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Sin que nos diéramos cuenta fueron pasando los días, y también, creo, las semanas. Escondidos en aquel hotel cosmopolita pasábamos desapercibidos, apartados del resto del mundo. El tiempo parecía seguir su curso al ritmo que más le placía: rápido unas veces, lento otras, llegando incluso a detenerse en algunas ocasiones. Aquellos días radiantes, situados entre el esplendor del amanecer y del crepúsculo, eran tan similares que producían la impresión de no ser más que un único e interminable día. El mecanismo mental encargado de realizar mediciones se había desajustado. El tiempo marchaba hacia atrás; las fechas se olvidaban; el mes, la época del año, incluso el siglo, se hundían en un transcurso indiferenciado.

El Presente discurría de una forma verdaderamente extraña; los periódicos y la política carecían de importancia, las noticias no tenían ningún interés. La vida inglesa resultaba tan remota que parecía irreal y los acontecimientos europeos se desdibujaban. El flujo de nuestras vidas corría en una dirección completamente distinta: marchaba hacia atrás. Los nombres y los rostros conocidos aparecían envueltos en brumas. Las gentes llegaban como caídas del cielo; de repente estaban ahí. Al encontrarlos en el comedor se tenía la sensación de que habían llegado de un mundo exterior que, en alguna parte, debía seguir existiendo. Cierto que un vapor hacía la travesía cuatro veces por semana, y que el viaje sólo duraba cinco días, pero eso era algo que, aunque se sabía, no se tenía en cuenta. El hecho de que aquí fuera siempre verano, mientras en aquellos otros lugares reinaba el invierno, contribuía a hacer que la distancia pareciera inconcebible. Mirábamos al desierto y hacíamos planes: «haremos esto y aquello; tenemos que ir a ese sitio; visitaremos tal y cual lugar…», y, sin embargo, nunca sucedía nada. Todas las cosas pertenecían al ayer o al mañana; como Alicia, habíamos descubierto que el hoy, en realidad, no existe. Nos bastaba con pensar en algo para que ocurriera. Con eso era suficiente. Si lo pensábamos, había ocurrido. Vivíamos inmersos en la realidad de los sueños. Egipto era un mundo de fantasía en el que el corazón vivía hacia atrás.

Así pues, durante aquellas semanas estuve contemplando cómo se iba apagando una vida, y aunque mantenía una actitud vigilante y llena de comprensión hacia él, me sentía incapaz de intervenir y de prestar ayuda. A través de pequeños detalles advertía en George Isley el progreso de aquel combate desigual, pero mi capacidad de socorrerle se veía anulada por el hecho de que también yo me encontraba en una situación similar a la suya. Lo que él experimentaba de forma definitiva y completa, yo lo experimentaba en menor medida y solamente en algunas ocasiones. También yo parecía haber quedado atrapado en los bordes de aquella telaraña invisible. Me sentía tan implicado en aquella situación que no me costaba comprender lo que le estaba ocurriendo… y asistir a su declive era algo verdaderamente espantoso. En el proceso su carácter desaparecía; vi cómo todas sus aptitudes se iban extinguiendo, cómo menguaba su personalidad, cómo su propia alma se disolvía ante aquella influencia insidiosa e invasora. Apenas si ofrecía resistencia. Me hacía pensar en esos insectos abominables que paralizan el sistema motriz de sus víctimas para después poder devorarlas a placer cuando aún están vivas. Aquella increíble aventura era rigurosamente cierta, pero, dado su carácter espiritual, no es posible narrarla como si se tratara de un relato detectivesco. La versión que doy de ella no es sino una interpretación personal; tan sólo una de las muchas versiones posibles. Todo aquel que conozca el verdadero Egipto, ese Egipto que nada tiene que ver con la construcción de presas, con el nacionalismo o con el bienestar material de los falaheen, lo entenderá. Esa tierra aún tiene que sufrir el despojo de sus muertos, y en venganza, elige tranquilamente sus presas entre los vivos.

