8

Una soleada mañana de noviembre, cuando la tensión había alcanzado un punto que hacía que apenas fuera posible seguir refrenándola, la señora Bittacy tomó impulsivamente una determinación y se dispuso a llevarla a la práctica. Su marido había vuelto a salir, llevándose consigo el almuerzo. Decidió lanzarse a la aventura y seguirle. Había accedido ya a un grado de clarividencia tan poderoso, que se sentía impelida a tratar de llegar a un nivel sobrenatural de comprensión. De pronto, quedarse en la casa esperando su regreso sin hacer nada, le resultaba imposible. Quería saber lo que él sabía, sentir lo que sentía él, ponerse en su lugar. Se arriesgaría a enfrentarse a la fascinación del Bosque; la compartiría con él. Era un riesgo muy grande, pero de esa manera comprendería mejor cuál era el modo de ayudarle y de salvarle, y además, eso le permitiría obtener mayores poderes. No obstante, antes de partir, subió un momento a su habitación para rezar.

Vestida con una falda gruesa de mucho abrigo y con unas botas muy pesadas —las botas de campo que solía usar cuando iban juntos a los montes que rodeaban Seillans—, salió de la casa por la puerta trasera y se dirigió al Bosque. En realidad, seguir a su marido era imposible, pues hacía ya una hora que había salido y no sabía con exactitud qué dirección había tomado. Sentía el apremiante deseo de estar con él en el Bosque, de caminar bajo las ramas desnudas igual que él hacía, de estar allí a la vez que él; daba igual que no fueran juntos. Se le había ocurrido que, de esa manera, quizá podría hacer suya la experiencia de esa vida terrible y poderosa que alentaba en los árboles y que él tanto amaba. Le había dicho que era en invierno cuando más le necesitaban; y el invierno ya estaba cerca. Su amor tenía que ayudarla a sentir lo que él sentía: la inmensa atracción, la succión y la fuerza de todo ese conjunto de árboles. Así, aunque fuera indirectamente, y sin que él lo supiera, podría compartir precisamente aquello que le estaba apartando de su lado. Cabía incluso la posibilidad de que, al hacerlo, pudiera atenuar la virulencia del ataque.

El impulso le sobrevino en uno de sus momentos de clarividencia, y lo obedeció sin vacilar en lo más mínimo. Confiaba en obtener una comprensión más profunda de aquel espantoso enigma. Y ciertamente la obtuvo, aunque no fue del modo en que ella había imaginado y esperado.

El aire estaba totalmente en calma, y en el cielo, de un frío azul pálido, no había ni rastro de nubes. El Bosque entero permanecía atento y en silencio. Sabía muy bien que ella había venido. Sabía en qué preciso instante había entrado; la vigilaba, la seguía, y una vez que se encontró dentro, algo cayó silenciosamente detrás de ella y la dejó encerrada. Sus pies no hacían ruido al pisar el tapiz de musgo que cubría las veredas; las hileras de robles y hayas le abrían paso y, a continuación, iban tomando posiciones a su espalda. No resultaba nada tranquilizador ver cómo la masa de árboles se iba espesando detrás de ella a medida que avanzaba. Se daba cuenta de que, entre ella y la casa, se estaba concentrando un inmenso y abigarrado ejército que no paraba de crecer y que le cerraba toda vía de escape. De momento le dejaban avanzar sin oponer resistencia, pero cuando llegara la hora de salir, presentarían un aspecto muy diferente: espesos, apiñados, con todas sus ramas extendidas en actitud hostil. Su número, cada vez mayor, le abrumaba. Delante de ella el Bosque no parecía tan denso; los árboles se encontraban más desperdigados, dejando espacios abiertos en los que daba el sol. Pero cuando miraba hacia atrás, los veía a todos apiñados; formando un ejército cuyas prietas filas cegaban el sol. Impedían el paso de la luz del día, congregaban todas las sombras y levantaban una imponente muralla de ramas desnudas, tan negra como la noche. Engullían la propia vereda que estaba siguiendo, pues al echar la vista atrás —cosa que rara vez hacía— el camino se desdibujaba hasta desaparecer.

