La palabra alma no iba a abandonarme ya hasta el momento del desenlace final. Egipto se estaba llevando su alma hacia el Pasado. Todo lo que en él había de valioso partía de buen grado; el resto, algún aspecto menor de su mente y de su carácter, se resistía y trataba de aferrarse al presente. Por lo tanto, sí que había lucha. Pero también ella se iba desdibujando poco a poco.
Cómo pude llegar tan alegremente a una conclusión tan monstruosa es algo que, aún hoy, me sigue pareciendo un misterio. Es bien sabido que de una conversación se suele extraer una idea general cuyo contenido excede siempre al de las palabras que efectivamente se pronunciaron o se oyeron. Naturalmente, aquí sólo he recogido una parte de lo que nos comunicamos a través del lenguaje, y en cuanto a lo que se sugirió —mediante gestos, expresiones o silencios— quizá poco más que algún indicio suelto. Lo único que puedo asegurar es que, para mí, ese veredicto tan perturbador equivalía a una certeza. Cuando subí al piso de arriba, vino conmigo; caminaba a mi lado, observándome, escuchándome. Aquel misterioso Tercero que habíamos evocado en nuestra conversación era más grande que cualquiera de nosotros por separado; podría denominarse el espíritu del antiguo Egipto, o generalizando todavía un poco más, el espíritu del Pasado. Lo cierto es que aquel Tercero permanecía a mi lado, susurrándome al oído aquella cosa tan increíble. Cuando salí al pequeño balcón de mi habitación para fumar una pipa y disfrutar de la reconfortante presencia de las estrellas antes de irme a dormir, aquello salió también conmigo. Estaba en todas partes. Se oía ladrar a unos perros, a lo lejos se escuchaba el monótono redoble de un tambor que parecía provenir de Bedraschien, y desde las barracas y las calles oscuras llegaba el sonsonete de las musicales voces de los nativos. Detrás de todos aquellos sonidos tan familiares percibía la presencia invisible de aquel Tercero. El inmenso cielo nocturno, salpicado de estrellas, también me hablaba de su presencia. Estaba en la brisa helada que susurraba en torno a los muros del hotel y se cernía sobre toda la superficie del desierto insomne. Estaba tan acompañado como si el propio George Isley en persona se encontrara a mi lado… y en ese momento, me llamó la atención una figura que se movía a lo lejos. Aunque mi ventana se encontraba en el sexto piso, la estatura y el porte marcial de aquel hombre que se alejaba paseando del hotel eran inconfundibles. George Isley se estaba internando lentamente en el desierto.
En realidad, aquella visión no tenía nada de particular. No eran más que las diez de la noche, y yo mismo, de no ser por las órdenes del médico, bien podría haber estado haciendo otro tanto. Sin embargo, mientras me apoyaba en el alféizar de la ventana y le observaba desde aquella altura de vértigo, un escalofrío me recorrió el cuerpo, y una sensación que, por más páginas que escribiera, jamás podría llegar a explicar o describir, me invadió y se apoderó de mí. Las palabras que él había pronunciado durante la cena me vinieron a la memoria con singular fuerza. Egipto le rodeaba como una inmensa e inmóvil telaraña gris. Sus pies habían quedado atrapados en ella y había empezado a vibrar. Aquella urdimbre plateada que iluminaba la luna iba transmitiendo la noticia de Menfis a Tebas, desde la subterránea Sáqqara al Valle de los Reyes, a una y otra orilla del Nilo. Un temblor recorría todo el desierto, y una vez más, como ya ocurriera en el comedor, escuché el rumor del movimiento de miles de leguas de arena. Tuve la impresión de haberle sorprendido en el preciso instante en que iba a desaparecer.
En aquel momento me di cuenta del poderoso embrujo que se desprende de esa misteriosa atmósfera de inmovilidad que es Egipto, y sentí que una emanación mágica de su poderoso pasado rompía súbitamente sobre mí como si se tratara de una ola. Quizá experimenté entonces lo mismo que él: la sensación de que el reflujo de aquella ola gigantesca me arrancaba una parte de mi ser y la arrastraba hacia el pasado. Un anhelo indescriptible extraía de mi corazón algún elemento vital que, embargado de una dulzura ardiente y anhelante, ansiaba alcanzar el éxtasis de una pasión espiritual que hacía mucho que había dejado de existir. No hay palabras para expresar la intensidad del dolor y la felicidad que aquello me producía; mi personalidad —o al menos una parte esencial de ella— parecía marchitarse ante aquella fuerza cautivadora.
