Sentí como un movimiento muy rápido; era mi propia alma que se aceleraba. Se estaba viendo sometida a unas transformaciones vertiginosas, indescriptibles. Las más variadas e intensas emociones fluían a través de mí a la velocidad del rayo, y antes de que pudiera ponerles un nombre, ya las había experimentado en toda su plenitud. La vida de varios siglos caía conmigo hacia atrás y, como ocurre al hundirse, aquel arquetipo de la existencia superó en pocos segundos las empinadas laderas que con tanto esfuerzo había erigido el Pasado. Los cambios pasaban como una exhalación. Lloré, recé y adoré; amé y sufrí; combatí, perdí y triunfé. Descendiendo por la gigantesca escala de las edades, comprimidas en unos pocos instantes, mi alma se precipitaba hacia el reposo y la inmovilidad del Pasado.
Recuerdo algunos detalles nimios que interrumpieron el inmenso descenso… me puse el abrigo y el sombrero. Recuerdo unas palabras que alguien dijo… su extraño sonido me evocó el canto de un pájaro que despierta a medianoche: «Salgamos por la puerta trasera; a estas horas la puerta principal ya estará cerrada». También guardo un vago recuerdo de la silueta del gran hotel, con sus columnatas y terrazas, que se iba difuminando a medida que lo dejábamos atrás. Aquellos detalles oscilaban un instante ante mis ojos y después desaparecían; era como si estuviera cayendo desde una estrella hacia la tierra y, en mi caída, fuera encontrando las plumas y hojas secas que el viento había barrido. Mi alma no experimentaba ningún rozamiento mientras se hundía hacia atrás en el tiempo; era un vuelo ágil y silencioso, como el de un sueño. Me sentía absorbido hacia abismos cuyo vacío no oponía resistencia alguna… hasta que, finalmente, aquella velocidad escalofriante comenzó a aminorar y el vuelo vertiginoso se convirtió en un suave flotar. De forma imperceptible se transformó en un movimiento deslizante, como si se hubiera producido una variación en el ángulo de la caída. Mis pies tocaron tierra sin ningún problema y comenzaron a andar por una superficie que se agarraba a ellos, acompañando cada uno de sus movimientos con un sordo rumor.
Alcé la vista y vi los brillantes ejércitos de estrellas. Delante de mí reconocí los sombríos montes de crestas aplanadas; a un extremo y a otro de ellos se abrían amplias parameras que también me resultaban familiares; junto a mí, uno a cada lado, avanzaban mis dos compañeros. Estábamos en el desierto, pero era el desierto de hace miles de años. Aunque una parte de mí seguía reconociendo a mis compañeros, tenía también la sensación de que eran unos desconocidos o, al menos, unas personas a las cuales sólo conocía muy superficialmente. Traté en vano de recordar cómo se llamaban: Mosely, Ilson; ésos eran los nombres que se me venían a la cabeza, los mezclaba. Cuando les eché una mirada furtiva, lo que vi fueron los contornos oscuros de unos muñecos carentes de sustancia. Sus movimientos reproducían los grotescos ademanes de unos jeroglíficos vivientes. Durante un instante me pareció que tenían los brazos atados a la espalda en una postura imposible y que las cabezas describían un ángulo cerrado sobre la línea de sus hombros.
Pero aquella impresión sólo duró un instante. Cuando los miré por segunda vez sus figuras volvían a ser sólidas y compactas, y sus nombres me vinieron de nuevo a la memoria; los tres caminábamos agarrados del brazo. Debíamos haber cubierto ya una gran distancia; me dolían las piernas y me faltaba el aliento. Corría un aire muy frío y por todas partes reinaba un silencio sepulcral. Más que avanzar con nuestros propios pasos, bajo aquella luz mortecina, la sensación que se tenía era que el desierto fluía bajo nuestros pies. Nos sobrepasaban riscos con crestas en forma de capucha; montículos de arena y enormes peñascos iban pasando de largo. Entonces, a mi izquierda, oí una voz; sin lugar a dudas era Moleson quien hablaba:
—Hacia Enet se encaminan nuestros pasos —dijo con un tono que era mitad canto mitad susurro—, hacia Enette-ntore. Allí, en la Casa del Nacimiento, consagraremos de nuevo nuestros corazones y nuestras vidas.
Tanto su lenguaje como la entonación musical de su voz me embelesaron. Comprendí que se refería a Denderah, en cuyo majestuoso templo hacía no mucho que unas manos habían pintado con colores imperecederos los símbolos de nuestra relación cósmica con los signos del Zodiaco. Denderah era el grandioso centro donde rendíamos culto a la diosa Hathor, la Afrodita egipcia, la portadora del gozo y del amor. Su consorte, Horus, el dios de cabeza de halcón, era quien nos había imbuido de briosa energía en su mansión de Edfu. Además… nos encontrábamos en las fechas del Nuevo Año, la gran festividad durante la cual todas las fuerzas vitales de la tierra brotan en gozoso crecimiento.
