12

Me fijé en la mano que me daba fuego; estaba temblando. De repente sentí dentro de mí un deseo de hacer algo violento, de realizar un movimiento brusco, de empujar o tirar algo.

—¿Qué ha sido todo esto? —pregunté abruptamente, alzando la voz en un tono casi desafiante, con la intención de que me oyera el hombre que se sentaba al piano—. Cómo se ha atrevido a hacer semejante experimento… con otras personas… sin haberles pedido previamente permiso… Me parece algo intolerable… es…

Fue el propio Moleson quien respondió. Pasó por alto el final dela frase como si no lo hubiera oído. Se acercó con aire despreocupado hasta donde nos encontrábamos, sosteniendo en la mano un cigarrillo al que daba cuidadosamente forma entre sus finos dedos.

—Pregunte cuanto quiera —respondió tranquilamente—, pero explicarlo no es tan sencillo. Lo descubrimos —y con un gesto de la cabeza señaló hacia Isley— hará dos años en el Valle. Estaba caído junto a un sacerdote que tenía todas las trazas de haber sido un personaje muy importante. Formaba parte del ritual que se utilizaba para la adoración del sol. En el museo (puede verlo cuando quiera en el Boulak) lo han catalogado simplemente con una etiqueta que dice «Himno a Ra». Pertenece al período de Ajenatón.

—Las palabras sí —apuntó Isley que escuchaba atentamente.

—¿Las palabras? —repitió Moleson con un extraño tono de voz— No hay palabras. En realidad todo consiste en una manipulación de diversos sonidos vocálicos. Y en cuanto al ritmo, la salmodia o como quiera llamarlo, yo mismo la compuse. Sabe, los egipcios no escribían su música. —De repente se puso a estudiar mi rostro durante un instante con ojos escrutadores—. Cualquier palabra que haya oído o haya creído oír habrá sido producto de su propia interpretación —añadió.

Me lo quedé mirando fijamente sin responderle.

—En sus rituales se servían de lo que llamaban una «lengua raíz» —prosiguió— que estaba compuesta enteramente de sonidos vocálicos. No había consonantes. Verá, los sonidos vocálicos tienen un fluir ininterrumpido, carecen de principio o de fin, mientras que las consonantes interrumpen ese flujo, lo rompen y lo limitan. Las consonantes carecen de sonido propio. El verdadero lenguaje es un continuo.

Nos quedamos un rato fumando en silencio. Comprendí entonces que lo que había hecho Moleson se basaba en unos conocimientos muy sólidos. Era la versión de un fragmento de un ritual antiguo que Isley y él habían desenterrado, cuyo efecto, bien conocido ya con respecto al primero, quería probar en mí. Tenía la impresión de que sólo de esa manera cabía explicarse los espectaculares resultados que había obtenido conmigo.

En la fe y en la poesía de una nación reside la vida de su alma; y era precisamente la descomunal fe de Egipto lo que latía tras el ritmo de aquel canto monótono e interminable. Tenía sangre, nervio, corazón. Millones de personas lo habían oído cantar; millones habían llorado, rezado y suspirado al escucharlo; la pasión de aquella civilización prodigiosa, que veneraba a la divinidad solar y aún seguía viva aunque permaneciera oculta bajo tierra, le había insuflado su propia alma. Aquel cántico hacía que brotara la majestuosa fe del antiguo Egipto; ese desarrollo formidable y apasionado de todos los aspectos relacionados con la vida de ultratumba y con la Eternidad que constituía el eje de la existencia en aquellos tiempos grandiosos. Durante siglos inmensas multitudes, guiadas por el sacerdocio regio, habían entonado ese mismo ritual, esas mismas fórmulas; lo habían creído, lo habían vivido y sentido. La salida del sol seguía siendo su momento culminante. Sus grandes símbolos en ruinas seguían impregnados de aquel poder espiritual. La fe de una civilización sepultada había vuelto a prender en el presente, y también en nuestros corazones.

Un extraño respeto por el hombre que había sido capaz de producir semejante efecto sobre dos mentes modernas se fue apoderando de mí y se mezcló con la repulsión que a su vez me producía todo aquello. Lancé una mirada furtiva a aquel rostro arrugado y reseco. Todavía conservaba algún rastro desdibujado y borroso de lo que, hasta hacía un momento, había llevado dentro de sí. Sus mejillas contraídas tenían cierta apariencia pétrea. Me dio la impresión de que era más pequeño. Parecía haber menguado. Seguía pensando en él tal y como había sido hacía un rato, cuando aún estaba aprisionado en los grandes captores de piedra que le habían poseído…

—Tiene un poder tremendo… un poder espantoso —tartamudeé, más por romper aquel silencio opresivo que por deseo de hablar con él—. Hace que reviva Egipto —el antiguo Egipto— de una forma extraordinaria, lo introduce en los corazones. —Las palabras salían de mis labios de forma casi espontánea. Aunque no era consciente de ello hablaba en voz muy baja. Estaba sobrecogido. Isley se había alejado de mí y se había acercado a la ventana dejándome cara a cara con aquella extraña encarnación de unos tiempos pretéritos.

