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Dice mamá que no importa lo pobre que seas, tanto da si eres de los que tienen como de los que no tienen, o si te balanceas entre unos y otros sobre la tela de una araña como el elefante de la canción: lo mejor de la vida siempre sale regalado. Como el baile de la luz de la mañana sobre la superficie de nuestro arroyo, toda diamantes encendidos. O el arroyo mismo, balbuciendo música todo el santo día como Nessa cuando era un bebé. La felicidad es gratis, dice mamá, como las estrellas brillantes, como los brazos marchitos que los árboles se arrancan para alimentar nuestra hoguera, como las gotas de lluvia sobre la piel y las lenguaradas con las que el viento riza las hojas del nogal antes de acariciarnos las orejas.

Puede que mamá hable así por culpa de la pipa de metanfeta, claro, pero me gusta que eso de «gratis» suene así, tan poético.

Las judías no son gratis, pero sí salen regaladas, y aquí, en el parque nacional del Obed Wild and Scenic River, también llamado el «Bosque de los Cien Acres», en Tennessee, debo de conocer al menos cien maneras de prepararlas. Desde las judías secas que luego se ponen en remojo hasta las judías en lata: judías cocidas, judías pintas, judías rojas…

No parece nada importante. Al fin y al cabo, sólo son judías, las responsables de esos pedos de campeonato, como solía decir mi hermana mientras le daba la risa tonta. Pero cuando vives en el bosque, como Jenessa y yo, sin luz ni agua corriente, con una madre que se va a la ciudad y desaparece durante largos períodos de tiempo, dejándote a cargo de una hermana pequeña (nueve años menor), con las tripas que le rugen como un terremoto de California, inventar nuevas e interesantes maneras de hacer las judías se vuelve muy, muy importante.

Eso es lo que estoy pensando mientras lleno de agua una cazuela vieja con la jarra de porcelana desportillada y enciendo la llama danzarina y azul del mechero Bunsen: cómo hacer para preparar las judías de otra manera, pensando además que ojalá no nos hubiésemos quedao sin mantequilla para el último cuscurro de pan, y es que no tenemos nunca, porque claro, la mantequilla no aguanta sin nevera donde mantenerla fría.

A veces, después de una temporadita fuera, mamá se presenta de golpe y porrazo con una bolsa de papel grasienta del restaurante de carretera. Entonces, todo lo que comemos está untao de una capa de mantequilla espesa como un batallón de moscas sobre los restos de un ciervo, porque nos partiría el corazón, a mí y a Jenessa, malgastar esos pedacitos cuadrados de oro.

Dice mamá que robar la mantequilla sale gratis, siempre y cuando no te pillen.

(También dice que las «D» son gratis, y que no me cuesta nada pronunciarlas cuando a veces me se olvida decirlas en palabras como «olvidado» o «comprado», igual que cuando digo «me se ha olvidao» en vez de «se me ha olvidado», y que haga el favor de hablar como una señorita y todo eso. Que porque a ella se le olvide, eso no significa que yo no tenga que acordarme. Que porque ella sea malhablada, eso no significa que yo y Jenessa tengamos que serlo).

Al menos tenemos pan. Me alegro de que no esté Ness para ver cómo restriego los redondeles de pelusilla verde de la punta. Si los frotas a conciencia no notas siquiera el gusto a moho, que al olisquearlo, huele al lecho de nuestro bosque después de un mes más húmedo.

¡Ras, zas!

Me quedo inmóvil, con la dentellada del abridor oxidado sobre la lata. ¿Será Nessa? El crujido de la hojarasca bajo unos pies despreocupados y el sonido inconfundible de las ramas que rasguean la tela brillante de un plumón de invierno arman demasiado ruido para que sea Jenessa, con su abriguito de paño y sus pisadas silenciosas, como de india piel roja. ¿Mamá? Miro entre las copas de los árboles a ver si veo el amarillo limón de esa chaqueta de esquiar tan moderna que tiene, comprada en una tienda y todo, pero el único amarillo que veo cae con cuentagotas del sol, rellenando los huecos entre los cientos y cientos de hojas centelleantes.

En ese momento, creo que sé cómo se siente un ciervo en el punto de mira, con el corazón palpitándome con fuerza contra las costillas y con unos ojos que se me abren como los platos que hay apilaos en la roca plana que tengo a mi espalda. Moviendo únicamente los ojos, veo la escopeta a sólo un par de palmos muy, muy largos de distancia y lanzo un suspiro de alivio.

