3

Sin embargo, mientras me vestía para ir a cenar, aquella idea comenzó a exfoliarse como si se tratara de un ser vivo. Veía dibujarse sobre la figura de George Isley un gran interrogante que anteriormente no estaba allí. Todo el mundo, por supuesto, lleva consigo un interrogante, aunque por lo general no suele manifestarse de forma visible hasta el momento final. En su caso, tal presencia le envolvía de forma palpable cuando aún se encontraba en la plenitud de la vida. Gravitaba sobre su cabeza como una espléndida cimitarra. Aunque estaba lleno de vitalidad, parecía haber aceptado de buen grado la muerte. Por más que mi imaginación trataba de encontrar una posible explicación, nunca iba más allá de una conclusión de carácter negativo: cierta energía, que no guardaba relación alguna con la mera salud física, había desaparecido. Creo que se trataba de algo más que la ambición, pues incluía también una falta de objetivos, de deseos, de confianza en sí mismo. Era la propia vida. George Isley había dejado de pertenecer al Presente. Ya no estaba aquí.

«Algunos países dan y otros quitan… Me cuesta mucho manejármelas con Egipto. Lo encuentro demasiado… —y después ese adjetivo tan sencillo, tan corriente— fuerte». Por sus recuerdos y por su propia experiencia, el mundo entero no guardaba secretos para él; tan sólo le quedaba Egipto para enseñarle aquella novedad maravillosa. Pero no se trataba del Egipto de hoy en día; era el Egipto desaparecido el que le había robado las fuerzas. Había dicho que se encontraba enterrado, oculto, esperando… De nuevo volví a sentir un leve estremecimiento, como si en lo más hondo de mi corazón anidara en secreto el deseo de compartir aquella experiencia con él, como si la compasión que sentía implicara un consentimiento voluntario de que así fuera. La compasión conlleva siempre una cierta renuncia al propio yo; cada vez que me invadía ese sentimiento tenía la sensación de que una parte de mí me abandonaba. Mi pensamiento se movía en círculos sin encontrar un punto firme donde poder apoyarse y decir: «ya lo tengo; ahora lo entiendo todo». Que un país tenga una cierta disposición a dar es algo fácilmente comprensible, pero aquella idea de un país que despoja, que roba, me desconcertaba. Me invadió una vaga sensación de alarma; no sólo por él sino también por mí.

En cualquier caso, durante la cena —que me invitó a compartir con él en su mesa— aquella impresión terminó por írseme de la cabeza, y me reproché a mí mismo haber incurrido en unas exageraciones más propias de una mujer. Sin embargo, a medida que hablábamos de tantos días de aventura como habíamos pasado juntos en otras latitudes, me llamó la atención lo raro que era que nunca hiciéramos mención del presente. Lo ignorábamos. Se diría que a su pensamiento le resultaba más sencillo orientarse hacia el pasado. Cada una de aquellas aventuras, como impulsada por su propio peso, conducía de forma natural a una misma idea: la inmensa magnificencia de una edad desaparecida. En aquel misterioso juego entre la vida y la muerte el antiguo Egipto representaba la casilla del «hogar». La gravedad específica de su propio ser —por no hablar de momento de la mía— se había desplazado hacia un punto inferior y más lejano, hacia atrás y hacia las profundidades, o como él mismo decía, bajo tierra. Yo mismo experimentaba literalmente la sensación de estar hundiéndome.

Empezaba a preguntarme cuál sería la razón que le había llevado a elegir un hotel como éste. En mi caso había venido aquí aquejado de una afección en un órgano de mi cuerpo que, según me había asegurado el especialista, no tardaría en sanar gracias a los maravillosos aires de Helouan; pero me parecía extraño que mi compañero también lo hubiera elegido. La clientela estaba compuesta en su mayor parte de convalecientes, alemanes y rusos sobre todo. Su gerencia vivía de espaldas al lado más alegre y frívolo de la vida que, por lo general, los hoteles egipcios fomentan con todo entusiasmo. Era una verdadera casa de reposo, un lugar para descansar y disfrutar del ocio, donde se podía permanecer en el anonimato con la seguridad de no ser descubierto. Los ingleses no solían frecuentarlo. Era el lugar indicado —se me ocurrió súbitamente— para esconderse.

