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Desperté invadido de un sentimiento de pérdida y de tristeza, como si el reflujo de una marea me hubiera abandonado en la costa, dejándome solo y desconsolado. Mi primer pensamiento fue para mi amigo George Isley. Entonces me fijé en un sobre blanco en el que figuraba mi nombre escrito con su letra. Antes de abrirlo ya sabía perfectamente qué palabras iba a encontrar dentro: «Nos vamos a Tebas —se limitaba a informarme aquella nota—, partimos en el tren de la noche. Si quieres…». Las últimas palabras habían sido tachadas, aunque no de forma que impidiera su lectura. A continuación venía la dirección de la casa del egiptólogo con quien se iban a alojar y la firma, escrita con trazo muy firme: «Estimadamente tuyo, George Isley». Le eché un vistazo al reloj; eran ya las siete pasadas. El tren nocturno salía a las seis y media. Ya habían partido…

El dolor de sentirme abandonado, de haber sido dejado atrás, era muy profundo y amargo, pero el que sentía por él, por mi viejo amigo y camarada, era aún más intenso, porque ya no tenía remedio posible. El miedo y las emociones del tipo más convencional me habían detenido a las mismas puertas de una oportunidad asombrosa; de un estado de conciencia que permitía hacer del Pasado una realidad y despojarse del Presente, que permitía deslizarse fuera del tiempo y experimentar la Eternidad. Ésa era la seducción a la que había escapado debido a la mezquina resistencia de mi alma prosaica. En cambio él, mi amigo, al haber aceptado doblegarse para así poder mejor conquistar, había obtenido una recompensa espantosa. Sí, con una pena inenarrable, comprendía también cuál era la otra cara de la moneda: la recompensa de la inmovilidad que no es más que puro estancamiento, la dicha imaginaria de una salida en falso, el sueño de encontrar la belleza lejos de las cosas del presente. Despertar de un sueño como ése debe ser verdaderamente duro. Al aferrarse a estrellas extinguidas, había abrazado el sueño más viejo de la humanidad. A mi modo de ver se había dejado llevar por ese engaño que consiste en negar la vida. La tristeza que aquello me producía me abrasaba por dentro.

Pero no quise «acompañarlos». Esperé su regreso en Helouan, llenando los días vacíos con explicaciones aún más vacías si cabe. Me sentía como un hombre que ha visto cómo un ser querido se hundía en unas aguas cristalinas y profundas, que le permitían seguir viéndolo allí cerca, aunque ya no hubiera posibilidad alguna de rescatarlo. Moleson lo había llevado de vuelta a Tebas; y Egipto, esa monstruosa efigie del Pasado, había capturado a su presa.

El resto es fácil de contar. A Moleson no le volví a ver. A día de hoy sigo sin haberle visto, aunque estoy al tanto de los libros que ha ido publicando, así como de la circunstancia, más bien banal, de que se cuente entre esos fanáticos ilusos y llenos de energía que instauran una nueva religión, obtienen cierta notoriedad, unos cuantos adeptos histéricos y, finalmente, caen en el olvido.

En cuanto a George Isley, tras quince días de ausencia regresó a Helouan. Le vi, le reconocí, hablé y comí con él; incluso llegamos a hacer algunas pequeñas expediciones juntos. Se comportaba con la delicadeza y el encanto propios de una mujer que ha amado un ideal maravilloso y lo ha alcanzado… en el recuerdo. Toda aspereza había desaparecido de su persona; su carácter era tan suave y estaba tan pulido como la superficie de un cristal que refleja todo aquello que se acerca lo bastante como para permitirle capturar su imagen.

Sin embargo, su aspecto me produjo una impresión que apenas puedo expresar con palabras: no había nada en él… nada. Lo que volvió de Tebas fue una mera efigie de George Isley, una máscara; la misma forma vacía que hoy pasea por las calles de Londres. No encontré ningún vestigio del hombre que en tiempos conocí. George Isley había desaparecido.

Con tan fabuloso autómata pasaría todavía un mes más. Ese ser espantoso fue mi acompañante en aquel hotel. Se movía entre aquella humanidad cosmopolita como un fantasma que visita la luz del día, pero cuyo hogar se encuentra en alguna otra parte.

Aquella imagen hueca de George Isley vivió conmigo en nuestro hotel de Helouan hasta que los primeros vientos de marzo debieron transmitir a su cuerpo el mensaje de que se avecinaban incomodidades, y que haría mejor en desplazarse a algún otro lugar, que en este caso resultó ser hacia el norte.

