Siguió después un profundo silencio, en medio del cual se oyó el sordo canto de un búho en el bosque. Una gran mariposa chocó contra una de las ventanas con un nervioso aleteo. La señora Bittacy se sobresaltó ligeramente, pero nadie habló. Sobre los árboles se vislumbraban algunas estrellas. A lo lejos se oía el ladrido de un perro.
Bittacy, tras volver a encender el puro, rompió aquel breve período de silencio que se había apoderado de los tres.
—Resulta muy reconfortante pensar que estamos rodeados de vida por todas partes y que, en realidad, no existe una línea divisoria entre eso que llamamos materia orgánica e inorgánica —dijo mientras arrojaba la cerilla por la ventana.
—Sí, verdaderamente el universo es todo uno —dijo Sanderson—. Nos confunden los espacios vacíos que nos impiden ver lo que hay más allá, pero creo que, de hecho, no existen tales espacios vacíos.
La señora Bittacy comenzó a moverse con una inquietud que no auguraba nada bueno, aunque de momento conservó la calma. Le asustaban las palabras largas que no entendía. Detrás de las palabras con demasiadas letras acechaba el nombre de Belcebú.
—En las plantas y en los árboles, concretamente, alienta una vida magnífica que, por el momento, nadie ha conseguido demostrar que sea inconsciente.
—Ni tampoco consciente, señor Sanderson —terció con rotundidad la señora Bittacy—. Sólo el hombre fue hecho a su imagen y semejanza, no los arbustos y las cosas…
Su marido intervino de forma inmediata.
—No se trata de que estén vivas de la misma manera en que lo podemos estar nosotros —le explicó con voz suave—. Y además —dijo, con el ojo puesto en su esposa—, no creo que haya nada de malo, querida, en afirmar que todos los seres creados contienen una cierta proporción de la vida de su Creador. Me parece muy hermoso pensar que Él no creó nada muerto. ¡Eso no nos convierte en panteístas! —añadió en tono tranquilizador.
—¡Dios mío, no! ¡Confío en que no! —aquel término la había alarmado. Era peor incluso que la palabra «Papa». Por su mente confusa cruzó sigilosa una imagen temible y peligrosa… como una pantera.
—Me gustaría creer que incluso en la descomposición existe vida —murmuró el pintor—. La desintegración de la madera podrida genera un cierto tipo de sensibilidad orgánica; en la caída de una hoja seca hay fuerza y movimiento, de hecho, la hay en todo aquello que se disgrega o se rompe. No hay nada más inerte que una piedra y, sin embargo, rebosa calor, peso y toda clase de potencialidades. ¿Qué hace que sus partículas se mantengan unidas? Lo comprendemos tan poco como la fuerza de la gravedad o la razón por la que las agujas magnéticas señalan siempre al «Norte». En ambos fenómenos puede haber un tipo de vida…
—¿Cree usted que una brújula tiene alma, señor Sanderson? —exclamó la señora, acompañando sus palabras con un crujir de volantes de seda que expresaba su indignación de forma aún más patente que su tono de voz. El artista sonrió para sí en la oscuridad, pero fue Bittacy quien se apresuró a responder.
—Lo que nuestro amigo trata de sugerir es, simplemente, la posibilidad de que estos misteriosos procesos se deban a algún tipo de vida que no somos capaces de comprender —dijo con tranquilidad—. ¿Por qué el agua sólo corre cuesta abajo? ¿Por qué los árboles crecen hacia el sol y siempre en ángulo recto con respecto a la superficie de la tierra? ¿Por qué los planetas giran siempre sobre sus ejes? ¿Por qué el fuego cambia la forma de todo lo que toca sin llegar verdaderamente a destruirlo? Decir que todos los elementos obedecen las leyes que rigen su propia naturaleza es no decir nada. El señor Sanderson se limita a sugerir —de un modo poético, querida, por supuesto— que todo ello puede responder a una manifestación de vida, aunque de una vida en un estadio distinto al nuestro.