—O sea, que por ahora no estás metido en ningún proyecto arqueológico, ¿no es así? —le pregunté—. ¿Nada de expediciones o excavaciones de momento?

—Me estoy recuperando —me respondió de manera despreocupada—. He estado dos años en el Valle de los Reyes y, la verdad, creo que he forzado un poco la máquina. Pero estoy preparándome para trabajar en un asunto aquí cerca, en la otra orilla del Nilo —y señaló hacia Sáqqara donde el inmenso cementerio menfita se extendía bajo tierra desde las pirámides de Dachur hasta las moles de Gizeh, cuatro millas más abajo—. ¡Sólo en ese lugar hay tarea para cien años de trabajo!

—Debes haber reunido una gran cantidad de material interesante. Supongo que más adelante lo utilizarás para un libro o…

La expresión de su cara hizo que no continuara; de nuevo había asomado a sus ojos aquella extraña mirada que, cuando la vi por primera vez, ya me había producido una gran inquietud. Era como si algo dentro de él consiguiera con gran esfuerzo aflorar por un instante a la superficie, y tras echar una mirada sombría sobre el presente, volviera a hundirse y desaparecer.

—Mucho más de lo que nunca pueda llegar a utilizar —respondió con desgana—. Lo más probable es que sea ello lo que me utilice a mí. —Lo dijo todo precipitadamente, mientras echaba una ojeada por encima del hombro, como si temiera que alguien pudiera estar escuchando. Luego, volvió a mirarme con una elocuente sonrisa en su rostro. Le dije que pecaba de modesto.

—Si todos los arqueólogos fueran como tú —añadí— seríamos los pobres ignorantes como yo quienes sufriríamos las consecuencias —acompañé mi comentario con una risa, pero aquella risa no pasó más allá de mis labios.

Negó con la cabeza con una expresión de indiferencia.

—Lo hacen lo mejor que pueden; y lo cierto es que hacen verdaderas maravillas —replicó, mientras hacía un gesto indefinible que parecía indicar que prefería desentenderse de aquel tema, aunque no pudiera conseguirlo del todo—. Conozco sus libros, y también a sus autores… de muy diversas nacionalidades. —Hizo una breve pausa, y sus ojos adquirieron una expresión grave—. Lo que no llego a comprender del todo es… como lo consiguen —añadió con un tono de voz apagado.

—Lo dices por el esfuerzo que supone, ¿no? ¿La dureza del clima y esas cosas? —Hice aquel comentario a propósito, pues sabía perfectamente que no era a eso a lo que él se refería. No obstante, la forma en que clavó sus ojos en mi cara me turbó hasta tal punto, que creo que di un respingo. Una parte muy profunda de mí le escuchaba con la máxima atención, en actitud vigilante, casi en guardia.

—Lo que quiero decir es que tienen una capacidad de resistirse extraordinaria —respondió.

—¡Eso era! ¡Había usado justo la palabra que yo mismo llevaba escondida en mi interior!

—Es algo que me deja perplejo —prosiguió—, pues quitando a uno de ellos, no son personas excepcionales. En cuanto a su talento, sí, claro. Pero yo me refiero a su capacidad de resistirse, de protegerse. De protegerse a sí mismos —añadió con énfasis.

La manera en que había dicho «resistirse» y «protegerse a sí mismos» había hecho que un escalofrío me recorriera el cuerpo. Más adelante me enteraría de que él había realizado algunos descubrimientos asombrosos durante aquellos dos últimos años, ahondando en los misterios de la vida del antiguo Egipto sacerdotal más que cualquiera de sus predecesores o colegas… y que después, inexplicablemente, había abandonado sus investigaciones. Pero todo aquello sólo lo supe más tarde y por boca de terceros. En aquel momento de lo único que era consciente era de aquel extraño sentimiento de turbación. Aunque no entendiera muy bien lo que quería decir, intuía que estaba tocando unos temas que afectaban a lo más profundo de su ser. Hizo una pausa, como si esperara que yo dijera algo.