Sin embargo, allá en lo alto resplandecía la mañana y un exaltado destello parecía recorrer con un temblor el día entero. Era lo que ella siempre había conocido como «un tiempo para niños»; despejado, inofensivo, sin ningún signo de peligro, sin nada que hiciera presagiar la presencia de algo inquietante o amenazador. Firme en su propósito, mirando hacia atrás lo menos posible, Sophia Bittacy se iba internando lenta y pausadamente en el silencioso corazón del bosque; dentro, cada vez más dentro…

De pronto, al llegar a un espacio abierto inundado de luz, se detuvo. Era uno de los remansos del bosque. Esparcidas a trechos por el suelo había matas de helechos secos y marchitos de un gris sucio y, aquí y allá, se distinguían también algunos arbustos de brezo. Su perímetro estaba totalmente cubierto de árboles que parecían mirarla: robles, hayas, acebos, fresnos, pinos, alerces, y también algunos grupos espaciados de enebros. Al detenerse a descansar en la linde de aquel rincón del bosque había desobedecido por primera vez la voz de su instinto. Porque lo que aquella voz le decía era que siguiera. En realidad, ella no quería pararse.

Ésta fue la insignificante circunstancia que hizo que le llegara el mensaje que un vasto Emisor le había enviado por el aire.

—Han hecho que me detenga —pensó, invadida de un terrible sentimiento de aprensión.

Recorrió con la mirada aquel paraje apacible y anciano. No se advertía ningún movimiento. No había signo alguno de vida animal: no se oía el canto de los pájaros ni el corretear de los conejos que huyeran ante su proximidad. El silencio que reinaba en aquel lugar era desconcertante y sobre él, como si se tratara de una pesada cortina, flotaba una atmósfera de solemnidad. Hacía que a uno se le encogiera el corazón. ¿Sería algo así lo que sentía su marido; esa sensación de encontrarse atrapado en una maraña de tallos y ramas, de raíces y hojas?

—Esto siempre ha estado así —pensó, sin saber muy bien por qué se le había ocurrido aquello—. Nunca ha cambiado.

Mientras pronunciaba aquellas palabras, la cortina de silencio fue descendiendo y espesándose a su alrededor.

—¡Miles de años… estoy rodeada de algo que tiene miles de años! ¡Y detrás de este lugar se encuentran todos los bosques del mundo!

Aquellas ideas eran tan contrarias a su temperamento, tan ajenas a todo lo que le habían enseñado sobre lo que había de buscarse en la Naturaleza, que trató de desterrarlas de su mente. Hizo un esfuerzo para resistirse. Pero todo era inútil, se aferraban a ella, la obsesionaban, se negaban a desaparecer. La textura de la densa y pesada cortina que colgaba sobre aquel lugar pareció volverse más tupida. Le costaba respirar.

Entonces, creyó advertir que la cortina se movía. En algún lugar se había producido un movimiento. Esa presencia oscura e indefinida que siempre acecha tras la apariencia externa de los árboles se estaba acercando. Contuvo el aliento, miró fijamente a su alrededor y aguzó los oídos. Aunque quizá se debiera al hecho de que ahora podía distinguir los árboles con mayor nitidez, lo cierto es que le parecían cambiados. Una ligera alteración se iba extendiendo por todos ellos. Al principio fue algo tan nimio que se resistió a aceptarlo. Después, aunque todavía de forma un tanto confusa, fue creciendo hasta que por fin se manifestó exteriormente con toda claridad. «Tiemblan y se transforman», aquel terrible verso del poema que había recitado Sanderson le vino súbitamente a la memoria. Pero lo más sorprendente era que, a pesar de la torpeza que suele acompañar a la ejecución de un movimiento de tal envergadura, el cambio se había producido con suma agilidad. Todos se habían vuelto hacia ella. Eso era lo que había ocurrido. La miraban.

