Inmediatamente comenzó a entonar una serie de cadencias largas y arrastradas que parecían contener los sonidos primigenios de todas las lenguas que alguna vez habían existido en el mundo. El hechizo que entonces se apoderó de mí se podía tocar y palpar. Estaba atrapado en una tela de araña; tenía los pies y los brazos enredados y un velo de finos hilos se entretejía en torno a mis ojos. La fuerza cautivadora de aquel ritmo imprimía a mi alma una especie de movimiento mágico. A mi alrededor, próxima y lejana a un tiempo, la vida comenzaba a palpitar en las moradas de los muertos y en los corredores de las colinas de hierro. Tebas estaba en pie y Menfis florecía a orillas del río. El mundo moderno se tambaleaba y caía ante aquel sonido que restauraba el pasado; y era precisamente en aquel pasado donde los dos hombres que estaban delante de mí vivían y tenían su verdadero ser. Las tormentas de la vida presente pasaban flotando sobre sus cabezas, mientras ellos habitaban bajo tierra, desdibujados, perdidos. Montados en aquella ola de sonido descendían hacia el reino que habían recobrado.
Me puse a temblar, me revolví con violencia e hice ademán de levantarme, pero al instante volví a dejarme caer, resignado e impotente. Según parecía, el mero hecho de estar con ellos bastaba para que quedara sujeto a los mismos términos que regulaban su extraña cautividad. Mis pensamientos, mis sentimientos, mi propia perspectiva de las cosas, habían sido transferidas a algún otro lugar. Incluso mi conciencia se estaba transformando. Veía las cosas bajo otro prisma… el prisma de la antigüedad.
Una vez que el presente cayó en el olvido y el pasado reinó soberano, perdí todo sentido de la Realidad. La habitación se convirtió en una diminuta imagen en una gota de agua, mientras el mundo subterráneo, transformado en algo inmenso, la reemplazaba. Mi corazón comenzó a latir siguiendo el ritmo lento y majestuoso de algo que había existido en unos tiempos muy lejanos. Todas las dimensiones crecieron; quedé atrapado en unas medidas colosales y las magnitudes se volvieron tan monstruosas que borraron de un plumazo todo sentido de la proporción. Una mano resplandeciente como el sol me agarró y me depositó en aquella telaraña temblorosa junto a mis dos compañeros. Oí el crujido de los hilos al reajustarse tras recibir mi cuerpo; oí el sonido de pies que se arrastraban por la arena; oí los susurros que provenían de las moradas de los muertos. Escuché sus voces en las oscuras cámaras excavadas en la roca. Las antiguas galerías habían despertado. La vida de unas edades olvidadas se congregaba a mi alrededor formando turbulentas multitudes.
La realidad de una experiencia tan increíble se evapora al tratar de expresarla mediante el fluir del lenguaje. Sólo puedo dar fe de una cosa verdaderamente singular: incluso el conocimiento más profundo y más satisfactorio que el Presente pueda ofrecernos palidecía al lado de la robusta majestad del Pasado que le había usurpado su puesto por completo. Aquella habitación moderna que contenía un piano y dos figuras humanas del Presente, parecía una miniatura ridícula prendida de una inmensa cortina transparente, tras la cual se vislumbraba, en un primer plano, una multitud de símbolos de templos, esfinges y pirámides, pero que al fondo, se abría a un esplendoroso paisaje de un magnífico color gris donde las ciudades de los Muertos se sacudían la arena y abarrotaban todo el espacio hasta más allá de donde alcanzaba la mirada.
… Las estrellas, el universo todo, lleno a rebosar de una vida palpitante, se integró en aquella nueva realidad. Sentí pasar de largo vastos períodos de tiempo… Me parecía estar viviendo hace milenios… Vivía hacia atrás…
El tamaño y la eternidad de Egipto se apoderaron de mí con toda facilidad. Su abrumadora grandeza echaba por tierra todos los parámetros del presente. El paisaje entero se elevaba, se ponía en pie. El desierto se erguía, los propios horizontes se levantaban; majestuosas figuras de granito descollaban por encima del hotel, grandiosos rostros se cernían un momento en el aire y pasaban flotando, gigantescos brazos se estiraban para arrancar las estrellas y colocarlas en los techos de laberínticas tumbas. De cada una de aquellas ruinas brotaba el colosal significado de aquella venerable tierra… reconstruido… lleno de ardiente vitalidad.
Finalmente no pude resistirlo más. Estaba deseando que aquel zumbido cesase, que disminuyera el prodigioso empuje de aquel ritmo. Mi corazón pedía a gritos que regresara el resplandor dorado del sol iluminando el desierto, el dulzor de la brisa a orillas del río, los reflejos color violeta sobre las colinas al amanecer. Me resistí, hice un esfuerzo para regresar.
—¡Tu salmodia es espantosa! ¡Por Dios, toca una canción árabe… o algo de música moderna!
