4

—David, querido —le comentó con delicadeza tan pronto como se quedaron solos en su habitación—. Ese hombre me produce una horrible sensación de inquietud. No puedo librarme de ella. —El temblor de su voz le llenó de ternura.

Se volvió para mirarla.

—¿Qué clase de inquietud, querida? ¿No será que a veces eres un poco fantasiosa?

—Creo que… en fin, ¿no será un hipnotizador, o una de esas personas llenas de ideas teosóficas o alguna cosa por el estilo? Ya me entiendes… —dijo con voz vacilante y tartamudeando un poco; todavía estaba confundida y asustada.

Estaba muy acostumbrado a esos vagos temores suyos y, por regla general, no intentaba disiparlos mediante una explicación convincente ni corregir las imprecisiones de su lenguaje, pero esta noche se daba cuenta de que ella necesitaba que se la tratara con mucho cuidado y cariño. De modo que procuró tranquilizarla lo mejor que pudo.

—Pero, aunque fuera así… ¿qué hay de malo en ello? —replicó con voz sosegada—. Mira, querida, ésos no son más que los nombres actuales de unas ideas muy antiguas. —En su voz no se apreciaba ningún signo de impaciencia.

—Precisamente por eso —replicó—. Él es una de esas cosas contra cuya llegada se nos ha prevenido; uno de los seres de las Postrimerías. —Tras sus palabras subyacía la innominable multitud de textos que él tanto temía. Su pensamiento seguía plagado de los viejos fantasmas del Anticristo y las Profecías, y por poco no había mencionado también el Número de la Bestia. El blanco al que solía dirigir sus dardos era el Papa, porque lo entendía; era una diana obvia y sencilla contra la que disparar. Pero todo aquel asunto de los bosques y de los árboles era demasiado vago, demasiado horrible. Le aterrorizaba.

—Me hace pensar en los Principados y Potestades de las altas regiones y en seres que caminan en la oscuridad —prosiguió—. Eso que dijo de que los árboles cobran vida de noche y todas esas cosas, no me gustó nada; me hace pensar en lobos con piel de cordero. Y cuando vi esa cosa horrible en el cielo sobre el jardín…

Pero él la interrumpió de inmediato, había decidido que era preferible no hablar de aquello. Desde luego lo mejor sería no seguir dándole vueltas al tema.

—Sofía, creo que lo único que quería decir —dijo con seriedad, aunque esbozando una sonrisa— es que los árboles pueden tener un cierto grado de vida consciente (lo cual, en lo sustancial, es una idea bastante agradable) algo parecido, recuerdas, a lo que leímos la otra noche en el Times; eso, y que un gran bosque quizá posea una especie de personalidad colectiva. No olvides que es un artista, un temperamento poético.

—Es peligroso —dijo enfáticamente—. Me parece que es jugar con fuego, una insensatez y un riesgo.

—¡Pero si es para mayor gloria de Dios! —insistió con delicadeza—. No debemos cerrar nuestros oídos y nuestros ojos al conocimiento, sea del tipo que sea, ¿no te parece?

—David, tú siempre construyes la realidad con tus deseos —replicó ella. Igual que un niño que en vez de decir «padeció bajo el poder de Poncio Pilatos» dice «apareció bajo el poder de Poncio Pilatos», la señora Bittacy solía confundirse cuando reproducía algún dicho. En cualquier caso, tenía la esperanza de que aquella cita le sirviera de aviso—. Además, siempre hemos de poner a prueba los espíritus para saber si es Dios quien los envía —añadió para tantearle.

—Claro, querida, siempre debemos hacerlo —asintió mientras se metía en la cama.

Pero tras un breve silencio, durante el cual David Bittacy aprovechó para apagar la luz y buscar una postura cómoda para dormir, y mientras sentía su sangre bullir presa de una emoción novedosa e increíblemente placentera, cayó en la cuenta de que quizá sus palabras no habían bastado para tranquilizarla. Ella permanecía tumbada a su lado despierta y todavía asustada. El señor Bittacy se incorporó en la oscuridad.

—Sofía, en cualquier caso, no debes olvidar —dijo con suavidad— que entre nosotros y cualquier otra… cosa, se abre un abismo infranqueable… mmm… al menos mientras conservemos nuestra forma corpórea.