Caminábamos por el desierto hacia Denderah, pisando las arenas de hace miles de años.
La detención del tiempo y del espacio venía acompañada de una sorprendente ligereza del espíritu, similar, imagino, a la que se experimenta en un estado de éxtasis. El alma estaba embriagada. Nada me separaba de las estrellas ni de aquel desierto que avanzaba con nosotros. El viento brotaba sin trabas de mis nervios y de mi piel; y las acariciantes ondas del Nilo, que brillaba con luz trémula a nuestra derecha, se recogían entre mis manos. Conocía la vida de Egipto porque la llevaba dentro de mí, me cubría, me rodeaba; yo formaba parte de ella. Marchábamos felices como pájaros que se dirigen hacia el amanecer. A nuestro paso, el tiempo no abría fosos ni intervalos que pudieran detenernos. Fluíamos, pero permanecíamos en reposo; estábamos infinitamente vivos; el presente y el futuro eran algo inconcebible; aquello era el Reino del Pasado.
Las pirámides estaban en construcción, y el ejército de obeliscos desplegaba su mirada en torno a sí, orgulloso de su equilibrio recién estrenado. Tebas abría sus cien puertas al mundo; Menfis, nueva y resplandeciente, se reflejaba con una miríada de destellos en las aguas que las lágrimas de Isis habían endulzado, y los cantiles de Abú Simbel ignoraban aún la gigantesca progenie que engendrarían. Tan sólo la Esfinge, uniendo la eternidad y el tiempo, se alzaba ajena y enigmática en un mundo propio. Marchábamos por la antigüedad camino de Denderah.
Cuánto estuvimos andando, a qué velocidad marchábamos o qué distancia recorrimos, son cosas de las que guardo tan poco recuerdo como del maravilloso torrente de palabras que fluía a través de mí mientras mis dos compañeros hablaban entre ellos. Lo único que sé es que, de repente, una oleada de dolor puso fin a aquella dicha maravillosa e hizo que esa paz, que yo creía imperturbable, se disipara. De pronto el sonido de las voces de mis compañeros me produjo espanto. Una sensación de temor, de pérdida, un desconcierto de pesadilla me fue invadiendo como si se tratara de un viento helado. Lo que ellos vivían de forma natural y sentían como verdadero en lo más hondo de sus corazones, yo lo vivía simplemente gracias a una afinidad temperamental. Había llegado la fase en que mis poderes ya no daban más de sí. Aquella desmesurada expansión de la conciencia hacia atrás que me había sido impuesta por otra persona había alcanzado su límite; la cuerda se había tensado en exceso y se había roto. A mis oídos sus voces sonaban ahora lejanas y horribles. Mi gozo había terminado. Un resplandor de horror alumbró el desierto y las estrellas cobraron una apariencia perversa. Un deseo angustioso de regresar a la seguridad y a la sanidad del Presente usurpó el puesto de todos aquellos anhelos descabellados de recuperar el Pasado. Perdí el paso de mis compañeros. El desierto detuvo su apresurada marcha. Me solté de su brazo. Entonces los tres nos detuvimos.
Aún hoy recuerdo perfectamente aquel lugar. Más tarde volvería a localizarlo e incluso lo fotografié. De hecho no se encuentra muy lejos de Helouan; a no más de una milla de la Palmera Solitaria, donde las laderas de ondulante arena marcan el comienzo de un valle misterioso y cautivador que recibe el nombre de Wadi Gerraui. Y si aquel valle resulta tan cautivador es porque al llegar a él parece hacer señas y tirar de uno. Entre las desgarradas gargantas de ese desolado paisaje calizo se encuentra súbitamente un trecho de unas arenas amarillas muy finas que parecen fluir y arrastrar los pies hacia delante. No hay nada más sencillo que dejarse llevar por ellas; la siguiente cadena de montes y la siguiente cuenca se ven cada vez un poco más lejos. Actúa como un señuelo. Los peñascos parecen decir: «detente»; pero la corriente de arena te invita a seguir. El flujo de sus meandros dorados posee una rara fascinación.
Fue allí, justo al borde de aquel valle, donde nos detuvimos cuando el ritmo de nuestra marcha se rompió y nuestros corazones dejaron de latir al unísono. Mi arrobamiento temporal había pasado. Sentía miedo. El Presente me embestía con fuerza y tenía la sensación de que mi mente se había detenido a un solo paso de la locura. Las brumas de mi cerebro se habían disipado y veía las cosas con más claridad.
