Así pues, la idea de que era ella quien tenía que irse se le quedó grabada en la mente y fue creciendo. Era quizá el primer síntoma de ese debilitamiento del juicio que indicaba la singular forma en que se iba a producir su partida. Los árboles sabían que lo único que se interponía en su camino era su oposición mental. Una vez que hubiera sido superada y aniquilada, su presencia física carecería de importancia. Resultaría inofensiva.
Al aceptar su derrota, en la medida en que había terminado por creer que aquella obsesión no era realmente maligna, había aceptado también las condiciones de una soledad atroz. Ahora su marido se encontraba más alejado de ella que la propia luna. No tenían invitados. Las visitas eran pocas y muy espaciadas y, además, las alentaban aún menos que antes. El oscuro vacío del invierno se abría ante ellos. No había nadie entre sus vecinos en quien pudiera confiar sin que hacerlo fuera un signo de deslealtad hacia su marido. De haber estado soltero, el señor Mortimer podría haberla ayudado a sobrellevar aquel desierto de soledad que había hecho presa en ella; pero, en aquel caso, el obstáculo era su esposa; pues la señora Mortimer llevaba sandalias, creía que el alimento más completo para el ser humano eran las bayas, y se permitía otra serie de extravagancias que la clasificaban de forma inequívoca entre los «signos de las postrimerías» a los que había aprendido a considerar peligrosos. Estaba hundida en la más absoluta de las soledades.
Y fue precisamente la soledad, que al relajar los controles de la mente permite que ésta se alimente de sus propios delirios, la causa a la que ha de atribuirse el progresivo trastorno y derrumbe de su buen juicio.
Con la llegada definitiva de los fríos, su marido abandonó sus excursiones nocturnas. Pasaban las tardes juntos en torno al fuego del hogar; él leía el Times e incluso volvió a sacar el tema de su aplazado viaje al extranjero de la primavera siguiente. No se le notaba inquieto por aquel cambio; parecía encontrarse satisfecho y a gusto. De los árboles y de los bosques apenas hablaba; se encontraba mucho mejor de salud que si hubiera cambiado de aires, y con ella se mostraba siempre tierno, afectuoso y solícito en todas las pequeñas cosas, como en los ya lejanos días de su luna de miel.
Pero ella no se dejaba engañar por aquella profunda calma; se daba perfecta cuenta de que lo único que quería decir era que se sentía seguro de sí, seguro de ella y seguro también de los árboles. En lo más hondo de su ser las cosas seguían igual que antes, aquello era algo demasiado sólido y profundo, algo que estaba tan estrechamente ligado al núcleo de su ser que ni tan siquiera dejaba traslucir esas fluctuaciones superficiales que suelen acompañar a los desórdenes internos. Su vida se ocultaba tras los árboles. Incluso sus fiebres, que siempre eran motivo de preocupación cuando llegaban las humedades del invierno, le habían respetado en esta ocasión. Ahora entendía por qué. Las fiebres eran una consecuencia del esfuerzo que los árboles realizaban para apoderarse de él, y del propio esfuerzo que él tenía que hacer para responderles y marcharse con ellos; eran el síntoma físico de una intensa inquietud que no había comprendido hasta que llegó Sanderson con sus malditas explicaciones. Ahora las cosas habían cambiado. Se había tendido el puente. Y él… se había ido.
Entretanto, el alma valiente, leal y tenaz de la señora Bittacy, se encontraba absolutamente sola, e incluso trataba de facilitarle el tránsito lo más posible. Tenía la sensación de encontrarse en el fondo de un enorme barranco que se abría en su mente, cuyas paredes las formaban árboles en lugar de rocas; unos árboles majestuosos que se alzaban hacia el cielo y la rodeaban por todas partes. Sólo Dios sabía su paradero. Él la observaba y lo permitía, incluso es posible que lo aprobara. Por lo menos… Él lo sabía.