Al no obtener réplica alguna, se quedó tranquilo pensando que ella dormía ya feliz. Pero, en realidad, la señora Bittacy no estaba dormida. Aunque había oído aquella frase no había dicho nada, porque tenía la sensación de que era preferible no expresar en voz alta sus pensamientos. Le daba miedo oír sus propias palabras en la oscuridad. Afuera, el Bosque permanecía a la escucha y también él podía oírlas; el Bosque… que «bramaba allá lejos».

Y lo que pensaba era lo siguiente: ese abismo sin duda existía, pero, de algún modo, Sanderson había tendido un puente sobre él.

Fue aquella misma noche, aunque bastante más tarde, cuando la señora Bittacy, tras un sueño agitado e inquieto, se despertó y oyó un sonido que hizo que todo su cuerpo se pusiera a temblar de miedo. El sonido pareció desaparecer de forma inmediata al despertar del todo, pues por más que aguzó los oídos, lo único que consiguió escuchar fue el rumor inarticulado de la noche. Debía haberlo escuchado en sueños, y con los sueños se había desvanecido. Sin embargo, aquel sonido era inconfundible; se trataba del mismo que había oído antes atravesando rápidamente el jardín, sólo que esta vez sonaba mucho más cerca. Mientras dormía había sentido que un murmullo, similar al de unas ramas que se mecieran dentro de la misma habitación o al susurro del follaje, pasaba por encima de ella. La frase «viajando por las copas de las moreras» le vino a la memoria. Había soñado que se encontraba en algún lugar desconocido, tumbada bajo las extensas ramas de un árbol que le susurraba algo a través de miles de suaves labios verdes. Por lo visto, aquel sueño se había prolongado unos instantes después de haber despertado.

Se recostó en la cama y miró a su alrededor. La parte superior de la ventana estaba abierta y a través de ella se divisaban las estrellas. La puerta, recordó, estaba cerrada como siempre y, naturalmente, no había nadie más en la habitación. El profundo silencio de las noches estivales se extendía sobre todas las cosas, roto tan sólo por otro sonido que, en esta ocasión, provenía de las sombras que rodeaban la cama. Era un sonido humano y, sin embargo, antinatural; un sonido que se apoderó del miedo que había sentido al despertarse e inmediatamente lo incrementó. Aunque le resultaba familiar, al principio no fue capaz de identificarlo. Tuvieron que pasar algunos segundos —unos segundos que se le hicieron eternos— antes de que se diera cuenta de que era su marido, hablando en sueños.

La procedencia de aquella voz la confundía y le intrigaba, porque al revés de lo que había imaginado al principio, no sonaba a su lado. Venía de más lejos. Un minuto después, iluminada por la mortecina luz de la vela, distinguió la blanca silueta de su marido de pie en medio de la habitación, no muy lejos de la ventana. La luz de la lámpara se fue haciendo más intensa y vio cómo se aproximaba a la ventana con los brazos extendidos. Le pareció que balbuceaba algo en voz baja, pero aquellas palabras sonaban demasiado juntas para resultar comprensibles.

La señora Bittacy se estremeció. Eso de hablar en sueños le parecía algo muy misterioso y le producía verdadero espanto; era como oír hablar a un muerto, una mera parodia de lo que es una voz viva, algo antinatural.

—¡David! —susurró, asustada de escuchar su propia voz y temiendo que, al interrumpirle, volvería hacia ella su rostro. No podía soportar la visión de aquellos ojos abiertos de par en par—. ¡David, estás andando dormido! ¡Vuelve a la cama, querido, por favor!

