Habíamos subido a la habitación de Isley después de la cena, y hasta aquel súbito arrebato, había permanecido todo el tiempo sentado en una esquina sin apenas decir palabra. Moleson se levantó lentamente y se dirigió en silencio hacia el piano. Creí ver —¿o serían simplemente imaginaciones mías?— cómo una nueva expresión pasaba fugazmente por aquel rostro ajado. Estaba maquinando algo.
Desde ese preciso instante —desde el momento en que se levantó y cruzó la gruesa alfombra— me sentí fascinado por aquel hombre. La atmósfera que había creado su charla y sus historias permanecía. Sus finos dedos comenzaron a recorrer el teclado. Al principio, tocó diversos extractos de las comedias musicales que estaban en boga. Era una música bastante agradable, pero que no exigía que se le prestara excesiva atención; la oí sin escucharla. Tenía la mente en otras cosas: pensaba su forma de andar. La manera en que había recorrido aquel trecho de alfombra transmitía poder. Tenía un aspecto distinto, no era el mismo hombre de antes; había cambiado. Curiosamente —como aún ahora me ocurre a veces con Isley— me pareció más grande. A partir de entonces, de un modo que era a la vez cautivador y opresivo, la autoridad que emanaba de su presencia se apoderó de mi imaginación.
Abandoné mi asiento en el otro extremo de la habitación y me dejé caer en una silla que se encontraba más cerca del piano, junto a una de las ventanas. Entonces me di cuenta de que también Isley se había vuelto para mirarle. Pero no era exactamente el Isley que yo conocía, aunque aquel cambio más que verlo, lo sentí. Ambos habían sufrido una ligera transformación. Sus cuerpos parecían haberse expandido y su silueta se había difuminado.
Isley, tenso y preocupado, alzó la vista hacia el intérprete. La expresión de su cara ponía de manifiesto que su mente de otras épocas intentaba seguir aquella música ligera, pero que hacerlo le suponía una gran dificultad, un esfuerzo inmenso, casi un combate.
—Toca eso otra vez, ¿quieres? —se le oía decir de vez en cuando.
Trataba de apoderarse de esa música, de recuperar por medio de ella su ligazón con el presente, de aferrarse a una estructura mental que ya había desaparecido, de agarrarse a ella con todas sus fuerzas; todo para descubrir finalmente que hacía ya mucho tiempo que había caído en el olvido, que era demasiado frágil. Ya no le sostenía. Estoy convencido de que eso era lo que ocurría y de que había adivinado su estado de ánimo. Luchaba por reencontrarse a sí mismo tal y como había sido, pero todo era inútil. Le observé atentamente mientras permanecía sentado en aquella esquina envuelto en penumbra. El gran piano negro se interponía entre nosotros. Por encima de él asomaba la figura enjuta y medio velada de Moleson, balanceándose mientras tocaba. Por la habitación parecía flotar un débil susurro: «Estás en Egipto», decía. En ningún otro lugar del mundo habría prendido en nosotros con tanta facilidad ese extraño sentimiento lleno de premoniciones y presagios. Me daba cuenta de que a los tres nos embargaba una profunda emoción. Cualquier cosa que me recordara al presente, por nimia que fuera, me resultaba desagradable. Anhelaba un antiguo esplendor que ya había dejado de existir.