Era así como su mente, confundida y aterrorizada, trataba de explicarse aquel cambio. Hasta entonces las cosas habían sido muy distintas: ella los había mirado siempre desde su propio punto de vista; ahora les tocaba a ellos mirarla desde el suyo. Era una mirada fija que se clavaba en sus ojos y en su cara, que le recorría todo el cuerpo. Su forma de mirarla expresaba crueldad, rencor, hostilidad. A lo largo de su vida, los había observado de muy diversas maneras pero siempre de un modo superficial, atribuyéndoles aquellos rasgos que su propia mente le sugería. Ahora ellos mismos le sugerían lo que realmente eran y no la mera interpretación que alguien tenía de ellos.

Aunque permanecían inmóviles y en silencio, parecían estar henchidos de vida; de una vida que exhalaba un encantamiento suave y terrible que la tenía hechizada. Se iba ramificando por su cuerpo y trepaba hasta alcanzar su cerebro. La colosal fascinación del Bosque la había atrapado. En aquel rincón apartado, inalterable a lo largo de los siglos, se hallaba ya muy cerca del lugar donde latía el corazón oculto de toda aquella gran masa de árboles. Y éstos, conscientes de su presencia, se habían dado la vuelta para lanzar sobre la intrusa una vasta e infinita mirada. Le gritaban en medio de aquel silencio. Quería devolverles la mirada, pero era como tratar de mirarle a los ojos a una multitud, y su vista tenía que limitarse a pasar rápidamente de uno a otro sin conseguir nunca fijarse en ninguno. A los árboles, sin embargo, a todos y cada uno de ellos, les resultaba muy sencillo mirarla. Incluso las hileras que tenía a su espalda la estaban observando. No podía responderles. Se dio cuenta de que su marido, en cambio, sí que podía hacerlo. A ella le resultaba imposible; esa mirada fija la turbaba demasiado, era como si la estuvieran desnudando. Veían mucho de lo que ella era… mientras que ella apenas podía ver nada de ellos.

Sus esfuerzos por devolverles la mirada eran patéticos y el continuo movimiento de sus ojos no hacía sino aumentar su desconcierto. Abrumada por aquella mirada enorme y espantosa que sentía en todas partes, clavó sus ojos en el suelo y luego los cerró. Trató con todas sus fuerzas de mantener los párpados apretados.

Pero la mirada de los árboles penetraba incluso en la oscuridad interior que se abría tras sus prietos párpados, no había manera de escapar. Sabía que allá fuera las hojas de los acebos seguían brillando suavemente bajo la luz de la mañana, que por encima de ella las hojas secas de los robles colgaban con fragilidad en el aire, que las agujas de los pequeños enebros apuntaban todas en una misma dirección. La difusa percepción del Bosque había convergido sobre su persona y no bastaba con cerrar los ojos para ocultar esa mirada dispersa y concentrada a la vez; la visión de los grandes bosques que todo lo abarca.

No había viento, pero por doquier se oía la vibración de alguna hoja solitaria, que colgada de su seco tallo, se agitaba a gran velocidad. Era el centinela que avisaba de su presencia. De nuevo, como ya le ocurriera unas semanas atrás, percibió al Ser que formaba el conjunto de los árboles como si se tratara de una marea que le rodeaba. La marea había cambiado. Le vino a la memoria el recuerdo de sus estancias infantiles en la costa, cuando su aya le decía: «Ya ha cambiado la marea; tenemos que volver a casa». Entonces, recordaba, veía agolparse en el horizonte las masas verdes de agua y se daba cuenta de que, lentamente, se iban acercando. Aquella masa gigantesca, cuya propia inmensidad le impedía moverse con rapidez, pero que, sin embargo, parecía estar dotada de una determinación inquebrantable, avanzaba hacia ella. El cuerpo fluido del mar se iba deslizando bajo el cielo en dirección a aquel punto de las doradas arenas donde ella estaba jugando. Esa imagen y esa idea siempre le habían sobrecogido; era como si su insignificante persona fuera el objetivo hacia el que se dirigía todo el avance del mar. «Ya ha cambiado la marea; será mejor que volvamos a casa».

Eso era precisamente lo que estaba ocurriendo ahora con el bosque; lento, seguro, constante, y con un movimiento tan inapreciable como el del propio mar, el bosque avanzaba. La marea había cambiado. La pequeña presencia humana que había osado adentrarse en su descomunal y verde espesura era su objetivo.