No esperamos visita. Me paro a pensar qué pinta tengo: la ropa raída colgando a rastras del suelo como arrugas de elefante, el pelo lacio y flácido como espaguetis pasados de cocción y luego macerados en aceite de maíz. Puedo decir en mi defensa que llevo varios días atascada con el violín, ensayando una pieza que se me resiste y que tengo que perfeccionar, «encerrada en mi burbuja», como lo llama mamá, porque me olvido por completo de todo lo demás. Aunque aquí, en los bosques de Tennessee, eso no importa mucho. En todos los años que hace desde que mamá se nos llevó y nos escondió en esta caravana destartalada, en el culo del mundo, sólo un par o tres excursionistas despistados se han tropezado alguna vez con nuestro campamento.

Aguzo el oído. Nada. Tal vez sólo sean turistas, después de todo. Me paso los dedos por el pelo y a continuación me limpio la sensación de pringue en las perneras de los vaqueros.

Las pocas veces que me he mirao en esos espejos tan elegantes de las tiendas, ni siquiera me reconocía. ¿Quién será esa chica zarrapastrosa y esmirriada con las rodillas de saltamontes? El único espejo que tenemos en casa es un pedacito roto que me encontré entre las hojas. En él, veo un ojo de cíclope cada vez, o la mitad del botón de mi nariz. Esa «V» tan resultona, ahí sentada en medio de mi labio superior, o la pelusa de melocotón del lóbulo de la oreja.

«Siete años de mala suerte», dijo mamá después de ver el cristal roto. Y eso que ni siquiera fui yo quien lo rompió. La suerte no es gratis. Siete años que bien podrían ser diez o veinte o para siempre, siendo la suerte tan escasa como la mantequilla, para mamá, para mi hermana y para mí.

¿Dónde estará Nessa? Me pongo de cuclillas, barriendo el suelo con los ojos en busca de alguna rama rota que pueda utilizar como garrote, por si no me da tiempo a alcanzar la escopeta. Después de la tormenta de anoche, hay palos de sobra para escoger. Los crujidos empiezan otra vez y sigo el rastro del ruido en dirección a la caravana, rezando porque Nessa no vuelva antes de tiempo de su excursión. «Es mejor que los extraños pasen de largo sin vernos a ninguna de las dos».

—¡Carey! ¡Jenessa!

¿Eh?

El pulso me se acelera como si montara a lomos de unos caballos de vapor desbocados, y el corazón me se pone al borde del infarto. Evidentemente, es un hombre, cuya voz no reconozco, en absoluto, pero ¿cómo sabe nuestros nombres? «¿Será un amigo de mamá?».

—¿Niñas? ¡Joelle!

Joelle es mamá, sólo que no está aquí para responder. El caso es que no la hemos visto desde hace más de un mes, puede que hasta dos. Ha sido como para preocuparse, los últimos días. Aunque es verdad que tenemos judías suficientes para ir tirando una semana o así, ésta es la primera vez que mamá desaparece tanto tiempo sin decir nada. Hasta Jenessa ha empezao a preocuparse, su cara un libro abierto, aunque su boca se niegue a ponerles voz a las palabras.

La he sorprendido más de un vez contando con los labios las latas de conserva y las bombonas de propano, y no hace ninguna falta que diga lo que está pensando, porque yo también le estoy dando vueltas a lo mismo: que nos vamos a quedar sin provisiones antes de que vuelva mamá —si es que vuelve—, un pensamiento lo bastante negro para que hasta yo me hunda en mi propio pozo de silencio.

Mi hermana no habla mucho. Cuando lo hace, sólo es conmigo, en susurros como de ala de polilla y sólo cuando estamos solas. Cuando Nessa cumplió los seis, mamá ya sí se preocupó lo bastante para transformar a su hija menor en una niña llamada «Robin» y llevarla a la logopeda de la ciudad, una mujer elegantísima que diagnosticó a Jenessa un trastorno conocido como «mutismo selectivo». Nada de lo que mamá dijese o hiciese, por mucho que la amenazase, conseguía que Nessa diese su voz a torcer.

—¿Carey? ¡Jenessa!

Me tapo las orejas con las manos y me pongo a pensar para acallar el ruido.