—«Les insufló el hálito de la vida», eso es lo que se nos ha dicho. Y esas cosas no respiran —dijo con un tono triunfal.
Entonces intervino Sanderson. Sus palabras, más que intentar ser una réplica seria a la alterada dama, parecían dirigidas a sí mismo o a su anfitrión.
—Pero, verá, es que las plantas también respiran —dijo—. Respiran, se alimentan, digieren, se desplazan y se adaptan a su entorno igual que hacen los hombres y los animales. También tienen un sistema nervioso… o al menos, un complejo sistema de núcleos celulares que posee algunas de las cualidades propias de las células nerviosas. Puede que incluso tengan memoria. En cualquier caso, no cabe ninguna duda de que responden activamente a los estímulos. Y aunque puede tratarse de algo fisiológico, nadie ha demostrado todavía que sea sólo eso y no algo psicológico.
Aparentemente, no se percató del grito ahogado que se oyó detrás del chal amarillo. Bittacy se aclaró la garganta, tiró su puro apagado al jardín, y cruzó y descruzó las piernas.
—Y en los árboles —prosiguió el artista—, detrás de un gran bosque, por ejemplo —y señaló hacia la espesura—, quizá se halle un Ente poderoso que se manifiesta por medio de millares de árboles; una inmensa vida colectiva, organizada con la misma minuciosidad y delicadeza que la nuestra. Bajo ciertas condiciones puede llegar a mezclarse y fundirse con nosotros, de modo que, al formar parte de ella, aunque sólo sea por algún tiempo, lleguemos a comprenderla. Es posible incluso que pueda absorber la vitalidad humana en el inmenso torbellino del vasto sueño de su existencia. La atracción que ejerce un gran bosque sobre un hombre puede ser tremenda, absolutamente irresistible.
Se oyó a la señora Bittacy cerrar la boca con un chasquido. Su chal, y sobre todo su ruidoso vestido, manifestaron sonoramente la protesta que le abrasaba por dentro. Estaba demasiado disgustada para sentirse sobrecogida, pero también demasiado confundida ante aquel cúmulo de palabras y significados que sólo comprendía a medias, como para que le vinieran a la mente de forma inmediata palabras con las que expresarse. Cualquiera que fuese el verdadero sentido del lenguaje que utilizaba el artista, y cualesquiera que fueran los sutiles peligros que encerraba, no cabía duda de que, por el momento, había conseguido tejer una especie de encantamiento que, unido a la luz trémula que les envolvía, los tenía a los tres atrapados junto a aquella ventana abierta. Los aromas del césped cubierto de rocío, de las flores, de los árboles y de la tierra también formaban parte de aquel embrujo.
—Los estados de ánimo que las personas suscitan en nosotros se deben a que su vida oculta afecta a la nuestra —prosiguió—. Lo profundo llama a lo profundo. Imaginemos que estamos solos en una habitación y de repente una persona se une a nosotros; ambos cambiamos de manera inmediata. El recién llegado, aunque no haya abierto la boca, ha provocado un cambio en nuestro estado de ánimo. ¿Por qué no habrían de afectarnos y conmovernos los estados de ánimo de la Naturaleza en virtud de una prerrogativa similar? El mar, las montañas, el desierto, despiertan en nosotros sentimientos de pasión, de gozo o de terror, según el caso; e incluso en algunas personas unas emociones de un esplendor arrebatado y extraño que no me siento capaz de describir —al decir aquello había echado una mirada muy significativa a su anfitrión, de modo que la señora Bittacy pudo constatar de nuevo cómo cambiaba la expresión de sus ojos—. Pues bien… ¿de dónde proceden estos poderes? ¡Desde luego, de nada que esté… muerto! El influjo de un bosque, el dominio y el extraño ascendiente que puede ejercer sobre algunas mentes, ¿no revela acaso una manifestación directa de vida? Si no es así, esa misteriosa emanación de los grandes bosques carece de toda explicación. Claro que también hay naturalezas que parecen provocarlo de forma deliberada. El poder de una hueste de árboles —su voz adquirió un tono solemne al decir aquellas palabras— es algo innegable. Y creo que aquí se siente de manera especial.