—Es posible que Egipto simplemente fluya a través suyo sin dejar huella —me aventuré a decir—. Dan a conocer los datos de una forma mecánica y no se dan cuenta de la importancia que tienen. Presentan los hechos sin interpretarlos. En tu caso es el verdadero espíritu del pasado el que se descubre y se presenta en su realidad desnuda. Tú lo vives. Sientes el antiguo Egipto y lo revelas. Siempre tuviste unas dotes de adivino que a mí, recuerdo, me parecían sorprendentes.

El destello que percibí en su sombría mirada puso de manifiesto que había dado en el blanco. Entonces tuve la sensación de que un tercero se había unido silenciosamente a nosotros en aquella pequeña mesa de la esquina. Se había entrometido invocado por el poder de algo que planeaba constantemente sobre nuestra conversación sin que nunca se llegara a mencionar. Era una presencia inmensa y difusa que parecía vigilarnos. Egipto se deslizaba hacia nosotros y ascendía flotando a nuestro lado. Podía verlo reflejado en el rostro y en la mirada de mi compañero. El desierto se filtraba a través de los muros y del techo, emergía bajo nuestros pies, se iba depositando a nuestro alrededor; nos escuchaba, nos observaba, nos acechaba. Aquella súbita y extraña fantasmagoría parecía completamente real. Las colosales dimensiones de Egipto fluían por entre los pilares, los arcos y los ventanales de aquel moderno comedor. Un aire gélido, que los rayos del sol nunca habían alcanzado, brotaba desde debajo de los monolitos de granito y me rozaba la piel. Tras él venía la sofocante atmósfera de las tumbas térmicas del Serapeum, de las cámaras y los pasadizos de las pirámides. Se oía un rumor como de una miríada de pasos avanzando en la lejanía y de arenas movidas sin descanso por el viento a lo largo de los siglos. Y de pronto, en asombroso contraste con esta impresión de algo descomunal, la figura de Isley pareció encoger. Durante un segundo disminuyó a ojos vistas. Se estaba alejando. Su silueta parecía retirarse y decrecer como si se encontrara envuelto en una neblina que le llegara por encima de la cintura, dejando tan sólo al descubierto su cabeza y sus hombros. Cada vez se le veía más lejos.

Se trataba sin duda de una vívida imagen mental que, de algún modo, había adquirido una realidad objetiva. No era más que una especie de escenificación de algo que había sentido. La frase que le había oído decir antes, «ahora que estoy en declive», me vino súbitamente a la memoria, produciéndome un intenso desasosiego. Puede que, de nuevo, una especie de telepatía emocional hubiera hecho que su estado anímico se reflejara en el mío. Invadido de una sensación de opresión casi física de la que no me podía desembarazar, me quedé a la espera de que dijera algo. Parecieron pasar siglos antes de que se decidiera a hablar, y cuando por fin lo hizo, en su voz se notaba un temblor que, no obstante, intentaba reprimir. Por alguna razón no fui capaz de levantar la vista de la mesa. Pero le escuché con la máxima atención.

—Eres tú quien tiene dotes de adivino, no yo —aquella extraña sensación de lejanía se percibía incluso en su voz; parecía retumbar como si ascendiera encerrada entre muros—. Creo que hay algo aquí que no se deja investigar más de cerca o, más bien, que se resiste a ser descubierto… es casi como si se sintiera ofendido.

Alcé rápidamente la vista y de inmediato volví a bajarla. Resultaba sorprendente oír aquello de labios de un inglés contemporáneo. Hablaba con ligereza, pero la expresión de su rostro contradecía su tono despreocupado. En la seriedad de aquellos ojos no había asomo de burla, y tras su voz apagada se percibía un leve sonido arrastrado que de nuevo me puso la carne de gallina. Sólo se me ocurre una palabra para describirlo: «subterráneo». Todo lo que en él era mental se había hundido, parecía hablar bajo tierra; era como si tan sólo la cabeza y los hombros permanecieran a la vista. El efecto que producía era casi repugnante.

