labios dibujan la misma sonrisa que Nessa cuando Melissa la alaba por algo. Siempre supe que soy buena —he practicado suficientemente—, pero sigue sorprendiéndome que todo el mundo arme tanto revuelo.

—Mi madre era concertista de violín. Me enseñó a tocar a los cuatro años. Decía que lo llevamos en la sangre.

—Pues debe de ser eso, por la manera en que tocas.

El mosquero fibí asoma la cabeza por encima de la cornisa. Fi-bí, fi-bííí

Levantamos la vista hacia el pájaro y le respondo con mi violín. Fi-bí, fi-bííí

—Tú tocas en algún sitio, ¿verdad? Donde la gente te escucha y hace calor y todo eso…

Los dos estamos sonriendo. No puedo dejar de sonreír. Me acuerdo de lo que la señora Hadley dijo de Delaney y alejo ese pensamiento de mi cabeza.

—Nunca he tocado más que para mi madre y mi hermana pequeña. Al menos, a propósito.

—No hablas en serio…

Asiento, y el pecho se me hincha como el del propio mosquero fibí. Y entonces pienso en mamá. Mamá, desafinando con el violín, hasta arriba de metanfetamina, o quedándose traspuesta mientras tocaba, cuando yo salía disparada para atrapar el violín antes de que se le cayera de las manos. «La música no podía salvarla». Pienso en el billete de veinte dólares de Delaney, y en lo que podías comprar con cincuenta, y veo el rostro mellado de mamá, riéndose de mí cuando le pregunté por qué no podía tocar el violín para aquellos hombres en vez de lo otro.

—No es el violín lo que quieren que les toques —me contestó, meneando la cabeza.

«Él nunca lo entendería, y yo nunca podría explicárselo».

—Por favor, no se lo digas a nadie —digo, con palabras atropelladas. Estoy temblando, y no puedo parar—. Esto es un asunto privado, ¿de acuerdo?

Se le llenan los ojos de un sentimiento de decepción.

—Creo que ésa es una de las cosas más tristes que he oído en mi vida —dice, moviendo la cabeza apesadumbrado—. Eres un prodigio. Esa clase de don hay que compartirlo. De lo contrario, ¿qué sentido tiene?

Me acuerdo de un cervatillo al que acorralé una vez, cuando el terror le manaba del cuerpo en una sucesión de sacudidas y vaharadas. Bajé la escopeta al verlo, avergonzada. Su cara había sido engullida por los mismos ojos que tenía Nessa la noche que dejó de hablar.

«Si no hubiera estado tan absorta en el violín, tal vez habría oído el ruido antes. Lo habría oído a tiempo».

—Por favor, no digas nada. Te lo suplico. —Los ojos se me llenan de lágrimas—. Por favor…

Parece perplejo cuando las lágrimas me resbalan por las mejillas. «Malditas lágrimas…». En el bosque, casi nunca lloraba…

—Lo siento mucho, Carey. No pretendía presionarte. Sólo era un comentario… Ah, mierda…

—No sufras —digo rápidamente, como me ha dicho él esa misma mañana. Trato de serenarme, sorprendida por mi reacción—. Es que son tantas cosas a la vez, y todo es tan distinto…

—No tienes que darme explicaciones. Es que tocas… Tocas tan bien que… me he dejado llevar por el entusiasmo. —Se inclina hacia un lado y me da un golpecito con el hombro en mi hombro—. Perdona.

—Tranquilo, no pasa nada. Es sólo que… —Lo miro, con las mejillas en llamas—. Supongo que lo que me pasa es que, por ahora, lo único que quiero es pasar desapercibida.

La calidez de sus ojos me caldea como la más vigorosa de las hogueras, las del interior de una casa.

—Carey Blackburn, es imposible que tú pases desapercibida. Créeme —dice, con unas palabras tan suaves como la cachemira—, ésa es la verdad. Ahora bien, si quieres que sigan que pensando que eres Carey Manos Torpes…

Me río tímidamente.

—Sí, claro.

—Yo no soy quién para impedírtelo.

Sus ojos se dirigen al edificio, donde dos chicos están gritando su nombre y aplastando la cara contra el cristal, haciendo payasadas. Ryan se mete las manos en las axilas del jersey, como hacíamos Jenessa y yo en el bosque. Me mira a los ojos y me sostiene la mirada, y eso hace que sienta mariposas en el estómago.

