Aquella conversación tuvo lugar a finales de verano y, muy poco después, entró por fin el otoño. En realidad, dicha conversación marcó el umbral entre las dos estaciones, y al mismo tiempo, trazó la línea divisoria que señaló el cambio de su marido, que de una actitud pasiva pasó a otra desafiante La señora Bittacy casi llegó a pensar que había hecho mal en ceder; su marido se envalentonó y dejó a un lado toda ocultación. Ahora marchaba al Bosque abiertamente, olvidando todas sus obligaciones y todas sus ocupaciones anteriores. Incluso trataba de persuadirla de que le acompañara. Lo que hasta entonces había permanecido oculto resplandecía ahora sin ningún disimulo. La energía que desplegaba su marido le daba escalofríos, y no obstante, tampoco podía dejar de sentir admiración por aquel derroche de apasionamiento viril. Hacía tiempo que los celos, relegados a un segundo lugar, habían dado paso al miedo; su deseo ahora era, ante todo, protegerle. La esposa se había convertido completamente en madre.
Aunque no solía hablar mucho… estaba claro que odiaba tener que volver a la casa. Se pasaba de la mañana a la noche vagando por el Bosque; a menudo salía incluso después de cenar. Los árboles acaparaban todos sus pensamientos: su follaje, su crecimiento, su desarrollo; lo maravillosos, lo bellos y lo fuertes que eran; su soledad cuando crecían aislados y su poder cuando formaban grandes masas. Conocía el efecto que cada viento ejercía sobre ellos: el peligro del tempestuoso viento del norte; el esplendor que acompañaba al viento del oeste; la sequedad que traía el viento del este, y la suave y húmeda ternura que los vientos del sur dejaban en su ramaje cuando éste comenzaba a ralear. Se pasaba el día entero hablando de lo que sentían: cómo absorbían la luz del sol poniente, soñaban bajo el claro de luna o se estremecían al recibir el beso de las estrellas. El rocío podía devolverles buena parte de su exaltación nocturna, pero la escarcha hacía que se hundieran bajo tierra con la esperanza de que en el futuro sus raíces volvieran a adquirir tersura. Hablaba de cómo protegían la vida a la que daban cobijo —los insectos, las larvas, las crisálidas—; y cuando los cielos descargaban trombas de agua sobre ellos, decía que se levantaban «inmóviles en un éxtasis de lluvia», y si los contemplaba al sol del mediodía, que «se erguían con elegancia sobre sus prodigiosas sombras».
En cierta ocasión, el sonido de la voz de su marido la había despertado en medio de la noche. No hablaba en sueños, estaba completamente despierto; miraba hacia la ventana donde se proyectaba la sombra del cedro al mediodía, y decía:
¡Ah!, ¿suspiras por el Líbano
siguiendo la larga brisa que fluye
hacia tu Oriente delicioso?
Suspiras por el Líbano,
oscuro cedro;
y cuando, con una mezcla de fascinación y terror, se volvió hacia él y le llamó por su nombre, él se limitó a decir:
—Querida, me acabo de dar cuenta de lo solo y lo triste que se debe sentir ese árbol aquí, en nuestro pequeño jardín inglés, mientras todos sus hermanos del Oriente le llaman en sueños.
Aquella respuesta le resultó tan extravagante, tan poco «evangélica», que se quedó esperando en silencio a que él se volviera a dormir. La poesía de aquellas palabras le dejó indiferente. Le parecía innecesaria y fuera de lugar. Los celos, el miedo y la desconfianza la atormentaban.
No obstante, sus temores parecieron quedar subsumidos y se disiparon en parte ante la admiración involuntaria que sentía por la arrebatadora magnificencia del estado en que se hallaba su marido. Cuando menos, su ansiedad pasó del terreno religioso al médico. Se le ocurrió que quizá comenzaba a sufrir un ligero deterioro de sus facultades mentales. No hay forma de saber cuántas veces daba gracias en sus oraciones por la inspiración que había hecho que permaneciera a su lado para vigilarle y ayudarle. Pero no cabe duda de que, por lo menos, lo hacía dos veces al día.
