Era un hombre polifacético y capaz, al que algunas personas calificaban incluso de brillante. Tras sus muchas aptitudes había tal riqueza de materiales, que de haber sido sometidos a una selección adecuada, podrían haber alcanzado la auténtica excelencia. Sin embargo, movido por una curiosidad insaciable que hacía que nunca parara quieto, se dedicaba a demasiadas cosas como para llegar a descollar en alguna de ellas. No obstante, George Isley era un hombre competente. Su breve carrera en el cuerpo diplomático así lo había demostrado, a pesar de lo cual, cuando la abandonó para dedicarse a los viajes y las exploraciones, no hubo nadie que pensara que era una lástima. Haría grandes cosas en cualquier actividad que emprendiera. Simplemente trataba de encontrarse a sí mismo.
Entre las piedras movedizas de la humanidad, algunas terminan por coger musgo de un valor considerable. No hay por qué considerarlos unos holgazanes; viajan con poco equipaje; y las cómodas oquedades hacia las que se sienten atraídas la mayoría de las personas en el gran juego de la vida son demasiado pequeñas para retenerlos: entran en ellas y al instante ya han salido. Todo el mundo exclama:
«¡Qué pena! ¡No perseveran en nada!» Pero lo único que ocurre es que, al igual que las aves migratorias, siempre están buscando el nido que más les conviene. Es una simple cuestión de valores. Toman rápidamente una decisión, cambian la dirección de su vuelo, y antes de que llegue a sus oídos el comentario de que podrían «haberse retirado con una buena pensión», ya han desaparecido.
George Isley pertenecía sin duda a ese tipo de espíritus vagabundos y errantes. Pero no era ni mucho menos un holgazán. Simplemente sentía el anhelo insaciable de encontrar ese nido mullido en el que poder establecerse de forma permanente. Y acompañado por el coro unánime de suspiros y lamentos de todos sus amigos, terminó por encontrarlo; y lo encontró, además, no en el presente, sino retirándose del mundo «sin una buena pensión» y desprovisto de cualquier tipo de honores y distinciones. Se alejó del presente y se fue deslizando poco a poco hacia ese Pasado grandioso al que pertenecía. El cómo y el por qué lo hizo, o cuáles fueron los extraños instintos que le impulsaron a realizar aquello, es algo que aún se desconoce y que constituye el hondo secreto de una vida interior que no encontró acomodo en el mundo moderno. Tales instintos no se pueden desvelar utilizando el lenguaje propio del siglo veinte, ni es posible describir con exactitud los detalles de un viaje de esa índole. Excepción hecha de unos cuantos poetas, profetas, psiquiatras y otras gentes similares, la mayoría de las personas suelen desdeñar tales experiencias clasificándolas bajo la etiqueta museística de lo «raro».
Quien esto escribe —que por puro azar fue testigo de alguno de los signos visibles y externos de ese viaje espiritual interior— también merece el honor de que se le aplique tal etiqueta. Sin embargo, la asombrosa realidad de la experiencia es innegable; y el hecho de que tan sólo el autor de estas páginas posea alguna de las posibles claves de la misma, quizá se deba a que también él, aunque de una forma menos imperiosa, se sintió tentado de emprender un viaje similar. En todo caso, esta interpretación está destinada a aquellos pocos que son conscientes de que los trenes y demás vehículos motorizados no son los únicos medios de viajar de que dispone nuestra progresista especie.