Todo esto lo tenía muy claro mientras permanecía sentada, esperando, con los párpados fuertemente apretados. Pero un instante después abrió los ojos; se había dado cuenta de otra cosa. En realidad no era su presencia la que deseaban. Era la presencia de otra persona.

Entonces lo comprendió todo. Al abrir los ojos había sonado un chasquido, pero no era ella quien lo había producido, venía de fuera. Al otro lado del claro, en un lugar que el sol inundaba de paz y de calma, vio la figura de su marido entre los árboles; un hombre, como si fuera un árbol más, caminando.

Avanzaba muy despacio, con las manos a la espalda y la cabeza erguida; parecía estar absorto en sus pensamientos. Aunque apenas les separaban más de cincuenta pasos, no daba señal alguna de haberse apercibido de su presencia, allí, tan cerca. Pasó frente a ella con expresión abstraída y con todos los sentidos vueltos enteramente hacia dentro, igual que una figura salida de un sueño, y como ocurre en los sueños, le vio alejarse. Una tormenta de amor, de anhelos, de compasión, se levantó dentro de ella, pero como si todo aquello fuera una pesadilla, era incapaz de hablar o de moverse. Se quedó sentada viendo cómo se alejaba —cómo se alejaba de ella— hacia los lugares más recónditos de aquella espesura verde que todo lo envolvía. El deseo de salvarle, de pedirle que se detuviera y volviera la arrebataba, pero no podía hacer nada. Le vio alejarse de ella, alejarse por su propio impulso y voluntad; vio cómo las ramas se iban cerrando a su paso y le ocultaban. Su figura se fue desvaneciendo en un temblor de luces y sombras. Los árboles le habían cubierto. La marea se le había llevado sin que él opusiera ninguna resistencia; se alegraba de irse. Sobre el suave regazo verde de aquel mar se alejó flotando hasta perderse de vista. Sus ojos ya no podían seguirle. Había desaparecido.

En aquel instante, a pesar de la distancia que les separaba, advirtió por vez primera la expresión de paz y de felicidad que tenía su rostro; estaba embelesado, henchido de gozo, aquella era la mirada de un joven. Era una expresión que, en los últimos tiempos, nunca le había mostrado. Pero ella la había conocido. Hacía muchos años, al principio de su vida de casados, la había visto en su rostro. Ahora ya no obedecía a la llamada de su presencia y de su amor. Tan sólo los bosques podían devolvérsela; ya sólo respondía a la llamada de los árboles. El Bosque se había apoderado de su marido, se lo había arrebatado por entero… el alma y el corazón incluidos.

Su vista, que había estado sumergida en los desvaídos paisajes del recuerdo, regresó de nuevo a las realidades exteriores. Miró a su alrededor, y su amor, que regresaba frustrado y con las manos vacías, la dejó a merced de la invasión del terror más desolador que jamás hubiera conocido. Que tales cosas fueran reales y ocurrieran era algo para lo que no estaba en absoluto preparada. El terror invadió hasta los recodos más serenos de su corazón, que hasta entonces jamás habían conocido lo que fuera sentir un temblor. No podía —al menos por el momento— acudir ni a su Biblia ni a su Dios. Desconsolada en medio de un mundo vacío donde imperaba el miedo, se quedó allí sentada, con los ojos demasiado secos y doloridos para el llanto, pero sintiendo un frío tan gélido como si tuviera una capa de hielo adherida a la carne. Miraba a su alrededor sin ver nada. El horror que acecha en la paz del mediodía, cuando los árboles se yerguen inmóviles iluminados por un resplandor artificial, reinaba a su alrededor. Sentía su presencia delante y detrás de ella. Más allá de aquel silencio furtivo, justo en sus márgenes, discurrían aquellos seres de otro mundo. Pero ella era incapaz de percibirlos. Su marido, en cambio, sí; él sabía de su belleza y del temor reverencial que podían inspirar, pero todo aquello quedaba fuera de su alcance. No podía compartir con él ni la más humilde de esas experiencias. En pleno corazón del bosque, más allá del resplandor del mediodía invernal, se hallaba otro universo rebosante de vida y de pasión al que ella no tenía acceso. El silencio lo velaba, la quietud lo mantenía oculto; pero su marido caminaba a su lado y lo comprendía. Su amor le permitía interpretarlo.