Y se marchó del mismo modo en que había estado… mecánicamente. Su cerebro obedeció a los estímulos convencionales a los que sus nervios, y en consecuencia, sus propios músculos, estaban acostumbrados. Todo esto podrá sonar ridículo, pero lo cierto es que sacó mecánicamente su billete; dio las razones habituales y adecuadas en tales ocasiones mecánicamente; eligió barco y destino igual que lo hace la gente corriente; y como cualquier persona que deja a un conocido, se despidió expresando su «confianza» en volver a verlo pronto. Vivía, por así decirlo, completamente encerrado en su cerebro. Su corazón, sus emociones, su temperamento y su personalidad; esa suma total inefable de la que es responsable la gran empatía de nuestro sistema nervioso, o dicho en otras palabras, su alma, estaba en otro lugar. Aquel ser que en tiempos estuviera lleno de vigor y de talento, se había convertido en una persona normal y acomodaticia a la que todo el mundo podía entender: un hombre vulgar y corriente. Era precisamente lo que la mayoría esperaban de él: una vulgaridad, un buen tipo, un hombre mundano; «un verdadero encanto». Se limitaba a reflejar la vida cotidiana sin tomar parte en ella. Para la mayoría pasaba desapercibido: «muy agradable», era el veredicto general. Su ambición, sus inquietudes, su fervor habían desaparecido; ese entusiasmo inagotable cuyo motor es el anhelo le había abandonado, dejando tras de sí un vigor físico desprovisto de todo impulso espiritual. Su alma había encontrado su nido y había volado a él. Vivía sereno, indiferente y distante en la quimera del Pasado. A mis ojos se me aparecía inmenso, como una figura mayestática y borrosa que se mantenía erguida —¡sin moverse, ay!— en un reposo que era satisfactorio precisamente porque no podía cambiar. El tamaño, el misterio y la inmovilidad que le tenían enjaulado me parecía… terrible. No me atrevía a entrometerme en el espanto de su vida privada y entre nosotros no existía intimidad alguna. De sus experiencias en Tebas no le hice ni una sola pregunta; en cierta manera me parecía que no era posible ni legítimo; por su parte, él tampoco se dignó ofrecerme ni una sola explicación; al fin y al cabo era algo incomunicable a un habitante del Presente. Entre nosotros se levantaba una barrera que los dos respetábamos. A través de una oscura cortina de gasa, miraba la vida moderna sin curiosidad, apáticamente, con indiferencia. Él se encontraba al otro lado.

Las gentes a nuestro alrededor iban a Sáqqara y a las Pirámides, a ver la Esfinge a la luz de la luna, a soñar a Edfu y a Denderah. Otros describían sus viajes a Asuán, Jartum y a Abú Simbel, dando toda suerte de detalles sobre sus acampadas en el desierto. ¡Viento, viento, viento! Los vientos de Egipto soplaban, cantaban, suspiraban. Del Nilo Blanco llegaban los viajeros; y del Nilo Azul y del Fayum y de tantas otras excavaciones sin nombre. Hablaban sin parar y escribían libros. Tenían esa ávida forma de conocimiento propia de los tiempos presentes. Los egitpólogos, tanto los grandes como los pequeños, leían lo que estaba escrito en los muros y vertían los jeroglíficos y los papiros a las lenguas modernas. Sólo George Isley conocía su secreto. Él lo vivía.

Y esa apasionada calma, esa elevada belleza, la fascinación y el encanto que constituyen el embrujo de esta tierra triplemente hechizada, también estaban en mi alma; al menos lo bastante como para hacerme una idea de cuál era su estado. No podía abandonar aquella tierra, y ni siquiera cuando finalmente me marché conseguí mantenerla lejos de mí. Anhelaba el Egipto que él había conocido. Nunca hablé de ello; las palabras no podían expresar aquel sentimiento. Vagábamos juntos por el Nilo y cruzábamos los bosques de palmeras que se alzaban donde en tiempos se hallara Menfis. Las inmensidades de arena que se encontraban más allá de las Pirámides conocieron nuestros pasos; los montes de Mokattam, púrpuras al anochecer y dorados al alba, reflejaron nuestras sombras errantes cuando pasamos junto a ellos en silencio. No hubo ni un solo día en que se quedara en el hotel cuando llegaba la hora del amanecer o del crepúsculo, y acabó siendo para mí un hábito acompañarle; el gozo que experimentaba su alma en aquellos momentos de adoración era algo maravilloso. Los cielos egipcios, grandiosos e inmóviles, nos contemplaban con sus racimos de estrellas, con su gigantesca bóveda azul; sentíamos juntos el ardiente viento del sur; la dulzura dorada del sol latía en nuestras venas cuando veíamos a los grandes barcos coger la brisa del norte para remontar la corriente. Por todas partes nos rodeaba la inmensidad y la magia dorada del sol…

Pero era sobre todo en el desierto, donde tan sólo el sol y el viento obedecen las débiles señales del Tiempo, donde el espacio no es nada porque no está dividido y donde ningún detalle le recuerda al corazón que este mundo se llama Presente; era, sí, en el desierto, donde aquella cortina que colgaba entre nosotros se hacía más patente, él a un lado y yo al otro. Entonces se volvía transparente. Él se encontraba junto a una multitud que ningún hombre jamás será capaz de contar. Alzándose hacia la luna y extendiéndose a la vez hacia atrás en dirección a la fuente ardiente de su vida, el espíritu de George Isley, arrastrado por el sol y por el aire cristalino hacia el interior de una vasta magnitud, permanecía suspendido a mi lado, próximo y sin embargo muy lejano, envuelto en las brumas de los tiempos pasados.

Y alguna vez se movía. Alzaba la cabeza como si escuchara algo. Balanceaba uno de sus brazos en dirección a aquel mar de montes quebrados. Desde muchas leguas de distancia una línea de arena se levantaba lentamente. Se oía como un rumor. Otro brazo inmenso surgía para encontrarse con el suyo, y las dos fabulosas figuras se acercaban la una a la otra. Suspendidos sobre el Tiempo, y presidiendo los siglos desde sus tronos: conocían la eternidad. Qué fácil les resultaba seguir siendo los señores de aquella tierra. Esperaban el amanecer mirando al oriente. Y su maravilloso canto olvidado se derramaba sobre el mundo…