Cuando dejó de hablar se podía palpar la tensión en el ambiente. No había sido la intención del señor Bittacy que la conversación llegara hasta esos extremos. Se habían dejado llevar. No quería ver a su mujer triste o asustada; se daba perfecta cuenta de que los sentimientos de su esposa se hallaban en un estado de agitación preocupante. Algo en ella —como él mismo se dijo— «estaba a punto de explotar».
Trató de llevar la conversación hacia temas más generales para diluir la tensión acumulada.
—Suyo es el mar, por Él fue creado —sugirió vagamente, con la esperanza de que Sanderson cogería la indirecta—, y lo mismo ocurre con los árboles…
—En lo que respecta al conjunto del reino vegetal, seguramente es así —dijo el artista tomando el relevo—. Todo él está al servicio del hombre, para proporcionarle alimento, abrigo y cumplir otras mil funciones útiles para su vida diaria. ¿No es acaso sorprendente que una forma de vida perfectamente organizada, aunque inmóvil, que tenemos siempre a nuestro alcance y que nunca puede salir huyendo, ocupe una superficie tan grande de nuestro planeta? Pero, a pesar de todo, no es tan fácil apropiarse de ella. Hay personas que no se atreven a arrancar flores, otros a cortar árboles. No deja de ser curioso que la mayoría de las leyendas y las historias sobre bosques sean sombrías, misteriosas y un tanto aciagas. En ellas las criaturas del bosque rara vez son alegres o inofensivas. Normalmente se percibía la vida de los bosques como algo terrible. El culto a los árboles aún sobrevive en nuestros días. Los leñadores, por ejemplo… los que le quitan la vida a los árboles… tienen un aura de raza maldita.
Su voz se quebró bruscamente con un extraño temblor. Antes incluso de que hubiera pronunciado las últimas frases, Bittacy ya había sentido algo. Su esposa —estaba seguro— lo habría sentido con más fuerza todavía. Porque fue en medio del profundo silencio que siguió a estos últimos comentarios, cuando la señora Bittacy se levantó violentamente de la silla y atrajo la atención de los demás hacia algo que se movía en dirección a ellos cruzando el jardín. Una silueta amplia y extrañamente dispersa se aproximaba en silencio. Parecía encontrarse a gran altura, pues el trozo de cielo que había sobre las matas de arbustos, teñido todavía con el pálido resplandor del crepúsculo, se oscureció al pasar delante de él. Con posterioridad la señora Bittacy aseguró que se movía «formando rizos», pero lo que seguramente quería decir era que se movía en «espiral».
Dejó escapar un chillido ahogado.
—¡Al final ha venido! ¡Y lo ha traído usted!
Presa de un gran nerviosismo, asustada y furiosa a un tiempo, se volvió hacia Sanderson. Había pronunciado aquellas palabras con un jadeo entrecortado, dejando a un lado toda cortesía.
—Lo sabía… si usted continuaba… Lo sabía. ¡Oh! ¡Oh! —y gritó de nuevo—. ¡Han sido las cosas que usted ha dicho lo que le ha hecho salir! —El terror que se reflejaba en su voz temblorosa producía verdadero espanto.
Sin embargo, la confusión de aquellas vehementes palabras pasó inadvertida ante el primer efecto de sorpresa que causaron. Durante un instante nada ocurrió.
—¿Qué es lo que crees haber visto, querida? —preguntó su marido, asustado. Sanderson, en cambio, no dijo nada. Los tres se inclinaron hacia delante; los hombres no llegaron a levantarse, pero la señora Bittacy se abalanzó hacia la ventana y se colocó, aparentemente a propósito, entre su marido y el jardín. Señalaba algo. Su pequeña mano trazaba una silueta en el aire; el chal amarillo colgaba de uno de sus brazos como una nube.
