La casa en la que vivían nunca había sido del agrado de la señora Bittacy. Prefería un campo más llano y abierto, en el que todas las vías de acceso estuvieran bien a la vista. Le gustaba ver qué era lo que se acercaba. Aquella casa de campo, situada justo en el lindero de los antiguos terrenos de caza de Guillermo el Conquistador, nunca se había ajustado a su idea de lo que es un lugar agradable y seguro en el que vivir. Algún lugar en la costa, con unas colinas peladas a la espalda y un horizonte despejado enfrente, como Eastbourne por ejemplo, era su ideal de lo que debe ser un hogar como Dios manda.
Aquella aversión instintiva que tenía a sentirse rodeada, sobre todo de árboles, era algo extraño, casi una especie de claustrofobia; y, como ya se ha señalado, seguramente se remontaba a los días pasados en la India, cuando los árboles le arrebataban a su marido rodeándole de peligros. En aquellas semanas de soledad había ido madurando ese sentimiento, y aunque había intentado hacerle frente a su manera, no lo había conseguido.
Cuando ya lo creía dominado, siempre se las arreglaba para metérsele otra vez dentro bajo una nueva apariencia. En este caso concreto, al haber cedido al intenso deseo que había manifestado su marido con respecto a la casa, creía haber ganado la batalla, pero el terror de los árboles regresó antes de que hubiera pasado un mes. Los árboles se reían de ella en su misma cara.
Siempre tenía presente que su casa estaba rodeada por una formidable muralla formada por centenares de leguas de bosque; una presencia, multitudinaria y vigilante, que permanecía a la escucha y les cerraba todas las salidas que permitían escapar hacia la libertad. Al no ser una persona de inclinaciones morbosas, hacía todo lo posible por desterrar tales pensamientos, y dado lo sencilla y lo poco artificial que era su mente, conseguía borrarlos de su cabeza durante varias semanas seguidas. Pero, de pronto, volvía a asaltarla con una ráfaga de una realidad desoladora. Por otra parte, no era algo que existiera exclusivamente en su pensamiento o que dependiera de cuál fuera su estado de ánimo; aquel miedo tenía vida propia, iba y venía, pero cuando se marchaba… lo hacía tan sólo para observarla desde otro ángulo. Se mantenía al acecho… esperándola a la vuelta de la esquina.
El Bosque nunca llegaba a dejarla en paz del todo. Siempre estaba dispuesto a meterse en su terreno. A veces se lo imaginaba alargando todas sus ramas en una misma dirección, hacia su pequeña casa y su minúsculo jardín, como si quisiera arrastrarlos y fundirlos consigo. Al grandioso espíritu que alentaba en el corazón del Bosque le molestaba la presencia de aquel jardín tan coqueto justo a sus puertas, le parecía una ofensa, una insolencia, una provocación. Si podía lo absorbería y lo asfixiaría. Los atronadores mensajes que proclamaban los vientos a través de la inmensa caja de resonancia que formaban un millón de árboles en movimiento, comunicaban ese mismo propósito. Aquel poderoso espíritu estaba molesto. Su bramido, profundo e incesante, expresaba el sentir de su corazón.
Todas estas cosas nunca las llegaba a expresar en palabras; las sutilezas del lenguaje no estaban a su alcance. Pero, instintivamente, las sentía; y más que sentirlas, le turbaban profundamente. Sobre todo a causa de su marido. De haber sido algo que tan sólo le afectara a ella, tal pesadilla le hubiera dejado indiferente. Era aquel extraño interés que David tenía por los árboles lo que la provocaba.
Finalmente, los celos, en su aspecto más sutil, vinieron a fortalecer la repugnancia y la animadversión que le producían los árboles, pues se presentaron de una manera a la que ninguna esposa sensata habría podido poner objeción alguna. La pasión de su marido, pensaba, era algo natural e innato en él. Había determinado su vocación, alimentado su ambición y nutrido sus sueños, sus deseos y sus esperanzas. Los mejores años de su vida los había dedicado al cuidado y la vigilancia de los árboles. Los conocía, sabía los secretos de su vida y de su naturaleza, era capaz de «manejarlos» intuitivamente, igual que otras personas «manejan» a un perro o un caballo. No podía vivir alejado de ellos durante mucho tiempo sin sentir una extraña e intensa nostalgia que le robaba la tranquilidad de espíritu y la fortaleza física. Un bosque le hacía sentirse feliz y en paz; le cuidaba, le nutría, le tranquilizaba. Los árboles incidían en las mismas fuentes de su vida, frenaban o aceleraban el propio latir de su corazón. Separado de ellos languidecía, como languidece tierra adentro quien ama el mar o se consume el montañero en la plana monotonía de las llanuras.