—Son tan formidables los obstáculos que se interponen en el camino cuando las pesquisas se acercan demasiado a la realidad —prosiguió—. Me refiero a obstáculos físicos, externos. O bien eso… o bien la mente pierde su capacidad de asimilación. Siempre ocurre una cosa o la otra y, entonces, todo descubrimiento cesa automáticamente —había bajado la voz hasta convertirla en un murmullo.

En aquel preciso instante, como si fuera un muerto saliendo de una tumba, se levantó y se apoyó sobre la mesa. Estaba realizando un violento esfuerzo interno, pues se disponía —estoy convencido de ello— a realizar una declaración íntima cargada de significado. Tenía la actitud de quien va a hacer una confesión; creo que iba a hablarme de sus trabajos en Tebas y de la razón que le había llevado a interrumpirlos tan bruscamente. Yo mismo me sentía como alguien que, de un momento a otro, iba a tener que asumir la ingrata responsabilidad de escuchar un secreto muy importante. Ésa era la sensación que me embargaba cuando, casi sin querer, le dirigí una mirada y descubrí que estaba completamente equivocado. No era a mí a quien miraba. Su vista me dejaba a un lado y se dirigía hacia los amplios ventanales abiertos que se encontraban a mi espalda. Algo le había hecho enmudecer.

De forma instintiva, me di la vuelta, y pude ver lo que él contemplaba. Al menos en lo que respecta a los detalles externos, lo vi.

Mi vista atravesó el deslumbrante resplandor de aquel comedor ostensiblemente moderno, dejó atrás las mesas atestadas de gente, y pasando por encima del cuadro que componía aquel bosque de cabezas de alemanes alimentándose burdamente, alcanzó a ver… la luna. Su disco rojizo, inmenso e irreal, permanecía suspendido en medio del firmamento, alzando la extensa sábana del desierto hasta hacerla flotar sobre la superficie del mundo. El gran ventanal se abría hacia el este, donde el desierto arábigo se adentra en un desolador paisaje de gargantas, despeñaderos y montes de cimas aplanadas. Se trata de un territorio inhóspito y ominoso en el que, por todas partes, se siente acechar el peligro. A diferencia de lo que ocurre con las serenas dunas del desierto libio, tras aquel mar de sombras se palpa la amenaza y la tentación. El claro de luna no hacía sino acentuar su espectral desolación, su crueldad, su severa hostilidad, hasta hacerlo parecer mortífero. Ningún río endulza con su presencia este tramo del desierto arábigo, donde las suaves arenas son reemplazadas por un paisaje erizado de colmillos de roca caliza, afilados y amenazantes. A lo lejos, como un pálido hilo gris iluminado por la luz de la luna, la vieja ruta de las caravanas parecía emitir señales. Era aquello lo que él miraba con tanta intensidad.

Me doy perfecta cuenta de que la imagen que acabo de describir parecerá quizá un tanto teatral, pero lo cierto es que poseía una fuerza de seducción poderosísima. «Ven a probar mi belleza atroz», parecía susurrar. «Ven, piérdete, y muere. Ven a seguir la ruta que bajo la luz de la luna conduce hacia el Pasado… donde te espera la paz, la inmovilidad y el silencio. Mi reino subterráneo permanece inmutable. Baja, ven lentamente, ven a través de los corredores de arena que se esconden tras el oropel del mundo moderno. Regresa, baja a mi áureo pasado…»

Un deseo arrebatador, que parecía llegar hasta mí montado en los propios rayos del claro de luna, me traspasó el corazón; sentía un anhelo irresistible de dejarme llevar sin ofrecer resistencia. Aquella visión repentina e inquietante del mundo exterior tenía una fuerza inusitada. El contraste que ofrecían aquellos velludos extranjeros con sus toscos atuendos, comiendo afanosamente bajo la deslumbrante luz artificial, era formidable. Sobre aquellas lejanías que se avistaban tras la ventana se cernía una de esas atmósferas que suelen calificarse de sobrenaturales. Estaba penetrada de misterio. Egipto nos contemplaba, nos observaba, nos escuchaba; y a través de las ventanas del corazón que iluminaba la luna, nos hacía señas para que nos acercáramos y lo descubriéramos. La mente y la imaginación podrán vacilar cuanto quieran, pero tanto si las palabras son capaces de expresar la verdad como si no, es innegable que algo así estaba ocurriendo. George Isley, que se sabía observado, no podía quitar los ojos de encima a ese terrible semblante… estaba fascinado.