Se puso de pie, dio unos pocos pasos inseguros, se tambaleó, y volvió a caer sobre el musgo. No era por ella por quien sentía aquel terror; ningún miedo egoísta podía alcanzar a alguien cuyas angustias y afanes estaban volcados en la persona a la que amaba con tanta valentía. En aquel instante de total abandono, cuando ya había comprendido que la batalla estaba perdida y pensaba que hasta su Dios la había abandonado, de pronto, volvió a encontrarlo a su lado, como una pequeña presencia en el terrible corazón de aquel Bosque hostil. Al principio no advirtió que Él estaba allí; no lo reconoció bajo aquella extraña apariencia que le resultaba inaceptable. Porque su presencia era demasiado cercana, demasiado íntima, dulce y reconfortante; y al mismo tiempo, tan difícil de comprender… como la Resignación.

De nuevo hizo un esfuerzo para ponerse en pie, esta vez con éxito, y comenzó a avanzar lentamente por la vereda que le había conducido a aquel lugar. En un primer momento le sorprendió —aunque la sorpresa no le duraría mucho— la facilidad con que encontraba el camino. Y si aquella sorpresa duró sólo un instante fue porque no tardó en comprender la verdad. Los árboles se alegraban de verla marchar. Le estaban ayudando a encontrar el camino. El Bosque no la quería.

Sí, la marea se acercaba, pero no venía a por ella.

Y así, en otro de aquellos destellos de clarividencia que últimamente habían alzado su existencia a un plano más elevado, vio y comprendió aquel terrible asunto en su totalidad.

Hasta entonces, aunque no hubiera llegado a formularlo en pensamientos o en palabras, lo que temía era que, de una u otra manera, los bosques que su marido tanto amaba terminaran por arrebatárselo —lo absorbieran— e incluso, de algún modo misterioso, llegaran a matarlo. Ahora se daba cuenta de lo equivocada que había estado, y al percatarse de ello, la intensa agonía de aquel horror la invadió completamente. Los celos que ellos sentían no eran los mezquinos celos de los animales y de los seres humanos. Le querían para ellos porque le amaban, pero no lo querían muerto. Rebosante de entusiasmo y de una vitalidad espléndida, así era como lo querían. Lo querían… vivo.

Era ella la que se interponía en su camino, y era a ella a quien tenían la intención de quitar de en medio.

Fue esto lo que hizo que se sintiera totalmente indefensa. Estaba en la playa, enfrentada a un océano que avanzaba lentamente hacia ella. Porque, del mismo modo que todas las fuerzas de una persona se combinan de forma inconsciente para expulsar un grano de arena que, al contacto con la piel, produce una sensación molesta, la totalidad de aquello que Sanderson había denominado la Consciencia Colectiva del Bosque se esforzaba por expulsar a aquel átomo humano que se interponía en el camino que conducía a la satisfacción de sus deseos. El amor que sentía por su marido había hecho que entrara en contacto con la piel del Bosque. Era a ella, no a él, a quien iban a llevarse y a expulsar; era a ella, no a él, a quien iban a destruir. Querían y necesitaban a su marido; lo mantendrían con vida. Tenían la intención de llevárselo vivo.

Llegó a la casa sana y salva, pero nunca recordó cómo encontró el camino de regreso. Lo cierto es que se lo pusieron muy fácil. Hasta las mismas ramas parecían apremiarla para que se marchara.

Cuando salió de aquel sombrío recinto, sintió como si detrás de ella un majestuoso Ángel de los Bosques dejara caer sobre el umbral una espada flameante, formada por una innumerable multitud de hojas que erigían una barrera verde, reluciente e infranqueable. Nunca más volvió a entrar en el Bosque.