Aquello era algo que hasta cierto punto llegaba a entender y con lo que podía mostrarse indulgente. Se había plegado sin quejarse, dulcemente incluso, a la elección que había hecho su marido de su hogar en Inglaterra, a pesar de que, en la pequeña isla, no hay ningún lugar que evoque tanto las selvas de las tierras vírgenes como el Nuevo Bosque. Posee esa atmósfera y ese misterio genuinos, la profundidad y el esplendor, la soledad y, aquí y allá, el carácter fuerte e indómito de los bosques antiguos que Bittacy había conocido cuando trabajaba para el Departamento Forestal.
Tan sólo en una cuestión se había plegado él a sus deseos. Accedió a que la casa estuviera en el lindero y no en el corazón del Bosque. Ya llevaban más de diez años viviendo felices y en paz al borde de aquella extensa masa que cubría cientos de leguas con una maraña de ciénagas, páramos y ancianos y majestuosos árboles.
Sólo durante los dos últimos años, poco más o menos —debido quizá al natural envejecimiento y al consiguiente declive físico— se había producido un significativo aumento de su apasionado interés por el bienestar del Bosque. Ella, que lo había visto crecer, al principio se lo había tomado a risa, después se había mostrado comprensiva —en la medida en que su sinceridad se lo permitía—, más tarde había discutido levemente y, por fin, se había dado cuenta de que aquel tema la desbordaba y había terminado por cogerle un miedo atroz.
Como es natural, cada uno de ellos veía las seis semanas que todos los años pasaban lejos de su casa inglesa de muy distinta manera. Para su marido significaba un doloroso exilio que no hacía ningún bien a su salud; echaba de menos sus árboles… su visión, su sonido, su aroma; pero para ella significaba liberarse de un terror obsesionante… escapar. Renunciar a las seis semanas en la resplandeciente y soleada costa francesa, era algo que aquella mujer, a pesar de su generosidad, no quería ni plantearse.
Tras la sorpresa inicial que le produjo aquella decisión, se puso a reflexionar con toda la profundidad que le permitía su naturaleza: rezó, lloró en secreto… y tomó una determinación. Se daba perfecta cuenta de que la voz del deber la orientaba hacia la renuncia. La penitencia sin duda sería muy severa —¡por el momento no quería ni imaginarse lo severa que podría llegar a ser!—, pero aquella cristiana auténtica y consecuente tenía las cosas muy claras; aceptó, sin proferir suspiros de mártir, aunque al hacerlo demostrara un coraje digno de una verdadera mártir. Su marido no tenía que descubrir jamás el precio que había pagado por ello. Quitando aquella pasión, la generosidad de su marido era siempre tan grande como la suya. El amor que ella le había profesado durante todos estos años, como el amor que profesaba a su deidad antropomorfa, era profundo y verdadero. Siempre estaba dispuesta a sufrir por cualquiera de los dos. Además, su marido había planteado las cosas de una forma muy singular. No parecía tratarse de una mera preferencia egoísta. Desde un principio daba la impresión de que lo que estaba en juego era algo mucho más serio que un mero conflicto entre dos voluntades que trataban de encontrar una solución de compromiso.
—Tengo la sensación, Sofía, de que no sería capaz de soportarlo —dijo lentamente mientras lanzaba una mirada al fuego por encima de la punta de sus botas embarradas—. Mi deber y mi felicidad están aquí, con el Bosque y contigo. Mi vida está profundamente enraizada en este lugar. Hay algo, no sabría cómo definirlo, que conecta mi ser interior a estos árboles, y la separación me haría enfermar… podría incluso matarme. Mi apego a la vida se debilitaría; mi fuente de energía está aquí. No sabría explicarlo mejor. —La miraba fijamente a la cara desde el otro extremo de la mesa, de tal modo que ella podía ver la gravedad de su expresión y el brillo que desprendían aquellos ojos que tenía clavados en los suyos.
—¿David, así de fuerte lo sientes? —inquirió. Se había olvidado por completo de ocuparse de las cosas del té.
—Sí —respondió—, así lo siento. Y no es algo meramente físico. También lo siente mi alma.
Como si se tratara de una presencia física, la realidad que se insinuaba tras sus palabras se introdujo en la habitación en penumbra y se colocó a su lado. Aunque no había entrado por los paneles de cristal de la puerta, había ocupado todo el espacio que se extendía entre las paredes y el techo. El calor del fuego que tenía delante de ella desapareció al instante. De pronto tuvo frío y se sintió un poco confusa y asustada. Casi le parecía oír el rumor de las hojas mecidas por el viento. Aquel ser estaba allí, entre ellos dos.