En cierta ocasión, cuando el señor Mortimer, el vicario, les hizo una visita en compañía de un doctor de cierto renombre, había llegado incluso a comentarle a aquel profesional algunos de los síntomas del extraño estado en que se encontraba su marido. Su respuesta en el sentido de que «no había nada que pudiera recetarle» no hizo sino contribuir a aumentar aquella terrible perplejidad que sentía. Sin duda nunca antes sir James había sido consultado en unas circunstancias tan poco ortodoxas. Su sentido del decoro anuló de forma espontánea el instinto adquirido que le convertía en un instrumento cualificado para contribuir al bienestar del género humano.
—¿Está seguro de que no tiene fiebre? —insistía en preguntarle ella apresuradamente, decidida a sacar algo de aquel hombre.
—Señora, como ya le he dicho, no hay nada que yo pueda hacer —fue su respuesta.
Evidentemente no era de su agrado que se le invitara de forma encubierta a reconocer a un paciente mientras disfrutaba de una taza de té en el jardín, sobre todo cuando la posibilidad de cobrar sus honorarios era más que problemática. Le gustaba ver la lengua y tomar el pulso, pero también conocer el abolengo y el estado de la cuenta corriente de quien le interpelaba. Aquello no sólo era algo insólito sino, además, de un gusto pésimo. Y sin duda lo era. Pero aquella mujer angustiada trataba de aferrarse desesperadamente a cualquier cosa que le diera alguna esperanza.
La actitud desafiante de su marido se había vuelto tan abrumadora que apenas se atrevía a preguntarle nada. No obstante, en la casa se mostraba en todo momento atento y cariñoso, y hacía todo lo que estaba en su mano para que su sacrificio fuera lo más llevadero posible.
—David, de verdad, es una locura que salgas ahora. Hace una noche muy húmeda y fría. La tierra está empapada de rocío. Vas a agarrar una pulmonía doble.
El rostro de su marido se iluminó.
—¿Por qué no vienes conmigo, querida… aunque no sea más que una vez? Sólo voy hasta el recodo de los acebos para ver ese haya aislada que parece tan solitaria.
Durante las breves horas de la tarde habían salido a dar una vuelta juntos en la oscuridad y habían pasado al lado de aquel maligno grupo de acebos donde solían acampar los gitanos. Ninguna otra planta crecía en ese lugar, tan sólo el acebo había conseguido arraigar en aquel terreno pedregoso.
—David, el haya se encuentra bien y está a salvo. —Había aprendido algo de su fraseología; el amor, aunque tardíamente, la había vuelto más espabilada—. Esta noche no hace viento.
—Pero se está levantando —respondió—. Se está levantando por el este. Lo he oído soplar entre las ramas desnudas de los hambrientos alerces. Necesitan sol y rocío; siempre gritan así cuando les da el viento del este.
Cuando la señora Bittacy oyó aquello se apresuró a dirigir una oración a su divinidad. Ahora, siempre que él hablaba de la vida de los árboles con un tono tan familiar y tan íntimo, sentía como si una lámina de hielo se apretara contra su piel y su carne. Le temblaba todo el cuerpo. ¿Cómo era posible que él supiera aquellas cosas?
No obstante, en otros muchos aspectos —y particularmente en su trato cotidiano— se mostraba sensato y razonable; cariñoso, amable, tierno. Tan sólo daba muestras de un comportamiento desquiciado y extravagante en todo lo que guardaba relación con los árboles. Curiosamente, daba la impresión de que, desde que se produjo la desmembración del cedro —un árbol que, aunque de distinta manera, ambos amaban— su comportamiento se había ido desviando cada vez más de la normalidad. ¿Por qué si no cuidaba de ellos como cuidaría un hombre a un niño enfermo? ¿Por qué alargaba sus estancias fuera, sobre todo a la hora del crepúsculo, para captar lo que él llamaba «su estado de ánimo nocturno»? ¿Por qué se preocupaba tanto por ellos cuando había amenaza de heladas o se levantaba el viento?
Una y otra vez se hacía la misma pregunta: ¿Cómo era posible que él supiera esas cosas?
Finalmente, su marido salió, y cuando ella fue a cerrar la puerta, oyó a lo lejos el bramido del Bosque…
Entonces otra pregunta le vino de pronto a la cabeza: ¿Y cómo era posible que ella también las supiera?
