Fue durante unos días sin viento de un espléndido mes de diciembre cuando Moleson, el egiptólogo, nos localizó e hizo una visita relámpago a Helouan. Aunque sus obligaciones le llevaban de un extremo a otro del país, al parecer podía disponer libremente de su tiempo. Su estancia entre nosotros se prolongó. Su llegada introdujo un elemento nuevo que no sabría muy bien cómo evaluar, aunque en términos generales el efecto que produjo en mi compañero fue el de hacer más patente su alteración. Subrayaba el cambio que se había producido en él y lo hacía más palpable. Me pareció advertir también que su presencia no era bien recibida. «Jamás hubiera esperado encontrarte aquí», había dicho Moleson, soltando una risotada, cuando se encontraron; sin que quedara muy claro si se refería a Helouan o al hotel. Mi impresión personal fue que se refería a ambos, y recordé entonces mi fantasía sobre lo apropiado que era aquel hotel para esconderse. George Isley no había podido contener un ligero sobresalto cuando le trajeron la tarjeta de visita a la hora del té. Tuve la impresión de que había intentado escaparse de su antiguo colega. Pero Moleson le había encontrado.
—He oído decir que estabas con un amigo y que te estabas planteando la posibilidad de emprender nuevos expe… trabajos —Moleson sustituyó rápidamente la palabra «experimentos» por aquella otra.
—Como tú mismo puedes ver, lo primero es cierto, pero no lo segundo —replicó con sequedad mi compañero. En su tono se apreciaba cierto matiz de antipatía que bien hubiera podido interpretarse como hostilidad. Me di cuenta no sólo de que los dos se conocían desde hacía mucho, sino que, además, se conocían muy bien. En sus palabras, en sus gestos y en sus miradas se percibía un trasfondo cuyo significado no alcanzaba a captar ¡Tramaban algo; o al menos, habían estado tramando algo; algo de lo que Isley se habría desentendido con gusto de haber sido posible!
Moleson era una persona ambiciosa y llena de energía, que vivía para su profesión, mostrándose igualmente receptivo a la vertiente poética y al lado práctico de la arqueología, y la primera impresión que me causó fue plenamente satisfactoria. Un don natural para aquella disciplina le había granjeado el éxito y una cierta fama a una edad bastante temprana. Sus conocimientos eran enciclopédicos y muy precisos; y su mente estaba empapada de la sabiduría de aquella civilización extinta. Tras una apariencia externa ligeramente descuidada se adivinaba una naturaleza apasionada y compleja. No podía dejar de observar con interés a aquel hombre para quien el viejo culto solar de unos tiempos precientíficos conservaba una belleza tan verdadera como real. Muchos aspectos de su libro, que en su momento me sorprendieron, se volvían inteligibles ahora que conocía a su autor. No sabría dar detalles de cómo sucedía aquello, pero el caso es que había algo en su persona que lo hacía posible. Aunque se trataba de un hombre moderno hasta la médula, y estaba al tanto de todas las tendencias de última hora, parecía ocultar dentro de sí otro yo que adoptaba una actitud de desapego y digna indiferencia hacia los intereses que centraban la atención de su espíritu «cultivado». Por así decirlo, sabía leer los secretos vitales que se hallaban tras las etiquetas de los museos. Si ha habido alguna vez un hombre que pareciera recién salido de los tiempos faraónicos ése era él. Al poco de conocernos, me di cuenta de que éste era aquel hombre que tenía una capacidad de «resistirse y de protegerse» extraordinarias, y que, dentro de los de su profesión, era «excepcional». Su disposición de ánimo solía ser ligera y alegre, tenía un gran sentido del humor, y su modo de enfrentarse a las cosas parecía indicar que consideraba que la actitud más sana ante la vida era tomárselo todo a risa. Sin embargo, hay risas que ocultan… otras cosas. Moleson, según pude colegir por las distintas pistas que extraje de su conversación, sus actitudes y sus silencios, era un ser profundo y singular. Fueran cuales fueran sus experiencias en Egipto había sobrevivido a ellas de forma admirable. Existían por lo menos dos Moleson. Aunque su personalidad, más que doble, a veces me parecía múltiple.