Tenía los cinco sentidos puestos en lo que estaba ocurriendo, porque había advertido que el comportamiento de Moleson respondía a un plan preconcebido y deliberado. Lo había sopesado todo cuidadosamente; y no era muy difícil imaginar el propósito que albergaba. Era Egipto lo que trataba de interpretar a través del sonido; expresaba algo que para él era verdadero para después observar cuál era su efecto, y mientras tanto, nos iba hábilmente conduciendo… hacia el pasado. Iniciaba el recorrido por el presente, ejecutaba la música con agudeza y convencimiento, y conseguía que las notas parecieran estar cargadas de significado. Poseía la habilidad de evocar un ambiente real y, en un principio, fue ese ambiente al que solemos denominar moderno. Reflejaba vívidamente el espíritu londinense; de las ramplonas melodías de los musicales, del nervio del ragtime y de la sensualidad del tango pasaba a los acordes más elevados de las salas de conciertos y de los círculos «cultos». Pero no lo hacía con brusquedad. Cambiaba de registro con suma destreza, y al hacerlo, cambiaban también nuestras emociones. Aunque interpretadas de una forma un tanto paródica, reconocí algunas de las grandes novedades del momento: las turbulencias de Strauss, la dulzura pagana del primitivo Debussy, las extravagancias y el éxtasis del metafísico Scriabin. Conseguía traer a aquel salón privado de un hotel situado en medio del desierto la amalgama del presente en sus dos extremos; y mientras, George Isley, que le escuchaba atentamente, se revolvía inquieto en su silla.
—Après-midi d’un faune —dijo Moleson con voz soñadora, cuando le pregunté qué había tocado—. Ya sabe, Debussy. Y lo anterior era del Till Eulenspiegel; Strauss, naturalmente.
Hablaba arrastrando las palabras y haciendo una pausa entre cada una de ellas, sin dejar en ningún momento de balancearse suavemente al compás de la música. No parecía prestar mucha atención a sus oyentes y en su voz se apreciaba no sé qué matiz que hacía que aumentaran mi inquietud y mis temores. Isley me preocupaba. Tenía la sensación de que algo iba a ocurrir y de que era precisamente Moleson quien lo estaba provocando. Lo que su modo de andar revelaba de forma inconsciente, se manifestaba ahora conscientemente en su música; era algo que provenía de aquella parte de su personalidad que se hallaba oculta. Un hechizo, un sutil cambio, se iba extendiendo misteriosamente por la sala y, de paso, también por mi corazón. Mi capacidad para enjuiciar las cosas me abandonaba, era como si mi mente se deslizara hacia atrás y fuera perdiendo todas las referencias que le resultaban familiares.
—Tienen ese tono inequívocamente moderno, ¿verdad? —dijo Moleson, arrastrando las palabras—. Esa especie de agudeza —intelectual, supongo—, ese ingenio superficial, nada que sea profundo o permanente, tan sólo el brillo sensacionalista de lo actual —se volvió hacia mí y, durante un instante, me miró a los ojos—. Nada imperecedero —añadió con un tono imponente—. Expresa todo lo que conoce… que no es mucho.
Mientras decía aquello la habitación pareció volverse más insignificante; una sombra mucho mayor que ella cubría ahora sus pequeñas paredes. A través de las ventanas se filtraba furtivamente un gesto de eternidad. La atmósfera se expandía visiblemente. En ese momento Moleson tocaba una parte espléndida del Prometeo de Scriabin. Sonaba pobre y banal. Aquella música moderna, toda ella, resultaba trivial y estaba completamente fuera de lugar. Era casi ridícula. De forma imperceptible la escala de nuestras emociones se revestía ahora de una profundidad cuyo nombre, por más que se busque, no se encontrará en ningún diccionario, pues pertenece a otra era. Miré las ventanas, donde enmarcadas por columnas de piedra, se distinguían oscuras vistas del grandioso Egipto, que allá afuera nos escuchaba. No había luna, pero suspendidos en el cielo resplandecían nutridos destacamentos de estrellas. Me sobrecogí al pensar en el misterioso conocimiento que aquel pueblo desaparecido tenía de aquellas estrellas y del inmenso viaje del sol por el zodiaco…