Intimé con George Isley en su juventud, y aún hoy le sigo tratando. Pero el George Isley que conocí en el pasado, aquella personalidad arrolladora con quien compartí viajes, escaladas y expediciones, ya no se encuentra entre nosotros. No está aquí. Fue desapareciendo gradualmente hasta perderse en el pasado. George Isley ya no existe. Y que una personalidad de tal calibre se desvaneciera, cuando aún no había cumplido los cincuenta, mientras alguien con su mismo aspecto siga paseando por las calles de siempre, aparentemente con toda normalidad, es una historia que, por más difícil que resulte, es digna de ser contada. Aunque yo fui testigo de esa lenta inmersión, y sé que fue algo muy gradual, no pretendo comprender su significado último. En todo aquel asunto hubo algo muy dudoso y siniestro que permitía vislumbrar unas posibilidades increíbles. De existir un cuerpo de policía espiritual, es posible que el caso se hubiera podido aclarar en parte, pero dado que ninguna de las iglesias existentes parece haber tomado ninguna medida eficaz en este sentido, se diría que sólo queda recurrir a una de esas dichosas fórmulas mágicas que todo lo explican o a hacer comentarios en voz baja sobre un posible trastorno mental o cosa semejante. Como es natural, tales etiquetas, como tantos otros clichés en la vida, no explican gran cosa. En esa figura de porte marcial, vestida siempre de punta en blanco, que pasea por Picadilly, asiste a las carreras o sale a cenar, no hay signo de trastorno mental alguno. Su semblante no expresa melancolía y en sus ojos no hay ni un atisbo de furia. Sus gestos son reposados y su hablar comedido. Y sin embargo, tiene la mirada perdida y el rostro carece de expresión. Su persona transmite una sensación de vacío que invita a reflexionar. Si no llama en exceso la atención se debe, sin duda, a que, en esta vida, son pocos los que esperan u ofrecen mucho más que eso.
Quizá una observación más minuciosa lleve a plantearse algunos interrogantes, o quizá no; me temo que más bien a esto último. En cualquier caso, alguien puede llegar a preguntarse por qué ese algo que continuamente se espera no hace nunca su aparición, o quedarse aguardando a que se presente algún signo de esa «personalidad» que la presencia general del hombre hace previsible. Quien así lo haga se llevará sin duda una decepción; pero desafío a cualquiera a que advierta el más mínimo atisbo de desorden mental, trastorno psíquico o afección nerviosa, pues no hallará en él nada de eso. Puede que no se tarde mucho en tener la sensación de estar hablando con el muñeco de un ventrílocuo o con un autómata perfectamente entrenado; un ser insignificante carente de una vitalidad espontánea. También es posible que, más adelante, se descubra que el recuerdo de tal individuo se desvanece rápidamente sin dejar la más mínima huella en nuestra memoria. No voy a negar tal posibilidad, pero en ello no ha de verse nada patológico. Habrá a quienes esta discrepancia entre las expectativas y las realidades les despierte la curiosidad, pero la mayoría, acostumbrada a juzgar las cosas por las apariencias, se dirán: «un tipo agradable pero sin nada de especial…» y al cabo de una hora ya le habrán olvidado por completo.
Pues como quizá ya se habrá adivinado, la verdad es que durante todo este tiempo no se ha estado sentado al lado de nadie; no se ha hablado, mirado o escuchado a nadie. De ese trato no se ha obtenido nada que pueda dar lugar a una reacción humana; buena, mala o indiferente. George Isley no existe. Y tal descubrimiento, en caso de haberse producido, ni siquiera habrá provocado un temblor de inquietud, pues el exterior de la persona resulta extremadamente grato. El George Isley de hoy en día es como un cuadro que no encierra ningún significado y que complace meramente por la armonía cromática con que se presenta un tema insustancial. En el reducido ámbito social en el que nació pasa desapercibido, sin salirse del carril en el que unos hábitos adquiridos a edad temprana han hecho que se sienta perfectamente cómodo. Nadie sospecha nada; nadie, claro está, excepto aquellos pocos con quienes le unió una estrecha amistad en otras épocas. Sin embargo, su vida errante ha hecho que éstos se encuentren desperdigados por todo el mundo, y la mayoría de ellos ya se habrán olvidado de cómo era él. Encarna con tal perfección los modales del hombre convencional a la moda, que ninguna de las mujeres de su «círculo» se da cuenta de que hay algo que le diferencia del tipo al que están acostumbradas. Devuelve los cumplidos ateniéndose al lenguaje establecido en los manuales que ellas manejan, da paseos en coche, juega al golf y hace apuestas, según los cánones que rigen en ese mundo concreto. Es un perfecto y excelente autómata. Es un ser inexistente. Es la forma vacía de un ser humano.