—Pero no es eso lo que queremos —añade, guiñándome un ojo—, ¿verdad que no?

Le devuelvo el abrigo.

—No, no es eso lo que queremos.

Observo su espalda, sus pisadas haciendo crujir la nieve. Una vez en la puerta, se vuelve, con los ojos fijos en mí, en la verdadera Carey.

«Fi-bí, fi-bííí…»

—Hasta luego, entonces, CC.

La puerta se cierra tras él y al cabo de un momento, suena el timbre. Devuelvo el violín y el arco a su refugio de terciopelo arrugado, con las manos torpes por el frío. Tomo tres bocados de mi sándwich de atún y me bebo de un trago el zumo de manzana del envase hasta la última gota antes de tirar el resto de mi almuerzo a la papelera y encaminarme hacia la puerta haciendo crujir la nieve.

He sobrevivido a mi primera hora del almuerzo como la chica nueva.

Me siento tan orgullosa de mí misma como cuando pesqué mi primera pieza o encendí mi primer fuego.

«Prodigio: persona de cualidades excepcionales; suceso extraordinario, no explicable por causas naturales».

Lo busqué en cuanto llegué a casa.

—¿Podrías pasarle la mantequilla a Jenessa, por favor? —pido educadamente.

Jenessa quiere fundir una nuez de mantequilla encima de su bizcocho templado de melocotón.

—Puaj… —Delaney arruga la nariz.

A pesar de que lleva varias semanas alimentándose a base de bien, Nessa sigue delgada, como mamá, predestinada a ser esbelta, ágil y hermosa. Dondequiera que vayamos, todo el mundo, grandes y pequeños, se paran a mirarla. A mirarnos a las dos. De no haber sido por Pixie, estaría convencida de que lo hacían porque nos veían como a un par de palurdas de pueblo, dando la nota.

«La buena de Pixie».

Delaney no me hace ningún caso, a pesar de que tiene el plato de la mantequilla justo delante.

—Ya se la doy yo. —Melissa, sonriendo a modo de disculpa, me hace señas para que me siente. Le pasa la mantequilla a Nessa mientras Delaney hace como si la cosa no fuera con ella, concentrada en su plato, donde está dándole vueltas a unos brotes de espárragos.

—No te pongas demasiada. Sólo un poquito —le digo a Jenessa.

Cuando va a servirse otro trozo, le digo que no con la cabeza.

No acabo de acostumbrarme al sabor de la ternera. Es muy distinto de la carne de paloma, codorniz, ardilla, ciervo o conejo. Retrocediendo en mi memoria, veo el brillo de mi cuchillo de caza mientras destripo hábilmente a una liebre con unos cuantos movimientos ágiles. Todavía no hemos comido conejo en casa de mi padre.

—¿A qué edad nos dejaréis tener novio? —pregunta Delaney, mirándome de reojo.

Corto por la mitad mi patata al horno, echando humo.

—A los dieciséis —retumba la voz rotunda y seria de mi padre.

—¿A qué edad podremos maquillarnos?

—A los quince —contesta Melissa—. Sin estridencias.

Delaney esboza una sonrisa triunfal.

—¿Por qué lo preguntas? —exclaman Melissa y mi padre al unísono.

—No, por nada… —murmura Delaney, con cuidado de no mirarme—. Sólo por curiosidad.

Se intercambian una mirada. Melissa se encoge de hombros.

—Oye, mamá —dice Delaney, con la boca llena de melocotón—. Trabajas demasiado. ¿Qué te parece si Carey y yo quitamos la mesa y cargamos el lavavajillas?

Melissa suelta su cuchara, con el plato vacío salvo por unos restos de azúcar y unas cuantas migas aplastadas contra los costados.

—Pues que eso estaría muy bien, mi querida hija hacendosa.

Delaney me mira en busca de confirmación y asiento con una sonrisa radiante. Puede que sea demasiado tímida para demostrarlo, pero haría cualquier cosa por Melissa. Sólo por todo lo que ha hecho por Jenessa, estaré en deuda con ella por los siglos de los siglos.

