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Según lo convenido, se invitó a Sanderson y, en conjunto, su breve estancia fue un éxito. Que aceptara aquella invitación constituyó un auténtico misterio para todos lo que se enteraron de ello, pues nunca hacía visitas y, sin duda, no pertenecía a ese tipo de personas que tratan de halagar a los clientes. Tenía que haber visto algo en el señor Bittacy que le había agradado.

La verdad es que la señora Bittacy se alegró de verle marchar. En primer lugar, no había traído traje de etiqueta, ni tan siquiera una chaqueta de esmoquin; usaba unos cuellos excesivamente bajos y unas corbatas grandes y sueltas, al estilo francés; y, además, llevaba el pelo demasiado largo para su gusto. No es que aquellas cosas tuvieran mucha importancia, pero consideraba que eran indicios de que en aquel hombre había algo un tanto anómalo. ¡Qué necesidad había de llevar las corbatas tan sueltas!

De todos modos era un hombre muy interesante y, a pesar de sus excentricidades en el vestir y de algunas otras cosas, todo un caballero. «Quizá —meditaba la señora Bittacy en su corazón auténticamente generoso—, las veinte guineas son para una buena causa, ¡atender a una hermana inválida o a su anciana madre!». No tenía ni idea de lo que costaban los pinceles, los bastidores, las pinturas y los lienzos. Los hermosos ojos azules del artista y su contagioso entusiasmo también hacían más fácil pasar por alto otros detalles. ¡Había tantos hombres de treinta años que ya estaban desencantados de todo!

En cualquier caso, cuando terminó su estancia se sintió aliviada. Ella no mencionó para nada la posibilidad de una segunda visita, y advirtió con satisfacción que tampoco su marido parecía haber hecho ninguna sugerencia al respecto. Porque, a decir verdad, la forma que tenía aquel joven de acaparar la atención del hombre de más edad —haciéndole pasar horas y horas en el Bosque, reteniéndole en el jardín para hablar a pleno sol o cuando la humedad del crepúsculo se filtraba desde los bosques, sin tener para nada en cuenta su edad o sus hábitos— no le hacía ni la más mínima gracia. Naturalmente, el señor Sanderson no podía imaginar la facilidad con que se reproducían los accesos de las fiebres indias, aunque —ahora que lo pensaba— era bastante probable que David se lo hubiera mencionado.

Se pasaban hablando de árboles de la mañana a la noche; y aquello hizo que la señora Bittacy volviera a descubrir dentro de sí esa antigua senda de terror subconsciente que, invariablemente, conducía a la oscuridad de los grandes bosques. Tales sentimientos, como le había enseñado su temprana formación evangélica, constituían una tentación. Contemplarlos desde cualquier otro ángulo era jugar con fuego.

Mientras miraba a aquellos dos hombres, sintió cómo su mente se poblaba de extraños temores que, al resultarle incomprensibles, la asustaban todavía más. Le parecía una insensatez tomarse tanto interés por aquel cedro viejo y roñoso. Hacerlo suponía ignorar el sentido de la medida que la divinidad había instaurado en el mundo para guiar al hombre por el buen camino.

Incluso después de cenar tenían que salir a fumarse los puros sentados en aquellas ramas bajas que se inclinaban hasta tocar el césped. Finalmente, se decidió a apremiarles para que entraran dentro. Había oído decir que los cedros no eran seguros después de la puesta de sol; que no era bueno estar demasiado cerca de ellos; y que dormir a su sombra hasta podía resultar peligroso, aunque no recordaba muy bien en qué consistía el peligro. Confundía el cedro con la upa.

En cualquier caso llamó a David para que entrara, y poco después, vino también Sanderson.