Era alto, delgado y enjuto, tenía la piel reseca y unas facciones tan marchitas como las de una momia; como él mismo decía, mientras soltaba una carcajada, la Naturaleza le había elegido físicamente para aquella profesión. Lo cierto es que era fácil imaginarle arrastrándose a lo largo de los estrechos túneles que conducen a las tumbas de arena o retorciéndose por sombríos pasadizos en medio de un calor sofocante sin sentir la más mínima incomodidad. En su mente había algo sinuoso, casi fluido, que se manifestaba también en su cuerpo. A nadie le habría causado sorpresa descubrir que era capaz de desplazarse en todas direcciones; hacia delante o hacia atrás… o incluso en dos direcciones a un tiempo.
Aquella primera impresión se fue ahondando antes de que hubieran pasado muchos días. Percibía en él una especie de irresponsabilidad, algo había en su carácter que no era sincero, casi producía la sensación de no tener corazón. Ciertamente su moral no era la habitual en estos tiempos, y había algo escurridizo en su forma de pensar. Creo que el mundo moderno, por el cual no sentía apego alguno, le confundía y le irritaba. La mera presencia de aquel hombre bastaba para introducir una nota de inseguridad en el ambiente. El interés que sentía por George Isley no difería mucho del que se puede sentir por un «espécimen» psicológico. Recordé que en su libro describía el proceso de selección de los individuos que habían de cumplir determinadas funciones en aquel maravilloso culto, y entonces, como un relámpago, se me pasó por la mente la idea de que… en fin, de que quizá Isley era la persona idónea para desempeñar alguna función específica en sus actividades de recreación. Aquel hombre era extremadamente observador, lo miraba todo de los pies a la cabeza, pero no lo hacía sólo con la vista; parecía conocer las motivaciones y las emociones mucho antes de que éstas se manifestaran por medio de acciones y gestos. Tenía la sensación de que también yo le interesaba. Desde luego me miraba de arriba abajo con esa facultad de observación interna que parecía salirle de forma automática.
Moleson no se alojaba en nuestro hotel —había elegido otro con más vida social— pero venía con frecuencia a almorzar o cenar con nosotros, y a veces pasaba la tarde en la habitación de Isley entreteniéndonos con sus dotes pianísticas, cantando canciones árabes o salmodiando frases de los antiguos rituales egipcios, acompañadas de ritmos de su propia cosecha. La vieja música egipcia, tanto en su armonía como en su melodía, estaba mucho más desarrollada de lo que yo imaginaba, pues según parece, la utilización del sonido tenía una importancia capital en sus ceremonias. La forma en que interpretaba las salmodias producía un efecto extraordinario, aunque no sabría decir si se debía a la sonoridad de su voz, a la peculiar entonación ascendente con que pronunciaba las vocales o a alguna otra razón más profunda. En cualquier caso, el resultado era algo único. Conseguía que el Egipto enterrado saliera a la superficie; casi se podía sentir cómo aquel Ente gigantesco entraba en la habitación. Desde el momento en que empezaba el canto, su esplendor y su inmensidad se introducían en la mente, acompañados siempre de una sensación de algo terrible y opresivo. Aquel sonido encerraba en sí el reposo de la eternidad. Al poco rato de haber estado oyendo esa música acudían invariablemente a mi cabeza imágenes del Valle de los Reyes, de los templos abandonados, de titánicos semblantes de piedra, de grandiosas efigies tocadas con signos zodiacales, pero sobre todo … de los dos Colosos gemelos.
Le comenté a Moleson esta última circunstancia.
—Es curioso que también usted sienta eso… quiero decir que es curioso eso que usted dice —me respondió sin mirarme, pero dando a entender que esperaba que yo hiciera aquel comentario—. En mi opinión, las efigies de Memnon expresan lo que es Egipto mejor que todos los demás monumentos juntos. Como el desierto, carecen de rasgos. Se podría decir que lo compendian, pero sin llegar a pronunciar su mensaje. Porque, verá, no pueden hacerlo —dijo, soltando una risa gutural—. No tienen ojos ni labios ni nariz; sus rasgos se han borrado.
—Y a pesar de todo, revelan el secreto… a aquellos que se molestan en escucharlo, justamente porque carecen de palabras —apostilló Isley con un hilo de voz—. Aún siguen cantando al amanecer —añadió en voz más alta, con un tono casi desafiante que me sobresaltó.