Permanecí en aquel lugar, inmóvil como una piedra, sin poder dejar de mirarle. Firme y erguido, consciente de que cualquier resistencia sería vana, ansiando partir y, a la vez, esforzándose por quedarse, George Isley, más que andar parecía flotar en el aire avanzando hacia aquel hilo gris pálido que era la ruta de Suez y del lejano Mar Rojo. Mientras le contemplaba me invadió un extraño e intenso sentimiento de pesar, de desgarramiento y de compasión que no soy capaz de explicar; era tan misterioso como lo es el dolor en los sueños. Creo que sentí algo de la espantosa soledad que él experimentaba, una soledad que nada en el mundo podía atenuar. Despojado del Presente, su alma buscaba la quimera de un Pasado irreal. Ni siquiera la majestuosa calma de la espléndida noche egipcia conseguía disipar aquel sortilegio; reinaban una paz y un silencio maravillosos y el dulce perfume del aire del desierto era embriagador; pero aquello tan sólo contribuía a hacerlo más intenso.
Aunque me sentía incapaz de explicar mis propias emociones, la conmoción que me producían era tan real que se me escapó un suspiro y me di cuenta de que estaba a punto de llorar. No podía dejar de observarle y, sin embargo, sentía que no tenía derecho a hacerlo. Lentamente me fui retirando de la ventana con la sensación de haber estado entrometiéndome en su intimidad, pero antes pude ver cómo su silueta se fundía con el oscuro universo de arena que comenzaba nada más traspasar los muros del hotel. Llevaba puesto un manto verde que le caía casi hasta los talones y cuyo color se fusionaba con la superficie plateada de la oscuridad marina del desierto. Aquel brillo que, en un principio, parecía rodearle, finalmente le ocultó. Desapareció bajo uno de los pliegues de esa misteriosa vestidura, sin costuras ni cierres, que envuelve a Egipto a lo largo de miles y miles de leguas. El desierto se había apoderado de él. Egipto le había atrapado en su tela de araña. Había desaparecido.
No me sentía capaz de irme a dormir en aquel momento. El cambio que él había experimentado hacía que me sintiera menos seguro de mí. Su desintegración me había sobrecogido. Me daba cuenta de hasta qué punto yo mismo estaba nervioso.
Permanecí sentado junto a la ventana, fumando; estaba agotado físicamente pero mi imaginación se hallaba en un desagradable estado de sobreexcitación. Los grandes carteles luminosos del hotel se apagaron; una por una se fueron cerrando debajo de mí todas las ventanas; en las farolas de la calle ya no había luz, y Helouan se asemejaba al montón de piezas blancas de un juego de construcción desperdigado sobre la moqueta de un cuarto de niños. Su aspecto en medio de aquella vasta inmensidad era insignificante. El entramado reticular de sus luces parpadeaba como si se tratara de un racimo de luciérnagas caído en una pequeña grieta de aquel formidable desierto. Parecía levantar la vista hacia las estrellas con cara asustada.
Hacía una noche serena. Sobre el paisaje flotaba una atmósfera de una belleza inmensa, tras la cual se adivinaba un matiz siniestro, apenas aliviado por el centellear de las estrellas. Pero, en realidad, nada dormía. Agrupados a intervalos sobre aquel universo de tonos pardos se alzaban solemnes y vigilantes los guardianes eternos: las descomunales Pirámides, la Esfinge, los adustos Colosos, los templos vacíos, las tumbas abandonadas desde hace siglos. Por todas partes se sentía la presencia de aquellos centinelas apostados a lo largo de la noche. El silencio parecía susurrar: «Esto es Egipto; es en Egipto donde estás. Más allá de tu ventana palpitan ochenta mil años de historia. Bajo tierra reposa, insomne, poderoso, imperecedero; no es algo que se pueda tomar a la ligera. ¡Ten cuidado! ¡O también a ti te transformará!».
