La partida de Sanderson hizo que la relevancia de aquellos extraños incidentes disminuyera considerablemente, pues el estado de ánimo que los había producido ya había pasado. Al poco tiempo, la señora Bittacy terminó por considerar que les había dado una importancia desproporcionada y que, en gran medida, todo había sido producto de su propia imaginación. No le sorprendió la rapidez con que se produjo aquel cambio, puesto que sucedió de una forma perfectamente natural. Por un lado, su marido nunca habló del asunto, y por otro, ella misma recordó cuántas veces a lo largo de su vida había ocurrido que algo que en su momento le pareció extraño e inexplicable, finalmente había resultado ser del todo banal.
Como es natural, achacó a la presencia del artista y a sus descabelladas y sugerentes charlas la principal responsabilidad de lo sucedido. Con su anhelada partida, el mundo se volvió de nuevo un lugar normal y seguro. Las fiebres, aunque como de costumbre duraron poco tiempo, no permitieron a su marido levantarse para despedirse, y fue ella quien tuvo que transmitirle sus disculpas y decirle adiós de su parte. El aspecto que tenía el Señor Sanderson por la mañana no podía ser más normal. Con su sombrero de hombre de ciudad y sus guantes —así vestía cuando ella le vio partir— parecía un ser dócil y totalmente inofensivo.
«¡Al fin y al cabo —pensó, mientras le observaba alejarse en un carro tirado por dos ponis—, no es más que un artista!» Su exigua imaginación no se aventuró a desvelar qué otra cosa había pensado que pudiera ser. El cambio que se había producido en sus sentimientos era muy saludable y reconfortante. Se sentía un poco avergonzada de su comportamiento anterior. Cuando él se agachó para besarle la mano, le dirigió una sonrisa —sincera, pues sincero era el alivio que sentía— pero no hizo mención alguna a la posibilidad de una segunda visita, y para su tranquilidad y satisfacción, su marido tampoco había dicho nada al respecto.
Aquella pequeña familia volvió a caer en la soñolienta y cotidiana rutina a la que estaba acostumbrada. El nombre de Arthur Sanderson apenas salía a relucir. Por su parte, ella tampoco mencionó a su marido el incidente de su sonambulismo ni las insensateces que había dicho en aquella ocasión. Pero olvidar era igualmente imposible. Lo ocurrido era el misterioso síntoma de algo que permanecía sepultado en lo más hondo de su ser, como el foco de una enfermedad que tan sólo esperaba una oportunidad para propagarse. Todas las mañanas y todas las noches rezaba para que no fuera así; para que pudiera llegar a olvidarlo; para que Dios librara a su marido de todo mal.
A pesar de aquella insensatez aparente, que muchas personas tomarían quizá por un signo de debilidad de carácter, la señora Bittacy era en realidad una persona equilibrada, sensata e imbuida de una fe sincera y profunda. Valía mucho más de lo que ella pensaba. Para ella, el amor que sentía por su marido y el que sentía por Dios, venían a ser la misma cosa, y eso es algo que sólo está al alcance de un alma verdaderamente noble.
Cuando finalmente llegó el verano lo hizo lleno de belleza y violencia. De belleza, porque las lluvias nocturnas refrescaban la atmósfera, prolongaban el esplendor de la primavera y lo extendían a lo largo del mes de julio, manteniendo el verdor y la juventud del follaje; y de violencia, porque los vientos que azotaban el sur de Inglaterra afectaban también al resto del país y lo lanzaban a una danza frenética. Zarandeaban los bosques de una forma impresionante y los tenían bramando sin parar con una voz grandiosa. Sus notas más graves nunca abandonaban el cielo. Cantaban y gritaban, mientras las hojas arrancadas pasaban volando a toda velocidad, mucho antes de que hubiera llegado su hora. Fueron muchos los árboles que, tras varios días de bramidos y danzas, se desplomaron exhaustos contra el suelo. Dos ramas del cedro del jardín cayeron en días sucesivos y justo a la misma hora… antes del ocaso. Era entonces cuando el viento soplaba con más fuerza, para no amainar hasta que salía el sol. Sus enormes ramas, como un par de oscuros despojos, cubrían la mitad del jardín. Estaban tendidas transversalmente, apuntando en dirección a la casa. Habían dejado un horrible vacío en el árbol, hasta tal punto que el cedro del Líbano parecía inacabado, casi destruido; una especie de monstruo al que se le hubiera arrebatado su antigua gallardía y magnificencia. La parte del Bosque que se podía ver ahora era mucho mayor, y a través de aquella brecha abierta en las defensas, parecía asomarse para echar un vistazo. Desde las ventanas de la casa —sobre todo desde las del salón y el dormitorio— se tenía ahora una vista directa de los claros y las espesuras que se extendían a lo lejos.