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Continuó ocupándose de sus quehaceres cotidianos con una calma y un sosiego que a ella misma le asombraron, pues no parecían cosa de este mundo. Habló con su marido cuando regresó a tomar el té… tras la caída de la noche. A veces, la resignación viene acompañada de un extraño y formidable valor… ya no hay nada que perder. El alma se muestra dispuesta a correr cualquier riesgo y se atreve a todo. ¿Quién sabe si, en ocasiones, no será un atajo para elevarse a un plano superior?

—David, esta mañana, un poco después de que tú te fueras, yo también estuve en el Bosque. Te vi.

—¿Verdad que era maravilloso? —se limitó a responder mientras inclinaba ligeramente la cabeza. En su mirada no se apreciaba ningún signo de sorpresa o de enfado; quizá tan sólo un tenue atisbo de fastidio. Lo que había dicho no era en realidad una verdadera pregunta. Su actitud le hizo pensar en un árbol de jardín que, al sufrir súbitamente el ataque del viento, se ve forzado a inclinarse en contra de su voluntad; algo de esa ligera renuencia con que los árboles se dejan vencer por el viento se apreciaba en él. Así era como ahora se imaginaba muchas veces a su marido, mediante algún símil arbóreo.

—Sí, querido, desde luego que era maravilloso. Pero a mí me resulta demasiado… demasiado grande y extraño —le respondió en voz baja, con una entonación poco articulada, aunque sin llegar al balbuceo.

Aunque no se apreciaba en su tono, lo cierto es que bajo la suavidad de aquella voz, latía el temblor de las lágrimas. Sin embargo, consiguió contenerse.

Se produjo un momento de silencio y después añadió él:

—A mí cada día que pasa me parece más maravilloso.

Su voz se fue dispersando por aquella habitación iluminada como si se tratara del murmullo del viento entre las ramas. La expresión de juventud y de felicidad que había advertido en su rostro cuando estaba fuera había desaparecido por completo, en su lugar se apreciaba ahora la expresión de hastío de quien se encuentra ligeramente molesto por hallarse en un entorno poco acogedor en el que no se siente a gusto. La casa era lo que detestaba; tener que regresar a las habitaciones, las paredes y los muebles. El techo y las ventanas cerradas le hacían sentirse preso. Sin embargo, no había en su actitud nada que indicara que la presencia de su mujer le incomodara. De hecho, más bien parecía no importarle en absoluto; era como si no se percatara de ella. Durante largos períodos de tiempo, casi daba la impresión de que se le hubiera borrado de la mente; no parecía darse cuenta de que estaba allí. No la necesitaba. Vivía solo. Los dos vivían solos.

Los signos externos que ponían de manifiesto que reconocía que aquel espantoso combate se libraba contra ella y que aceptaba las condiciones impuestas para su rendición, eran verdaderamente patéticos. Ya no ponía el botiquín en la mesilla; mandaba que se le preparara a su marido el almuerzo para llevar, sin necesidad de que él lo pidiera; se iba a la cama sola muy temprano, sin echar el candado a la puerta de entrada; y dejaba leche, pan y mantequilla junto a la lámpara del recibidor. Todas estas concesiones se había visto impelida a hacer. Cada vez era más normal que su marido —a menos que hiciera muy mal tiempo— saliera incluso después de la cena y pasara varias horas en el bosque. No obstante, nunca se dormía hasta que le llegaba desde el piso de abajo el sonido de la puerta de entrada al cerrarse y reconocía, al cabo de un momento, sus pasos subiendo las escaleras con cuidado y entrando finalmente en la habitación sin hacer ruido. Hasta que no oía a su lado la respiración profunda y acompasada de su marido no se dormía. Ya no le quedaba ninguna fuerza ni ningún deseo de resistirse. El contrincante al que se enfrentaba era demasiado grande y poderoso. Su rendición incondicional era un hecho consumado. Se remontaba al día en que le siguió al Bosque.