Moleson se volvió hacia él, abrió la boca para decir algo, vaciló, y se contuvo. Durante un rato permaneció en silencio. No soy capaz de describir qué había en la fugaz mirada que intercambiaron que, por alguna razón en absoluto obvia, consiguió ponerme en estado de alerta. Me puso los nervios de punta y sentí cómo un soplo de aire gélido se deslizaba entre nosotros. Moleson volvió a girarse hacia mí.
—A veces casi tengo la sensación de haber sido un sacerdote de Amon-Ra en una vida anterior, porque esto me sale de forma natural, como si lo conociera por instinto —me dijo, riéndose, después de que yo le hubiera felicitado por la música—. Recuerde que Plotino, a quien debemos la grandiosa idea de que todo conocimiento no es sino recuerdo, vivió a tan sólo unas millas de aquí, en Alejandría —dijo con cínico regocijo—. Al menos en aquellos tiempos —añadió con un tono muy significativo—, los cultos eran auténticos y los ceremoniales sí que expresaban grandes ideas y enseñanzas. Tenían fuerza. —Tras aquellas palabras contradictorias se adivinaban dos Molesons distintos.
Me fijé que Isley se movía inquieto en su asiento; por algunos de sus gestos se podía colegir el desasosiego que sentía. Durante un momento ocultó el rostro entre las manos, luego suspiró e hizo un movimiento como si tratara de evitar algo que iba a ocurrir. Pero Moleson se resistió a su intento de cambiar de conversación, aunque a partir de aquel momento el tono de la misma varió ligeramente de forma natural. Abundaban las ocasiones de este tipo en las que me daba cuenta de que ambos trataban de orillar algo que había ocurrido, algo que Moleson deseaba reanudar, pero que Isley parecía estar ansioso de diferir lo máximo posible.
Por más que estudiaba la personalidad de Moleson nunca conseguía llegar más allá de un cierto punto. Era astuto, sutil, con una inteligencia más aguda que grande; y también era cínico y falso. Sin embargo, aunque no me veo capaz de explicar por qué medios, llegué a otras dos conclusiones con respecto a él: en primer lugar, me di cuenta de que no siempre había sido una persona insincera y carente de sentimientos; y en segundo, que buscaba las diversiones sociales con un propósito muy determinado y nada común. Creo estar bastante seguro de que lo primero tenía que ver con la impronta que había dejado Egipto en él, y en cuanto a lo segundo, debía ser parte del esfuerzo que realizaba para resistir y autoprotegerse.
—Si no fuera por la diversión nadie aguantaría más de un año aquí sin venirse abajo. La vida social se vuelve desenfrenada, alocada; la gente hace cosas que nunca se les ocurriría hacer en sus propios países —señaló en cierta ocasión, con un tono frívolo que apenas conseguía velar la trascendencia de lo que decía—. Quizá ya lo habrá usted advertido —añadió mirándome de repente—. Ya sabe cómo son las cosas en El Cairo y en otros lugares; la gente se entrega de lleno a la diversión y se cometen todo tipo de excesos.
Asentí con la cabeza, aunque la forma en que lo expresaba me producía una sensación un tanto desagradable.
—Es un antídoto —dijo, con un ligero tono mordaz—. Yo mismo solía aborrecer el trato social. Pero ahora encuentro que la diversión —un poco de juerga sana— tiene su importancia. Al cabo de cierto tiempo Egipto termina por sacarle a uno de quicio. La fibra moral comienza a fallar. La voluntad se debilita —y al decir aquello miró disimuladamente a Isley como indicando lo que quería decir—. Quizá sea el contraste entre la fealdad del presente y la magnificencia del pasado —añadió con una sonrisa.
Isley, por todo comentario, se encogió de hombros, y Moleson aprovechó para contar los casos de algunos amigos y conocidos sobre los cuales Egipto había ejercido una influencia perniciosa: Barton, un maestro formado en Oxford, que se empeñó en vivir en una tienda de campaña hasta que, finalmente, las autoridades le relevaron de su puesto. Fue entonces cuando, impulsado por una fuerza irresistible, se marchó con su tienda a vagar por el desierto, dejando a un lado cualquier tipo de consideración práctica. Aquel anhelo se había apoderado de él, aunque nunca supo definir exactamente qué era lo que le había impulsado a hacer aquello. Su equilibrio mental terminó por resentirse.
—Pero ya se encuentra recuperado; precisamente este mismo año le vi en Londres. No sabía explicar lo que había sentido o por qué hizo aquello. Eso sí… se le ve cambiado.