—No podía ser de otra manera —replicó; sus ojos brillaban aún con un oscuro resplandor—; contiene en sí el alma de los tiempos antiguos. Dudo que alguien, tras escucharlo, pueda seguir siendo la misma persona. Verá, expresa la pasión y la belleza esenciales de aquel culto gozoso, de esa fe espléndida; el culto razonable e inteligente del sol, la única creencia científica que ha conocido el mundo. Naturalmente, en su vertiente popular había grandes dosis de superstición, pero en su versión sacerdotal —es decir, en la que practicaban los sacerdotes— que comprendían la relación existente entre el color, el sonido y los símbolos, era…

Se interrumpió súbitamente, como si aquello fuera algo que se estuviera contando a sí mismo. Nos sentamos. A nuestra espalda, George Isley, asomado a la ventana, contemplaba la noche sin luna.

—¿Ha probado sus efectos… sobre otros? —le solté a bocajarro.

—Los he probado sobre mí —respondió de manera cortante.

—He dicho sobre otros —insistí.

—Sobre otro… sí —reconoció.

—¿Intencionadamente? —mientras hacía aquella pregunta sentí estremecerse algo dentro de mí.

Se encogió ligeramente de hombros.

—No soy más que un arqueólogo especulativo —sonrió— y… bueno, un egiptólogo con algo de imaginación. Tengo el deber ineludible de reconstruir el pasado para que aparezca vivo a los ojos de los demás.

Me entraron ganas de abalanzarme sobre su cuello.

—Como es natural, usted sabía perfectamente el efecto mágico que con toda seguridad —o al menos con toda probabilidad— tendría, ¿no es así?

Me miró fijamente a través del humo de su cigarrillo. A día de hoy sigo sin saber qué había en aquel hombre que me producía escalofríos.

—Yo no estoy seguro de nada —replicó con voz suave—, pero considero que es perfectamente legítimo probar. En cuanto a ese adjetivo que usted ha utilizado, «mágico»; no tiene ningún sentido para mí. Si algo así existe no es en realidad más que conocimiento científico, olvidado o aún por descubrir. —Mientras hablaba sus ojos despedían un fulgor desafiante, insolente; su actitud era casi agresiva—. Supongo que se refiere a nuestro común amigo más que a usted.

Haciendo un gran esfuerzo traté de responder a aquella mirada tan singular. Aún emanaba de su persona algo que imponía, pero que, al mismo tiempo, resultaba terriblemente atractivo. Me hacía pensar de nuevo en aquella Red invisible, en aquella oscura cortina de gasa, en el poder que aguardaba inmóvil en el centro a su presa, en aquellas Entidades enigmáticas y monstruosas que se mantenían alerta y vigilantes a lo largo de los siglos.

—¿Se refiere usted al cambio que se ha operado en su actitud hacia la vida, a su marcha? —añadió Moleson en un tono más bajo.

Al oírle utilizar aquellas palabras, aquella frase precisamente, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. No obstante, antes de que pudiera responderle, y a buen seguro mucho antes de que pudiera controlar aquel súbito terror que se había apoderado de mí, oí cómo continuaba en un susurro. Una vez más parecía hablar consigo mismo más que conmigo.

—Imagino que el alma tiene derecho a elegir las condiciones de vida y el entorno que más le convengan. El paso a otro lugar supone una traslación, no una extinción. —Se quedó un rato fumando en silencio; luego alzó la vista y, mirándome a la cara con una expresión de profunda seriedad, me dijo otra cosa francamente extraña. De nuevo su auténtico ser reemplazó a su pose cínica.

—El alma es eterna y puede elegir establecer su morada allí donde desee, sin tener para nada en cuenta la duración temporal. ¿Qué tiene este Presente superficial y vulgar para pretender arrogarse derechos exclusivos sobre ella? Hoy en día, ¿en qué lugar del mundo moderno va a encontrar las creencias, la fe y la belleza que son la misma esencia de su vida? ¿Dónde en medio del tráfago y la confusión de esta era de la vulgaridad va a encontrar su hogar? ¿Está acaso condenada a revolotear por toda la eternidad sobre este valle de huesos secos, cuando tiene un Pasado vivo al alcance de la mano, que la espera lleno de amor, lleno de fuerza y de gloria? —Se acercó más a mí y posó su mano sobre mi hombro. Sentía su aliento pegado a mi cara.

—¡Venga con nosotros, regrese con nosotros! —fue su terrible susurro—. ¡Aleje su vida de esta inmundicia, de esta anodina fealdad! Regrese y adore con nosotros imbuido del espíritu del Pasado. Haga suyos ese esplendor inmemorial, esa gloria, esos conceptos grandiosos; la maravillosa certidumbre, el inefable conocimiento de las esencias. Aún sigue estando alrededor de usted; llamándole, llamándole siempre; está muy cerca; le arrastra día y noche… le está llamando, llamando, llamando.