Mi imaginación me ofreció entonces una pista. Egipto es una realidad difícil de concebir. Como si se tratara de una idea fabulosa y cuasi legendaria, la mente no consigue darle cabida. Son tantos los elementos descomunales que lo componen que no hay forma de asimilarlos; el ánimo se queda en suspenso, trata de ganar tiempo para recobrar el aliento, los sentidos comienzan a vacilar y, finalmente, un embotamiento próximo al estupor se va apoderando del cerebro. Con un suspiro se abandona el combate y la mente capitula ante Egipto aceptando todas sus condiciones. Sólo los excavadores y los arqueólogos, al ceñirse estrictamente a los hechos, consiguen resistirse. Ahora comprendía mejor el significado que mi amigo daba a los términos «resistencia» y «protección». Mi razón vacilaba, pero la intuición no paraba de darle vueltas a esta pista tratando de descubrir cuáles pudieran ser las influencias que estaban en juego en aquel proceso. George Isley tenía una idea mucho más clara que la mayor parte de la gente de lo que era Egipto, pero se trataba del Egipto que fue.
Recordé entonces la primera impresión que me causó aquella tierra y cómo, más adelante, había sido incapaz de sobrellevar su recuerdo. Al evocarlo, acudía a mi mente una mezcolanza impresionante, una gigantesca mancha de color que, simplemente, anonadaba. Sólo los aspectos de menor importancia encontraban acomodo en el corazón. La visión que tenía era caótica: arenas inundadas de una luz deslumbrante, vastas naves de granito, imponentes efigies que miraban al sol sin parpadear, un río brillante y un desierto envuelto en sombras, el uno como el otro tan infinitos como el cielo; pirámides descomunales y gigantescos monolitos, ejércitos de cabezas, de zarpas y de rostros de una escala prodigiosa. Si cada uno de aquellos elementos tomados por separado aturdía, el efecto de conjunto era demasiado vasto e inabarcable para que la mente pudiera darle cabida. Su refulgente esplendor pasaba tan cerca de los ojos —y tan lejos a la vez— que no era posible distinguirlo con claridad; no había manera de comprenderlo.
Al cabo de unas semanas todo aquello comenzó lentamente a cobrar vida. Me atacó por sorpresa y quedé atrapado entre sus formidables garras; pero ni siquiera entonces fui capaz de hablar de ello, de describirlo, de pintarlo. Cuando menos se esperaba lanzaba su ataque: de repente, en las neblinosas calles de Londres, en el Club o en el teatro, un sonido evocaba el griterío de los árabes en las calles o una bocanada de aire perfumado traía a la memoria las ardientes arenas que se extienden al dejar atrás los palmerales. Entonces, el inmenso embrujo de Egipto, que hasta ese momento había permanecido enterrado en uno de esos recodos del corazón a los que no tienen acceso las realidades cotidianas, surgía y lo transformaba todo. Tras él se adivinaba la presencia oculta de algo inexplicable, inquietante y sobrecogedor; el atisbo de una eternidad gélida, el hálito de algo terrorífico e inmutable, una realidad sublime, fascinante y ultraterrena, perdida entre las sombras del tiempo y del espacio. La melancolía del Nilo y la grandiosidad de un centenar de templos en ruinas derramaban sobre el corazón un torrente de inefable belleza. El aire del desierto se levantaba y, con él, pálidas sombras luminosas y una desolación desnuda que, sin embargo, rebosaba de enérgica vitalidad. Por la mente pasaba rauda la vívida y colorista imagen de un árabe a lomos de un burro, hasta que, finalmente, se empequeñecía y se perdía en la distancia. Las siluetas de una hilera de camellos se recortaban contra el cielo púrpura. Grandes vientos, espacios resplandecientes, majestuosas noches, días inmensos de un áureo esplendor surgían del suelo del patio de butacas del teatro; y, entonces, Londres, la sombría Inglaterra y la totalidad de la vida moderna quedaban reducidos a algo insignificante e irrisorio que producía un dolorido anhelo por el esplendor de aquellos millones de almas desaparecidas. Durante un instante, Egipto te traspasaba el corazón, y luego… se desvanecía.
Así pues, yo mismo recordaba haber tenido una experiencia fantástica de ese tipo. Desde luego, parece indudable que para cierta clase de personas Egipto puede hacer que el Presente pierda en gran medida el interés que antes despertaba en ellos. En mi caso, aquel recuerdo terminó por convertirse en una parte integrante de mi personalidad; algo en mí ansiaba aquella extraña y terrible belleza. Quien ha bebido del Nilo regresará para volver a beber de sus aguas … Y, si en mi caso esto era posible, ¿qué no sería en el de una personalidad como la de George Isley? Comenzaba a vislumbrar el significado de lo que estaba ocurriendo. El antiguo Egipto, ese Egipto que permanecía enterrado y oculto, había lanzado sus redes sobre su alma. Su vida, cada vez más desdibujada en el Presente, estaba siendo transferida a un Pasado glorioso y reconstruido donde su existencia se iba perfilando con más nitidez. Hay países que dan y otros que quitan… y George Isley era una pieza digna de ser cobrada.