—Pasado el cedro… entre las lilas —su voz, que había perdido su tono agudo habitual, sonaba débil y apagada—. Allí… mirad, ahora vuelve a darse la vuelta … se va, ¡gracias a Dios!… regresa al Bosque. —susurró con un temblor; y, finalmente, tras soltar un gran suspiro, repitió—: ¡Gracias a Dios! ¡Al principio… pensé… que venía aquí… a por nosotros! ¡A por ti… David!
Se fue alejando de la ventana; andaba con paso vacilante, palpando en la oscuridad en busca de una silla donde apoyarse; pero, en su lugar, encontró la mano que le tendía su marido.
—Agárrame cariño, agárrame muy fuerte… por favor. No me sueltes. —Estaba, como su marido diría más adelante, «con los nervios totalmente alterados». La sujetó con fuerza mientras la ayudaba a sentarse en una silla.
—Sofía, querida, ha sido el humo —le dijo rápidamente, procurando que su voz sonara tranquila y natural—. Sí, ya lo veo. Es humo que sale de la granja del jardinero…
—Pero David, hacía ruido —ahora se notaba un nuevo horror en su voz—. Lo sigue haciendo. Lo oigo, suena algo así como risss. —Risss, chisss, rasss, o cosa similar, fue la onomatopeya que utilizó—. David, tengo mucho miedo. ¡Es algo espantoso! ¡Ese hombre lo ha traído!
—Chsss, chsss —susurró su marido, mientras acariciaba su mano temblorosa.
—Está en el viento —dijo Sanderson en voz muy baja, hablando ahora por primera vez. En aquella oscuridad no se podía distinguir la expresión de su rostro, pero su tono era suave y no denotaba temor. Al oír el sonido de aquella voz, la señora Bittacy volvió a sufrir una violenta convulsión. Su marido corrió un poco su silla hacia adelante para impedir que le viera. También él se sentía un tanto perplejo, sin apenas saber qué hacer o qué decir. Todo era muy extraño y había ocurrido de forma demasiado repentina.
La señora Bittacy tenía un susto de muerte. Le parecía que lo que había visto procedía del bosque que rodeaba el jardín. Había emergido en secreto y había avanzado hacia ellos, moviéndose furtivamente y con dificultad, como si albergara alguna intención oculta. Y, de repente, algo lo había detenido. No había podido avanzar más allá del cedro. Tenía la impresión —y aquello se le quedaría grabado en la memoria— de que el cedro le había impedido seguir avanzando, le había mantenido a raya. Como un mar embravecido, el Bosque se había lanzado por un instante en dirección a ellos al amparo de la oscuridad; aquel movimiento visible había sido su primera oleada. Así era como ella se lo imaginaba… Igual que los misteriosos cambios de marea que tanto la fascinaban y asustaban durante sus estancias en la costa de niña. El empuje externo de alguna energía descomunal era lo que había sentido… algo contra lo que se rebelaban todos los instintos de su ser porque suponía un peligro para ella y para los suyos. En aquel momento percibió la Personalidad del Bosque con una intensidad… amenazadora.
Se levantó, y mientras se alejaba tambaleándose de la ventana para acercarse a donde estaba la campana, apenas si captó la frase que Sanderson —¿o era su marido?— dijo en un murmullo, como hablando consigo mismo:
—Vino porque hablamos de ello; nuestro pensamiento hizo que cobrara consciencia de nosotros y lo sacó. Pero el cedro lo detiene. Ya sabe, no puede cruzar el jardín…
Ahora los tres se encontraban de pie; los dedos de la señora Bittacy se disponían ya a tocar la campana, cuando oyó de pronto la voz de su marido que con tono autoritario le decía:
—Querida, yo no le diría nada a Thompson —la angustia que sentía se reflejaba en su voz, pero, exteriormente, había recobrado la calma—. El jardinero puede ir…
Entonces Sanderson le interrumpió.