Me se hace raro oír la voz de un hombre cuando siempre hemos sido sólo nosotras, sólo chicas. Antes me pasaba el día deseando tener un padre, como las protagonistas de mis libros, pero no basta con desear las cosas para que se cumplan. No me acuerdo para nada de mi propio padre, salvo por una cosa, y mamá se echó a reír cuando se lo dije. Aunque pasé mucha vergüenza, me imagino que sí tiene su gracia que el único recuerdo que tenga de mi padre sean los sobacos, fíjate qué cosa. Dijo mamá que el recuerdo de aroma de pino y musgo de roble era de una marca de desodorante llamada Brut. Y luego se enfadó porque yo no sabía lo que era un desodorante, dijo que hacía demasiadas preguntas y que tenía el vaso vacío, el alcohol de destilación casera que bebía a todas horas.

—¡No pasa nada, niñas! ¡Vamos, salid!

«¿Por qué no se va y punto? ¿En qué narices estará pensando mamá? No me importa el dinero que le haya prometido, no pienso volver a hacer esas cosas. Y como le ponga un dedo encima a Jenessa lo mato, lo juro…»

Lo único que tengo que hacer es seguir escondida y esperar a que se vaya. Ése es el plan, el único plan, hasta que veo un destello de rosa danzando entre la espesura verde y marrón, y la cabecita amarillo mantequilla de una niña pequeña perdida en un mundo de cuento.

«¡Levanta la cabeza y mira! ¡Escóndete!».

Pero es demasiado tarde: él también la ha visto.

Nessa se tambalea, con la boca abierta, y se le escapa un respingo. Tuerce la cabeza a la izquierda y luego a la derecha. Seguramente el hombre cree que está buscando el mejor camino para huir, pero yo conozco a mi hermanita mejor que nadie, hasta mejor que Dios. Jenessa está buscándome a mí.

Con mi propio ruido de pisadas despreocupadas sobre la hojarasca, me levanto, la mirada fija en Nessa, que me ve de inmediato y atraviesa volando el bosque para arrojarse a mis brazos. Volvemos la cabeza al percibir un nuevo movimiento, esta vez en la forma de una mujer flaca como los huesos de pollo, que avanza con paso vacilante a medida que sus tacones se hunden en el blando lecho del bosque.

Jenessa se aferra a mí como una garrapata, envolviendo las piernas alrededor de mi cintura. El olor de su pelo, tostado al sol y sudoroso, es tan personal que se me encoge el vientre. Huelo su miedo como si fuera un perro, o tal vez es el mío. Me lo sacudo de encima rápidamente mientras mi cara se vuelve de piedra y me sereno un poco, porque yo soy la mayor.

Ni el hombre ni la mujer se mueven. «¿Es que no saben que es de mala educación mirar a alguien como si tuviera monos en la cara? ¿No son gente educada de ciudad y todo eso?». Ella lo mira, con expresión indecisa, y él asiente con la cabeza antes de volver a mirarnos fijamente con esa mirada intensa.

—Sois Carey y Jenessa, ¿verdad? —dice ella.

Hago un movimiento afirmativo y luego me maldigo a mí misma cuando al decir «Sí, señora», las palabras se me escapan con la voz chillona. Me callo, me aclaro la garganta y vuelvo a intentarlo.

—Sí, señora. Yo soy Carey y ésta es mi hermana, Jenessa. Si están buscando a mamá, se fue a la ciudad a comprar provisiones. ¿Puedo ayudarles?

Nessa se retuerce en mis garras de hierro y les ordeno a mis brazos que se relajen. Al menos, no estoy temblando, cosa que sería una clara señal para Nessa, pero para ser sincera, sí tiemblo por dentro.

«A lo mejor los han enviado los de la iglesia. A lo mejor se han encontrado a mamá en la ciudad, pidiendo limosna para su siguiente dosis. A lo mejor le han estado hablando de Jesús y vienen a traernos algo de comida…»

—¿Son testigos de Jehová o algo así? —continúo—. Porque la salvación no nos interesa nada, aunque venga de un señor que vive en el cielo.

La cara del hombre se deshace en una sonrisa, que disimula con un ataque de tos. La mujer frunce el ceño y aplasta un mosquito. Parece muy incómoda ahí plantada en nuestro bosque, alternando la mirada entre Ness y yo, una y otra vez, negando con la cabeza. Yo me aliso el pelo, despidiendo mi propio olor musgoso a polvo y a cabeza tostada por el sol. El pelo color avellana de la mujer, que se le ha soltado del moño, me recuerda al de Nessa después de jugar un rato a lo bruto, con mechones que, como culebras, le reptan por el cuello y se quedan allí pegados. Hace todavía mucho calor para estar en otoño.