Antes de tomar tan drástica medida, había estado un buen rato observando en secreto a su marido y al huésped desde la ventana del salón. El crepúsculo les envolvía con su húmedo velo de gasa. Distinguía el resplandor de la punta de los puros y oía el sonsonete de sus voces. Los murciélagos revoloteaban por encima de ellos y las mariposas nocturnas, grandes y silenciosas, zumbaban suavemente entre las flores de los rododendros. Mientras les observaba, se le ocurrió de pronto que en los últimos días encontraba cambiado a su marido; en concreto desde la llegada del señor Sanderson. Se le notaba distinto, aunque no sabía precisar en qué consistía aquella diferencia. Lo cierto es que no estaba muy segura de querer averiguarlo. Aquel miedo instintivo volvía a actuar sobre ella. Siempre y cuando se tratase de un cambio pasajero prefería no saber nada. Claro que había algunos detalles en los que sí que se había fijado; algunos pequeños signos externos. Por ejemplo, había dejado de leer el Times y ya no se ponía sus chalecos moteados. A veces parecía como despistado y mostraba cierta desidia en las cuestiones prácticas, cuando antes se había mostrado siempre lleno de iniciativa. Y además… había vuelto a hablar en sueños.

Ésta —y una docena más de pequeñas rarezas— le vinieron repentinamente a la cabeza con todo el ímpetu de un ataque combinado. Al pensar en ellas sentía una vaga angustia que hacía que se estremeciera. Mientras sus ojos trataban de distinguir a la luz del crepúsculo a aquellas dos oscuras figuras, cubiertas por el cedro y con el Bosque justo a sus espaldas, su mente iba pasando del sobresalto a la confusión. Había sido entonces, cuando sin darle tiempo a pensar ni a buscar ese consejo interior al que siempre solía acudir, pasó por su cerebro como una centella un susurro sofocado y apremiante: «Esto es cosa del señor Sanderson. ¡Llama a David y dile que venga inmediatamente!»

Y eso era precisamente lo que había hecho. Su voz aguda cruzó el jardín y se perdió en el Bosque que rápidamente la silenció. No le devolvió ningún eco. Su sonido se estrelló contra aquella muralla formada por miles de árboles vigilantes.

—Esta humedad se le mete a uno en los huesos, incluso en verano —murmuró cuando, obedeciéndola, llegaron los dos. Estaba un tanto sorprendida de su propia audacia, y también algo arrepentida. Habían acudido dócilmente a su llamada—. Verá, mi marido es muy sensible a las fiebres del Oriente. No, por favor, no apaguen los puros. Podemos sentarnos junto a la ventana abierta y disfrutar del atardecer mientras ustedes siguen fumando.

Durante un rato ese nerviosismo subconsciente hizo que se mostrara muy locuaz.

—Se respira tanta tranquilidad; una tranquilidad tan maravillosa… —prosiguió, en vista de que nadie hablaba—. Hay tanta paz, y el aire es tan dulce… y Dios siempre está cerca de aquellos que necesitan su ayuda —aquellas palabras se le habían escapado sin que se diera plena cuenta de lo que estaba diciendo, aunque, afortunadamente, pudo bajar la voz a tiempo y nadie las oyó. Puede que fueran una expresión instintiva de alivio. El mero hecho de haberse atrevido a decirlas le ponía nerviosa.

Sanderson le trajo el chal y la ayudó a colocar las sillas; y ella, tras darle las gracias con aquellos modales corteses y anticuados, declinó su ofrecimiento de encender las luces.

—¡Creo que atraen a las mariposas y a los insectos!

Los tres se sentaron a la luz del ocaso. El bigote blanco del señor Bittacy y el chal amarillo de su esposa relucían en cada uno de los extremos de la herradura que formaba el grupo; Sanderson, con su cabello negro todo revuelto y sus ojos brillantes, se sentaba entre ambos. El pintor siguió hablando en voz baja, evidentemente continuaba la conversación que había iniciado con su anfitrión bajo el cedro. La señora Bittacy, en estado de alerta, le escuchaba… llena de inquietud.

