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Hacía varios años que el nombre de George Isley andaba en boca de todo el mundo, cuando tras un período de tiempo considerable volvimos a encontrarnos en un hotel de Egipto, donde yo había ido por motivos de salud y él por razones que, al principio, me eran desconocidas. Sin embargo, no tardé en averiguarlo: la pasión por las excavaciones y la arqueología había hecho presa en él, aunque se había dedicado a ello con tal discreción que nadie parecía haberse enterado. No estoy seguro de que se alegrara de verme, pues en un primer momento trató de evitarme; molesto, al parecer, de que alguien le hubiera localizado. No obstante, luego debió pensárselo mejor y, tras algunas vacilaciones, se acercó a mí. Me saludó realizando un extraño movimiento de todo el cuerpo con el que pareció sacudirse de encima algo que le había hecho olvidar mi identidad. Había en su actitud un cierto patetismo, casi como si esperara provocar un sentimiento de compasión.

—Llevo por aquí, yendo de un lado para otro, durante los últimos tres años —dijo, tras contarme alguna de las cosas que había estado haciendo—. Encuentro que es la afición más gratificante del mundo. Aspira a reconstruir —me refiero, por supuesto, a una reconstrucción imaginaria— algo grandioso que el mundo ha perdido por completo. Créeme, es una afición maravillosa y estimulante, verdaderamente seduc… sacrificada —rápidamente cambió de palabra.

Recuerdo haberle mirado de arriba a abajo con verdadero estupor. Se apreciaba un cambio en él, una carencia; había algo que se echaba en falta en su entusiasmo, en el timbre de su voz, en sus ademanes. Los elementos que componían su personalidad no estaban combinados exactamente del mismo modo que antaño. No quise incomodarle haciéndole preguntas, pero lo cierto es que desde el primer instante advertí esa sutil alteración en su persona. Aquel hombre presentaba una nueva faceta de su personalidad. Todo lo que en él había de independiente y de enérgico había sido sustituido por una especie de vacuidad que inspiraba compasión. Ese cambio se apreciaba incluso en su físico; producía la extraña sensación de haber empequeñecido. Volví a fijarme en él más detenidamente. Sí, empequeñecido era la palabra adecuada. Parecía haber menguado. Resultaba sorprendente y, a la vez, un tanto repulsivo.

Como era habitual en él, dominaba el tema a fondo, conocía a todas las personas importantes y había gastado el dinero a manos llenas en su afición. Reí al recordarle que en cierta ocasión había comentado que Egipto no le atraía, pues debido a la sistemática propaganda que se hacía de sus encantos, éstos le resultaban un tanto teatrales. Reconoció su error con un gesto y, sin más, pasó por alto aquella objeción. Sus ademanes, y una especie de aura que parecía envolverle mientras respondía a mis preguntas, no hicieron sino aumentar mi primera sensación de estupor. Su voz tenía una entonación muy expresiva y sugerente.

—Sal conmigo un día y ya verás lo poco que importan los turistas —dijo en voz baja—, lo insignificantes que son las excavaciones en comparación con lo que queda por hacer, qué colosal —pronunció aquella palabra con un énfasis impresionante— es el campo de lo que queda por descubrir.

El movimiento que hizo con la cabeza y los hombros conseguía transmitir la idea de algo prodigioso, pues se trataba de un hombre fornido y de rasgos duros, y sus ojos, rehundidos en su rostro, me miraban con un oscuro fulgor que no alcanzaba a explicarme. Pero era su voz la que comunicaba una mayor sensación de misterio. Bajo su sonido se percibía una vibración que parecía proceder de algún lugar más profundo.

—Egipto ha enriquecido su sangre con el desfilar de multitud de civilizaciones —prosiguió, con una solemnidad que, en un principio, me hizo cometer el error de pensar que elegía aposta aquellas extrañas palabras con objeto de dar mayor dramatismo a lo que decía—. Ha asimilado a persas, griegos, romanos, sarracenos y mamelucos, y a docenas de otras conquistas e invasiones… ¿Qué pueden importarle unos simples turistas y exploradores? Los arqueólogos se limitan a escarbar en la superficie y a desenterrar unas cuantas momias. ¡Y qué decir de los turistas! —sonrió con desdén—. ¡Son como moscas que se posan un instante sobre su rostro oculto, para esfumarse de inmediato al primer atisbo de calor! Egipto ni se entera de que existen. El verdadero Egipto se encuentra bajo tierra, envuelto en oscuridad. Los turistas necesitan luz, para ver y para que les vean. ¡Y en cuanto a los arqueólogos…!