Es cierto que el alma puede «elegir su morada», pero vivir en un lugar tan radicalmente ajeno era elegir la locura, y vivir divorciado de todas las dulces y saludables realidades del Presente era un exilio aún peor que la locura. Era la muerte. Se me partía el alma al pensar en George Isley. Recordé aquella lágrima que había visto caer por su mejilla. En aquel instante compartí con él la agonía de su combate. Sin embargo, él lo experimentaba en realidad, mientras que lo mío no era más que un mero reflejo fruto de la simpatía que me inspiraba su persona. Él ya había llegado demasiado lejos para seguir luchando…
Nunca olvidaré la desolación de la extraña escena que se desarrolló entonces bajo la luz de las estrellas matinales. El desierto se recostó y se quedó observándonos. Nos encontrábamos al borde de una pequeña cadena de colinas quebradas mirando a las doradas arenas de aquel valle. Unos veinte metros más abajo, iluminadas por el cielo estrellado, las arenas despedían una luminosidad tenue y maravillosa. El descenso no presentaba ninguna dificultad, pero yo no me moví. Me negué a dar un paso más. Distinguí la figura de mis compañeros bajo aquella luz mortecina; oteaban el espacio que se extendía más allá de aquel promontorio. Moleson se había adelantado un poco.
Me dirigí hacia donde él estaba, convencido de cuál era el papel que me correspondía desempeñar y, a la vez, dolorosamente consciente de la inutilidad del mismo. Me sentía como una brizna de paja que, en medio de una corriente, gira sobre sí misma en un fútil intento de detener el torrente de agua que la arrastra. El silencio que reinaba en aquel momento estaba preñado con todo el dilema de un intenso conflicto humano. Era un remolino detenido durante un instante en la gran masa de la marea. Entonces hablé. ¡Qué vergüenza sentí ante la insignificancia de mi voz y la fragilidad de mi pequeña persona!
—Moleson, nosotros no seguimos. Ya hemos ido demasiado lejos. Nos volvemos.
Mis palabras las respaldaban treinta míseros años. Su respuesta arrojó contra mí sesenta siglos. Su voz parecía recoger el sonido del viento que pasaba susurrando sobre las corrientes de arena que se encontraban por debajo de nosotros. Me sonrió.
—Nuestros pasos se encaminan hacia Enet-te-ntore. No hay marcha atrás. ¡Escuche! ¡Nos está llamando, llamando, llamando!
—Volvemos al lugar que nos corresponde —grité en un tono que, en vano, intenté que sonara imperativo.
—Nuestro hogar está ahí —salmodió mientras señalaba con uno de sus largos y flacos brazos en dirección al resplandor del oriente—. El Templo nos llama y el Río endereza nuestros pasos. Llegaremos a la Casa del Nacimiento para encontrarnos con el amanecer..
—¡Miente! —grité de nuevo— ¡Ésas son las mentiras de la locura, y ese Pasado que busca no es más que la Casa de la Muerte! ¡Es el reino de los muertos!
La impotencia hacía que mis palabras brotaran de mis labios violentas y desesperadas. Agarré a George Isley del brazo.
—Regresa conmigo —le rogué con vehemencia, embargado de un dolor indescriptible por él—. Volveremos sobre nuestros pasos. ¡Vuelve a donde perteneces ¡Vuelve! ¡Escucha! ¡La dulce voz del Presente te está llamando!
Aunque creía tenerle bien agarrado, comprobé con espanto cómo su brazo se me escurría de entre las manos. Moleson se encontraba ya en aquellas arenas amarillas y comenzaba a perderse en la distancia. Se alejaba deslizándose con una rapidez sobrenatural. La disminución de su figura resultaba repugnante. Parecía un muñeco. Su voz llegó débilmente a nuestros oídos como si un abismo le separara de nosotros.
—Está llamando… llamando… Se la oye eternamente llamando…
El viento se llevó sus palabras hacia aquel valle arenoso y el Pasado inundó como un torrente el cielo que se iba volviendo cada vez más brillante. Sentí como si una tormenta se abatiera contra mi espalda, y perdí el equilibrio. Me tambaleé. También yo estuve a punto de caer a las arenas desde la altura de aquel inestable promontorio.
—¡Regresa conmigo! ¡Regresa a tu lugar! —grité, ya más débilmente—. Sólo el Presente es real. En él hay trabajo, ambición, obligaciones. También hay belleza, ¡la belleza de una vida digna! ¡Y hay amor! ¡Hay una mujer… llamándote, llamándote…!
Allá abajo aquella otra voz volvió a tomar la palabra. Desde detrás de los muros de arena se escuchó cómo entonaba suavemente un cántico. Estaba traspasado de una emoción dulce y arrebatada que me impresionó hondamente.