Durante aquellas tardes sosegadas que pasaban sentados en torno al fuego del hogar mientras escuchaban cómo deambulaban los vientos alrededor de la casa, su marido seguía teniendo un acceso permanente al mundo que le había habilitado su extraña pasión. En ningún momento se encontraba separado de él. Ella se quedaba mirando al periódico desplegado que le cubría desde la cara hasta las rodillas, se fijaba en las volutas de humo que emergían por encima de sus bordes, advertía que tenía un pequeño agujero en los calcetines de andar por casa, y escuchaba los párrafos que, como solía hacer antes, le leía de vez en cuando en voz alta. Pero todo aquello no era más que un velo que su marido extendía sobre su persona a propósito. Protegido tras él… se escapaba. Era el viejo truco del prestidigitador que trata de atraer la atención hacia algún detalle insignificante, mientras lo esencial ocurre sin que nadie se dé cuenta. Lo hacía a las mil maravillas, y ella le quería aún más por las molestias que se tomaba para evitarle padecimientos. Sin embargo, tampoco ignoraba que el cuerpo que estaba apoltronado en aquel sillón que tenía delante, tan sólo contenía un pequeño fragmento de su verdadero ser. Era poco más que un cadáver. Una forma vacía. La esencia de su alma se encontraba allá fuera, en el Bosque; o aún más lejos, junto a aquel corazón que nunca paraba de bramar.
Al caer la noche, el Bosque se acercaba con osadía y empujaba contra los propios muros y ventanas de la casa; echaba una ojeada por ellas, y aprisionaba el edificio pasando sus brazos por encima de las tejas de pizarra y las chimeneas. Los vientos no paraban de corretear por el jardín y por los senderos de grava; se oía acercarse unos pasos, luego alejarse, y al cabo de un rato volver de nuevo. Siempre parecía haber alguien hablando en el Bosque, alguien que también estaba dentro de la casa. La señora Bittacy se cruzaba con ellos en las escaleras; oía el ruido tenue y amortiguado que hacían cuando, después del anochecer, corrían con ágiles zancadas por pasillos y rellanos; era como si algunos trozos desprendidos del día se hubieran quedado atrapados dentro, entre las sombras, y ahora trataran de salir. Andaban dando tumbos en silencio por toda la casa. Esperaban a que ella hubiera pasado de largo para lanzarse a correr en busca de alguna salida. Su marido siempre sabía dónde se encontraban. En más de una ocasión le había visto evitarlos de forma deliberada… porque ella estaba presente. Varias veces había observado cómo se quedaba quieto, escuchando, cuando pensaba que ella no andaba cerca, y al cabo de un rato, había oído cómo se aproximaban cruzando el silencioso jardín a grandes zancadas. Pero él hacía ya bastante que los había oído moverse allá a lo lejos, entre los vientos de la noche. Llegaban rápidamente, siguiendo —bien lo sabía— la misma vereda de turba por la que ella había salido del Bosque la última vez; silenciaba el ruido de sus pasos exactamente igual que había hecho con los suyos.
Tenía la sensación de que los árboles estaban siempre con él en la casa, incluso en el dormitorio. Les daba la bienvenida, ignorando que también ella lo sabía, y temblaba.
Una noche la cogieron desprevenida en su dormitorio. Acababa de despertar de un sueño profundo, cuando se le vinieron encima antes de que tuviera tiempo de reunir fuerzas para controlarse.
El viento, tras bramar violentamente durante todo el día, por fin había amainado; sólo quedaban algunas ráfagas sueltas que seguían revoloteando perdidas en la noche. La luna llena vertía sus rayos en cascada entre las ramas de los árboles. En el cielo aún corrían retazos deshilachados de nubes con formas monstruosas; pero en la tierra, todo estaba en calma. Desde la inmóvil hueste arbórea llegaba el repicar de miles de gotas. La humedad hacía que los troncos relucieran y emitieran pequeños destellos allí donde les daba la luz de la luna. Había un fuerte olor a moho y a hojas secas. Un intenso aroma impregnaba la atmósfera.
De todo esto se había dado cuenta nada más despertar; porque tenía la sensación de haber estado en algún otro lugar, de haber estado… siguiendo a su marido… ¡era cómo si hubiera salido fuera! Aquello no era un sueño, sino una realidad innegable e inquietante. Pero ya se había marchado, había desaparecido, se había perdido en la noche. Estaba sentada en la cama. Ella, al menos, había regresado.