El esfuerzo fue intenso, el resultado… nulo. Puedo asegurar que aquéllas fueron exactamente mis palabras. Aunque probablemente nadie más lo oyera, yo sí que pude oír el sonido de mi propia voz, pues recuerdo muy bien el desaliento que sentí al comprobar cómo aquel inmenso espacio se lo tragaba, convirtiendo lo que había sido un volumen considerable en un mero susurro, similar al grito de un pájaro o de un insecto. En cualquier caso, la figura a la que había tomado por Moleson, en vez de responderme o darse por aludida, se limitó a crecer y a crecer como ocurre a veces en los cuentos de hadas. Eso es todo lo que sé, que nadie me pida que lo explique. Aquella parte de mí que empequeñecía y se limitaba a observar lo que ocurría a su alrededor registró aquel efecto extraordinario como si fuera algo perfectamente natural… Moleson estaba creciendo de forma espectacular.
Inmediatamente, la enorme fuerza de aquel hechizo entró en acción. Experimenté el gozo del más absoluto abandono y el terror de ver partir todo lo que hasta entonces me había parecido real. Comprendí la risa fingida de Moleson y la sutil resignación de Isley. Una idea sorprendente pasó volando como un pájaro por mi conciencia alterada: para que se produjera aquella resurrección en el Pasado, para que tuviera lugar aquel renacimiento del espíritu al que aspiraban, era necesario que cada uno de ellos adoptara por turnos la forma de aquellos antiguos símbolos. Al igual que el embrión va englobando cada etapa de la evolución que le precede antes de alcanzar la forma humana, las almas de aquellos dos aventureros adoptaban los distintos emblemas de aquella apasionada creencia. El adorador devoto adopta las cualidades de su deidad. Su caracterización de toda la serie completa de las deidades del mundo antiguo era tan verídica que yo mismo podía percibirlas e incluso llegar a objetivarlas sensorialmente. El presente no era para ellos más que un estado prenatal; para entrar en el pasado tenían que volver a nacer.
Pero aquella espantosa transformación no afectaba tan sólo al semblante de Moleson. Ambos rostros, agrandados hasta alcanzar la prodigiosa escala propia de todo lo egipcio, producían una sensación mareante encerrados en aquella pequeña habitación moderna. El símil del espejo deformante no permite hacerse una idea de ello, ya que la proporción entre las distintas partes no se veía alterada. Perdí de vista sus fisonomías humanas, pero pude ver sus pensamientos, sus sentimientos y sus corazones agigantados y transformados; todo lo que Egipto ponía en ellos mientras les iba sustrayendo el amor por la vida moderna. Poco a poco fueron adquiriendo una abominable majestad que era enorme, misteriosa e inmóvil como las piedras.
El estrecho rostro de Moleson tomó primero la apariencia de un halcón, a semejanza del siniestro dios Horus. Había sufrido una dilatación tan enorme que descollaba por encima del piano haciéndolo parecer de juguete. Era un rostro afilado, malévolo, monstruoso, ávido de presas; cada uno de sus brillantes ojos despedía unos destellos tan vertiginosos como los del sol al amanecer. La forma general que presentaba la silueta de George Isley, igualmente inmensa, resultaba aún más majestuosa si cabe. La amplitud de sus hombros hacía pensar en la Esfinge y su semblante evocaba el inescrutable poder de las hieráticas imágenes cultuales de los templos. Éstas fueron las primeras manifestaciones de aquella posesión, pero no tardarían en seguirles otras. En rápidas series, como transparencias proyectadas en una pantalla, los antiguos símbolos pasaban como una exhalación por aquellos dos rostros humanos agigantados y luego desaparecían. Era imposible zafarse de aquello. Las sucesivas marcas parecían superponerse como si fueran fotografías compuestas; cada una de ellas aparecía y se desvanecía antes de que fuera posible reconocerlas, de modo que para interpretar aquella alquimia interna tenía que recurrir a ciertos signos externos con los que mis sentidos estaban más familiarizados. Egipto, al poseerlos, se expresaba a través de su aspecto físico de esa forma tan maravillosa, recurriendo a los símbolos de su intenso poder regenerativo…
Los cambios se fundían con tal rapidez que apenas podía captar ni la mitad de ellos; pero, finalmente, aquella procesión culminó en una sola imagen que se quedó impresa en sus rostros con una fijeza espantosa. Todas las series se fusionaron. Me di cuenta de que esa imagen reunía en sí a todas las demás en una síntesis que transmitía una sensación de sublime reposo. Aquella cosa gigantesca se alzaba formando una increíble estatua. El espíritu de Egipto, sintetizado en aquel símbolo monstruoso, los había eliminado. Vi las efigies sedentes de los adustos Colosos; medio hundidos en la arena, cubiertos por la noche, esperando el amanecer…