Fue como un golpe súbito que impactara al mismo tiempo sobre su cuerpo, su corazón y su mente. El hallazgo se abalanzó sobre ella desde el lugar en donde estaba emboscado y la arrolló. Aquella verdad indiscutible hizo que se le embotaran todas sus facultades mentales. Pero aunque al principio la dejó aturdida, no tardó en reaccionar, y todo su ser se aprestó a oponer una resistencia feroz. Un valor desesperado y calculado a un tiempo, similar al que anima a los líderes de una espléndida causa perdida, inflamó a aquella pobre mujer de una fuerza grandiosa e invencible. Aunque se sabía débil e insignificante, también sabía que la fuerza en que se apoyaba era capaz de mover montañas. Su inquebrantable fe era el arma que tenía en sus manos y, a la vez, el derecho por el cual reclamaba para sí dicha fuerza. Sin embargo, era ante todo aquel espíritu de sacrificio, desprendido y absoluto, que caracterizaba su vida, el medio que le permitía hacerla suya de forma inmediata. Guiada por una especie de intuición pura e inmaculada, marchaba al combate. Su Dios y su Biblia la respaldaban.
Que tuviera semejante revelación quizá sea motivo de asombro; sin embargo, es muy posible que la explicación resida, en parte, en la propia simplicidad de su naturaleza. En todo caso, había ciertas cosas que podía ver con gran nitidez, aunque aquello le ocurriera tan sólo en momentos muy concretos: tras la oración, en medio de la quietud de la noche, o cuando se quedaba en la casa durante horas, a solas con su labor y sus pensamientos. Las orientaciones que recibía en esos momentos de inspiración se le quedaban grabadas aun cuando ya hubiera olvidado el modo en que se produjeron.
Aquellas revelaciones se presentaban sin forma y sin palabras. Le resultaba imposible traducirlas a cualquier tipo de lenguaje, pero por el mismo hecho de no quedar formuladas en frases, conservaban plenamente toda su fuerza original.
Tras varias horas de paciente espera llegó la primera, y en días sucesivos, ya con más facilidad, de una en una fueron llegando gradualmente las demás. Su marido llevaba fuera desde primeras horas de la mañana y se había llevado consigo el almuerzo. Esperaba sentada junto a la bandeja del té, con las tazas y la tetera calientes, los panecillos reposando al lado de la chimenea para que no se enfriasen, y todo listo para el momento en que él regresara, cuando, de pronto, se dio cuenta de que aquello que le había hecho salir, aquello que un día tras otro le hacía pasar tantas horas fuera de la casa, aquello que se oponía a su pequeña voluntad y a sus instintos era algo tan inmenso como el mar. No se trataba simplemente del encanto que podía tener cada árbol por separado, sino de algo masivo y descomunal. En torno a ella se alzaba hacia el cielo, a una escala gigantesca y con un poderío absolutamente prodigioso, la colosal muralla que simbolizaba su frontal antagonismo. Lo que hasta entonces le había parecido un conjunto de formas verdes y frágiles que se balanceaban y susurraban mecidas por el viento, no era —por así decirlo— más que la espuma que emerge de pronto en la distancia al borde de un abismo insondable. Los árboles, en efecto, eran los centinelas apostados en los límites de un campamento que permanecía oculto. El espantoso rumor y el murmullo del lejano núcleo principal penetraba en aquella habitación en calma y se fundía con el crepitar del fuego de la chimenea y con el silbido del calentador de agua. Allá fuera, en las lejanas profundidades del Bosque, en su mismo centro, aquella cosa que bramaba sin parar parecía estar creciendo de una forma espantosa.
Y con aquel sonido llegaba también la sensación de que la batalla que se avecinaba —la batalla entre ella y el Bosque por el alma de su marido— sería la decisiva. Aquel presentimiento era tan palpable que no le hubiera extrañado en absoluto que Thompson entrara en la habitación para informarla, con toda tranquilidad, que la casa estaba sitiada: «Disculpe señora, los árboles rodean toda la casa». Y su respuesta bien pudiera haber sido: «No pasa nada, Thompson. El grueso del ejército aún se encuentra lejos».