Sobre el bronce de su piel se había extendido una tonalidad grisácea. Por mi parte, también yo sentía crecer en mí ese sentimiento cautivador; ese deseo de salir y perderme bajo el claro de luna, de abandonar el mundo de los seres humanos y errar a ciegas por el desierto, de ver el resplandor plateado de los desfiladeros y sentir el frío cortante e intenso de la brisa. En mi caso las cosas no iban más allá, pero no me cabía ninguna duda de que mi compañero experimentaba la atracción más intensa y profunda que se ocultaba tras aquel encanto superficial. Lo cierto es que, durante un instante, creí que iba a levantarse de la mesa. Hizo ademán de ponerse de pie, pareció luchar y resistirse… pero, finalmente, su poderosa anatomía se dejó caer en la silla. La postura que adoptó su cuerpo hacía que pareciera menos imponente, más pequeño; daba la sensación de que sus dimensiones se habían reducido a una escala mucho menor. Era como si, en aquel preciso instante, le hubiera sido arrebatada una parte de su persona, de tal modo que incluso su apariencia física parecía haber disminuido. Su voz, cuando al poco tiempo volvió a hablar con tono resignado, sonaba apagada y carecía de timbre viril.

—Siempre está ahí —susurró mientras se retrepaba torpemente en la silla—, siempre está vigilando, esperando, escuchando. Es casi como el ogro de los cuentos, ¿verdad? Nunca se mueve, ¿sabes? Se limita a permanecer suspendido entre el cielo y la tierra como una gigantesca tela de araña. Sus presas se precipitan volando contra ella. Así es Egipto allá donde uno vaya. Dime, ¿sientes tú lo mismo, o crees que son imaginaciones mías? A mí, por lo menos, me parece que sólo espera a que llegue su hora; de ese modo te atrapa antes. Al final no queda más remedio que partir.

—Sí, desde luego tiene mucho poder —le dije, tras hacer una breve pausa para recuperar el control sobre mí mismo, pues aquel símil morboso había hecho que aumentara mi turbación—. Incluso puede que llegue a producir terror… a alguna de esas personas débiles de carácter que son todo imaginación. —No conseguía hilvanar mis ideas ni encontrar las palabras adecuadas para expresarlas—. Una vista como ésa, por ejemplo, posee una grandeza extraordinaria —dije señalando al ventanal—. Te sientes arrastrado hacia ella y… sí, simplemente tienes que partir. —En mi mente resonaban aún sus extrañas palabras, «al final no te queda más remedio que partir». En ellas quedaba resumido el sentir de su alma y de su corazón—. Me imagino que algo similar le debe ocurrir a una mosca o a una mariposa cuando se siente arrastrada hacia la llama destructora. ¿O será algo de lo que no son conscientes? —añadí.

Sacudió su imponente cabeza con un gesto muy expresivo.

—Bueno, bueno, pero eso no tiene por qué indicar que la mosca sea débil o que la mariposa sea una insensata —respondió—. Quizá pequen de aventureras, pero ambas obedecen las leyes que rigen los instintos más profundos de su ser. Además, están advertidas; lo que pasa es que, cuando la mariposa quiere saber demasiado, el fuego la detiene. Tanto la llama como la araña se enriquecen al comprender la naturaleza de sus presas; y la mosca y la mariposa vuelven una y otra vez hasta que su destino se cumple.