Aun desde tan lejos, veo que esa mujer se ha lavao el pelo esta mañana. Seguramente huele a flores olorosas, no como las pastillas medio rotas de jabón que usamos para lavarnos el nuestro.

—Ahí hay una mesa, por si quiere sentarse un rato —digo con cara de pocos amigos, con la esperanza de que no me haga caso.

Pero ella asiente con la cabeza y yo le enseño el camino, cargando con Nessa hacia el claro que hay junto a la caravana, dirigiéndome más allá de la fogata que empieza a crepitar y a humear a medida que prenden las ramas, más allá de las latas de conserva guardadas en el armario metálico oxidado que hay clavado al tronco de un árbol y hasta una destartalada mesa plegable de metal rodeada de sillas que no hacen juego: dos de metal, una de mimbre y dos tocones enormes con cojines que se ajustaban como una voluminosa segunda piel a nuestra vieja mecedora.

El hombre y la mujer se sientan, él en una de las sillas metálicas, mientras que ella escoge el tocón con el cojín más limpio. Yo suelto a Nessa en la silla de mimbre y dejo la mesa entre ellos y nosotras. Me quedo de pie, dejando mucho espacio para poder salir huyendo rápidamente si fuera necesario, aunque los dos parecen personas bastante normales, no tienen pinta de secuestradores, ni de camellos, ni de locos de la iglesia. Ella parece importante, con su traje marrón claro comprado. Eso es precisamente lo que me pone más nerviosa, más que todo lo demás.

Observa en silencio mientras guardo mi violín en su estuche y lleno luego tres tazas de hojalata con un chorro de agua de la jarra. Quiero decirles que antes he hervido el agua y que el arroyo está limpio, pero no lo hago. Cuando les doy las tazas, me sonrojo al verme las uñas, todas mordidas y sucias, con un hilo de mugre debajo de cada una.

Piso a Nessa en el pie hasta dos veces, y se le saltan las lágrimas. Le acaricio la cabeza —tendrá que conformarse con eso— y luego retrocedo unos pasos, me cruzo de brazos y espero.

—¿No quieres sentarte? —me dice la mujer con dulzura.

Miro a Nessa, que se retuerce en su asiento, dando sorbetones de agua tímidamente, y niego con la cabeza. La mujer me sonríe antes de ponerse a rebuscar en su maletín. Saca una carpeta de papel manila llena de hojas. Puedo leer lo que pone en la etiqueta blanca de delante aunque esté del revés. Dice: «Blackburn, Carey y Jenessa».

—Soy la señora Haskell —se presenta.

Hace una pausa y sigo sus ojos, que miran a mi hermana, quien está echando un par de gotas de agua en un tapón de botella viejo. Todos la observamos mientras Nessa se agacha y lo deja delante de una abeja regordeta que se afana entre el tupido manto de hojarasca.

Asiento con la cabeza, sin saber qué decir. Me cuesta seguir mirándola a ella cuando el hombre no aparta la mirada de mí. Veo como le resbala una lágrima por la mejilla recién afeitada y me sorprende que no se la seque. Las piezas de un rompecabezas encajan en unos rincones remotos y olvidados, y se me encoge el estómago ante la imagen que empiezan a componer.

No ha dicho su nombre, y su cara no me suena de nada, pero en ese instante, como si me hubiera alcanzao un rayo, sé quién es.

«Se llama Brut. Ya no puedo olerlo sin que se me revuelva el estómago, pensando en lo que nos hizo».

El recuerdo salva diez años de distancia y, en un abrir y cerrar de ojos, vuelvo a tener cinco años y a correr desesperadamente, apretándome mi muñeca de trapo al pecho con todas mis fuerzas, como si fuera un salvavidas. Mamá, con los ojos desorbitados y mascullando disparates, respondiendo con reveses a las preguntas que brotan de mis labios hasta que el sabor salado y metálico de las lágrimas y la sangre hacen que se me olviden cuáles eran las preguntas, para empezar.

—¿Sabes por qué estamos aquí?

