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El proceso de desintegración debía estar ya bastante avanzado cuando aparecí yo, pues los cambios se producían con gran rapidez.

Aquel era su tercer año en Egipto, y dos de ellos los había pasado de forma ininterrumpida en las proximidades de Tebas, en compañía de un egiptólogo llamado Moleson. No tardé en descubrir que, para Isley, esa región constituía el gran polo de atracción o, como él mismo decía, el corazón de la telaraña. Naturalmente no eran Luxor ni las vistas de la reconstruida Karnak lo que le interesaba, sino esa extensión de terreno cubierto de sombrías e imponentes montañas donde la realeza terrenal y espiritual había buscado la paz eterna para sus restos mortales. Rodeados de aquella soberbia desolación, los grandes sacerdotes y los poderosos reyes se habían creído a salvo de los sacrílegos. En aquellas cavernas subterráneas habían acudido fielmente a su cita con los siglos, protegidos por el silencio de su impresionante oscuridad. Allí esperaban dormidos, en íntima comunión con el transcurrir de las edades, a que Ra, su alegre divinidad, los convocara para dar satisfacción a su antiguo sueño. Y allí, en el Valle de las Tumbas de los Reyes, su sueño se hizo añicos, sus maravillosas profecías fueron objeto de burla y su gloria se vio ensombrecida por la impía profanación de los curiosos.

Que George Isley y su compañero, a diferencia de sus pragmáticos colegas, no se habían limitado a emplear el tiempo en excavar y descifrar jeroglíficos, sino que se habían enfrascado en una serie de extraños experimentos de recuperación y reconstrucción del pasado, era un tema del que se hablaba abiertamente en el seno de la comunidad arqueológica. Los increíbles acontecimientos que allí habían tenido lugar habían sido la comidilla de, por lo menos, las dos últimas temporadas de excavaciones. De todo aquello me enteraría más adelante, y las historias que entonces me contaron eran absolutamente asombrosas: hablaban de cómo aquel desolado valle rocoso se repoblaba las noches de luna llena, del humo de unas misteriosas hogueras que se elevaba hasta coronar las cumbres achatadas de los montes, de cómo se había visto salir de unas aperturas situadas en las colinas unas procesiones pertenecientes a algún culto olvidado y se había escuchado el eco de unos cánticos sonoros e increíblemente dulces que brotaban de aquellos desoladores y repulsivos precipicios. Al parecer el contenido de aquellas historias se había exagerado hasta extremos inusitados; primero las difundieron algunos beduinos nómadas; luego los guías y los intérpretes las repitieron añadiéndoles nuevos toques de misterio y, finalmente, a través de los sirvientes indígenas de los hoteles, llegaron a oídos de los turistas aderezadas con todo tipo de anécdotas pintorescas. Según parece, también llegaron a oídos de las autoridades. En cualquier caso, el único dato fiable que obtuve en aquel momento fue que todo aquello cesó bruscamente. George Isley y Moleson se separaron; y, por lo que oí, era Moleson quien había iniciado aquel asunto. Entonces aún no le conocía personalmente; su fascinante libro, Una reconstrucción moderna del culto al sol en el antiguo Egipto, era mi único contacto con aquella mente tan poco común. En él defendía la idea de que el sol sería la deidad de una religión científica que remplazaría en el futuro a los diversos dioses antropomorfos de unos credos pueriles y planteaba la posibilidad de que los signos del zodiaco fueran una especie de Inteligencias Celestes. La fe resplandecía en cada una de sus páginas. Tenía la teoría de que el calor, cuya fuente de procedencia exclusiva era el sol, constituía la base de la vida humana y, por lo tanto, los hombres formaban parte del sol del mismo modo que, para los cristianos, cada hombre forma parte de su deidad personal. El destino final era la absorción. La descripción que hacía de «los ceremoniales del culto al sol» conseguía transmitir una sensación de realidad y una belleza impresionantes. Aunque este libro tan singular era lo único que sabía de su autor hasta que vino a visitarnos a Helouan, no me costó mucho darme cuenta de que, de algún modo, la influencia de aquel hombre estaba en el origen del cambio que había experimentado mi compañero.