Me vuelvo hacia Ness.

—A lavarte los dientes y acabar los deberes antes de ver la tele, ¿de acuerdo?

Ness asiente con entusiasmo.

Salta a la vista, por su buen humor y su apetito voraz, que su primer día de escuela le ha ido estupendamente.

Melissa lo confirma.

—Hoy he hablado con la maestra de Jenessa, la señora Tomkins. Dijo que los niños la han recibido muy bien, sobre todo después de explicarles el problema de habla de tu hermana. Les preguntó a los niños: «¿Quién quiere ser el compañero de clase especial de Jenessa?». Todos los niños levantaron la mano.

Ness sonríe de oreja a oreja en la silla.

—El proyecto de la clase es el lenguaje de signos, para que puedan conectar con Jenessa y ella con ellos. ¿A que es todo un detalle por parte de la señora Tompkins?

Melissa retira su silla y se limpia la boca con la servilleta antes de dejarla en la mesa. Me aprieta afectuosamente el hombro al pasar por mi lado y me acuerdo de cuando Ryan me dio un golpecito en el hombro esta mañana.

Ness imita a Melissa y se limpia la boca con la servilleta antes de retirar la silla y coger a Melissa de la mano. Las dos se van junto a un alegre Shorty, que ha estado aguardando impacientemente la llegada de Nessa delante de la chimenea encendida.

Nessa se deja caer sobre la alfombra y se sube a Shorty en el regazo, desapareciendo casi por completo bajo la voluminosa figura del viejo animal. Pienso en la pegatina de mamá que hay en la parte inferior del estuche de mi violín, unas mitades en blanco y negro que forman un círculo completo llamado el «yin y el yang». Eso son Nessa y Shorty.

Melissa coge su bolsa de hacer ganchillo y escoge unos ovillos de colores para la sesión de punto de la noche.

—Cinco minutos con Shorty, está bien, y luego el baño, los dientes y los deberes —dice.

El pelo de Shorty pone sordina a las risas de Jenessa, que levanta la mano en el aire expresando su conformidad.

—¡Ay! ¿A qué ha venido eso? —exclamo cuando Delaney me da un fuerte codazo en las costillas.

—¿No creerías que iba a hacer esto yo sola?

—Fue idea tuya —mascullo.

Con Melissa y Nessa en la otra habitación y mi padre fuera, dando de comer al ganado y las gallinas, sólo estamos las dos en la cocina, demasiado iluminada.

—Tú dame los platos —me ordena—, que yo me encargo de enjuagarlos y meterlos en el lavavajillas. —La fulmino con la mirada, sin mover un músculo—. Una tregua, ¿vale? Tú sólo encárgate de los platos, o estaremos aquí toda la noche.

Le voy dando un plato tras otro, y ella los enjuaga bajo el chorro de agua humeante. Me quedo hipnotizada, como desde el primer día, por la utilidad de tener grifos dentro de una casa. Delaney no tiene ni idea de la ventaja que supone.

—Marie me ha dicho que te ha visto hoy en el patio con Ryan.

Estudio su rostro, pero es impenetrable. Me acuerdo de cuando Ryan se sentó a mi lado y cómo se me aceleró el corazón, y a punto estoy de romper un plato.

—Ten cuidado con eso. Es parte de una vajilla que perteneció a mi bisabuela. Será mía cuando me case.

Delaney me quita el plato de malos modos, y casi se le cae a ella también. Como siempre, noto cómo me analiza, cómo me compara consigo misma.

—Yo que tú —continúa— iría con mucho ojo con Ryan. Le gusta tontear. Y además, es mayor. Me gustaría saber lo que diría tu padre de eso.

Pienso en el arroyo en pleno invierno: callado, duro, hermético.

«Tienes que ser como el arroyo».

Me concentro en Melissa, que está hablando con mi hermana, con palabras tiernas como una canción de cuna.

—Tendremos que pedirle a Santa Claus unas agujas de ganchillo para ti. ¿Te gustaría aprender?

Ness sonríe feliz mientras juguetea con las patas delanteras de Shorty.

—¿Ésa es tu defensa? ¿Es que vas a correr a esconderte detrás de Jenessa conmigo? —reclama Delaney.