Las persianas estaban subidas y la luz de la luna se filtraba en la habitación a través de las ventanas, iluminándola con un pálido resplandor. Miró a la figura de su marido; dormía profundamente a su lado. Pero lo que le cogió desprevenida y la llenó de espanto fue que, al despertar de forma tan súbita e inesperada, sorprendió a aquellas cosas dentro de la habitación, rodeando de cerca a su marido mientras dormía. La audacia atroz que demostraban —su presencia no parecía importarles en lo más mínimo— la aterrorizó hasta tal punto que, sin darle tiempo a reunir fuerzas para controlarse, se puso a gritar. Gritó sin darse cuenta de lo que hacía; fue un aullido de terror largo y agudo que pareció llenar la habitación, aunque, en realidad, apenas si produjo sonido alguno. Aquellos seres húmedos y relucientes se agrupaban erguidos en torno a la cama. Distinguió sus siluetas bajo el techo; la masa de verdor de sus frondas se extendía difusa por paredes y muebles. Sus formas se desplazaban de uno a otro lado, sólidas y traslúcidas, finas y voluminosas. Se movían y giraban sobre sí mismas al son de un ruido sordo similar al suave susurro de innumerables hojas. Había en aquel sonido algo dulce y subyugador que hizo que cayera en una especie de trance. Tomados uno a uno resultaban muy gráciles y, sin embargo, cuando formaban grupo eran terribles. Le invadió una intensa sensación de frío. Las sábanas que apretaba contra su cuerpo parecían haberse vuelto de hielo.
Gritó por segunda vez, pero el sonido apenas pasó de su garganta. El hechizo iba penetrando cada vez más adentro hasta alcanzarle el corazón. Remansaba el fluir de su sangre y le extraía la vida a chorros, haciéndolos fluir en dirección a ellos. En aquel momento resistirse parecía imposible.
Entonces su marido comenzó a rebullir y se despertó. Al instante, las formas se irguieron cuan altas eran y, con asombrosa agilidad, se agruparon. Redujeron su extensión y se desperdigaron en el aire, como un efecto luminoso que quedara borrado por las sombras. Era algo impresionante y de una enorme belleza. Una capa de sombras de un color verde pálido que, sin embargo, seguía conservando forma y sustancia, llenaba la habitación. Se oyó el rumor de un movimiento silencioso mientras aquellos Seres pasaban flotando delante de ella para, finalmente, desaparecer.
No obstante, pudo distinguir con toda claridad cómo se produjo su marcha, pues mientras huían tumultuosamente a través de la apertura que había en la parte superior de la ventana, vio aquellos mismos «rizos» —aquella especie de espirales— que ya había visto sobre el jardín varias semanas atrás cuando hablaba Sanderson. La habitación volvió a quedar vacía.
En medio de la postración que siguió a aquella escena, oyó la voz de su marido; parecía llegarle desde una enorme distancia. También se oyó a sí misma respondiéndole. Ambas voces sonaban extrañas y su forma de hablar era completamente distinta a la que solía ser habitual entre ellos; hasta las mismas palabras le parecían antinaturales:
—¿Qué pasa, querida? ¿Por qué me despiertas precisamente ahora? —El sonido de su voz se asemejaba al suspiro del viento al soplar entre las ramas de los pinos.
—Hace tan sólo un instante algo ha pasado junto a mí, flotando por el aire de la habitación. Después ha salido para perderse de nuevo en la noche. —También el sonido de su voz se parecía al de un viento atrapado en una maraña de hojas.
—Querida, era el viento.
—Pero te llamaba, David. Te llamaba… a ti … por tu nombre.
—El movimiento de las ramas, querida, eso es lo que has oído. Venga, vuelve a dormirte, por favor, duerme.
—Tenía ojos por todas partes; cientos de ojos, por delante, por detrás… —al decir aquello había alzado la voz. En cambio, la voz de su marido al responderle sonaba más baja, más lejana y extrañamente apagada.
—Querida, es la luna reflejada en un mar de ramas y hojas mojadas de lluvia lo que has visto.