Las circunstancias en que se delataba podían ser de lo más banales; lo que las hacía interesantes era la posibilidad que ofrecían de entrever el proceso que se desarrollaba bajo su tranquilo aspecto externo. Recuerdo que en cierta ocasión, tras comer juntos en Mena, fuimos a visitar unas excavaciones que se estaban haciendo no muy lejos de las pirámides de Gizeh, y de regreso, pasamos junto a la Esfinge. Era la hora del crepúsculo; el grueso del ejército de turistas ya se había retirado, aunque algunas docenas de visitantes pululaban todavía por el lugar entre el griterío de los muchachos que alquilaban borricos y de los pedigüeños. De pronto, vimos emerger su cabeza y sus hombros descomunales flotando sobre aquel mar de arena. Bajo aquella luz mortecina, su figura oscura y monstruosa se destacaba tan imponente como de costumbre, como un ser cuyo linaje no fuera humano. Ningún grado de familiaridad con esa imagen puede devaluar su grandeza, el impresionante marco en donde se ubica o la expresión vacía de un semblante de unas dimensiones tan vastas que no permiten identificarlo como un rostro. Aunque se visite un millar de veces su poderío permanece inalterable. Se ha agregado a la tierra desde un mundo desconocido. Tanto George Isley como yo nos hicimos a un lado al avistar aquella presencia ajena e inquietante. No llegamos a detenernos, pero aminoramos la marcha. Hacerlo era algo obvio, inevitable. Entonces, con una brusquedad que hizo que me sobresaltara, me señaló algo con la mano. Apuntaba a los turistas que se encontraban por allí.

—Ves —dijo en voz baja—, de día y de noche, encontrarás siempre a una multitud rindiendo pleitesía a esa cosa. Pero fíjate en su comportamiento. Que yo sepa las gentes no hacen eso frente a ninguna otra ruina en el mundo.

Se refería a cómo las personas procuraban apartarse de los demás para contemplar aquel rostro formidable a solas. Desperdigados por aquella profunda concavidad de arena se veían hombres y mujeres —de pie, tumbados, en cuclillas— que se mantenían alejados del grueso del grupo donde los dragomanes, con su proverbial labia, recitaban sus peroratas.

—Es el deseo de estar solo —prosiguió como si hablara consigo mismo, tras habernos detenido un momento— la necesaria intimidad que exige la adoración.

Aquella escena era muy significativa, pues ponía de manifiesto como, a pesar de toda la propaganda que se le había hecho, no disminuía en nada el efecto que causaba aquel semblante inescrutable cuyos ojos de piedra contemplaban en silencio los humanos. Ni tan siquiera aquel soldado de casaca roja, de pie sobre una de sus gigantescas orejas, conseguía introducir una nota banal en aquel cuadro. Pero las palabras de mi compañero sí que añadían algo más al espectáculo, algo menos excelso y que dejaba caer una gota de horror en aquel cuenco de arena. Por un instante no era difícil imaginar que esos turistas rendían culto… en contra de su voluntad. No costaba imaginarse que el monstruo se percataba de su presencia, que lentamente hacía girar su espantosa cabeza, mientras la arena comenzaba a deslizarse visiblemente entre una de sus patas que empezaba a moverse. En una palabra, que podía apoderarse de ellos… y transformarlos.

—Ven, se hace tarde, y quedarse a solas con esa cosa es algo que en este momento me resulta insoportable —me susurró con voz apagada, interrumpiendo mis fantasías como si las hubiera adivinado—. En fin, ya te habrás dado cuenta de lo poco que importan los turistas, ¿no? —añadió mientras me tiraba del brazo para que nos alejáramos rápidamente de allí—. En vez de hacer que disminuya su efecto, no hacen sino aumentarlo. Los utiliza.

Una vez más un ligero escalofrío, causado posiblemente por el nerviosismo que aprecié en él al tocarme o por la seriedad con que había pronunciado aquellas extrañas palabras, me recorrió todo el cuerpo. Una parte de mí se quedó rezagada en esa oquedad de arena, postrada ante aquella inmensidad que simbolizaba el pasado. Un anhelo misterioso e insensato se apoderó de mí por un instante, un intenso deseo de comprender exactamente por qué se sentía en aquel lugar la presencia del terror, cuál era el verdadero sentido que tuvo aquella figura para quienes la colocaron allí, esperando al sol; cuál era el papel específico que desempeñaba —a qué almas conmocionaba y por qué lo hacía— en ese sistema de majestuosas creencias y de fe del cual seguía siendo el emblema más indestructible. El pasado se agrupaba solemne en torno a aquella amenazadora efigie. Percibía con toda claridad esa especie de fuerza de succión espiritual que arrastraba hacia atrás y a la que mi compañero, a pesar de la oposición de su yo más moderno y común, se sometía con gusto. Conseguía que el pasado pareciera algo extremadamente deseable y desligaba todas las ataduras que nos unen al presente. Encarnaba tres de los principales ingredientes del profundo embrujo de Egipto: el tamaño, el misterio y la inmovilidad.