Me encojo de hombros y le paso otro plato. No pienso hablar de Ryan con ella. Si hasta me cuesta hablar de Ryan conmigo misma… Me asomo a la ventana que hay encima del fregadero, el cristal helado por el frío en la parte de fuera y empañado por el calor en la de dentro.

Delaney extiende la mano hacia el cristal y la veo trazar una R gigante con el dedo, encerrarla en un círculo y atravesar el círculo con una barra inclinada.

—Tú mantente lejos de él, ¿me oyes?

No me gusta que la gente me dé órdenes.

«Nunca me ha gustado, y nunca me gustará».

—O si no, ¿qué? —le suelto.

«A ver, ¿qué es lo que me puede hacer?».

Delaney hurga en su bolsillo y saca una hoja de papel doblada en cuartos. Siento como se me hiela la sangre en las venas. Sería capaz de matarla ahí mismo, en ese instante.

—O si no —dice—, esto acabará colgado en todas las paredes del instituto.

—Eso es mío.

Sus ojos lanzan un destello y empieza a leer en silencio.

A quien pueda interesar:

Escribo esta carta en relación con mis hijas, Carey y Jenessa Blackburn.

Me llevé a Carey de la casa de su padre sin su permiso mientras ella estaba bajo su custodia legal.

Se llama Charles Benskin, y lo encontrarán a través del Centro Nacional para Niños Desaparecidos y Explotados.

Tengo problemas de adicción a la metanfetamina y trastorno bipolar, y ya no puedo cuidar de las niñas. Las encontrarán en una caravana en los bosques del Parque Nacional del Obed Wild and Scenic River.

Si acceden al parque desde el primer mirador y siguen el río, encontrarán la caravana en un claro a unos diez kilómetros de distancia.

Quiero dejar constancia de que siento mucho lo que hice.

Atentamente,

Joelle Blackburn

—Vaya… Tu madre la ha cagado totalmente.

Corro a arrancarle el papel de las manos. Sonríe, victoriosa en cualquier caso.

—Es sólo una copia. Tengo muchas más. ¿De verdad crees que una tarada palurda como tú puede llegar a gustarle a Ryan Shipley? Si nosotros sólo os hemos acogido aquí por pena…

Salgo de mí misma —así lo siento— y veo con impotencia cómo mi brazo se retira hacia atrás y la mano se me cierra formando un puño, dispuesta a pegarle con todas mis fuerzas.

—Adelante, anda… A ver si te atreves, tarada mental… —masculla Delaney entre dientes, sin ni siquiera tratar de defenderse—. Enséñales quién eres en realidad: una salvaje y una bruta. Eres chusma, y ni tu propia madre supo criarte porque, para empezar, ni siquiera te quería…

Compruebo, horrorizada, cómo se rompe un dique.

—Eres patética, ¿lo sabías? Ojalá no te hubiesen encontrado nunca. Ojalá esa adicta al crack de mierda te hubiese llevado con ella…

—Mi madre fumaba metanfetamina —la corrijo, apretando los dientes—. Y yo no pedí venir a vivir aquí.

Las dos respiramos con dificultad.

—Además, ¿qué problema tienes conmigo? —le suelto, el calor encendido inundando mi cuerpo—. Que yo sepa, tú tienes todo lo que alguien pueda desear en el mundo. Hasta tenías a mi padre. ¿Por qué nos odias tanto?

Delaney se ríe, una risa hueca y amarga.

—¿Me lo dices en serio? Nunca tuve a ninguno de los dos. ¡Ni siquiera a mi propia madre! Todo giraba siempre alrededor de ti. Siempre ha girado todo alrededor de ti, ¿oyes? ¿Estarías viva? ¿Estarías muerta? ¡Ah, han vuelto a verla en algún pueblo de mala muerte! No, no era ella. ¿Pasarías hambre? ¿Pasarías frío? ¿Estarías segura? Que si Carey esto, que si Carey lo otro… Siempre igual, siempre tú, tú, tú y sólo tú.

Observo como las lágrimas le resbalan por las mejillas, la fachada perfecta deshaciéndose en un mar de desdicha.

—¿Cómo va todo por ahí? —La voz de Melissa es alegre, tranquila.

—Va todo bien, señora. Ya estamos terminando.