Turbado por tan singulares reflexiones, cerré la ventana y me alejé de ella. Sin embargo, aquello no bastó para dejar fuera la presencia de aquel Tercero. La cortante brisa nocturna entró conmigo. Corrí la mosquitera en torno a la cama, pero no apagué la luz; y una vez tumbado, intenté poner por escrito mis extrañas impresiones en un trozo de papel, aunque no tardé en descubrir con qué facilidad su sentido se perdía al tratar de reflejarlo con palabras. Estas percepciones visionarias y espirituales son demasiado sutiles para poder captarlas por medio del lenguaje. Al volver a leerlo tras un intervalo de varios años cuesta trabajo recordar lo mucho que significaba para mí y la asombrosa emoción que latía tras aquellas líneas desvaídas escritas a lápiz. Su retórica resulta vulgar y su contenido muy exagerado; pero, en su momento, cada una de sus sílabas encerraba una verdad. Egipto, que desde la noche de los tiempos ha sufrido el violento expolio de manos de todo el mundo, se toma ahora su venganza eligiendo una presa. La hora de Egipto ha llegado. Tras su máscara moderna permanece a la espera, rebosante de actividad y confiado en su poder oculto. Esta tierra, que ha sido la prostituta de tantos imperios fenecidos, descansa ahora en paz bajo las mismas estrellas de la antigüedad; con su belleza intacta, engalanada con el oro batido a lo largo de los siglos, con sus pechos al descubierto y sus magníficas extremidades tendidas al sol. Alzando sus hombros de alabastro por encima de los montículos de arena, inspecciona a las pequeñas figuras del presente… y elige.
Aunque aquella noche no tuve ningún sueño, mi mente tampoco descansó del todo. Durante las largas horas de oscuridad una imagen me venía una y otra vez a la cabeza: la imagen de George Isley perdiéndose en el desierto bajo la luz de la luna. Con un ágil movimiento, la noche dejaba caer su capucha sobre su figura y él se fundía misteriosamente con esa entidad inmutable que envuelve al pasado con su manto. Una inmensa mano envuelta en sombras, suave como si estuviera enfundada en un guante pero labrada en granito, salía de debajo y se estiraba a lo largo de cientos de leguas de desierto para atraparle. Entonces, él desaparecía.
¡Se habla mucho de la inmovilidad del desierto y de su falta de expresividad! Pues bien, aquella noche yo lo vi moverse, y correr. Marchaba a toda prisa en pos de él. ¿Se entiende lo que quiero decir? ¡No, claro! Pero ésa es la extraña impresión que produce cuando comienza a agitarse; y el momento más terrible llega cuando… consciente de la propia impotencia… uno termina por rendirse y lo único que se desea es ser devorado. Se le deja acercarse sin hacer nada. George Isley había hablado de una tela de araña. Desde luego, se trata de algún poder primordial que se oculta tras el encanto superficial de eso que las gentes llaman el embrujo de Egipto. No es algo que se aprecie a simple vista. Se encuentra junto al Antiguo Egipto: bajo tierra. Tras la quietud de esos días ardientes en que no sopla el viento, tras la paz de las noches sosegadas e inmensas, permanece al acecho, monstruoso e irresistible, sin que nadie lo advierta. Mi mente era tan incapaz de asimilar aquella idea como el hecho de que nuestro sistema solar, con toda su cohorte de satélites y planetas, recorra anualmente varios millones de millas a toda velocidad en dirección a una estrella en la constelación de Hércules, sin que, aparentemente, dicha constelación parezca hallarse más próxima de lo que estaba hace seis mil años. Sin embargo, aquello me dio una pista. A George Isley, con toda su cohorte de pensamientos, de vivencias y de sentimientos, también le estaban arrastrando. Y yo, un satélite menor, sentía igualmente esa terrible fuerza de arrastre. Era algo impresionante… y en la cresta de aquella inmensa ola me quedé dormido.