—Pero me ha asustado. He perdido a mi Dios… y te he perdido a ti. ¡Me muero de frío!
—Es el frescor del amanecer querida. El mundo entero duerme. Vamos, duerme tú también.
Le susurraba las palabras junto al oído. Sintió cómo su mano le acariciaba. Su voz era suave y tranquilizadora. Pero sólo una parte de él le hablaba; lo que tenía tumbado a su lado, pronunciando aquellas extrañas frases y forzándola incluso a elegir las singulares palabras que ella misma empleaba, era un cuerpo semivacío. El hechizo oscuro y abominable que emanaba de los árboles se encontraba muy cerca de ellos en la habitación; solitarios y antiguos, los nudosos árboles del invierno murmuraban agrupados en torno a la vida humana que amaban.
—¡Deja que vuelva a dormirme! —oyó que le decía con un susurro mientras se volvía a cubrir con las sábanas—. ¡Deja que regrese a la paz profunda y placentera de la que me has sacado…!
El tono soñador y feliz de su voz y aquella expresión juvenil y alegre que podía distinguir en su semblante bajo la luz tamizada de la luna, hizo que volviera a sentir el hechizo que emanaba de aquellos seres verdes y brillantes. Penetraba en lo más hondo de su ser. Sintió cómo el sueño la buscaba a tientas. Cuando estaba a punto de quedarse dormida, una de esas extrañas voces errantes que quedan liberadas al perder la consciencia gritó débilmente en su corazón…
—Más se regocija el Bosque por un pecador que…
El sueño la venció antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de que estaba parodiando vilmente uno de sus textos más sagrados y cometiendo una irreverencia atroz.
Y aunque rápidamente se quedó dormida, esta vez, a diferencia de lo que era habitual en ella, sí que soñó, pero no fue con bosques y árboles. Se trataba de un sueño breve y enigmático que se repetía sin cesar. Se hallaba en el mar, sobre una diminuta roca pelada, y la marea iba subiendo. El agua le alcanzaba primero los pies, luego las rodillas y después la cintura. Cada vez que aquel sueño volvía a comenzar la marea llegaba un poco más arriba. En una ocasión le llegó al cuello, y en otra, hasta la boca, cubriendo durante un instante sus labios e impidiéndole respirar. Entre sueño y sueño no despertaba, seguía durmiendo con monotonía, sin soñar en nada durante aquel intervalo. Finalmente, el agua superaba sus ojos y su rostro y le cubría del todo la cabeza.
Entonces llegó la explicación; una de esas explicaciones que suelen proporcionar los sueños. Por fin comprendió: bajo el agua había visto un universo de algas que ascendían desde el fondo marino formando un bosque de un intenso color verde: tallos largos y sinuosos, ramas interminables de un enorme grosor, millones de tentáculos que extendían a través de las profundidades acuáticas el poderío de su fronda oceánica. El Reino Vegetal llegaba incluso hasta el mar. Estaba en todas partes. La tierra, el aire y el agua favorecían su crecimiento; no había manera de huir de él.
También bajo el mar escuchó aquel terrible rugido —¿era el oleaje, el viento, voces?—; sonaba a lo lejos, pero acercándose hacia ella sin cesar.
Y fue así, en la soledad de un monótono invierno inglés, como la mente de la señora Bittacy, revolviéndose contra sí misma y alimentándose de sus propios temores, terminó por perder todo sentido de la medida. El mismo clima deprimente y sombrío de unos cielos sin sol y una humedad permanente que no conocía el tonificante alivio de las heladas se sucedía una semana tras otra. A solas con sus pensamientos y con su marido, y ausente su Dios, contaba los días que faltaban para la primavera. Se abría camino a tientas, tambaleándose por aquel largo túnel. A través de la boca que se abría al otro extremo se divisaba una brillante imagen del centelleante mar violeta de la costa francesa. Allí esperaba la seguridad y la escapatoria para ambos, siempre y cuando ella fuera capaz de resistir. A su espalda, los árboles cegaban la otra salida. En ningún momento miraba hacia atrás.
