En aquel momento hice un supremo esfuerzo por recuperar mi identidad; un esfuerzo para concentrar mi mente en el presente. Y al tratar de buscar algún rasgo de Moleson y de George Isley, por pequeño que fuera, comprobé que no encontraba ninguno. De la imagen tan familiar de mis dos compañeros no quedaba ni rastro.
Durante un instante lo vi todo con la misma claridad con que veía aquel pequeño y ridículo piano. Pero el instante se prolongó; la Eternidad de Egipto permanecía. Aquella solitaria y formidable pareja había agachado los hombros e inclinado sus espantosas cabezas. Estaban en la habitación. Las frágiles estructuras de los dos adoradores humanos reflejaban la imagen del poder de aquel Pasado imperecedero. La habitación, las paredes, el techo, habían desaparecido. Las arenas y el cielo abierto los habían reemplazado.
Con los ojos a punto de salírseme de las órbitas contemplé a aquellos dos titanes que se alzaban el uno junto al otro. Y como un niño que desde el suelo de su cuarto tiene que hacer frente a sus propios gigantes, me quedé petrificado, incapaz de moverme o de pensar. No podía dejar de mirarlos. Me destrozaba la vista intentando descubrir a los dos hombres con los que estaba familiarizado, pero lo único que encontraba era aquella visión simbólica. No se distinguía con claridad. Sus rostros habían sufrido una dilatación formidable, sus facciones se perdían en aquella insólita magnitud; los hombros, los cuellos y los brazos se extendían inmensos por el espacio. Les ocurría lo mismo que al desierto, conservaban cierta fisonomía, pero carecían por completo de expresión individual; todo rasgo humano se desdibujaba completamente en aquella masa de piedras resquebrajadas. No pude distinguir ni las mejillas ni la boca ni las mandíbulas; tan sólo unos ojos cuarteados y unos labios de granito partidos. Inmenso, inmóvil y misterioso, Egipto les iba moldeando y se los llevaba consigo. Y entre ellos y yo, en una extraña perspectiva, se encontraba ese absurdo símbolo del presente: un piano. Aquello era atroz. Durante un segundo supe lo que era sentir un horror inconmensurable. Todo mi cuerpo se estremeció. Me atravesaban oleadas de frío y de calor. Las fuerzas me abandonaron, y junto a ellas, la capacidad de hablar y de moverme; era como si me encontrara en un estado de absoluta parálisis.
Además, aquel hechizo no afectaba solamente a la habitación, sino que se extendía también al exterior, estaba en todas partes. El Pasado se agolpaba contra los propios muros del hotel. Todas las lejanías, espaciales o temporales, se aproximaban. Aquella salmodia convocaba a aquellos titanes en todo su antiguo esplendor. Un mar de sombras se agrupaba sobre las arenas a nuestro alrededor. Advertí que aquel poderoso ejército, sin hacer ningún ruido, cambiaba constantemente de posiciones: las pirámides se remontaban hacia el cielo; las deidades pétreas adoptaban una postura vigilante; los templos, con la misma solemnidad que debieron tener en la noche de los tiempos, se alineaban en toda su prístina belleza; y la silueta de la Esfinge, inmóvil pero amenazadora, se erguía en el aire. Una inmensidad llamaba a otra.
… Transcurrían vastos intervalos de tiempo y las distancias eran enormes, pero sin embargo todo sucedía en un mismo instante y dentro de un espacio muy reducido. Todo aquello estaba ocurriendo aquí y ahora. La eternidad susurraba en cada segundo, en cada grano de arena. Captaba múltiples detalles de un golpe, pero en realidad tan sólo era consciente de una cosa: tenía frente a mí al espíritu del antiguo Egipto, representado en aquellas dos formidables figuras, y mi conciencia expandida, con gozo y dolor a un tiempo, era capaz de abarcarlo todo, del mismo modo que Aquel espíritu nos incluía a mis compañeros… y a mí.