Delaney me arroja bruscamente el paño de cocina al hombro.

—Yo aquí ya he terminado —dice, con mirada de acero.

Observo su espalda, erguida y orgullosa, mientras se va.

Cuando desaparece, estrujo el papel en una bola y lo arrojo al fondo del cubo de la basura. Luego me sujeto al borde de la encimera para apoyarme y rompo a llorar hasta quedarme sin lágrimas. Supongo que hace ya tiempo que necesitaba llorar a gusto, y lloro hasta quedarme vacía, pero completamente vacía, como los cascarones moteados que dejan las crías de codorniz al nacer.

Mi cabeza regresa al Bosque de los Cien Acres y cierro los ojos, recordando el aire helado, que nos dibujaba arreboles en las mejillas y hacía castañetear las ramas; el parpadeo pensativo de las estrellas encaramadas a sus alturas imposibles; el crepitar del fuego acompañando a mi violín, y Nessa aplaudiendo al final, acurrucada a mi lado para calentarse.

Añoro incluso a mamá, sólo un segundo, antes de apagar su recuerdo como apagábamos los cabos de las velas junto a las que leíamos cuando la lámpara de queroseno andaba escasa de combustible.

Cierro el lavavajillas después de llenar el diminuto compartimento con detergente como me enseñó mi padre. Limpio las encimeras y luego, el fregadero doble de acero inoxidable.

Fi-bí, fi-bííí

El pajarillo se posa en el alféizar, ladeando la cabeza con curiosidad, mirándome con ojos compasivos.

Pienso en Ryan, en cuando toqué para él, en cómo él volvió a hacer del violín algo feliz, en lugar de melancolía y dolor. Vio como mi alma llevaba las notas a los rincones más íntimos: felicidad, tristeza, duda, miedo… En sus ojos, yo era CC, y no la tarada del bosque.

¿Cambiaría eso si lo supiese? ¿Si mi vida en el bosque circulara por la escuela? ¿Si Delaney le enseñase la carta de mamá?

Se me acelera la respiración y me esfuerzo por apaciguarla de nuevo. Inspirar, espirar… Inspirar, espirar… Supongo que me moriría si Ryan supiese la verdad sobre mí, si me mirase y viese a la Carey de antes, con las uñas sucias y la cara manchada de hollín, los vaqueros raídos y el abrigo con olor a pipí de gato.

—Me llevo a Jenessa arriba a darle un baño —anuncia Melissa, asomando por la puerta.

—Muy bien, señora.

Cuando se va, me refresco la cara con agua y la seco con un trozo de papel de cocina. Todavía no me puedo creer que utilicen árboles para fabricarlo. Eso me pone requetetriste. Utilizo el mismo papel para limpiar la R también, y despejo el cristal a tiempo de ver al mosquero levantar el vuelo en el tejado del establo. Un chorro de luz ilumina la parte inferior de la puerta, donde mi padre termina de dar de comer a los animales.

¿Piensa él lo mismo que Delaney? ¿Que sus hijas son unas taradas mentales y unas salvajes? ¿Que somos chusma? Sea lo que sea, la palabra ya suena repugnante. Delaney tenía que estar mintiendo cuando ha dicho eso de que papá había estado buscándome. Mamá dijo que le había enviado cartas, pero que él nunca respondió a ninguna. ¿Por qué dejó él que se me llevara, sabiendo cómo era ella?

Subo las escaleras y cierro la puerta a mi espalda antes de meterme en la cama completamente vestida, como en el bosque.

Oigo a Melissa cantándole a Nessa una canción infantil en la bañera. «Tres ratones ciegos. Ved cómo corren». Dejo que los sonidos me empapen, aferrándome a la tranquilidad de saber que Nessa no es una carga para Melissa. Adora a mi hermanita. Es más que evidente.

Fantaseo con que es nuestra madre, nuestra verdadera madre, y el bosque sólo una pesadilla que se borra con un baño de espuma y una canción infantil absurda.

Lo último que veo antes de quedarme dormida es la sonrisa de media luna de Melissa.

Abre mi puerta y entra sin hacer ruido, apaga la luz y me canta una nana.

—Duérmete niña, duérmete ya, que viene el coco y te comerá.

Desde luego, espero que se coma a mamá.