La señora Haskell escudriña mi rostro mientras el contenido de mi estómago comienza su escalada: judías, por supuesto. Judías cocidas directamente de la lata, de esas dulces que tanto le gustan a Nessa. Me siento como si fuera una pitonisa, adivinando que sus palabras están a punto de poner el cielo y la tierra patas arriba y de cambiar todo lo que hasta ahora era normal e importante para nosotras.

Me la quedo mirando, esperando lo inevitable.

—Estamos aquí para llevaros a casa, Carey.

«¿A casa?».

Espero a que el suelo deje de dar vueltas y cuando lo hace, corro a abalanzarme sobre los arbustos y suelto todas las judías. Después, la ira me relame las entrañas como las llamaradas de un incendio. Me vuelvo, con los brazos en jarras, y miro a aquella mujer de arriba abajo. Ella pone cara de asco cuando me limpio la boca con la manga de la camiseta.

—Señora, eso es imposible. Ya estamos en casa. Vivimos aquí con nuestra madre.

—¿Dónde está tu mamá, tesoro?

La miro con ojos asesinos, no pienso caer en lo de «tesoro», ni hablar.

—Como ya le he dicho, mamá ha ido a la ciudad por provisiones. Nos hemos quedao… quedado sin… algunas cosas y…

—¿Cuánto hace que se fue?

Tengo que mentir. Jenessa casi está hiperventilando, al borde de uno de sus ataques de nervios. Se baja de la silla de un salto y viene corriendo hasta mí, me coge la mano y me la sujeta tan fuerte que siento el pulso a través de las uñas.

—Mamá se ha marchado esta mañana. Volverá antes de que se haga de noche.

Aprieto la mano de Ness con fuerza.

—Tu madre dijo que se fue hace más de dos meses. Recibimos una carta suya ayer.

«¿¡Qué!?».

La sangre se me hiela en las venas y me pitan los oídos. Me apoyo en una rama para no perder el equilibrio. «Creo que no la he oído bien». Pero ella me hace que sí con la cabeza, los ojos diciendo a gritos un «lo siento» que yo no quiero oír.

—¿Qué… qué carta?

Las lágrimas de Jenessa me pican en los brazos como si fueran chinches y siento ganas de rascarme, pero no puedo soltarle la mano. Se cuelga de mí, y otra vez se me enciende la sangre. «Mira lo que le hacen a mi hermana. Mamá tenía razón: no hay que confiar en los extraños. Sólo destrozan las vidas de los demás».

La señora Haskell sonríe como disculpándose, una sonrisa ensayada, como si no fuésemos sus primeras víctimas, ni tampoco las últimas. Me pregunto cuántos niños habrá tenido así plantados delante de ella, mareándose con el vértigo de sus vidas tambaleantes. Apuesto a que cientos, a juzgar por su mirada.

Y a pesar de eso, también veo tristeza en ella, un enternecimiento por nosotras, la inclinación muchas veces repetida de la cabeza que acompaña a la clase de cosas que vemos todos los días, como las relumbrantes copas de los árboles del Bosque de los Cien Acres, o aprender a apañártelas sin mantequilla, o que tu madre desaparezca durante semanas y semanas.

Espera hasta que recobro el equilibrio. Me agarro a sus ojos, como agarrándome a una roca en la fuerza de la corriente.

—Tu madre nos escribió el mes pasado, Carey. Dijo que ya no podía seguir ocupándose de ti y de tu hermana…

—¡Eso es mentira! ¡Nunca nos abandonaría!

—Nos pidió que interviniésemos —continúa, sin hacer caso de mi arrebato—. Habríamos venido antes, pero no conseguíamos localizaros. Os tenía muy bien escondidas.

—¡No!

Pero es un grito ahogado, un grito hueco, y se queda flotando en el aire como los dientes de león o los deseos que no se hacen realidad. Y acto seguido, con la misma rapidez con que se escapa la emoción, se queda congelada. Me quedo quieta. Soy toda hielo, escurridiza y fría, impenetrable e impasible, la situación bajo control.

—Señora, tiene que estar equivocada. Mamá nunca nos dejaría para siempre. No la habrá entendido bien.

Los tres nos apartamos de un salto, pero no lo bastante rápido. El contenido del estómago de Nessa salpica los zapatos elegantes de la señora Haskell, y salta a la vista que a eso sí que no está acostumbrada. La señora Haskell lanza los brazos hacia el cielo y, sin pensar, en un reflejo automático, encojo el cuerpo y me tapo la cara con las manos.