Así pues, era en Tebas donde se hallaba el punto neurálgico de la fuerza que tiraba de mi amigo, alejándolo de las realidades de la vida moderna. Era fácil suponer que debió ser allí donde aquellos hombres se tropezaron con una serie de «obstáculos» que habían impedido que siguieran investigando con más detalle. En aquel valle opresivo y embrujado, situado en las proximidades de la Ciudad de las Cien Puertas, donde lo blasfemo y lo reverencial se enfrentan cara a cara, donde la curiosidad moderna se halla más afanosamente organizada, y donde hasta los propios turistas son conscientes de una hostilidad latente que acosa las indagaciones de las mentes menos imaginativas, era donde Egipto había levantado el cuartel general de su irreconciliable antagonismo. Y era allí, entre las ruinas más espléndidas de su pasado, donde habían transcurrido los años que George Isley había dedicado a su mágica reconstrucción y donde se había topado con aquella fuerza que ahora dominaba por completo su vida.

Aunque en las charlas que mantuvimos nunca se le escapó un reconocimiento explícito de aquel combate interior, recuerdo, ya entonces, algunos fragmentos de conversaciones que ponían de manifiesto su renuncia voluntaria al presente. En cierta ocasión hablábamos del miedo; aunque, como siempre hacíamos, con esa especie de vaguedad que acabo de mencionar. Yo insistía en que la mente, una vez que ha sido prevenida contra algo, puede mantener el control sobre sí misma y evitar que ocurra.

—Pero eso no quiere decir que lo que iba a ocurrir fuera irreal —objetó.

—La mente puede negarlo —dije—. Entonces se vuelve irreal.

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No se puede negar algo que es irreal. La negación es un mecanismo de autodefensa infantil contra algo que creemos que va a ocurrir. —Por un momento me miró fijamente a los ojos—. Se niega lo que se teme —dijo—. Pero el miedo también atrae. Sabes que, tarde o temprano, te atrapará —al decir aquello sonrió con inquietud.

Dado que los dos conocíamos el secreto que se ocultaba tras aquella conversación, hablar de esa manera resultaba un tanto indecoroso e inadecuado, pues de hecho lo que discutíamos eran los aspectos psicológicos de su propia desaparición. No obstante, a pesar del disgusto que me producía, lo cierto es que había en aquel tema algo que me fascinaba y que lo hacía extremadamente atractivo…

—Una vez que se lleva dentro el miedo —añadió luego—, la confianza en uno mismo comienza a socavarse, la estructura de la vida se ve amenazada y finalmente,… se parte con alegría. La fe es el cimiento de todas las cosas. Un hombre es aquello que cree sobre sí mismo; y en Egipto se pueden llegar a creer cosas que, en otro lugar del mundo, a nadie se le pasarían por la cabeza. Ataca las propias esencias de la persona.

Dejó escapar un suspiro, en el que, no obstante, se adivinaba una extraña expresión de placer; una sonrisa de resignación y de alivio pasó fugazmente por sus duras facciones. El gran placer del abandono ya se había apoderado de él.

—Pero incluso las creencias deben estar basadas en algún tipo de experiencia —objeté. Me producía espanto hablar de su enfermedad espiritual enmascarándola tras aquellas alusiones indirectas. Mi única excusa es que era evidente que él se prestaba gustosamente a ello.

De forma inmediata expresó su asentimiento.

—Algún tipo de experiencia siempre hay —dijo en tono misterioso—. Habla con la gente que vive aquí, pregunta a cualquiera que piense un poco o que tenga una imaginación mínimamente despierta. Sea cual sea la frase con que la formulen, siempre obtendrás la misma respuesta. Incluso los turistas y los simples funcionarios lo sienten. Y no es cosa del clima, no es cosa del estado nervioso, no es ninguna tendencia concreta que puedan nombrar o identificar. Tampoco se trata de que la mente se halle imbuida de la magia del Oriente. Es algo que empieza por arrancarte de tu vida habitual y que, más adelante, te arranca la propia vida a la que estás acostumbrado. Al final renuncias voluntariamente a un Presente que no te aporta nada. Además, una vez que la puerta se ha abierto… ya no valen medias tintas.

Era tan innegable la verdad que encerraban aquellas palabras que no se me ocurrió ninguna réplica que fuera lo bastante consistente como para forzarle a rectificarlas. De hecho, todos los intentos que hice en ese sentido resultaron inútiles. Tenía la intención de partir; mis palabras no le iban a detener. Quería un testigo —la soledad de la marcha le horrorizaba— pero no toleraba ninguna interferencia. Lo contradictorio de aquella situación hacía que tanto nuestro corazón como nuestra mente se hallaran en un estado de perplejidad. El ambiente que se respira en esa tierra mayestática, tan insignificante hoy en día y tan grandiosa en el pasado, contribuía sin duda a que se produjera la apertura de unos horizontes espirituales que revelaban unas posibilidades asombrosas.