A pesar de aquellos comentarios, George Isley estaba tan cuerdo como podía estarlo el mismísimo maître del hotel, que al advertir el interés que demostrábamos por el ventanal, se acercó para preguntarnos si había corriente y deseábamos que lo cerrara. En cualquier caso, me daba cuenta de que Isley se estaba esforzando por exteriorizar un apasionado estado anímico para el cual, dada su singularidad, no existe una forma de expresión adecuada; hay un lenguaje de la mente pero, de momento, no lo hay del espíritu. Yo me sentía muy inquieto. Todo aquello era absolutamente ajeno a aquel carácter saludable y enérgico que yo recordaba.

—Querido amigo —le dije con un temblor en la voz—, ¿no estarás dando al pobre Egipto una mala reputación que en ningún caso se merece? Lo único que siento es una fuerza y una belleza formidables; sobrecogedoras si quieres, pero en absoluto ese resentimiento al que tú aludes de forma tan misteriosa.

—Puedes decir lo que quieras, pero yo sé que tú lo entiendes —me respondió con tranquilidad. De nuevo parecía estar a punto de hacer una confesión crucial que aliviaría el pesar de su alma. Mi sensación de incomodidad creció. No cabía duda de que alguna parte de su ser estaba sometida a una gran presión—. Además, de ser necesario, me ayudarías. En realidad tu comprensión ya me sirve de ayuda. —Lo dijo como si hablara consigo mismo y en un tono de voz que, súbitamente, volvía a ser más bajo.

—¡Ayudarte! —exclamé con un grito ahogado—. ¡Mi comprensión! Claro, si la…

—Un testigo —murmuró sin mirarme—, alguien que comprenda, pero que no me tome por loco.

Había en su voz tal tono de súplica que no pude menos que sentirme dispuesto y ansioso de hacer todo cuanto estuviera en mi mano para ayudarle. Nuestros ojos se encontraron, y traté de que los míos expresaran aquella disposición; pero apenas recuerdo que fue lo que dije, pues mi mente se hallaba envuelta en una nube de confusión y tartamudeaba como un colegial. Estaba absolutamente desconcertado. En medio de tal perplejidad, sólo alcancé a coger el final de otra frase que entonces me dijo: «el alivio de tener alguien en quien confiar… cuando llegue el momento de la desaparición». Aquellas palabras me produjeron la sensación de haber sido pronunciadas por una voz salida de un sueño. Pero no cogí la oración completa y tampoco me atreví a pedirle que la repitiera.

Haciendo un gran esfuerzo, conseguí que de mis labios brotara una respuesta que expresaba mi comprensión, aunque no sé qué fue exactamente lo que dije. En cualquier caso, debí acertar en las palabras que entonces murmuré, pues al oírlas, se apoyó sobre la mesa y, durante un instante, posó su enorme mano sobre la mía y la apretó con un gesto muy elocuente. Tenía la mano helada. Una mirada de gratitud se dibujó fugazmente en aquellas facciones quemadas por el sol. Dejó escapar un suspiro y, seguidamente, nos levantamos ambos de la mesa y nos dirigimos a tomar el café a la sala de fumadores; una sala cuyas ventanas daban a unos patios rodeados de columnas que no tenían vistas al desierto. George Isley llevó la conversación hacia temas menos personales y —gracias a Dios— sin un carácter tan intensamente emotivo y misterioso. Ya he olvidado de qué hablamos; aunque era interesante poseía un cariz completamente distinto. Su antiguo encanto y su energía aún surtían efecto; volví a experimentar con fuerza el respeto que siempre había sentido por su carácter y su talento, pero el sentimiento que ahora predominaba en mí era de pena. El cambio que se había producido en su persona resultaba cada vez más patente. Sus palabras ya no impresionaban tanto, eran menos convincentes, menos sugestivas. Aunque daba muestras de su vasta cultura, en su conversación se echaba en falta esa nota de espiritualidad que hace que las cosas nos toquen de cerca. Por alguna misteriosa razón me parecía menos real. Cuando finalmente subí a la habitación para irme a la cama, lo hice turbado e inquieto. «No es cosa de la edad», me dije, «y aunque haya hablado de desaparecer, tampoco es la muerte lo que teme. Es algo mental en el sentido más profundo del término. Tiene que ver con eso que los creyentes llaman el alma. Algo le ocurre a su alma».