—Oh, Dios, tesoro, no…

—Déjennos en paz —le suelto—, ¡ojalá no nos hubiesen encontrao nunca!

Sin decir una sola palabra, aquella mujer ya sabe otro de mis secretos, y la odio por eso. Los odio a los dos.

Sus ojos me perforan la espalda mientras me llevo a Jenessa y la acerco a un balde. Sumerjo un trapo limpio en el agua y le froto la boca con él, mientras ella alterna la mirada llorosa y frenética entre ellos y yo, como un conejillo asustado. El hombre se aleja andando, con la espalda encorvada. Se saca un paquete de tabaco del bolsillo del abrigo, y el celofán se arruga con un crujido como el envoltorio de un caramelo.

«¡Hazte dueña de la situación inmediatamente, Carey Violet Blackburn! ¡Soluciona esto ya!».

—Está asustando a mi hermana pequeña —digo, con la voz próxima a un susurro—. Oiga, mamá estará en casa mañana. ¿Por qué no vuelve y lo hablamos entonces?

Hablo como una persona adulta. Muy convincente, en mi opinión.

—Lo siento, Carey, pero no puedo hacer eso. Según las leyes del estado de Tennessee, no puedo dejar a dos menores solas en el bosque sin la supervisión de un adulto.

Empapo otro trapo en agua y se lo doy a la señora Haskell mientras me siento en la corteza rugosa de un árbol caído. Luego me subo a Nessa al regazo y le rodeo la cintura, sin importarme siquiera el olor agrio que ha reemplazado al aroma dulce y tostado por el sol de hace apenas una hora. Tiene el cuerpo inerte, como una muñeca de trapo en mis brazos. Ya no está.

—¿Puedo ver esa carta, señora?

La señora Haskell se dirige a la mesa, rebusca entre más papeles y vuelve con una hoja de mi propio cuaderno donde veo un puñado de frases en las que, incluso de lejos, reconozco la letra apresurada de mi madre. Le arranco la hoja de los dedos, le doy la espalda y empiezo a leer.

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Blackburn…

Es lo máximo que puedo leer antes de que me ciegue el torrente de lágrimas. Me limpio la cara con el dorso de la mano, haciendo como que no me importa que todo el mundo me vea.

—¿Puedo quedármela? —pregunto.

Sin esperar respuesta, doblo la hoja en trocitos cada vez más pequeños antes de metérmela en el bolsillo de los vaqueros.

La señora Haskell mueve la cabeza afirmativamente.

—Sólo es una copia, tenemos la carta original en nuestros archivos. La necesitaremos para la vista, cuando vuestro caso se presente ante un juez.

Adelanto la barbilla en dirección al hombre que hay en el banco, que nos está observando, entrecerrando los ojos a través de un velo de humo de cigarrillo, su figura iluminada por la luz del sol menguante.

—Sé quién es, y no nos vamos a ir con él.

—Tengo permiso de Servicios Sociales para entregaros bajo su tutela.

—¿Así que no tenemos elección?

La señora Haskell se sienta a mi lado y baja la voz.

—Sí tenéis elección, Carey. Si os negáis a iros con él, podemos enviaros con una familia de acogida. Con dos familias de acogida, en realidad. Ahora mismo todas nuestras familias están muy atareadas y no podemos encontrar a ninguna que pueda acogeros a las dos. Teniendo en cuenta las dificultades de tu hermana…

—No es retrasada ni nada de eso. Es sólo que no habla.

—Aun así, su… su situación requiere condiciones especiales. Hemos encontrado un hogar para Jenessa, pero no están preparados para acoger a dos niñas ahora mismo.

El pulgar de Nessa encuentra su boca, y el pelo, empapado en sudor, le cae como una cortina sobre los ojos. No hace nada por apartárselo de la cara. Se está escondiendo a la vista de todos.

—No puedo dejar a mi hermana sola con unos desconocidos.

—Yo tampoco creo que sea una buena idea. Preferimos enviar a los niños con sus familiares siempre que sea posible. Teniendo en cuenta el fuerte vínculo de Jenessa contigo, creo que separaros a las dos sería perjudicial para su bienestar emocional. Va a ser un proceso de adaptación muy complicado ya de por sí.