—Verá, los árboles tienden a ocultarse durante el día. Tan sólo se revelan plenamente una vez que el sol se ha puesto. Nunca sé cómo es un árbol —y en aquel momento se inclinó ligeramente hacia la señora de la casa como disculpándose por decir algo que quizá pudiera molestarla o resultarle difícil de comprender— hasta que lo he visto de noche. Pongamos por caso su cedro —dijo, dirigiéndose de nuevo a su marido, de modo que la señora Bittacy pudo captar el destello de sus ojos al volverse—. Al principio fracasé con él, porque lo pinté de día. Ya verá mañana lo que quiero decir; aún conservo el primer bosquejo arriba en mi carpeta; es un árbol completamente distinto del que usted compró. Esa imagen la capté de noche, a eso de las dos de la madrugada, bajo la tenue luz de la luna y la estrellas —inclinándose hacia delante y bajando el tono de voz, añadió—: Entonces vi su ser desnudo…

—¡Señor Sanderson, no me diga que salió usted a esas horas! —exclamó la vieja señora con un tono en el que se combinaban la estupefacción y un ligero matiz de reproche. El adjetivo que había empleado el pintor no había sido precisamente de su agrado.

—Me temo que a lo mejor me tomé una libertad excesiva, considerando que estoy en casa ajena —respondió cortésmente—. Pero me desperté a esa hora por casualidad, vi el árbol por la ventana, y bajé.

—Tuvo suerte de que Boxer no le mordiera; duerme suelto en el salón —dijo ella.

—Nada de eso. El perro salió conmigo. Confío en que el ruido no les molestara —añadió—. Aunque me temo que ya es un poco tarde para pedir disculpas. De todos modos, no sabe cuánto lo siento. —El destello de sus blancos dientes en medio de la oscuridad indicaba que sonreía. Un olor a tierra y a flores entró por la ventana impulsado por una corriente de aire.

La Señora Bittacy no dijo nada de momento.

—Los dos dormimos como troncos —apuntó su marido con una carcajada—. Pero, la verdad, señor Sanderson, es usted un hombre valiente; y válgame Dios, ese cuadro lo justifica todo. Pocos artistas se hubieran tomado tantas molestias, aunque creo haber leído en cierta ocasión que Holman Hunt, Rossetti, o algún otro de aquel grupo, se pasó toda una noche pintando en su jardín para conseguir un efecto de claro de luna.

El señor Bittacy siguió hablando. A su mujer le reconfortaba oír su voz; hacía que se sintiera más tranquila. Pero, al cabo de un rato, el artista volvió a tomar la palabra, y a la señora Bittacy le invadieron de nuevo los pensamientos sombríos y los recelos. Sentía un temor instintivo al efecto que aquellas palabras pudieran tener en su marido. Los misterios y las maravillas que esconden los bosques, las espesuras y todas las grandes concentraciones de árboles se volvían patentes y reales mientras hablaba.

—De una u otra forma la noche lo transfigura todo —dijo el artista—, pero nada de manera tan profunda como los árboles. Emergen desde detrás del velo que les cubre durante el día y se muestran tal como son. Es algo que, en cierto modo, les ocurre incluso a los edificios, pero con los árboles es más evidente. De día duermen y de noche despiertan, se manifiestan, se vuelven activos… ¡viven! ¿Recuerda usted lo bien que lo entendió Henley? —dijo, volviéndose de nuevo hacia su anfitriona.

—¿No se referirá usted al socialista ese? —inquirió la señora. La entonación que había dado a aquel sustantivo hacía que sonara a algo delictivo. Lo había pronunciado con una especie de siseo.

—Pues sí, al poeta, al amigo de Stevenson; ya sabe, Stevenson, el que escribió esos encantadores poemas infantiles —respondió el artista con mucho tacto.