Hizo una pausa y sonrió con una mezcla de conmiseración y desprecio que no fue de mi agrado, pues a mí, al menos, los tenaces arqueólogos me merecían el máximo respeto. A renglón seguido, con un matiz de apasionamiento en la voz que parecía indicar que estaba resentido contra ellos y que se había olvidado de que también él había «excavado», añadió:

—Unos hombres que desentierran a los muertos, restauran templos y reconstruyen un esqueleto creyendo que de ese modo han interpretado la esencia palpitante de su corazón…

Mientras decía aquello encogió sus enormes hombros; y el resto de la frase no habría pasado de ser más que la queja de un hombre que trataba de defender su afición, de no haber sido por la seriedad y la gravedad desmedidas con que se expresaba, cuyo efecto fue hacer que aumentara aún más mi asombro. Habló luego de lo rara que era aquella tierra: una mera franja de vegetación extendida a lo largo del anciano río, y el resto, nada más que ruinas, desierto y una desolación de muerte calcinada por el sol que, sin embargo, rebosaba vitalidad, fascinación y energía, y que producía la inquietante sensación de poseer algo imperecedero. En aquella tierra donde el Pasado pervivía con tanta fuerza parecía hallar algún tipo de revelación espiritual fuera de lo común. Hablaba como si en ella el Presente hubiera dejado de existir.

Ciertamente, la solemnidad que dejaban traslucir sus palabras hacía que me resultara difícil seguir su conversación, de modo que aproveché la pausa que llegó entonces para decir algo que expresara mi sorpresa y los interrogantes que me surgían; aunque creo que, en lo sustancial, lo que vine a expresar fue, más bien, mi asentimiento. Se notaba que poseía una convicción muy profunda, una pasión que le embargaba y cuyo sentido no acababa yo de captar. Sin embargo, aunque no le comprendiera, su enorme entusiasmo resultaba contagioso. Luego, bajando el tono de voz, se puso a hablar de templos, tumbas y deidades, y a darme detalles sobre los descubrimientos que había hecho y sobre el efecto que habían tenido en él. Pero la verdad es que no presté excesiva atención a lo que me dijo entonces, pues en aquel lenguaje tan insólito que había empleado al principio había detectado algo que despertaba más mi curiosidad… y la despertaba, además, de una forma inquietante.

—De modo que, como le ocurre a casi todo el mundo, el hechizo también ha hecho presa en ti, sólo que con más fuerza todavía —le dije, recordando el efecto que me había producido Egipto dos años atrás.

Clavó su mirada en mí durante un segundo; en las duras facciones de aquel rostro tan sugerente se dibujaron vagos signos de inquietud. Creo que deseaba contarme más cosas pero que no se decidía a confesármelas. Vacilaba.

—De lo que me alegro es de que no se haya adueñado de mí en una época más temprana de mi vida —respondió tras una pausa—. Me habría absorbido por completo. Habría perdido interés por cualquier otra cosa. Ahora… —y mientras hablaba, como una sombra fugaz, pasó por sus ojos aquella extraña mirada de desamparo que parecía pedir comprensión—. Ahora que estoy en declive… ya no importa tanto.

¡En declive! No me explico cómo pude ser tan torpe de dejar escapar esa oportunidad que nunca volvería a presentárseme; por la razón que fuera aquella singular expresión no me llamó la atención en aquel momento, y sólo me di cuenta del alcance último de esas palabras más adelante, cuando ya no tenía ningún sentido hacer referencia a ellas. Puso a prueba mi disposición a ayudarlo, a comprenderlo, a compartir su vida interior. Pero la pista se me pasó por alto. En ese momento sentía mayor interés por una cuestión más práctica que había apreciado en su lenguaje. Dado que yo me contaba entre aquellos que lamentaban que no hubiera llegado a sobresalir en algo, por no haber dedicado todas sus energías a una sola actividad, me limité a encogerme de hombros. Captó de inmediato el significado de aquel gesto. ¡Sí, estaba deseando hablar! Creo que intuía la posibilidad de encontrar en mí la comprensión que buscaba.