Aquel susurro pareció atronar en medio del silencio de la oscuridad. Al sonar su voz, su marido se detuvo y se volvió lentamente hacia ella. Sus ojos, completamente abiertos, se clavaron en los suyos sin reconocerla. Su mirada le atravesaba como si contemplara algo que se encontrara detrás de ella; parecía como si identificara la dirección del sonido pero no pudiera verla. Se fijó que sus ojos tenían el mismo brillo que había visto en los de Sanderson hacía unas horas. Su rostro estaba congestionado y tenía una expresión de sufrimiento; la ansiedad se reflejaba en todos y cada uno de sus rasgos. Se dio cuenta de que tenía fiebre y, de inmediato, las consideraciones de tipo práctico hicieron que, de momento, olvidara su terror. Finalmente, su marido llegó a la cama sin despertarse. Le cerró los párpados, y él se puso cómodo para dormir, o mejor dicho, para dormir más profundamente. La señora Bittacy se las ingenió para conseguir que tomara unas gotas del vaso que estaba junto a la cama.

Luego, se levantó sin hacer ruido para ir a cerrar la ventana, al notar que el aire nocturno, demasiado frío y cortante, entraba en la habitación. Colocó la vela en un lugar donde la luz no le diera a su marido, y al ver allí al lado la gran Biblia de Baxter, se sintió un poco reconfortada, aunque por su ser más profundo seguían circulando extraños mensajes de alarma. Entonces, mientras cerraba el pasador con una mano y tiraba de la cuerda de la persiana con la otra, su marido volvió a incorporarse en la cama y pronunció unas palabras que, en esta ocasión, eran perfectamente audibles. De nuevo tenía los ojos abiertos del todo. Señalaba algo. Ella permaneció completamente inmóvil y se dispuso a escuchar; su sombra se reflejaba distorsionada en la persiana. Contrariamente a lo que había temido en un principio, su marido no se le acercó.

El susurro de aquella voz sonaba nítido y horrible; no se parecía a nada que ella conociera.

—Braman en el Bosque, allá lejos… y yo … tengo que ir a ver —mientras decía aquello, sus ojos parecían atravesarla y mirar hacia el bosque—. Me necesitan. Han enviado a por mí… —Luego, tras volverse y dejar que su mirada vagara por los objetos de la habitación, cambió súbitamente de propósito y se tumbó. Ese cambio también fue horrible, aun más incluso, pues ponía de manifiesto que él se movía en un universo perfectamente definido que no tenía nada que ver con el suyo.

Aquella frase tan rara le heló la sangre; durante un momento se sintió absolutamente aterrorizada. En la voz de sonámbulo de su marido, cuya diferencia con su voz normal era tan leve y, a la vez, tan inquietante, descubría la presencia de algo maligno. El mal y el peligro acechaban detrás de esa voz. Temblando de pies a cabeza se apoyó en el antepecho de la ventana. Por un instante tuvo la espantosa sensación de que algo se estaba acercando para apoderarse de él.

—Bien, todavía no —oyó que decía desde la cama con un tono más bajo—, más adelante. Será mejor así… Iré más adelante.

Esas palabras reflejaban una parte de los temores que le venían obsesionando desde hacía tanto tiempo y que, con la llegada y la presencia de Sanderson, parecían a punto de alcanzar un clímax en el que ni tan siquiera se atrevía a pensar. Le daban forma, lo aproximaban y hacían que sus pensamientos se tornaran hacia su Dios en una oración sentida y desesperada en la que rogaba que se le concediera ayuda y consejo. De forma inconsciente, su marido acababa de revelarle que existía un mundo de intenciones y aspiraciones íntimas que reconocía como propias, pero que guardaba casi exclusivamente para sí.

Cuando se acercó a él y sintió el reconfortante roce de su mano, comprobó que había vuelto a cerrar los ojos, en esta ocasión por sí mismo, y que su cabeza reposaba en calma sobre la almohada. Estiró suavemente las sábanas y, tapando con cuidado la luz de la vela con una mano, se quedó observándole durante unos minutos. En su rostro se dibujaba una sonrisa que transmitía una extrañísima sensación de paz.

Luego, apagó la vela, se arrodilló, y estuvo un rato rezando antes de volver a la cama. Pero no consiguió dormirse. Se pasó toda la noche despierta, pensando, haciéndose preguntas, rezando, hasta que por fin, cuando comenzó el coro matinal de los pájaros y los primeros rayos del amanecer dieron en las verdes persianas, el agotamiento hizo que se rindiera al sueño.

Pero mientras dormía, el viento continuó bramando allá lejos, en el Bosque. Sonaba cada vez más cerca; a veces incluso demasiado cerca.