La sobrina y el sobrino de la señora Bittacy, que se encontraban entonces pasando unos días con ellos, se divirtieron de lo lindo ayudando a los jardineros a retirar los restos del árbol. Emplearon dos días en hacerlo, porque el señor Bittacy insistió en que se retiraran las ramas enteras. No permitió que las cortaran, y tampoco consintió que se usaran para hacer leña. Bajo su supervisión, aquellas pesadas moles fueron arrastradas hasta el extremo del jardín y colocadas en la línea fronteriza que le separaba del Bosque. A los niños aquella idea les pareció estupenda y se sumaron a ella con entusiasmo. Había que asegurar a toda costa una defensa contra el avance del Bosque. Se habían dado cuenta de que su tío se lo tomaba todo muy en serio y percibieron, además, que debía tener algún motivo oculto; de ese modo, una visita que por lo general no solía hacerles mucha gracia, se convirtió en el gran acontecimiento de las vacaciones. En esta ocasión fue tía Sofía la que les pareció una aburrida y una mandona.
—Se ha convertido en una vieja maniática —manifestó Stephen.
Pero Alice, que había advertido en aquel disgusto sordo de su tía algo que le resultaba un poco alarmante, dijo:
—Creo que tiene miedo de los bosques. ¿Te has fijado? Nunca nos acompaña cuando vamos al bosque.
—Razón de más para que hagamos que este muro sea inexp… muy gordo, y muy grueso, y muy sólido —concluyó él, incapaz de pronunciar aquella palabra tan larga—. Entonces nada —absolutamente nada— podrá atravesarlo. ¿Verdad que no, tío David?
Y el señor Bittacy, que se había desprendido de la chaqueta y trabajaba con el chaleco moteado puesto, se acercó resoplando en su ayuda, y se puso a colocar aquella inmensa rama del cedro a modo de seto.
—Venga —dijo—, ya sabéis que esto tiene que estar terminado antes de que se haga de noche, sea como sea. El viento ya ha empezado a bramar allá lejos en el Bosque.
Y Alice, haciéndose eco de la frase de su tío, añadió en voz baja:
—Stevie, date prisa, no seas vago. ¿No has oído lo que ha dicho el tío David? ¡Va a venir y nos atrapará antes de que hallamos terminado!
Trabajaban como mulas, y entretanto, sentada bajo la mata de glicina que trepaba por el muro sur de la casita del jardinero, la señora Bittacy, labor en mano, les observaba y, de vez en cuando, les hacía pequeñas advertencias y les daba consejos. Consejos de los que, naturalmente, hacían caso omiso. Aunque lo más probable es que ni tan siquiera los oyeran, pues aquella cuadrilla de trabajadores estaba totalmente enfrascada en su tarea. A su marido le advertía que no sudara, a Alice que no se rompiera el vestido, a Stephen que no forzara la espalda al tirar. Su mente fluctuaba entre el botiquín homeopático que tenía en el piso de arriba y la ansiedad por ver acabada cuanto antes aquella obra.
La caída de las ramas del cedro había hecho que sus preocupaciones volvieran a despertar de su letargo. El recuerdo de la visita del señor Sanderson, que llevaba bastante tiempo hundido en el olvido, volvía a cobrar vida. De nuevo le venía a la memoria la extraña y detestable forma de hablar que tenía aquel hombre, y muchas cosas que confiaba no tener que volver a recordar asomaban ahora a su cabeza desde esa región del subconsciente donde nada se olvida. Aquellas cabezas la miraban y asentían. Seguían estando bien vivas; no parecían dispuestas a que se las dejara a un lado y se las enterrara para siempre. «¡Escucha! —susurraban—. ¿Acaso no te lo habíamos advertido?» Simplemente habían estado esperando a que llegara el momento de reafirmar su presencia. Aquella vaga angustia que antes sintiera volvió a apoderarse de ella. La ansiedad y el desasosiego regresaron. El espantoso abatimiento también.
Aunque el incidente de la mutilación del cedro carecía de importancia, la actitud que había adoptado su marido parecía dotarlo de una enorme transcendencia. No es que hubiera dicho, hecho o dejado de hacer nada en concreto que la hubiera asustado, pero aquel aire de gravedad que irradiaba le parecía totalmente injustificado. Daba la sensación de que, para él, aquello era algo muy importante. Se le veía preocupado. Ese interés y ese desasosiego, de los cuales no había visto ni percibido nada a lo largo de todo el verano, hacía que ahora se diera cuenta de que se los había estado ocultando intencionadamente; los había mantenido en secreto a propósito. En lo más hondo de su ser circulaba una corriente de pensamientos, de deseos y de esperanzas muy distintos a los que mostraba hacia fuera. ¿Cuáles eran? ¿A dónde le conducían? El accidente que había sufrido el árbol ponía todo aquello de manifiesto de una forma muy desagradable y, seguramente, mucho más de lo que él mismo se daba cuenta.