Entonces, con la pasmosa inmediatez de un sueño, una imagen se destacó sobre el cielo estrellado. Flotando entre el cielo y la tierra, vi pasar a gran velocidad un panorama de los majestuosos templos egipcios, encabezados por los de Denderah, Edfu, y Abú Simbel. De pronto se detuvo, se mantuvo inmóvil en el aire, y desapareció. Al desvanecerse dejó tras de sí una atmósfera de una solemnidad inconmensurable. La contemplación de algo tan vasto moviéndose por el aire pausadamente, pero con soltura, hizo que mi sentido de la medida se trastocara por completo. Traté de convencerme de que aquello no era más que un recuerdo que había adquirido una realidad objetiva debido a algo que la música había evocado, y sin embargo, no pude evitar pensar que, en breve, todo Egipto —Egipto tal y como había sido en el cenit de su irrecuperable pasado— comenzaría a desfilar por el cielo. Tras el tintineo de aquel piano moderno sonaba el rumor de una multitud en marcha, el pesado caminar sobre la arena de innumerables pasos… la percepción había sido extraordinariamente vívida. Había hecho que se detuviera algo que, por lo general, fluía dentro de mí. Cuando volví la cabeza hacia la habitación para hacer partícipes a mis compañeros de mi extraña experiencia, vi que los ojos de Moleson estaban fijos en los míos. La luz que desprendían me traspasaba, y comprendí que, de alguna manera, era él quien habían evocado aquella ilusión. En aquel momento Isley se levantó de su silla. Lo que había estado esperando vagamente parecía estar a punto de ocurrir. Justo entonces el intérprete decidió cambiar de música.
—Puede que ésta les guste más —susurró, como si hablara consigo mismo, pero con una especie de reverberación—. Es más apropiada para el lugar. —Su voz resonaba como si emergiera de alguna cavidad subterránea—. La otra parece casi sacrílega… aquí. —Comenzó a arrastrar la voz, siguiendo el ritmo de las modulaciones más cadenciosas que ahora estaba tocando. Su sonido se había vuelto más opaco. Además, daba la impresión de que la música no provenía del piano, sino de él mismo.
—¿Lugar? ¿Qué lugar? —preguntó al instante Isley, volviendo repentinamente la cabeza mientras decía aquellas palabras. Su voz sonaba tan remota que me produjo escalofríos.
El músico se rió para sí.
—Lo que quiero decir es que este hotel no pinta nada en este lugar —susurró mientras atacaba las notas con suavidad y maestría—; y que, bien pensado, esto no es más que una mera fachada. Donde de verdad estamos es en el desierto. Los Colosos están ahí fuera, y todos los templos. O, al menos, así debería ser —añadió alzando bruscamente la voz y dirigiéndome una mirada.
Se irguió en su asiento y se quedó mirando fijamente al cielo estrellado por encima de los hombros de George Isley.
—¡Eso es a lo que cantamos y es ahí donde estamos! —exclamó con reveladora vehemencia; de inmediato su voz se alzó hasta convertirse en un rugido—. Eso —repitió— es lo que arrebata nuestros corazones. —El volumen de su entonación era asombroso.
La forma en que había pronunciado aquella palabra ponía al descubierto la corriente secreta de su vida que se ocultaba tras esa capa externa de cinismo y de risas, y explicaba el porqué de su falta de corazón. También él vivía en cuerpo y alma en el pasado. «Eso» era más revelador que cientos de páginas llenas de descripciones. Su corazón vivía en las naves de los templos; su mente estaba ocupada en desenterrar un saber olvidado; su alma se había vuelto a revestir con la seductora gloria de la antigüedad. Animado de una existencia regenerada mágicamente, moraba en el esplendor reconstruido de lo que para la mayoría de la gente no es más que un montón de ruinas. George Isley y él habían resucitado un poder que los atraía hacia el pasado; pero mientras que el primero de ellos aún se resistía, el segundo ya había establecido allí su hogar permanente. La misma facultad que me había permitido ver la procesión de los templos hacía que viera también que aquello era absolutamente irreversible. El hombre que estaba sentado al piano se me mostraba en toda su desnudez. Ahora lo veía tal y como era. Ya no se ocultaba tras aquella máscara de burlas y risas sardónicas. Hacía tiempo que se había abandonado, que se había perdido, que se había marchado; y desde el lugar en que ahora habitaba su alma, observaba cómo George Isley se iba hundiendo para unirse con él. Vivía en el antiguo Egipto subterráneo. Aquel gran hotel se levantaba en un equilibrio precario sobre una finísima capa de desierto. En el exterior, casi al alcance de nuestras voces, se hallaban miles de tumbas, cientos de templos. Moleson se había fundido con «eso».