A esa primera certeza le siguió inmediatamente otra, cuya autenticidad le resultó tan incontestable que le produjo verdadero espanto. Se daba cuenta de que los celos no afectaban exclusivamente al mundo de los humanos y de los animales, sino que se extendían a la creación entera: el Reino Vegetal también los experimentaba, la llamada «naturaleza inanimada» los compartía con el resto de los seres, los árboles también los sentían. Aquel Bosque que podía ver desde la ventana, erguido en el silencio del atardecer otoñal al otro extremo del jardín, también parecía entenderlo así. El flujo del deseo de ese poder implacable e infinitamente ramificado, cuyo objetivo era poseer él solo aquello que amaba y necesitaba, se expandía a través de sus millones de hojas, de tallos y de raíces. En los seres humanos, por supuesto, se trataba de un deseo consciente, y en los animales actuaba con la inmediatez de un instinto; pero en los árboles los celos se manifestaban mediante una especie de marea ciega de una ira impersonal e inconsciente, capaz de barrer toda resistencia que le saliera al paso como el viento barre la nieve en polvo de una superficie helada. Formaban una legión cuyo número se veía constantemente incrementado con nuevos refuerzos, y una vez que se habían dado cuenta de que su pasión era correspondida, su poder ya no dejaba de aumentar. Su marido amaba los árboles… Ellos se habían enterado… Y terminarían por arrebatárselo… Porque también ellos le amaban.
Entonces, mientras los pasos que venían del recibidor y el sonido de la puerta de entrada al cerrarse le informaban del regreso de su marido, vio una tercera cosa con toda claridad: se dio cuenta del abismo que se estaba abriendo entre los dos. Aquel otro amor era el causante. Durante todas aquellas semanas de verano en que se había sentido tan unida a él —especialmente tras realizar el mayor sacrificio de su vida quedándose a su lado para ayudarle—, su marido, lenta pero firmemente, había ido alejándose de ella. Ahora ese distanciamiento era ya un hecho consumado. Había ido madurando durante todo ese tiempo hasta abrir una profunda sima entre los dos. A través del vacío que los separaba, la perspectiva que se tenía de dicho cambio era particularmente cruel. Al otro lado, la imagen de su cara y de su figura, que con tanta ternura había querido e idolatrado antes, se veía lejana, borrosa, pequeña; le daba la espalda, y mientras ella le observaba, se iba alejando… se alejaba de ella.
Tomaron el té en silencio. No quiso hacerle preguntas y él, por su parte, tampoco le contó nada sobre cómo había pasado el día. Sentía que el corazón se le encogía y que la terrible soledad de la vejez se iba esparciendo por su ánimo como una neblina gélida. Le observaba con atención, mientras trataba de atenderle en todo lo que necesitaba. Tenía el pelo revuelto y las botas estaban cubiertas de una gruesa y negra capa de barro seco. Al fijarse en sus movimientos, nerviosos y oscilantes, sus mejillas palidecieron y un espantoso escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Le evocaba el movimiento de los árboles. Los ojos de su marido fulguraban.
Traía encima un olor a tierra y a bosque que casi la asfixiaba, obligándola a hacer un gran esfuerzo para poder respirar; entonces, a la luz de la lámpara, descubrió algo que la sumió en un paroxismo de inquietud que apenas podía controlar: en el rostro de su marido se apreciaba el tenue y leve rastro de un halo que le recordaba al parpadear del claro de luna entre las sombras de un bosque. Lo que allí brillaba era esa nueva felicidad que él había descubierto, una felicidad de la que ella no era causa ni parte.
Prendido del abrigo llevaba un ramillete de hojas de hayas de un amarillo desvaído.
—Te he traído esto del Bosque —dijo con un aire que era muy característico de él cuando, en otros tiempos, tenía esos pequeños detalles con los que le mostraba su cariño.
Cogió mecánicamente las hojas, esbozó una sonrisa y susurró un «gracias, querido»; era como si su marido, sin darse cuenta, hubiera puesto en sus manos el arma destinada a su destrucción, y ella la hubiera aceptado.
Cuando terminaron el té y salió de la habitación, no se fue a su estudio o a cambiarse de ropa. El suave ruido de la puerta delantera al cerrarse le indicó que su marido regresaba de nuevo al Bosque.
Un poco más tarde se encontraba en su habitación, arrodillada junto al lecho —del lado de la cama donde él dormía—, hecha un mar de lágrimas y rogando fervorosamente a su Dios que le salvara y le retuviera junto a ella. Mientras rezaba, el viento golpeaba contra los cristales de las ventanas que tenía a su espalda.