—No, no, no me has entendido bien —dijo con tono grave—. Lo que quiero decir —¡y nadie lo sabe mejor que yo!— es que si bien la mayoría de los países te dan algo, hay otros que te lo quitan. Egipto te cambia. Nadie puede vivir aquí y seguir exactamente igual a como era antes.

Aquello me desconcertó. Una vez más había conseguido sobresaltarme. Hablaba con la máxima seriedad.

—¿Y quieres decir que Egipto es uno de esos países que te quitan algo? —le pregunté. Lo extraño de aquella idea me tenía un tanto confundido.

—Primero se lleva algo tuyo —respondió—, pero al final es a ti mismo a quien se lleva. Hay tierras que te enriquecen —prosiguió, al ver que le escuchaba atentamente—, pero otras te hacen más pobre. De la India, de Grecia, de Italia, de todas las tierras de la antigüedad, se regresa con recuerdos de los que se puede hacer uso. De Egipto se regresa… sin nada. Su magnificencia tan sólo aturde; es inútil. Produce un cambio en lo más hondo de tu ser, un vacío, un anhelo inexplicable, y nada puede llenar esa carencia de la que ahora eres consciente. Nada puede reemplazar lo que ha desaparecido. Te ha vaciado.

Le miré fijamente, pero hice un gesto de aquiescencia general con la cabeza. Aplicado a un temperamento sensible y artístico aquello era cierto sin duda, aunque no fuera ni mucho menos la opinión generalizada que solía admitirse de forma superficial. La mayoría de la gente sentía que Egipto les había llenado a rebosar. Sin embargo, entendía la lectura más profunda que él hacía de los hechos. Por otra parte, aquella idea me producía una rara fascinación.

—A fin de cuentas —continuó—, el Egipto moderno no es más que una civilización artificial —hablaba como si le faltara el aliento, pero su tono de voz era reposado—; sin embargo, el antiguo Egipto permanece justo ahí debajo, oculto, esperando. Muerto y, a la vez, increíblemente vivo. Cada vez que sientes que te roza, se lleva algo de ti. Se enriquece contigo. Al regresar de Egipto… se es menos de lo que se era antes.

Es difícil de expresar lo que entonces se me pasó por la cabeza. Sentí como si un fulgor de imaginación visionaria me atravesara la mente trazando una senda de fuego. Pensé en algún antiguo héroe griego que hablara de una magnífica batalla librada contra los dioses; una batalla en la que se sabía derrotado de antemano y que, sin embargo, le causaba un gran placer, pues sabía que tras su muerte su espíritu se uniría a aquella gloriosa compañía en su morada del más allá. En otras palabras, percibía en él una mezcla de resignación y de rebeldía. Él sentía ya el natural abandono que sigue a una lucha prolongada y desigual, como la de un hombre que, enfrentado contra los rápidos de un río, termina por rendirse ante un empuje superior a sus fuerzas y se deja arrastrar por la espantosa masa de agua que suave e indiferente le precipita hacia la paz de la caída.

No obstante, lo que hacía que mi mente se viera sumida en la oscuridad y el misterio, no eran tanto las palabras que con tanta plasticidad revestían una verdad innegable, como la profunda convicción que se adivinaba tras ellas. He de reconocer que sus ojos, que durante todo aquel tiempo habían sostenido mi mirada, relampagueaban, y sin embargo, expresaban la misma serenidad y cordura que los de un doctor que analizara los síntomas de esa batalla diaria en la que, finalmente, todos habremos de sucumbir. Ése fue el símil que se me ocurrió entonces.

—Es cierto que… en alguna parte de este país… hay algo inconmensurable… lo reconozco. ¿Pero… no crees que exageras un poco? —Hablaba con un ligero tartamudeo y las palabras me salían entrecortadas.

Me respondió con voz pausada, mientras desviaba los ojos de mi rostro y los dirigía a la ventana que enmarcaba el cielo espléndido y sereno que se tendía en dirección al Nilo.