También habló de John Lattin, que había padecido un terrible acceso de agorafobia en el Alto Egipto; de Malahide, a quien la fascinación del Nilo había inducido una manía suicida que le había llevado a cometer repetidos intentos de ahogarse; de Jim Moleson, un primo suyo (que había acampado en Tebas con Isley y con él), que se había visto atacado súbitamente por un extraño tipo de megalomanía en medio de aquellas inmensidades de arena. Todos ellos se habían curado completamente tan pronto como abandonaron Egipto, aunque también, todos y cada uno de ellos, habían cambiado y sufrido una transformación en lo más profundo de sus almas.
Hablaba de un modo vago y deshilvanado, y muchas de las cosas que contaba eran descabelladas, como si pretendiera desafiar a que se le contradijera. Sin embargo, había en todo ello algo que imponía, seguramente a causa de un efecto de acumulación emotiva.
—Los monumentos no impresionan meramente por su tamaño, sino también por su majestuosa simetría —recuerdo que dijo en otra ocasión—. Basta con fijarse en la forma que eligieron; pensemos en el caso de las Pirámides, por ejemplo. Ninguna otra forma hubiera sido posible: la cúpula, el cubo, el cono; cualquiera de ellas habría resultado del todo inadecuada. La combinación de un volumen en forma de cuña, unos cimientos inmensos y un vértice apuntado constituyen la expresión perfecta en materia de contorno. ¿Acaso cree usted que alguien que no llevara esa misma grandeza dentro de sí habría elegido semejante forma? No fueron unas mentes desequilibradas quienes concibieron las magníficas y armoniosas estructuras de los templos. En sus conciencias había un esplendor majestuoso que sólo puede nacer de la verdad y la sabiduría. El poder de sus imágenes es una expresión directa de unas realidades eternas y esenciales que ellos conocieron.
Le escuchábamos en silencio. Se dejaba llevar por el entusiasmo que sentía por aquel tema. Pero detrás de su tono desenfadado y de las preguntas burlescas latía un apasionamiento que me resultaba inquietante. Tenía la sensación de que, poco a poco, se iba aproximando un clímax que tanto para él como para Isley iba a ser cuestión de vida o muerte. Sin embargo, no conseguía descifrar aquel misterio. La simpatía que sentía por Isley me permitía participar un poco de lo que estaba ocurriendo, pero no lo suficiente como para comprenderlo del todo. Me di cuenta de que también él estaba intranquilo, aunque tampoco alcanzaba a explicarme el motivo.
—Casi es posible creer —continuó— que aún flota en el ambiente parte del espíritu de los tiempos antiguos —había entrecerrado los ojos, pero pude captar el brillo que desprendían—. Es algo que afecta a la mente a través de la imaginación. En algunos casos puede llegar a alterar la propia perspectiva sobre la realidad. Arrastra consigo las almas hacia unas condiciones de existencia radicalmente distintas a las actuales que, prácticamente, debieron representar un estado de conciencia de otro orden.
Hizo una pausa y alzó la vista hacia nosotros.
—La intensidad de las creencias en aquellos tiempos era asombrosa —prosiguió, en vista de que ninguno de nosotros le contradecía—. Eso es algo que en el mundo de hoy en día no se puede encontrar en ninguna parte. Poseían una autenticidad y una solidez que… bueno, lo que quiero decir es que no se trataba de meras especulaciones teóricas. Es como si hubiera algo en el clima, en la posición exacta que ocupa esta franja de tierra en relación con las estrellas, en su «postura» con respecto al sol, que hiciera más sutil el velo que separa a la humanidad… de otras realidades. Como es bien sabido, las divinidades de su panteón no eran meros ídolos. Todos, los animales, los pájaros, los monstruos y cualquier otra cosa que quieran añadir, tipificaban fuerzas espirituales y energías que afectaban a su vida cotidiana. Pero lo fundamental es lo que sabían. Un pueblo científico como aquél no se traga cualquier superstición absurda. Eran capaces de fabricar colores que podían durar seis mil años, incluso al aire libre; y aun careciendo de instrumentos de precisión, medían con exactitud la precesión de los equinoccios; un cálculo enormemente difícil y complejo. ¿Ha estado en Denderah? —dijo de pronto, dirigiéndose a mí—. ¿No? Bueno, esas mentes que alcanzaron a comprender el significado de los signos del zodiaco, ¡cómo iban a creer que Hathor era una vaca!