Se quedó mirando el rostro serio y grave de su marido mientras trabajaba en aquel lugar con los niños, y cuanto más le observaba, más se iba asustando. Le irritaba que los niños trabajaran con tanto ahínco. De manera inconsciente le estaban apoyando. Ni se atrevía a ponerle un nombre a su miedo. Pero allí estaba, esperando.
Por otra parte, en la medida en que su confusión mental le permitía hacer frente a unos temores tan vagos e incoherentes, lo cierto es que la caída de las ramas del cedro contribuía a hacer que los sintiera más próximos. El hecho de que tuviera conciencia de ellos, a pesar de lo incomprensibles e informes que eran, y de que los sintiera vivos y activos aunque estuvieran fuera de su alcance, la llenaba de un asombro en el que se mezclaban la confusión y el espanto. Su presencia era real, su fuerza arrebatadora, su ocultación parcial abominable. Entonces, de entre las brumas de su mente, rescató una idea y vio como se destacaba nítidamente ante su ojos. Le costaba trabajo expresarla en palabras, pero su significado venía a ser el siguiente: aquel cedro era una presencia amiga; su caída presagiaba algún desastre; a raíz de ello una especie de influencia protectora que rodeaba a la casa, y especialmente a su marido, se había debilitado.
—¿Por qué te asustan tanto los vientos fuertes? —le había preguntado él varias veces hacía unos días, cuando el viento soplaba con especial violencia. A ella misma le sorprendió su respuesta mientras la decía. Una de aquellas cabezas se asomó de forma inconsciente, y dejó escapar la verdad:
—David… porque me producen la sensación de que… traen con ellos el Bosque —balbució—. Arrastran consigo algo que hay en los árboles… y lo introducen en nuestras mentes… en nuestra casa.
Durante un instante se le quedó mirando fijamente.
—Será por eso que los amo —respondió—. Esparcen las almas de los árboles por el cielo como si fueran nubes.
Ahí se acabó la conversación. Nunca antes le había oído hablar así.
En otra ocasión, cuando trató de convencerla para que le acompañara a uno de los claros más próximos, ella le preguntó por qué se llevaba el hacha pequeña, y para qué la quería.
—Para cortar la hiedra que se agarra a los troncos y les va quitando vida —dijo.
—¿Pero eso no es tarea de los guardabosques? Para eso se les paga, ¿no?
Él le respondió explicándole que la hiedra era un parásito, que los árboles no sabían cómo combatirla por sí mismos, y que los guardabosques eran descuidados y no hacían las cosas a conciencia. Daban un tajo aquí y otro allá, dejando que fuera el árbol el que se ocupara del resto, si es que podía.
—Además, me gusta hacer cosas por ellos. Me encanta ayudarlos y protegerlos —añadió; sus palabras fluían envueltas por el murmullo del follaje mientras paseaban.
Aquellos comentarios dispersos, unidos a su actitud hacia el cedro roto, revelaban ese cambio extraño y sutil que se estaba operando en su personalidad. De forma lenta, pero imparable, había ido creciendo a lo largo de todo el verano.
Estaba creciendo —y de sólo pensarlo se sobrecogía— exactamente igual que un árbol. Aunque la evidencia externa que se apreciaba día a día era tan ligera que pasaba casi desapercibida, aquella marea creciente era profunda e irresistible. La alteración se extendía por todo su ser y se manifestaba tanto en su mente como en sus actos; a veces incluso en su rostro. En ocasiones podía llegar a ser algo tan patente que la asustaba. Era como si la vida de su marido se estuviera ligando estrechamente a la de los árboles y a todo lo que los árboles significaban. Cada vez coincidían más sus intereses y los de ellos, su actividad cada vez estaba más relacionada con la de ellos, sus pensamientos y sus sentimientos se parecían más a los de ellos, y lo mismo ocurría con sus objetivos, sus esperanzas, sus deseos, su destino…
¡Su destino! Al pensarlo, la sombra de un terror inmenso e indefinido se proyectó sobre ella. Algún instinto profundo de su corazón, al que temía infinitamente más que a la muerte —que, al fin y al cabo, no era para el alma más que una dulce traslación— hacía que, de forma gradual, pensar en su marido quedara asociado con pensar en árboles, sobre todo con los árboles de aquel Bosque. A veces, antes que pudiera afrontarlo, quitárselo de la cabeza o conjurarlo con alguna oración, descubría que al pensar en su marido la idea del Bosque le venía inmediatamente a la cabeza; los dos estaban íntimamente ligados y unidos, cada uno de ellos era parte y complemento del otro, formaban un único ser.