Se sentía desfallecer. Su vitalidad, sometida a lo que parecía ser un proceso constante de succión, la iba abandonando. Aquella sensación de que le estaban drenando todas sus fuerzas era abrumadora e incesante. Le habían abierto todos los grifos. Era como si su personalidad fluyera constantemente fuera de ella, atraída por una Fuerza que nunca descansaba y que parecía ser inagotable. La atraía igual que atrae la luna a las mareas. Y ella iba decayendo, se apagaba, se rendía.
En un principio se limitó a observar el proceso y a constatar fielmente lo que estaba ocurriendo. Su vida física y ese equilibrio mental que depende del bienestar físico, estaban siendo socavados lentamente. Eso lo tenía muy claro. Tan sólo el alma, como una estrella lejana, e independiente de todo lo corporal, se encontraba a salvo… con su lejano Dios. Lo asumía todo con gran tranquilidad. El amor espiritual que le unía a su marido estaba protegido contra cualquier ataque. Gracias a ello, cuando llegara el Día del Señor, ambos volverían a estar unidos. Pero, entretanto, todo lo que en ella estaba vinculado a lo terrenal iba poco a poco desapareciendo. Tal separación se iba consumando de manera implacable.
Toda parte de su persona a la que pudieran acceder los árboles se veía sometida a un proceso de drenaje constante. La estaban quitando de en medio.
Pero al cabo de cierto tiempo, esa capacidad de darse cuenta de lo que estaba ocurriendo también terminó por desaparecer, de tal modo que ya no «observaba el proceso» ni sabía con exactitud lo que pasaba. Su único motivo de satisfacción —el sentimiento de dulzura que le producía saber que estaba sufriendo por su marido— también la abandonó. Se encontraba absolutamente sola frente al terror de los árboles… entre las ruinas de su mente desquiciada y rota.
Dormía mal; por las mañanas despertaba con los ojos cansados y doloridos; padecía continuas jaquecas; sus ideas se volvían cada vez más confusas y empezaba a perder las claves que rigen la vida cotidiana. Al mismo tiempo, fue perdiendo de vista aquella brillante imagen al final del túnel; se fue desvaneciendo hasta convertirse en un diminuto semicírculo de luz pálida. El mar violáceo y el sol brillante ya no eran más que un minúsculo punto blanco, tan remoto como una estrella e igual de inalcanzable. Ahora sabía que nunca llegaría hasta allí. Entretanto, atravesando la oscuridad que se extendía a sus espaldas, el poder de los árboles se acercaba y la atrapaba; se le enroscaba a los pies y a los brazos, trepaba hasta sus mismos labios. En medio de la noche despertaba con la sensación de que apenas podía respirar. Parecía tener hojas húmedas pegadas a la boca y tiernos zarcillos anudados al cuello. Los pies le pesaban como si estuvieran echando raíces en la espesa profundidad de la tierra. A lo largo de aquel negro túnel se extendían plantas trepadoras que le tentaban el cuerpo buscando algún punto al que poder agarrarse con fuerza, igual que hacen la hiedra y las gigantes plantas parásitas del Reino Vegetal cuando se instalan en los árboles para extraerles la savia y matarlos.
Lenta e inexorablemente, aquel morboso crecimiento se apoderó de su vida y la anuló. Hasta los vientos que corrían desbocados por el bosque invernal le asustaban. También ellos formaban parte de aquella confabulación. Donde quiera que se encontraran siempre la apoyaban.
—¿Por qué no duermes, querida? —Era ahora su marido quién desempeñaba el papel de enfermero, atendiendo a todas sus pequeñas necesidades con una solicitud genuina que, al menos, remedaba los cuidados propios del amor. No tenía ni la más mínima consciencia de la feroz batalla que había desencadenado—. ¿Qué es lo que no te deja dormir y te tiene tan inquieta?
—Los vientos —susurró ella en la oscuridad. Llevaba horas mirando agitarse a los árboles a través de las ventanas—. Esta noche hablan y andan por todas partes, y no me dejan dormir. Siempre te están llamando en voz muy alta.
Durante un instante ella misma se sintió horrorizada por aquella extraña respuesta que había susurrado, pero pronto el sentido de la misma se desvaneció y volvió a quedar sumida en aquella oscura confusión que se estaba volviendo ya un estado casi permanente.