—Nuestros pasos se encaminan hacia Enet-te-ntore. ¡Nos está llamando, llamando…!
Mi voz se desvaneció en la nada. George Isley se encontraba ya por debajo de donde yo estaba, su diminuta silueta se destacaba sobre las sábanas de arena amarilla. Las arenas comenzaron a moverse. El desierto volvía a ponerse rápidamente en marcha. Las figuras humanas se alejaban raudas hacia el Pasado que habían reconstruido con el anhelo creador de sus almas.
Me quedé solo, observándoles con impotencia desde el borde de aquel promontorio de caliza que se iba desmoronando poco a poco. Comenzaban a alzarse en el cielo los rayos púrpura del amanecer, cuando fui testigo de algo asombroso. Envuelto en un resplandor de tonos dorados, azules y plata, el desierto, en toda su inmensidad, estaba cobrando vida en el horizonte. Las sombras púrpura se volvían grises. Los montes aplanados resplandecían. Los destellos de enormes mensajeros de luz aparecían por todas partes a la vez. El resplandor de la salida del sol deslumbraba mi vista externa.
Pero al estar mis ojos cegados, mi visión interior pudo concentrarse con mayor intensidad aún en lo que ocurrió entonces. Fui testigo de la desaparición de George Isley. La imagen que contemplé poseía una magia terrible. Aquellas dos figuras, pequeñas y distantes, se destacaban nítidamente sobre la concavidad de arena, como si fueran unos hombres en miniatura. Sus terribles siluetas, que parecían un repugnante parche, se distinguían con toda claridad, recortadas contra aquel inmenso paisaje de fondo. Aunque en términos de espacio real se encontraban bastante cerca de donde yo estaba, en materia de tiempo nos separaban siglos. A su alrededor se extendía una sombra difusa e inmensa que era algo más que la sombra de los montes. Se desplazaba reptando sobre la arena; los engullía, los borraba. Habían quedado encerrados dentro de ella, como insectos atrapados en una gota de ámbar. Su tamaño disminuía, se los llevaba a las profundidades, los absorbía.
Entonces reconocí sus perfiles. De nuevo, aunque en esta ocasión reclinados y tendidos sobre el rostro del desierto, identifiqué las monstruosas formas de aquellos obsesionantes símbolos gemelos. Llegada la hora del amanecer, el espíritu de Egipto se esparcía formidable por todo el territorio. Había acudido a la llamada del sol. Se postraba ante la deidad. Las sombras de los imponentes Colosos también se postraban. Los dos pequeños seres humanos, con sus corazones devotos y entregados, estaban engastados en ellos.
Era a George Isley a quien se distinguía con más claridad. La nitidez y la viveza de aquella imagen producían un efecto devastador. Le habían desnudado, despojado; nada le cubría. Lo que vi era un esqueleto, cuyos huesos estaban tan limpios como si se les hubiera aplicado un ácido. Su vida se hallaba oculta en el ser de aquel poderoso Pasado. Egipto le había absorbido. Se había marchado definitivamente…
Apreté los ojos, pero no conseguí mantenerlos cerrados mucho tiempo. No tardaron en volver a abrirse sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Los tres nos acercábamos al gran hotel; aquel gran volumen amarillo, con todas las contraventanas cerradas, se alzaba frente a nosotros iluminado por la luz del amanecer. Desde el norte soplaba con brío el viento que atravesaba los montes de Mokattam. Nubes con forma de balas de cañón aparecían desperdigadas por el cielo, y al otro lado del Nilo, sobre el que se extendía un fino hilo de blanca niebla, vislumbré los vértices de las Pirámides, reluciendo como si fueran los picos de unas montañas de oro. Una hilera de camellos cargados de piedras blancas pasó a nuestro lado. Desde las calles de Helouan llegó a mis oídos el griterío de los lugareños, y mientras íbamos subiendo las escaleras, llegaron las recuas de borricos y se instalaron a un lado de la polvorienta carretera junto a su bersim para esperar a que los turistas los reclamaran.
—¡Buenos días! —gritó Abdullah, su dueño—. ¿A dónde irán hoy, a Sáqqara o a Menfis? ¡Día bonito, burros muy buenos!
Moleson subió a su habitación sin decir palabra. Isley hizo otro tanto. Creo que se tambaleó durante un instante mientras doblaba la esquina del pasillo y se perdía de vista. Su rostro lucía esa expresión de vacío que algunos dicen que expresa paz. Su figura parecía irradiar un resplandor. Al apreciarlo sentí un escalofrío. Con el cuerpo y la mente doloridos, y sin haber dicho tampoco ni una palabra, me decidí a seguir su ejemplo. Subí a la habitación, y dormí hasta pasado el anochecer, sin soñar en nada…