Recitó en voz baja los versos a los que había hecho referencia. Por una vez, se trataba del momento, el lugar y el escenario adecuados, todo a una. Las palabras flotaban a través del jardín hacia aquel muro de oscuridad azul que se levantaba donde la curva interminable del gran Bosque rozaba al pequeño jardín como si se tratara de un litoral. Desde la distancia un rumor similar al del oleaje acompañaba a su voz, era como si el viento también se regocijara al oírle:

No será a la mirada del Día,

por más que con obstinada insistencia

lo demande su violenta y poderosa voz,

a quien esas dulces criaturas, inmensas y multitudinarias

los árboles, los centinelas de Dios revelen

su colosal e inefable identidad.

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Mas al oír el mandato de la Noche

la Noche, antigua y sacerdotal;

la Noche de múltiples secretos, cuyo efecto

transfigurador, iniciático y pavoroso

sólo ellos perciben en su totalidad, tiemblan

y se transforman.

Huraña y amenazadora,

ignota y esencial, brota en cada uno de ellos

su alma individual;

y sus presencias corpóreas,

imbuidas de desaforada transcendencia,

vistiendo la oscuridad cual librea

de una misteriosa y formidable hermandad,

se ciernen amenazantes, terroríficas.

Fue finalmente la voz de la señora Bittacy la que rompió el silencio que siguió a la declamación del poema.

—Me ha gustado la parte que habla de los centinelas de Dios —susurró.

En su voz no se apreciaba aspereza alguna; sonaba apagada y tranquila. La verdad que aquellos versos expresaban con tanta musicalidad había hecho enmudecer la estridencia de sus reparos, aunque no por eso hubiera disminuido su inquietud. Su marido no hizo ningún comentario; la señora Bittacy se fijó en que tenía el puro apagado.

—Concretamente los árboles viejos —prosiguió el artista, como si hablara para sí— suelen tener una personalidad muy marcada. Se les puede ofender, herir o agradar; desde el momento en que uno se encuentra bajo su sombra se siente si se acercan o se retraen —se volvió bruscamente hacia su anfitrión—. Sin duda usted conoce el singular ensayo de Prentice Mulford, «Dios en los árboles». Puede que sea un tanto extravagante, pero es de una belleza formidable. ¿No lo ha leído usted?

Pero fue la señora Bittacy quien respondió; curiosamente, su marido seguía sumido en un profundo silencio.

—¡Yo nunca! —Aquella exclamación brotó como un chorro de agua fría desde aquel rostro embozado en el chal amarillo. Hasta un niño habría sabido completar el resto del pensamiento que había quedado sin expresar.

—Pero Dios está en los árboles —dijo suavemente Sanderson—. Al menos un aspecto de Dios muy sutil, y a veces —sé por propia experiencia que los árboles también pueden expresar eso— algo que no es Dios; algo oscuro y terrible. ¿No se ha fijado alguna vez con qué claridad los árboles expresan sus deseos o, por lo menos, eligen a sus compañeros? ¿Cómo las hayas, por ejemplo, no dejan que la vida se desarrolle en sus proximidades, cómo alejan de sus ramas a los pájaros y a las ardillas y no permiten que nada crezca bajo ellas? ¡El silencio de un bosque de hayas puede llegar a ser aterrador! ¿No se ha dado cuenta de que a los pinos les agrada tener matas de arándanos a sus pies, incluso pequeños robles? ¿Cómo cada árbol escoge a sus compañeros con sumo cuidado y claridad, ateniéndose siempre a unas mismas pautas? Y por supuesto, también hay árboles —es algo verdaderamente extraño y notable— que prefieren la compañía humana.

La vieja señora se enderezó ruidosamente en la silla; aquello era más de lo que estaba dispuesta a tolerar. Su tieso vestido de seda parecía emitir pequeñas detonaciones.

—Sabemos, pues así se nos ha dicho —respondió—, que Él paseó por el jardín a la brisa de la tarde —el nerviosismo con que tragó saliva denotaba el esfuerzo que le estaba costando hablar—. Pero en ningún sitio se habla de que se escondiera en los árboles ni nada que se le parezca. Al fin y al cabo, no debemos olvidar que los árboles no son más que plantas grandes.