—De noche los árboles los estimulan. Los vientos son sus raudos y grandiosos mensajeros. Síguelos querida… no vayas en contra de ellos. Si lo haces recuperarás el sueño.
—Se está levantando una tormenta —comenzó a decir, sin saber muy bien a cuento de qué venían aquellas palabras.
—Razón de más, querida, para que les sigas. No te resistas. Te conducirán hasta los árboles, eso es todo.
¡Resistir! Aquella palabra accionaba un mecanismo que se hallaba en algún texto que en tiempos le había ayudado.
«Resiste al demonio, y huirá de ti», se oyó a sí misma responder con un susurro, e inmediatamente enterró su rostro entre las sábanas y estalló en un llanto histérico.
Pero a su marido aquello no pareció molestarle. Quizá ni tan siquiera lo oyó, pues en aquel momento el viento chocaba contra las ventanas produciendo un enorme estruendo, y tras aquella ráfaga, desde la lejanía, llegó el bramido del Bosque y entró en tropel en la habitación. Aunque también es posible que ya se hubiera vuelto a dormir. En cuanto a ella, poco a poco fue recuperando una cierta calma abúlica. Su rostro había emergido de nuevo de entre la maraña de sábanas y mantas. Invadida de una creciente sensación de espanto se puso a escuchar. Se estaba levantando una tormenta. Llegaba con una sacudida repentina e impetuosa que hacía imposible conciliar el sueño.
Sola en un mundo turbulento, permanecía tumbada, escuchando. En su mente aquella tormenta representaba el clímax definitivo. El Bosque proclamaba su triunfo a los cuatro vientos; y éstos, a su vez, se lo comunicaban a la Noche. El mundo entero estaba enterado de su completa derrota, de su pérdida, de su pequeño dolor humano. Lo que escuchaba era el rugido y el grito de la victoria.
Porque no había equivocación posible: los árboles gritaban en la oscuridad. También se oía un sonido semejante al de millares de velas gigantescas que ondearan todas a la vez, y de cuando en cuando, unas detonaciones que recordaban al retumbar lejano de unos inmensos tambores. Los árboles estaban erguidos —toda aquella hueste sitiadora se había puesto en pie— y con la barahúnda de sus millones de ramas en movimiento transmitían el atronador mensaje a través de la noche. Parecía como si ellos mismos se hubieran arrancado de la tierra. Sus raíces barrían los prados, los setos, el tejado. Sacudían sus frondosas cabezas bajo las nubes y agitaban sus inmensas ramas con un júbilo salvaje. Corrían a saltos por el cielo con los troncos enhiestos. En aquel espantoso sonido resonaba el caos y la aventura, y su grito era como el grito de un mar que hubiera roto las compuertas y se hubiera derramado sobre el mundo…
Mientras ocurría todo aquello su marido seguía durmiendo pacíficamente como si no oyera nada. Era, bien lo sabía ella, el sueño de quien está ya medio muerto. Pues, en realidad, él se encontraba en medio de aquel tumulto atronador. La parte de él que ella había perdido era la que estaba fuera. La forma que con tanta calma dormía a su lado no era más que la forma externa, semivacía…
Y cuando finalmente apuntó la mañana invernal, y a la marcha de la tempestad le sucedió un sol pálido y descolorido, lo primero que vio al acercarse lentamente a la ventana y mirar por ella, fueron los restos del cedro caídos sobre el jardín. Sólo había quedado en pie el tronco, tullido y descarnado. Tendida sobre la hierba estaba la mancha gigantesca y oscura de la única rama que le quedaba; parecía como si un torbellino de viento la hubiera succionado de uno de sus extremos arrastrándola hacia el Bosque. Yacía ahí tirada como el montón de maderos de un naufragio que el reflujo de una marea primaveral hubiera abandonado en la playa; los restos de un magnífico y acogedor bajel que en tiempos debió servir de refugio a los hombres.
Y en la distancia, oyó el bramido de las voces del Bosque, allá a lo lejos. La voz de su marido era una de ellas.