Aquella idea era demasiado difusa para poder contemplarla cara a cara. Hasta la mera posibilidad de intentarlo se esfumaba en el momento en que trataba de concentrarse en ella para desentrañar cuál fuera su verdad. Era demasiado esquiva, demasiado descabellada y proteica. Bastaba con someterla a un minuto de atención para que su propio significado se desvaneciera, se volatilizara. En realidad, por más que se esforzara no podía encontrar palabras con que expresarla; quedaba fuera del alcance de cualquier pensamiento concreto. A su mente le era imposible asimilarla. Mientras se desvanecía, el rastro que había dejado al aproximarse primero y desaparecer después, parpadeaba durante unos instantes ante su trémula mirada. El horror, ciertamente, permanecía.
Reducidos a la sencillez de una formulación en los términos humanos a los que ella, por su propio temperamento, tendía de forma instintiva, sus temores podrían expresarse de la siguiente manera: su marido la amaba, pero también amaba a los árboles; ahora bien, los árboles estaban en primer lugar, tenían acceso a unas partes de él que ella desconocía. Si ella amaba a Dios y a su marido, él amaba a los árboles primero y después a ella.
Era así, bajo la apariencia de un acuerdo frágil y angustioso, cuyas condiciones resultaban particularmente conflictivas, como su mente perpleja se planteaba la cuestión. Se estaba librando una batalla sorda y oculta que, por el momento, se encontraba todavía lejos. La desmembración del cedro no era sino un episodio externo y visible de un combate, distante y misterioso, que, día a día, se iba acercando más a ellos. Ahora el viento, en lugar de bramar allá lejos, en el Bosque, se aproximaba; sus ráfagas intermitentes retumbaban ya en todos los límites y fronteras.
El verano, entre tanto, languidecía. Cruzaba ya los bosques el suspiro de los vientos otoñales; el color rojizo de las hojas empezaba a adquirir tonos dorados y el anochecer se adelantaba con su acogedor cortejo de sombras, cuando hizo su aparición el primer signo de algo verdaderamente alarmante. Lo que ocurrió entonces se manifestó con una violencia áspera y tajante que indicaba que llevaba mucho tiempo madurando. No fue algo impulsivo o poco meditado. En cierto modo era previsible, incluso inevitable. Faltaban sólo quince días para que, siguiendo su costumbre anual, se mudaran a Seillans, un pueblecito junto a St. Raphael —algo tan habitual en los últimos diez años que ni siquiera merecía comentario alguno entre ellos— cuando, de pronto, el señor Bittacy se negó a ir.
Tras poner la mesa para el té, Thompson había colocado el quemador bajo su urna, bajado las persianas con la agilidad y el silencio que la caracterizaban y, finalmente, había salido de la habitación. Las lámparas estaban todavía sin encender. El resplandor del fuego del hogar se reflejaba en los sillones de zaraza y Boxer dormía tumbado en la negra alfombra de crin. En las paredes, los marcos dorados de los cuadros brillaban débilmente, mientras que los lienzos quedaban en penumbra. La señora Bittacy había calentado ya la tetera y se disponía a echar agua en las tazas para calentarlas, cuando su marido, alzando la vista desde su silla y mirando hacia el otro extremo de la chimenea, dio a conocer bruscamente su decisión.
—Querida, de veras, es absolutamente imposible que vaya. —dijo, como si hubiera seguido un razonamiento del cual a ella sólo le llegaba la última frase.
Fue algo tan brusco y tan incoherente que en un primer momento lo interpretó de forma errónea. Creyó que hablaba de ir al jardín o a los bosques. En cualquier caso, al oírlo, le dio un vuelco el corazón. El tono de su voz no hacía presagiar nada bueno.
—Claro que no —respondió— no sería nada sensato. ¿Por qué ibas a tener que…? —pensaba en la neblina que siempre se extendía por el jardín en las noches de otoño; pero antes de que hubiera acabado la frase ya sabía que él hablaba de algo distinto. Y entonces, por segunda vez, el corazón le dio un vuelco terrible.
—¡David! ¿No te referirás a ir al extranjero? —dijo con un grito ahogado.
—Sí, querida, a eso me refiero.
Esa forma de hablar le recordaba al tono que solía emplear hace años cuando se despedía antes de una de esas expediciones a la jungla que ella tanto temía. En aquellas ocasiones su voz siempre sonaba así de resuelta, así de seria. Con idéntica resolución y seriedad sonaba ahora. Durante un rato no se le ocurrió qué decir. Se entretuvo jugueteando con la tetera. Llenó una taza con agua caliente hasta que rebosó, y luego la vació lentamente en el cuenco de los posos, poniendo el máximo empeño en que él no se diera cuenta del temblor de su mano. La luz de la chimenea y la penumbra de la habitación le ayudaron a conseguirlo. Pero, de todos modos, él difícilmente lo habría advertido. Sus pensamientos se encontraban muy lejos…