Miro en dirección al hombre del banco, aquel hombre al que no conozco y apenas reconozco. Pienso en salir huyendo, como deberíamos haber hecho quizá nada más verlos asomar por allí, pero no tenemos dinero ni ningún sitio a donde ir. No tenemos coche con el que tirar de la caravana, porque mamá se lo llevó, y no podemos quedarnos aquí. Ahora saben dónde estamos. Lo saben todo.

Estoy pensando en decirle lo que mamá me contó de él, porque si lo supiera, seguro que no nos obligaría a irnos con él, pero entonces miro a Ness, que está desapareciendo delante de nuestros ojos.

No puedo abandonar a mi hermana.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—El suficiente para que recojáis vuestras cosas. Tendrás que preparar la bolsa de tu hermana también.

Nos deja allí sentadas, con el sol de última hora de la tarde jaspeando el lecho del bosque como si fuera un día normal y corriente. La veo meter la mano en la papelera que hay junto a la mesa plegable y luego vuelve andando hacia nosotras. Me entrega dos de las bolsas de basura negras y brillantes dobladas con la carta de mamá. Salgo deslizándome de debajo de Jenessa, la apoyo a ella en un árbol y me pongo a desdoblar las bolsas, sacudiéndolas. Todos nos quedamos quietos y observamos a los pájaros levantar el vuelo y dispersarse en todas direcciones, huyendo despavoridos ante el ruido artificial del plástico aleteando en el aire.

—Coge sólo lo imprescindible. Ya enviaremos a alguien luego a recoger el resto.

Asiento con la cabeza, alegrándome de poder volver la cabeza hacia la caravana antes de que se me descomponga el rostro otra vez. ¿Cómo ha podido mamá hacernos esto? ¿Cómo ha podido dejar que nos apañemos nosotras solas —cómo ha podido dejarnos, sencillamente— sin dar ninguna explicación ni despedirse siquiera?

La odio con toda la furia de la gasolina cuando prende fuego. Me enciendo por Jenessa, que se merece algo mejor que esto, algo mejor que una madre tarada y drogadicta, algo mejor que este caos que, por lo visto, siempre acaba dándonos de lleno, que se nos pega al cuerpo como una urticaria.

Ness se convierte en mi sombra cuando chirrían las bisagras de la puerta de la caravana, ese trozo de chatarra viejo y destartalado al que llevamos llamando nuestro «hogar» toda la vida, que yo recuerde; decididamente, toda la vida de Ness, desde luego.

Miro alrededor y examino el desorden, la ropa tirada por todas partes, los platos llenos de migas o recubiertos de pringue de judías resecas, y empiezo a preparar la bolsa de Ness primero. Ella está sentada en la cuna, sin moverse, sin levantarse de un salto siquiera cuando cojo el libro que tengo más a mano, uno de sus Winnie the Pooh, y aplasto con él una cucaracha que corretea por el diminuto fregadero de acero inoxidable. Sin agua corriente, era igual de inútil que el fregadero de una casa de muñecas, hasta que lo reconvertí en una alacena donde guardar platos y tazas. Mamá nunca conectó la caravana al suministro de agua porque las cañerías estaban en los campings, y eso significaba acampar al descubierto y exponerse a las miradas curiosas de extraños llenos de prejuicios.

Casi todas las cosas de Nessa son de algún tono de rosa. Meto en la bolsa unas merceditas gastadas y sus zapatillas de deporte de color rosa claro, su camiseta de manga larga rosa fluorescente, una camiseta a rayas rojas y rosa oscuro y otra con un estampado de Cenicienta de esos hechos con plancha que ya se está despegando. Meto también su camiseta interior y sus braguitas de repuesto; «una muda de quitaipón», tal como dice mamá cada vez que protestamos. Los vaqueros de Ness se ven muy pequeñitos y vulnerables estirados entre mis manos, y se me encoge el corazón.

Cuando ya he llenado su bolsa, cojo la mía para meter su muñeca de trapo, su osito manco y su perro de peluche. Sus libros de Pooh. El cepillo y las gomas para el pelo. Encima, guardo mis propios vaqueros (de quitaipón), una camiseta más nueva, dos camisetas de tirantes, una muda para mí y los únicos zapatos que tengo además de las raídas zapatillas de deporte que llevo: unas botas vaqueras de un mercadillo de segunda mano, con las puntas rellenas de pañuelos de papel porque son un número más grande que el mío.