—Es cierto, pero todo lo que crece tiene vida; es decir, posee un misterio que desafía todo intento de desentrañarlo —respondió con suavidad—. Me atrevo a asegurar que el prodigio que se oculta en nuestras propias almas también puede esconderse tras la estupidez y el mutismo de una vulgar patata.

Aquella observación no pretendía ser graciosa. De hecho no hizo ninguna gracia. Nadie se rió. Al contrario, aquellas palabras transmitían, casi demasiado literalmente, el sentimiento que se cernía sobre la conversación. Aunque cada uno experimentara una sensación distinta —de belleza, de fascinación o de alarma—, todos los presentes se daban cuenta de que, de algún modo, la conversación había hecho que el reino vegetal en su conjunto se encontrara más próximo al de los seres humanos. Se había establecido una especie de nexo entre ambos. No era muy sensato hablar de forma tan directa cuando el Gran Bosque les escuchaba a las mismas puertas de la casa. Mientras lo hacían, el Bosque parecía aproximarse.

La señora Bittacy, deseosa de romper aquel horrible hechizo, trató de conjurarlo súbitamente con una sugerencia de carácter práctico. No le gustaba el prolongado silencio de su marido, su quietud. Se le notaba muy cambiado y con una actitud muy negativa.

—David, me parece que ya sientes la humedad —dijo alzando la voz—. Empieza a hacer frío. Ya sabes lo rápido que te vienen las fiebres, creo que lo más sensato será traer la tintura. Iré a por ella inmediatamente, querido. Será lo mejor. —Y antes de que pudiera objetar nada, abandonó la habitación para traer una de aquellas dosis homeopáticas en las que ella tenía tanta fe, y de las que su marido, con objeto de agradarla, se tomaba un vaso entero cada semana.

Una vez que salió y cerró la puerta, Sanderson empezó a hablar de nuevo, aunque ahora en un tono muy distinto. El señor Bittacy se retrepó en su silla. Era evidente que los dos hombres se disponían a reanudar la conversación —la verdadera conversación que se había visto interrumpida cuando estaban bajo el cedro— dejando a un lado aquella parodia que no había sido más que una treta para distraer la atención de la vieja dama.

—Los árboles le aman, de eso no cabe duda —dijo con mucha gravedad—. El servicio que les prestó durante todos esos años que pasó en el extranjero ha hecho que le conozcan.

—¿Que me conozcan?

—Así es —hizo una breve pausa y añadió—: Ha hecho que sean conscientes de su presencia; conscientes de que existe una fuerza externa a ellos que, de manera explícita, busca su bienestar, ¿no se da cuenta?

—¡Dios mío, Sanderson…! Eso que dice expresa en un lenguaje muy claro algunas sensaciones que nunca antes me había atrevido a formular en palabras. Sería un poco como si trataran de ponerse en contacto conmigo, ¿no? —se aventuró a decir, riéndose de su propia frase, aunque su risa no pasó de sus labios.

—Exactamente —respondió al instante con rotundidad—. Tratan de fundirse con aquello que, de forma instintiva, sienten que es bueno para ellos, que puede serles útil a su ser esencial, favorecer su mejor expresión… su vida.

—¡Por Dios, caballero! —se oyó decir Bittacy a sí mismo—. Está usted expresando con palabras mis pensamientos. Sabe, hace años que siento algo parecido. Es como si… —miró a su alrededor para asegurarse de que su mujer no estaba presente y concluyó la frase—: como si los árboles fueran a por mí.

—«Amalgamamiento» quizá sea el término más adecuado —dijo Sanderson lentamente—. Quieren arrastrarle hacia ellos. Verá, las fuerzas del Bien siempre aspiran a unir; las del Mal a separar. Por eso, finalmente, el Bien suele imponerse… siempre. A la larga, la acumulación de fuerzas lo hace invencible. El Mal tiende a la separación, a la disolución, a la muerte. El carácter gregario de los árboles, ese instinto que les lleva a agruparse, es un símbolo de vida. Los árboles en grupo son benignos; aislados —al menos por lo general— son… digamos que peligrosos. Fíjese en la araucaria, o mejor aún, en el acebo. Fíjese en él, obsérvelo atentamente y trate de comprenderlo. ¿Ha visto alguna vez una encarnación más evidente de un pensamiento maligno? Son perversos. Hermosos también, ¡desde luego! A menudo el Mal posee una extraña y equívoca belleza…

—¿Entonces, el cedro…?