Su voz parecía irse perdiendo en la distancia mientras repetía aquellas últimas palabras; aún hoy a veces creo oírlas, con esa misma cadencia suave y monótona, intensa y apagada a la vez: le está llamando, llamando, llamando. Pero sus ojos tenían ahora una mirada perversa. Entonces sentí todo el siniestro poder de aquel hombre. Me di cuenta de que en su corazón y en su mente habitaba la locura. El Pasado que él trataba de glorificar yo lo veía negro, envuelto en la intimidatoria oscuridad egipcia de una plaga. Lo que me estaba llamando, llamando y llamando no era la belleza, sino la Muerte.

—Es real, no es un sueño —prosiguió, sin apenas percatarse de que yo me iba echando para atrás—. Esos símbolos en ruinas siguen en contacto con lo que existió en tiempos. Son tan potentes hoy como lo fueron hace seis mil años. Detrás de ellos rebosa aún la asombrosa vida de aquella época. No son simplemente unas moles de piedra que parecen aplastarnos, sino la expresión visible de grandes poderes a los que todavía es posible… acceder. —Bajó la cabeza, estudió detenidamente mi cara, y susurró algo. Por sus ojos pasó la expresión de quien se sabe conocedor de un secreto.

—Le he visto cambiar, igual que usted nos vio cambiar a nosotros —sus palabras parecían brotar desde algún lugar muy profundo—. Y ese cambio sólo lo puede producir la adoración. El alma asume las cualidades de la deidad a la que adora. Los poderes de su deidad la poseen y la transforman a su imagen y semejanza. Usted también lo sintió. También usted estaba poseído. Vi el rostro de piedra de la deidad impreso en el suyo.

Creo que entonces sacudí todo mi cuerpo, igual que un perro que tratara de quitarse el agua de encima. Me levanté. Recuerdo que estiré mis manos hacia delante como si quisiera apartarle de un empujón y expulsar así de mi mente su insidioso influjo. Pero también recuerdo otra cosa. De no ser por la realidad de lo que sucedería más adelante y por el resultado práctico al que aún hoy tengo que hacer frente —la desaparición de George Isley, la pérdida para el tiempo presente de todo lo que George Isley alguna vez fue— lo que vi entonces bien podría haber sido motivo de risa. Sin lugar a dudas tenía algo de cómico. Sin embargo, era a la vez repugnante y terrorífico. Bajo una apariencia absurda acechaba un profundo horror, porque tras aquel mimetismo externo se ocultaba una gran verdad. Era espantoso porque era real.

En el gran espejo que reflejaba la parte de la habitación que se encontraba a mi espalda, vi la figura de Moleson y la mía, y algo más al fondo, junto a la ventana abierta, la de Isley. Los tres teníamos la postura de unos jeroglíficos que hubieran cobrado vida. Ciertamente yo tenía las manos estiradas, pero no en ademán defensivo, como había creído. Estaban estiradas de una forma… antinatural. Los antebrazos formaban un extraño ángulo obtuso, idéntico al que se puede observar en los antiguos relieves tallados en granito: las palmas de las manos estaban vueltas hacia arriba, la cabeza inclinada hacia atrás, las piernas adelantadas y el cuerpo rígido, en una postura que confería expresión a unas mentes antiguas y olvidadas. La configuración física de los tres era monstruosa y, no obstante, la tosquedad de aquellos gestos venía dictada por la reverencia y la verdad. Algo que se hallaba presente en los tres inspiraba la formas que nuestros cuerpos habían asumido. Nuestras posturas expresaban anhelos, emociones, inclinaciones ocultas —no sé muy bien cómo llamarlas— que el espíritu del Pasado había evocado.

Sólo vi aquella imagen refleja durante un instante. Inmediatamente dejé caer los brazos, consciente de lo ridícula que era aquella postura. Moleson se acercó a mí dando una de sus largas y elocuentes zancadas, y en aquel mismo instante, Isley, desde el lugar que ocupaba junto a la ventana, se aproximó rápidamente y se unió a nosotros. Nos quedamos mirándonos a la cara sin pronunciar palabra. Aquella breve pausa no debió de durar más de diez segundos, pero durante ella sentí que el mundo entero pasaba deslizándose a mi lado. Oí a los siglos precipitarse a toda velocidad. El presente se iba hundiendo en la distancia. La existencia ya no transcurría a lo largo de una línea tendida en dos direcciones; era un círculo en cuyo centro, nosotros mismos, en compañía del Pasado y el Futuro, permanecíamos inmóviles, pero con la posibilidad de acceder a cualquier instante temporal de forma inmediata. Los tres caíamos, caíamos hacia atrás…

—¡Venga! —exclamó la voz de Moleson con solemnidad, pero con la dulzura de un niño que ya anticipa un futuro gozo—. ¡Venga! Marchemos juntos, la barca de Ra ya ha cruzado el mundo subterráneo. La oscuridad ha sido subyugada. Marchemos juntos al encuentro del amanecer. ¡Escuche! Está llamando, llamando, llamando…