Por otro lado, el momento de la evacuación —de su propia evacuación— parecía hallarse ya muy próximo. Se acercaba en silencio, cada día un poco más, lenta pero inexorablemente, como la marea creciente que tanto solía asustarla. De pie junto a la línea dejada por la marea alta, esperaba con tranquilidad a que la arrastrara. Durante todos aquellos días terribles del invierno, el Bosque que rodeaba la casa había estado observando desde el otro extremo del jardín cómo se iba acercando, y había guiado sus silenciosas oleadas y corrientes hacia sus pies. A lo único que ella nunca había renunciado era a su Biblia y a sus oraciones. Sin embargo, aquella resignación tan absoluta también había traído aparejada una comprensión extraña y más profunda de la situación; y si bien no podía compartir el terrible abandono de su marido a esos poderes externos a él, sí que podía —y de hecho así lo hacía— aferrarse, siquiera fuera tentativamente, a algunas nociones vagas que quizá hicieran de aquel abandono algo… posible, sí, pero más que meramente posible, algo que, por insólito que pudiera parecer, tampoco era intrínsecamente perverso.

Hasta aquel momento ella había considerado siempre que el mundo del más allá se dividía en dos mitades bien diferenciadas: a un lado estaban los espíritus del bien y al otro los del mal. Pero ahora, con caminar vacilante y silencioso, con el mismo sigilo con que andan los dioses, le venía a la mente la idea de que, al margen de aquellas categorías tan claramente definidas, bien podían existir otras Potencias que no pertenecían de forma clara ni a una ni a otra. Su pensamiento no iba más allá. Pero la estrechez de su mente pudo albergar esa idea grandiosa y, gracias a su gran corazón, allí se quedó. En cierto modo le servía de consuelo.

La incapacidad o —como prefería decir ella— la negativa de su Dios a interferir y a prestarle su auxilio, fue algo que, hasta cierto punto, también terminó por comprender. Seguramente —y aquello era algo que cada vez le costaba menos esfuerzo imaginar— no era éste un caso en el que estuvieran involucradas las fuerzas del mal, sino más bien algo que suele mantenerse alejado de los seres humanos, algo ajeno y que, generalmente, pasa inadvertido. Entre aquellos dos mundos se abría un abismo, pero el señor Sanderson había tendido un puente sobre él con sus charlas, sus explicaciones y su actitud. Gracias a ello, su marido había encontrado el camino que conducía a aquel otro lugar. Su temperamento y su natural inclinación hacia los bosques habían ido preparando su alma, de modo que, cuando vio aquella vía despejada, la tomó; era el camino más fácil. Naturalmente la vida está abierta a cualquier posibilidad y su marido tenía derecho a elegir dónde quería vivirla. Había elegido hacerlo… lejos de ella y lejos del resto de los hombres, pero no necesariamente lejos de Dios. Aquella era una concesión enorme a la que en ocasiones se acercaba, pero que nunca quiso contemplar cara a cara; era demasiado revolucionaria. Pero la posibilidad de que así fuera se asomaba a veces a su mente perpleja. Quizá aquello retrasara el progreso espiritual de su marido o quizá lo acelerara, ¿cómo saberlo? Al fin y al cabo, ¿por qué Dios, que ha ordenado todas las cosas de este mundo hasta el más mínimo detalle, desde la trayectoria del sol hasta la caída de un simple gorrión, habría de oponerse a su libre elección o tratar de interferir para ponerle trabas y detenerle?

Contemplada bajo aquel nuevo aspecto, la resignación terminó por resultarle más llevadera. Aunque no consiguiera hacer que se sintiera en paz, al menos le reconfortaba. Luchaba contra todo lo que pudiera suponer un menosprecio de su Dios. Quizá bastaba con que Él… lo supiera.

—Querido, ¿no te sientes solo cuando estás en el bosque? ¿Está Dios contigo? —se aventuró a preguntarle una noche mientras él entraba de puntillas en la habitación casi de medianoche.

—De una forma majestuosa, porque está en todas partes. —le respondió inmediatamente lleno de entusiasmo—. Ojalá tú…

Pero ella se tapó los oídos con la ropa de cama. Oír aquella invitación de sus labios era más de lo que podía soportar. Era como si le pidiera que marchara alegremente a su propia ejecución. Enterró su rostro entre las sábanas y las mantas, y se puso a temblar.