—No, no es maligno; más bien raro. Los cedros suelen formar bosques. Este pobre desgraciado se ha perdido, eso es todo.

Se estaban adentrando en un terreno muy profundo. Sanderson, que sabía que el tiempo corría en su contra, hablaba a toda velocidad. Todo estaba demasiado condensado. Bittacy apenas había podido seguir el hilo de lo último que había dicho. No tenía las ideas tan claras y tan ordenadas como el artista, y su mente avanzaba a trompicones; pero, de pronto, una nueva frase de Sanderson le sorprendió tanto que captó toda su atención.

—Sin embargo, ese cedro que tienen ahí le protegerá; ustedes dos lo han humanizado al pensar en él con tanto cariño. En cierto modo es como si los demás árboles no pudieran sobrepasarlo.

—¡Protegerme! —exclamó—. ¿Protegerme de su amor?

Sanderson se rió.

—Me parece que nos estamos embarullando un poco —dijo—. Estamos hablando de esto utilizando unos términos que, en realidad, no se le pueden aplicar. Mire, lo que quiero decir es que el amor que sienten por usted, esa «conciencia» que tienen de su personalidad y de su presencia, entraña también el deseo de ganarle a usted —de hacerle cruzar la frontera— y llevarle con ellos a la esfera en que se desarrolla su vida. Entraña, por así decirlo, apoderarse de usted.

Las ideas del artista circulaban vertiginosas por su mente. Era como si, de pronto, un laberinto hubiera adquirido movimiento. Los giros de sus intrincadas líneas le confundían. Iban tan rápidas que tan sólo le daban una explicación parcial de cuál era su destino. Seguía primero una, después otra, pero siempre que trataba de orientarse surgía a toda velocidad una nueva línea que le interceptaba antes de que pudiera llegar a alguna parte.

—Pero la India está muy lejos de este bosquecillo inglés —dijo al cabo de un rato en voz más baja—. Y además, los árboles ¿no son acaso completamente distintos?

El frufrú de una falda le avisó que la señora Bittacy se acercaba. Afortunadamente aquella era una frase a la que podía dar un significado distinto en caso de que se presentara de golpe y pidiera una explicación.

—Existe una comunión entre los árboles a lo largo y ancho de todo el mundo —fue su extraña y apresurada respuesta—. Siempre lo saben.

—¡Siempre lo saben! ¿Entonces, cree que…?

—¡Son los vientos… esos grandiosos y raudos mensajeros! Tienen antiguos derechos de paso por todo el mundo. Un viento del este, por ejemplo, puede, por así decirlo, transportar un mensaje por etapas; ir uniendo mensajes y significados que ha oído en distintas tierras, igual que hacen los pájaros… un viento del este.

La señora Bittacy irrumpió en la habitación con el vaso.

—Aquí tienes, David, esto te protegerá contra cualquier principio de ataque —dijo—. Basta con una cucharada, cariño. ¡Oh, oh, todo no! —Como de costumbre, se había tomado de un solo trago la mitad del contenido—. Otra dosis antes de acostarte, y el resto por la mañana, nada más despertarte.

Se volvió hacia el invitado, que le cogió el vaso y lo puso en la mesa que tenía junto a su codo. Les había oído hablar del viento del este, y quiso hacer hincapié en aquel aviso que había interpretado erróneamente. La parte privada de la conversación acabó de inmediato.

—Eso es lo que peor le sienta; un viento del este, y me alegra oír que es usted de la misma opinión, señor Sanderson —dijo ella.