—Permítame —dijo rápidamente—. Veré si ocurre algo anormal. —Antes de que ninguno de ellos pudiera responder o hacer alguna objeción ya había salido, saltando por la ventana abierta. Vieron su figura cruzar corriendo el jardín y perderse en el bosque.
Un momento después, en respuesta a la campana, entró la doncella, y con ella llegó el sonoro ladrido del terrier desde el recibidor.
—Las lámparas —dijo escuetamente el señor de la casa. Mientras la doncella cerraba suavemente la puerta al salir, oyeron el canto quejumbroso de los vientos que daban vueltas en torno a los muros de la casa. Un rumor de hojas distantes le acompañaba.
—Ves, se está levantando el viento. ¡Era el viento! —la rodeó con el brazo para tranquilizarla, angustiado de ver que ella seguía temblando. Sin embargo, sabía que también él temblaba, aunque no de alarma, sino poseído más bien de una extraña sensación de júbilo—. Y era humo lo que viste acercarse, vendría de la caseta de Stride o de la hojarasca que estarán quemando en el huerto. El ruido que oímos era el rumor de las ramas mecidas por el viento. Ya ves que no hay motivo para que estés tan nerviosa.
Su esposa le respondió con un hilo de voz:
—Tenía miedo por ti, querido. Algo hizo que temiera por ti. Me preocupa y me intranquiliza que ese hombre te influya tanto. Ya sé que es una tontería pero… no sé, creo que estoy cansada; me siento tan alterada, tan inquieta… —las palabras brotaban atropelladamente de sus labios y mientras hablaba se daba la vuelta de vez en cuando para mirar por la ventana.
—La tensión de tener visita te ha afectado —le dijo en tono tranquilizador—. No estamos acostumbrados a tener gente en la casa. En fin, mañana se marcha —calentó las manos heladas de su mujer entre las suyas mientras las acariciaba tiernamente. Por más que quisiera no podía hacer o decir más. El gozo que le producía aquel insólito entusiasmo interior hacía que su corazón latiera aceleradamente. No entendía lo que le estaba ocurriendo. Lo único que quizá supiera era de dónde provenía.
La señora Bittacy estudió atentamente su rostro en la oscuridad, y dijo algo muy extraño:
—Por un momento, David, pensé… que parecías… distinto. Tengo los nervios de punta esta noche. —Del invitado de su marido ya no volvió a hacer mención alguna.
Un sonido de pasos que venían del jardín avisó al señor Bittacy de la llegada de Sanderson, y se apresuró a responderle en voz baja:
—No me pasa nada, puedes estar segura; no me he sentido mejor ni más feliz en toda mi vida.
Thompson trajo consigo las lámparas y, con ellas, llegó la luz; acababa de volver a salir cuando Sanderson entró trepando por la ventana.
—No hay nada —dijo con tono despreocupado mientras cerraba la ventana—. Alguien ha estado quemando hojas y el humo se está dispersando entre los árboles. Además —añadió, dirigiendo una mirada significativa a su anfitrión, pero con tal discreción que la señora Bittacy no se dio cuenta de ello—, el viento ha empezado a bramar… allá lejos… en el Bosque.
Pero la señora Bittacy sí que advirtió en él dos cosas que no hicieron sino aumentar su inquietud. Se fijó en el brillo de sus ojos, porque una luz similar había iluminado de pronto los de su marido; y también se fijó en que había pronunciado aquellas simples palabras, «el viento ha empezado a bramar… allá lejos… en el Bosque», de una forma que parecía indicar que encerraban un significado más profundo. Le quedó la desagradable impresión de que quería darles un sentido distinto al que aparentemente tenían. El tono en que las había dicho parecía implicar algo muy diferente. En realidad no era del «viento» de lo que hablaba y, fuera lo que fuera, tampoco iba a permanecer «allá lejos»… sino que más bien se estaba acercando. Otra impresión que tuvo —aún menos grata— fue que su marido había comprendido aquel significado oculto.