Aquella intuición, como las imágenes que había visto en el cielo, se me pasó por la cabeza como un relámpago; y ambas eran ciertas.
La nueva pieza que entretanto había empezado a tocar, poseía una fuerza arrolladora que no soy capaz de describir. Era sombría, majestuosa, solemne. Transmitía la misma fuerza que se apreciaba en su forma de andar. Parecía venir de muy lejos; pero su lejanía no era meramente espacial. En aquella música alentaba también el sentimiento de un tiempo muy remoto, acompañado de esa extraña tristeza y ese anhelo melancólico que suelen evocar los largos intervalos temporales. Se desplazaba a una gran distancia; sus estribillos recogían los ritmos de las multitudes que los siglos habían hecho enmudecer; sonaba como una canción, pero su canto discurría por pasadizos subterráneos cubiertos de múltiples capas de fina arena que apagaban su sonoridad. A través de él retumbaban los suspiros de los vientos perdidos y errantes. El contraste que producía tras haber escuchado aquella otra música moderna y vulgar era devastador. Y, sin embargo, el cambio se había producido con toda naturalidad.
—En cualquier otro lugar sonaría vacío y monótono; en Londres, por ejemplo —oí que decía Moleson, arrastrando las palabras mientras se balanceaba de uno a otro lado—. Pero aquí suena grandioso y espléndido… verdadero. ¿Oyen lo que les digo? —añadió con gravedad—. ¿Lo entienden?
—¿Qué es? —preguntó Isley con voz sorda, antes de que yo pudiera abrir la boca—. No lo recuerdo bien. Al oírlo me entran ganas de llorar… no sé si podré soportarlo. —El final de su frase apenas si llegó a salir de su garganta.
Mientras le contestaba no era a él a quien miraba Moleson. Era a mí.
—Deberías saberlo —respondió con una voz que parecía oscilar siguiendo el ritmo de la música—. No es la primera vez que lo escuchas; es ese cántico del ritual que nosotros…
Isley se puso de pie de un salto y le detuvo. No oí el final de la frase. Como una exhalación se me pasó por la cabeza la idea de que las voces con las que hablaban no eran las suyas. Por más descabellado que pueda sonar, imaginé que a quienes estaba oyendo era a los dos Colosos, cantándose el uno al otro al amanecer. Los más extravagantes pensamientos cruzaban por mi mente. Parecía como si esos símbolos eternos del cosmos, descubiertos y adorados en aquella antigua tierra, hubieran cobrado una espantosa vida. Mi conciencia se había vuelto envolvente. Tenía la inquietante sensación de que las edades se habían salido de su sitio y me llevaban consigo; me dominaban; me hacían perder pie y me arrastraban en su corriente. Tiraban de mí hacia atrás. También yo cambiaba… aquello me estaba cambiando.
—Ahora lo recuerdo —dijo suavemente Isley. En su tono se apreciaba la adoración de un devoto y, no obstante, denotaba también angustia y tristeza; había dejado que el presente le abandonara del todo, y al comprobar cómo las últimas ataduras que le ligaban a él se rompían, sentía dolor. Imaginé que oía cómo su alma pasaba delante de mí y se alejaba sollozando hacia las profundidades.
—La cantaré —susurró Moleson—, necesita voz. ¡El sonido y el ritmo son absolutamente gloriosos!