Por fortuna, a George Isley le dejaban indiferente los aspectos más burdos de aquel hechizo. Lo convencionalmente misterioso no le interesaba; ni relataba historias de momias ni tan siquiera hizo nunca alusión a esa cualidad sobrenatural que acude siempre a la mente de la mayoría cuando piensa en Egipto. Lo suyo no era ningún juego. Aquella influencia era algo serio y vital. Aunque yo sabía que tenía ideas muy firmes sobre la impiedad de perturbar el reposo de los muertos, estando yo presente nunca atribuyó ningún carácter supuestamente vengativo a las energías de un pasado ultrajado. Las clásicas historias de este tipo —adecuadas tan sólo para las mentes supersticiosas y para los niños— las ignoraba completamente; las deidades que querían apoderarse de su alma tenían un rango muchísimo más elevado. Él vivía ya —si es que se puede expresar así— en un mundo que su corazón había reconstruido o recordado; la dirección hacia la que le conducían era radicalmente distinta. Con esa visión moderna y sensacionalista de la vida, su espíritu ya no tenía trato alguno: vivía hacia atrás. Observaba cómo su figura se iba alejando hacia la espaciosa y dorada atmósfera del tiempo recuperado con tristeza, pero nunca con sentimentalismo. El alma inmensa del Egipto subterráneo le arrastraba hacia abajo. Su empequeñecimiento físico era, por supuesto, una interpretación mental que yo había hecho, pero otra interpretación todavía más extraña, de carácter espiritual, maravillosa y horrible a un tiempo, corría en paralelo a aquella. Mientras su apariencia externa y todo lo que le vinculaba con el mundo moderno y el Presente parecía disminuir, por dentro crecía y se volvía gigantesco. El tamaño de Egipto había penetrado en él. Unas dimensiones descomunales comenzaban a acompañar cualquier representación que mi visión interior se hacía de su personalidad. Se estaba agigantando. Ya se habían apoderado de él dos rasgos característicos de aquella tierra: la magnitud y la inmovilidad.

Finalmente, ese temor reverencial que el mundo moderno ignora con desprecio, se despertó en mi corazón. La mera presencia de mi compañero bastaba a veces para asustarme, pues uno de los aspectos del embrujo de Egipto radica precisamente en su tamaño y sus dimensiones. Nuestro corazón desdeña este presente que es sólo velocidad, pero las grandes magnitudes siguen inquietándole, y en Egipto se encuentran tamaños que fácilmente pueden llegar a producir espanto.

Cada detalle de esa tierra parece empeñado en meternos esa idea en la cabeza, hasta que, por fin, el presente tiene que dejarle su sitio. Los cómputos en millas no bastan para hacer comprensible la inmensidad del desierto, y las fuentes del Nilo se encuentran a tal distancia que, más que en el mapa, se diría que sólo existen en nuestra imaginación. El esfuerzo necesario para aprehender su realidad se paraliza; daría lo mismo que estuvieran en la Luna o en Saturno. Aún se desconoce la magnificencia desnuda del desierto, y en cuanto a las pirámides, los templos, los pilares y los Colosos, sus proporciones se quedan a las puertas de nuestra mente, pero nunca llegan a superar ese umbral. Egipto permanece fuera, revestido de las prodigiosas medidas del pasado. Sus antiguas creencias no sólo participan de ese efecto titánico sino que lo elevan a una dimensión superior. Sus dimensiones agobian y producen una desagradable sensación de inmensidad; por eso la mayoría de las personas regresa con alivio a aquellos detalles que pueden medirse haciendo uso de una escala más manejable. Los trenes expresos, los aviones o los transatlánticos no exigen una expansión tan dolorosa de nuestras facultades como los pilares de Karnak, las pirámides o el interior del Serapeum.

Por otra parte, justo detrás de esa magnitud, acecha lo monstruoso. No es algo que se manifieste solamente en las arenas y las piedras, en los extraños efectos de luz y de sombra o en las relumbrantes puestas de sol y los mágicos crepúsculos, sino también en toda su variada vida animal. Se adivina en esos búfalos de voluminosas cabezas, en los buitres, en las miríadas de milanos o en el grotesco aspecto de esos camellos que nunca paran de rumiar. No hay un sólo lugar de ese paisaje colosal y áspero donde no se perciba esa sensación. La lírica no tiene cabida en esa tierra de arrebatados espejismos. Una inmensidad deforme observa el diario ajetreo de los minúsculos seres humanos. Los días se suceden en una marea de un dorado esplendor, y no queda más remedio que dejarse llevar por esa corriente irresistible que arrastra hacia atrás, hacia las profundidades. Vestidos con sus coloridos ropajes, los indígenas caminan en silencio a este lado de la cortina; al otro lado habita el alma del antiguo Egipto —la Realidad, como la llamaba George Isley— observándolo todo con sus ojos insomnes de un gris infinito. A veces la cortina tiembla y se levanta una esquina; surge una mano invisible; el alma recibe su toque… y alguien desaparece.