—Te aseguro que el verdadero Egipto, el invisible —murmuró—, me resulta demasiado… fuerte. Me cuesta mucho manejármelas con él. Sabes —dijo, volviéndose hacia mí y sonriendo como un chiquillo cansado—, en realidad creo que es él quien me maneja a mí.

—Arrastra… —comencé a decir, y al interrumpirme él de inmediato, di un respingo.

—Hacia el Pasado.

No me siento capaz de describir la forma en que pronunció la última de aquellas palabras. Transmitía una magnificencia desbordante, una sensación de paz y belleza, de batallas concluidas, de un reposo al fin alcanzado. Ningún santo habría conseguido que el significado de la palabra «cielo» rebosara tal grado de pasión y de seducción. Sí, él partía por propia voluntad, y si prolongaba la lucha era simplemente para aumentar el alivio y la dicha de la consumación.

Porque de nuevo hablaba como si en su interior se estuviera librando un combate. Yo al menos tenía la impresión de que había una parte de él que pedía ayuda. Ahora comprendía mejor aquel patetismo que ya había percibido vagamente con anterioridad. Su carácter, de por sí fuerte e independiente, parecía haberse debilitado; era como si le hubieran arrancado alguna de las fibras que lo componían. También comprendí entonces que el hechizo de Egipto, objeto de tanta cháchara sensacionalista e insustancial, pero tan desconocido en lo que es su fuerza desnuda —esa influencia indescriptible y sigilosa que, desde las profundidades, envía delicados zarcillos al exterior— lo llevaba ahora en la sangre. Yo mismo, a pesar de mi supina ignorancia, lo había sentido, no lo podía negar; en Egipto se perciben muchas cosas extrañas e incomprensibles, hasta los individuos más prosaicos pueden llegar a sentirlas. El Egipto muerto está prodigiosamente vivo…

Dirigí la mirada a los grandes ventanales que se abrían a su espalda: la monótona extensión de leguas y más leguas amarillas de desierto despedía una tenue luz y dos inmensas pirámides emergían desde la otra orilla del Nilo. De pronto —inexplicablemente, como más tarde pensaría al rememorar lo ocurrido— la robusta figura de mi compañero, que debía encontrarse a tan sólo dos palmos de mis ojos, desapareció de mi vista. Se acababa de levantar de la silla y tenía que encontrarse de pie a mi lado y, sin embargo, no conseguía verle. Algo oscuro como una sombra y etéreo como un soplo de aire se había alzado, llevándose consigo mis pensamientos y cegando mi visión. Durante un instante me olvidé de quién era; mi propia identidad me abandonó. El pensamiento, la vista, todos mis sentidos, se hundieron en el vacío de aquellas arenas abrasadas por el sol. Se hundieron, por así decirlo, en la nada; arrancados del Presente, subyugados, absorbidos.

… Y cuando volví a mirar hacia donde él estaba para responderle, o más bien preguntarle por el significado de aquellas enigmáticas palabras, ya no estaba allí. Invadido de un sentimiento que iba mucho más allá de la mera sorpresa —pues había algo en aquella desaparición que me perturbaba profundamente— me di la vuelta para buscarle. No le había visto irse. Se había escabullido de mi lado con sumo cuidado, se había esfumado en silencio, misteriosamente, y con una facilidad asombrosa. Recuerdo que un ligero estremecimiento me recorrió todo el cuerpo al darme cuenta de que me encontraba solo.

¿Acaso había captado por un momento un reflejo de su estado de ánimo? La simpatía que sentía hacia su persona ¿no habría producido en mí un eco de lo que él experimentaba de forma plena; ese ir hacia atrás, esa pérdida de vigor, esa sutil y tentadora atracción que ejercían las inconmensurables arenas que ocultaban y protegían a los muertos vivientes de las negligentes intromisiones de los vivos…?