Isley tosió. Iba a interrumpirle, pero antes de que pudiera encontrar las palabras adecuadas, Moleson volvió a la carga; en su tono de voz y en sus ademanes se apreciaba un rasgo nuevo que resultaba casi agresivo. Lo que dejaba entrever tras aquellas palabras iba mucho más allá de las meras insinuaciones. Hablaba con una convicción extraña y profunda. Parecía estar tratando de orillar alguna cuestión crucial que su compañero y él conocían, aunque creo que, en realidad, su verdadero propósito era comprobar hasta qué punto yo era vulnerable, hasta dónde llegaba mi identificación con ellos. En cualquier caso, aquella cuestión tan importante era algo que George Isley y él compartían. Tenía la impresión de que debía estar basado en algún tipo de conocimiento que les habría sido desvelado a través de sus experimentos.
—Piense en las grandes enseñanzas de Ajenatón, ese joven faraón que regeneró todo el país y lo condujo a una inmensa prosperidad. Predicaba el culto al sol, pero no al sol visible. Aquella deidad no tenía una figura, una forma. El gran disco de la gloria no era más que su manifestación; cada uno de sus rayos acababa en una mano que bendecía el mundo. Era el dios de la energía, del amor y del poder eternos y, sin embargo, los hombres tenían un acceso directo a él en su vida cotidiana, podían adorarlo al amanecer y al crepúsculo con la más intensa de las devociones. ¡No hallará en eso ningún asomo de esas mascaradas antropomórficas!
Sus palabras rebosaban entusiasmo. En ese mismo instante bajó la voz y su tono cambió imperceptiblemente. Seguía mirándome con los ojos entornados.
—Y otra cosa que sabían muy bien —dijo casi en un susurro—, es que con la precesión de su deidad a través de los cambios equinocciales, nuevos poderes descendían sobre el mundo de los hombres. Cada ciclo —cada signo zodiacal— traía consigo unos poderes específicos que rápidamente eran tipificados en las monstruosas efigies que hoy en día catalogamos en nuestros aburridos museos. Cada uno de estos signos empleaba cerca de dos mil años en completar su trayecto. Pero lo verdaderamente importante es que cada uno de ellos traía aparejado un cambio en la conciencia humana. Existía una relación entre los cielos y el corazón humano. Todo eso sabían. Mientras el sol iba atravesando lentamente el signo de Tauro, adoraban al toro; cuando pasaba por Aries, sus símbolos de granito aparecían cubiertos con la figura del carnero. Entonces, como recordará, en un momento en que ellos, tras haber alcanzado su gran cenit se hundían ya en el ocaso, con la llegada de Piscis se produjo el Nuevo Advenimiento y se eligió al pez como emblema del cambio de poderes que encarnaba en la figura de Cristo. Porque, según creían, el alma humana se hace eco de los cambios que se producen en el inmenso viaje a través del zodiaco de la deidad primigenia de la que proviene y la clave de cualquier manifestación de vida se encuentra siempre en la vieja verdad de que «lo de abajo es reflejo de lo de arriba». Ahora que el sol está a punto de entrar en Acuario, nuevos poderes se ciernen sobre el mundo. Lo antiguo —lo que ha existido durante dos mil años— de nuevo se tambalea, decae y muere. A nuestra puerta llaman nuevos poderes y una nueva conciencia. Ha llegado la hora del cambio. También —y al decir aquello se echó hacia delante de tal modo que sus ojos me contemplaron desde muy cerca—, la hora de hacer que se produzca ese cambio. El alma puede elegir sus propias condiciones de vida. Puede…
Un repentino estruendo tapó el resto de la frase. Una silla había caído produciendo aquel estrépito al golpear contra el trozo de suelo que la alfombra dejaba al descubierto. Ignoro si Isley había tropezado con ella al ir a levantarse o si la había derribado a propósito. Lo único que sé es que se había levantado bruscamente y que, con la misma brusquedad, volvió a sentarse. Tuve la extraña sensación de que, de algún modo, aquello era una señal convenida de antemano. Fue algo demasiado repentino. Además, cuando habló, su voz me sonó forzada.
—Muy bien, me parece que ya se ha hablado bastante del tema, Moleson —le interrumpió con un tono desabrido—. ¿Qué tal si nos tocas una canción?