—Creo que hay cosas… ciertas cosas… —dijo con voz entrecortada— que no nos está permitido conocer. —En aquellas palabras se resumía su actitud general ante la vida y no simplemente en lo que hacía a este incidente en particular.
Tras varios minutos de silencio, su marido, pasando por alto aquella crítica, como si no la hubiera oído, le respondió con voz grave:
—Verás, no puedo explicarlo mejor. Pero sé que existe un vínculo profundo y formidable… hay una fuerza secreta que emana de ellos que hace que me sienta bien, feliz… y vivo. Si no puedes comprenderlo, confío en que al menos sabrás… perdonarme. —Su tono se volvió tierno, dulce, suave—. Soy consciente de que mi egoísmo no tiene disculpa posible. Pero es algo que, por alguna razón, no puedo evitar; estos árboles y este anciano Bosque parecen estar entrelazados con todo lo que me hace vivir, y si me fuera…
En su voz se apreciaba un ligero abatimiento. Se calló bruscamente y se recostó en la silla. Su esposa, con un nudo en la garganta que apenas podía controlar, se acercó hasta él y le rodeó con sus brazos.
—Querido, Dios nos guiará. Aceptaremos su consejo. Siempre nos ha mostrado cuál era el camino que debíamos seguir —le susurró.
—Me duele ser tan egoísta… —empezó a decir él, pero su esposa no le dejó continuar.
—David, Él nos guiará. Nada te hará daño. Jamás has sido egoísta, y no puedo soportar oírte decir esas cosas. Se nos mostrará el camino que sea mejor para ti… para los dos —le besó; no quería dejarle hablar; se le encogía el corazón. La compasión que sentía por él era mucho mayor que la que sentía por sí misma.
Luego él le sugirió que se fuera ella sola a la casa de campo de su hermano, aunque fuera por menos tiempo, para así estar con los niños, Alice y Stephen. Como ella bien sabía, allí siempre era bien recibida.
—Necesitas un cambio, lo necesitas tanto como yo lo temo —le dijo, una vez que la doncella salió tras encender las lámparas—. Ya me las arreglaré hasta que regreses, además, así no me sentiré tan culpable. Quiero demasiado a este Bosque como para abandonarlo. Querida Sofía, creo incluso que… —se incorporó en la silla, la miró y acabó la frase casi en un susurro— nunca podré volver a abandonarlo. Mi vida y mi felicidad se encuentran aquí.
Aunque ni por un momento se le pasó por la cabeza la idea de dejarle solo, rodeado de aquel Bosque que entonces podría ejercer sin trabas su influencia sobre él, al oírle decir aquello, no pudo evitar sentir una aguda y ceñida punzada de esos sutiles celos que le atormentaban. Amaba al Bosque más que a ella, lo ponía en primer lugar. Además, tras aquellas palabras se ocultaba esa idea que nunca se atrevía a formular y que tanto le inquietaba. El terror que Sanderson había traído consigo revivió y batió sus alas delante de sus propios ojos. Del conjunto de la conversación —de la que este diálogo no era sino un fragmento— se derivaba una consecuencia inefable: del mismo modo que él no podía prescindir de los árboles, tampoco ellos podían prescindir de él. La manera tan vívida que tenía su marido de ocultar y hacer patente a la vez aquel hecho, la llenaba de un profundo desasosiego que, traspasando la frontera entre el presentimiento y la advertencia, se adentraba de lleno en el terreno de la auténtica alarma.
Él se daba perfecta cuenta de que los árboles, aquellos árboles que había cuidado, protegido, vigilado y amado, le echarían de menos.
—David, me quedaré aquí, contigo. Creo que me necesitas, ¿verdad? —aquellas palabras le salieron de lo más hondo del corazón, teñidas de ansiedad y con una nota de sentida pasión.
—Ahora más que nunca, querida. Dios te bendiga por tu dulce generosidad. Tu sacrificio —añadió— lo es aún más porque no entiendes la razón por la que tengo que quedarme.
—¿Tal vez por primavera…? —dijo con voz trémula.
—Por primavera… tal vez —le respondió suavemente, casi en un suspiro—. Entonces no me necesitarán. A todo el mundo le gustan en primavera. Es en invierno cuando se sienten solos y abandonados. Precisamente ése es el momento en que más me gusta estar con ellos. Para mí es casi un deber, una verdadera obligación.
De este modo, sin mediar más palabras, la decisión quedó tomada. La señora Bittacy, por lo menos, no hizo más preguntas. Sin embargo, tampoco consiguió forzarse a sí misma a demostrar más comprensión de la necesaria. Creía que hacerlo podía conducir a que él se explayara con más libertad y le contara cosas de las que no quería ni oír hablar. Y ése era un riesgo que no se atrevía a correr.