Me senté para reflexionar un poco y, de paso, aproveché para contemplar el esplendor del crepúsculo. Una cosa que había dicho resonaba en mi mente con poderosa insistencia como si se tratara del repicar de unas campanas lejanas. Su charla sobre tumbas y templos no había dejado huella en mí, pero aquello permanecía. Me producía un extraño efecto estimulante. Recordaba que era así como solía conseguir que su conversación despertara la curiosidad de los demás. Hay países que dan y otros que quitan. ¿Qué era exactamente lo que quería decir con eso? ¿Qué era lo que le había quitado Egipto? Entonces me di cuenta con mayor claridad de que había en él algo que se echaba en falta, algo que en otro tiempo había poseído y que ya no tenía. Su propia figura se me aparecía ya borrosa cuando trataba de pensar en ella. Mi mente se afanaba por recordarla, pero todo era en vano… Al cabo de un rato dejé mi silla y me cambié de ventana, invadido de una vaga sensación de desasosiego de la que formaba parte la inquietud que sentía por él. Había despertado mi compasión. Pero tras aquel sentimiento se escondía también una curiosidad ávida y absorbente. George Isley parecía estar perdiéndose en la distancia, y lo curioso es que yo mismo me sentía acometido por un deseo irrefrenable de alcanzarle, de acompañarle en su viaje hacia aquel esplendor perdido que él había vuelto a descubrir. Era un sentimiento verdaderamente singular, pues iba unido a un anhelo; el anhelo de una belleza olvidada e indescriptible que el mundo había perdido. También yo lo sentía dentro de mí.

Ante la proximidad del crepúsculo la mente se complace en albergar sombras. A mi espalda, la sala, vacía de huéspedes, permanecía a oscuras; también sobre el desierto se iba extendiendo lentamente un velo de oscuridad, ahondando la serenidad de su rostro adusto e inexpresivo. El paisaje iba palideciendo en la lejanía; toda aquella inmensa sábana avanzaba susurrando hacia la noche. Suspendidas frágilmente en el aire, como si se tratara de racimos de grosellas que pudieran arrancarse, titilaban en el cielo las primeras estrellas; el sol se había ocultado ya en el horizonte libio, donde las tonalidades doradas y carmesíes, al irse atenuando, pasaban del color violeta al azul. Me quedé contemplando el misterioso anochecer egipcio mientras un embrujo sobrecogedor hacía que mis sentidos medio embotados percibieran la inquietante proximidad de lo imposible… y entonces comprendí lo que estaba ocurriendo. Sobre George Isley, sobre su mente y sus energías, sobre su pensamiento, e incluso sobre sus propias emociones, también se estaba extendiendo lentamente una especie de oscuridad. Aunque no era cosa de la edad, algo en él se había debilitado, se había apagado. Una noche interior se estaba apoderando del Presente y lo estaba eliminando. Y, no obstante, su mirada se dirigía al amanecer. Al igual que ocurría con los monumentos egipcios, sus ojos miraban… hacia oriente.

Se me ocurrió que quizá lo que había perdido era su ambición. Decía alegrarse de que sus estudios egipcios no se hubieran adueñado de él en una época más temprana; los términos en que se había expresado eran bastante singulares: «ahora que estoy en declive ya no importa tanto». Una base poco sólida, sin duda, para asentar sobre ella una certeza y, a pesar de ello, tenía el convencimiento de que no andaba desencaminado. Estaba fascinado, sí, pero fascinado en contra de su voluntad. En su interior combatían el Presente y el Pasado. Aunque seguía luchando, ya había perdido toda esperanza. El deseo de no cambiar le había abandonado…

Me aparté de la ventana para no ver aquel desierto gris que todo lo invadía, pues el hallazgo que acababa de hacer había provocado en mí cierta zozobra. Egipto me parecía de pronto una entidad dotada de un inmenso poder. Se agitaba a mi alrededor. En aquel preciso instante estaba sintiendo cómo se agitaba. Aquella tierra llana e inmóvil que aparentaba carecer de movimiento, en realidad estaba constantemente realizando multitud de ademanes que, poco a poco, se iban enroscando al corazón de las personas. A él lo estaba disminuyendo. De la compleja textura de su personalidad ya había arrancado una hebra vital, cuya relación con la trama general de su ser era de crucial importancia: su ambición. Era mi mente quien había elegido ese símil, pero en mi corazón, donde las ideas palpitaban con inusitada violencia, se insinuaba otro símil aún más certero. En lugar de «hebra» la palabra era «arteria». Me alejé rápidamente de allí y subí a mi habitación para estar a solas. Había en aquella idea algo que me resultaba repugnante.