Después del estirón que di el año pasado, casi no me cabe nada. Ahora me alegro, porque eso significa que tengo más sitio para las cosas de Jenessa. Además, tampoco necesito mucho espacio: no tengo juguetes de cuando era niña ni tampoco muñecos de peluche. Dejé la niñez atrás cuando mamá me llevó con ella. Todas mis pertenencias se reducen a un bloc de dibujo que coloco en lo alto de la pila, mientras procuro que no se me olvide mi posesión más valiosa: el violín que mamá me enseñó a tocar el año que nos mudamos al Bosque de los Cien Acres.

Mamá tocaba en una orquesta sinfónica antes de conocer a mi padre. Cojo el álbum repleto de recortes de sus actuaciones, lo pongo encima del bloc de dibujo y luego estiro con fuerza de las asas de plástico amarillo. Para cuando he acabado, la bolsa parece a punto de estallar, pero eso es bueno, porque estoy segura de que la bolsa tiene más capacidad que cualquier maleta, suponiendo que tuviéramos una.

Antes de que me dé tiempo a llamarla, la señora Haskell asoma por la puerta y yo le doy la bolsa, que ella recoge con dificultad. El hombre se levanta para ayudarla y me mira fijamente a los ojos mientras le quita la bolsa y se la echa al hombro. Hace lo mismo con la otra bolsa.

—¿Me da otra bolsa, por favor, señora?

La mujer accede y me da otra bolsa. La lleno con nuestros libros de texto, con mi Emily Dickinson, mi Tagore, mis Tennyson y Wordsworth, así que pesa una barbaridad. Sólo de ver al hombre, en otras circunstancias me habría echado a reír. Parece una especie de Santa Claus pero al revés: el Santa Claus de la basura.

Nadie dice nada mientras suelta la bolsa más ligera a los pies de la señora Haskell.

Vuelvo adentro y levanto a Ness de la cama. Estiro el brazo y le quito con delicadeza el pulgar de dentro de la boca. Se queda formando una «O» con los labios y vuelve a meterse el dedo gordo automáticamente.

—Te van a salir los dientes torcidos, ¿lo sabes, verdad?

Me traspasa con la mirada, babeando un poco, y le doy un abrazo antes de ayudarla a levantarse y caminar hacia la puerta.

—¿Te llevo a caballito?

Me pongo en cuclillas delante de ella y se sube despacio.

—¿Agárrate fuerte, vale?

El sol se está derritiendo, acumulándose en estado líquido por detrás de los árboles, y mamá sigue sin venir. Examino el Bosque de los Cien Acres, con la pequeña esperanza de verla asomar con una bolsa grasienta en la mano y evitar la catástrofe, pero no aparece.

El hombre va delante, y la señora Haskell lo sigue a trancas y barrancas, tropezándose con las raíces de los árboles y hundiéndose en el barro, soltando juramentos entre dientes mientras Ness y yo vamos detrás. Hay mucho trecho hasta la carretera, y si vamos por donde ellos están yendo, tardaremos el doble.

—Por aquí, señora —digo, subiéndome a Nessa un poco más arriba en la espalda y tomando la delantera, rehuyendo la mirada del hombre mientras se aparta a un lado para dejarnos pasar.

Me concentro en las copas interminables de los árboles, que arañan el crepúsculo hasta arrancarle una paleta edulcorada de colores, mientras los pájaros trinan y protestan por nuestra marcha. Cierro los ojos un segundo y respiro hondo, muy hondo, para hacer acopio de importantes recuerdos, de esos que duran para siempre. Había cerrado la puerta de la caravana al salir, pero no sé quién tiene la llave, porque ni Ness ni yo tenemos ninguna, y sólo la cerrábamos cuando nos quedábamos dentro.

Mamá tiene una llave, y lo mínimo que podría haber hecho, si no pensaba volver, es dejárnosla a nosotras. Entonces me acuerdo: el tronco hueco del viejo nogal, el que hay unos pocos metros más allá del claro. Tengo ocho años y estoy viendo a mamá quitarse un cordón blanco y sudoroso de alrededor del cuello con una llave colgando, una llave de latón que reluce bajo el sol.

Es una copia de nuestra llave, y si algún día la necesitas, estará ahí dentro, en el árbol. ¿Lo ves?

La mete dentro del tronco hueco y la llave desaparece como por arte de magia.

Me siento más segura sabiendo que la llave está ahí.

«Mi secreto».

Si la necesito algún día, si Ness y yo regresamos, ahí estará, esperándonos.