Porque yo también guardaba cierto parecido con ellos. Un símbolo menor, aunque de un tipo similar, también me había poseído. Traté de moverme, pero tenía los pies encajados en una piedra; mis brazos estaban inmovilizados; mi cuerpo entero se hallaba empotrado en una roca. La arena se estrellaba violentamente contra mí, arrastrada hacia arriba en pequeños remolinos por un viento helador. Aunque no sentía nada, podía oír el tamborileo de los granos que chocaban desperdigados contra mi cuerpo endurecido…
Esperábamos la llegada del alba, cuando se produciría la resurrección de la inmutable deidad que era la fuente y la inspiración de toda nuestra gloriosa vitalidad… Soplaba un aire cada vez más fresco y penetrante. En la lejanía, una franja rosada de cielo pasaba al violeta y al oro; pronto una delicada luz rosácea se extendió por el desierto. En las alturas, el pálido brillo de las pocas estrellas aún visibles se iba desvaneciendo y el viento que anunciaba el amanecer comenzaba a levantarse. La tierra entera se detenía, esperando la llegada de su poderoso Dios…
En medio de aquella pausa se escuchó un curioso sonido que, al parecer, debíamos estar esperando, pues no me produjo ninguna sorpresa. En un primer momento hubiera jurado que era George Isley que se había unido al canto de su compañero. Tras aquel volumen atronador resonaban, aumentadas de manera prodigiosa, las mismas notas y ritmos que antes había escuchado. Si en un principio había sido la salmodia de Moleson la que había despertado aquella voz, era ahora ella quien cantaba desde la lejanía de forma autónoma. Las resonantes vibraciones de aquel canto habían alcanzado las profundidades donde dormía. Ahora, ambas cantaban al unísono. Era la voz de Egipto lo que oía. Se distinguía en aquella voz el rugir ronco de un millar de tambores, como si el propio desierto estuviera articulando aquellas portentosas sílabas. Mientras la escuchaba, sentía que mi corazón de piedra se paraba. Las dos voces sonaban en el cielo. Sostenían un majestuoso diálogo a medida que iba amaneciendo:
«Qué fácil nos es seguir siendo los señores de esta tierra…
… mientras los siglos pasan rugiendo sobre nosotros y se desvanecen».
Las palabras iban brotando con suavidad y llenas de poder, aunque con un sonido retumbante como si salieran de las profundidades de una caverna.
«Nuestro silencio ha sido perturbado… Marchamos con la multitud hacia el Oriente… Al amanecer, inmóviles, cantamos la sabiduría del mundo antiguo… Nuestro discurso se oirá, mas no con los oídos de la carne. Al alba nuestras palabras brotan y recorren inmensidades de tiempo y de arena, atravesando la luz del día… Al crepúsculo, con alas de águila, regresan de nuevo a nuestros labios de piedra… Cada siglo, una sílaba, sin que aún se haya completado ni una sola frase. Entretanto, nuestros labios se van quebrando al pronunciarlas…»
Mientras escuchaba desde mi lecho de arena, me pareció que horas, meses e incluso años pasaban junto a mí. Los fragmentos de su discurso se perdían en la distancia y después volvían a sonar muy cercanos. Era como si por encima de las nubes los picos de las montañas hablaran entre sí. Un viento atrapaba aquel rugido sordo y se lo llevaba. Y otro viento volvía a traerlo… Entonces, durante un instante vacío que pareció durar años y que transmitía de una forma espectacular el paso de largos períodos de tiempo, pude oír su discurso con más claridad. La lenta declamación de aquella voz grandiosa se propagó por todo mi ser como un torrente:
«En soledad esperamos, observamos, y escuchamos. Nuestros ojos nunca se cierran. La luna y las estrellas navegan sobre nosotros y nuestro río alcanza el mar. Traemos eternidad a vuestras vidas fragmentadas… Vemos las pequeñas líneas de acero que tendéis sobre nuestro territorio, ocultas tras una fina nube de humo blanco. Oímos el silbido de vuestros mensajeros de hierro propagarse por el aire… Las naciones se alzan y caen. Los imperios marchan en un revuelo hacia Occidente y perecen… El sol se va haciendo viejo y las estrellas palidecen… Los vientos alteran la línea del horizonte y nuestro río cambia su lecho. Pero nosotros permanecemos; inalterables, imperecederos. De agua, de arena y de fuego es nuestro ser esencial, construido en el seno de la atmósfera del universo… No hay pausa en la vida, no hay ruptura en la muerte. Los cambios no conocen final. El sol regresa… La resurrección es eterna… Mas nuestro reino permanece bajo tierra entre las sombras, ajeno a la brevedad de vuestro día. ¡Venid! ¡Venid! Los templos siguen repletos y nuestro Desierto os bendice. Nuestro río os hace perder pie. Nuestra arena os purificará y arderéis dulcemente en el fuego de nuestro Dios hasta alcanzar la sabiduría … Venid, pues, y adorad, la hora se acerca. Amanece…»
Las voces se fueron extinguiendo en las profundidades, apagadas por las arenas de los siglos, mientras el encendido amanecer del Oriente se extendía rápidamente por el cielo. La salida del sol, el gran símbolo de la perpetua resurrección de la vida, estaba a punto de producirse. A mi alrededor, envuelta en sombras, se desplegaba toda la inmensidad del antiguo Egipto, esperando ansiosamente la llegada del momento de la adoración. Desprovistas ya del terrible y severo esplendor de su largo abandono, aquellas efigies se alzaban erguidas en toda su arrebatada grandeza como un bosque de majestuosas piedras; los labios de granito entreabiertos, los ancianos ojos dilatados. Todos estaban de cara al oriente. Y el sol se iba aproximando al borde del Desierto que aguardaba expectante.